jueves, julio 27, 2017

Vejucadas lingüísticas




Por mucha riqueza de vocabulario que se haya cultivado, la tercera edad pone a las personas a hablar de dolencias y “sexolescencias”


“Siempre es más fácil que a uno lo acepten por loco que por viejo”

Adriano González León (Viejo, 1994)


Dicen los especialistas en lingüística que de los componentes de un idioma, el que más se modifica en el tiempo es el léxico. Y debe ser así porque se va adaptando a las circunstancias sociales e históricas y a las distintas edades de las personas. Si bien la sintaxis es muy importante en varios aspectos, el vocabulario es el río más caudaloso que tenemos para conectarnos con la realidad. Es el mundo convertido en significados. En la medida en que el medio y las etapas de la vida cambian, la gente va ajustando su repertorio. “Eres lo que tu lenguaje muestra que eres”, reza un viejo adagio que siempre tienen presente quienes se ocupan de los vaivenes y laberintos idiomáticos. Dicho de otro modo, por sus términos  (cotidianos o domingueros, no importa) conocerás a tu interlocutor. Con tus manifestaciones verbales puedes sorprender a los otros, pero también puedes decepcionarlos. Sin embargo, lo más importante es que nuestro inventario de vocablos se va ajustando a las etapas tardías de la vida, pero, paradójicamente y aunque no sea realmente así, en la charla cotidiana este pareciera ir reduciéndose.

Además de restringirse y, hasta cierto punto, simplificarse, varía en la misma medida en que los años pasan y van pesando más sobre nosotros. Un campo léxico está constituido por un conjunto de palabras que guardan alguna relación semántica entre ellas y, por lo general, apuntan hacia una misma línea temática. No son iguales los campos de interés lingüístico relativos, por ejemplo, a los adolescentes que los de una persona ya entrada en la adultez  o las expresiones más habituales en alguien que ya ha ingresado a ese eufemismo denominado tercera edad. Eufemismo, porque, más que la tercera es casi la última o, por lo menos, la penúltima. Cuando llegamos a ella, comenzamos a dudar del adagio que reza “a la tercera va la vencida”. Después de que nos internamos en ese límite cambian muchas cosas en nuestra conversación y organismo. Las relaciones familiares, sociales y laborales son muy distintas; ocupan esferas diferentes y es natural que con ello cambien también las voces que usualmente utilizamos para comunicarnos con los otros. “Deja que hable y te la digo”, suele decir mi tía Eloína cada vez que le preguntamos por la edad que puede tener un fulano o una zutana.

Y no le falta razón. Cuando somos ya adultos pero todavía jóvenes, vigorosos y dispuestos a comernos el mundo, nuestros campos lexicales de interés son ricos en matices. También dejamos atrás mucho vocabulario de la niñez y la adolescencia para ingresar en otros espacios verbales. No es extraño, por ejemplo, que una pareja de jóvenes padres primerizos utilice con frecuencia vocablos  como “pañal”, “biberón” (o su sinónimo más popular, “tetero”), “leche” y, desde otra perspectiva, “cólico”, “sonrisa”, “sueño” (porque con un bebé pequeño no eres tú quien decide cuándo dormir).  No importa que, de momento y en Venezuela, los referentes de algunos de los primeros estén desaparecidos del mercado y ello las haga parecer arcaísmos. Eso es circunstancial.

Y es que nuestro lenguaje se mueve al ritmo de la vida y las circunstancias vitales. No hay dama cincuentona que, por mucho que las evada, no recurra  de vez en cuando a voces como “gorda” o  “gordura”, “tinte” (de cabello), “ginecólogo”, “menopausia”,  y (en consecuencia) “calor”. Del mismo modo que “urólogo”  “próstata”, “calcio”, “eyaculación” (precoz), “erección” (fallida o insuficiente), “antígeno”… podrían escucharse en conversaciones de hombres sexalescentes. Y esto sin olvidar el léxico compartido por ambos géneros: “alma”(-naque), “colesterol”, “triglicéridos”, “tensión” (alta o baja), “glicemia”, “médico-a”, “madurez”, “experiencia”, “consejo”, “dolor” (de cintura, de cabeza, de piernas), “viejo-a”, “tableta” (o “pastilla”), “medicina”, etc.

Puede resultar curioso pero durante eso que otros califican como la “edad serena” o la etapa de la “placidez y la reflexión” para referirse a los sesentones o más arriba, se va reduciendo el vocabulario hasta casi concentrarlo en dos campos léxicos muy particulares: el de las enfermedades o medicamentos y el de las relaciones o implicaciones sexuales. Dice mi parienta que cuando se es joven se practica el sexo, mas cuando llegamos a viejos lo “charlamos”.  Lo que significa que dicha fase  tiene mucho menos de serenidad y de placidez de lo que piensan los gerontólogos. Y si de reflexión hablamos, pues sí, se discurre bastante pero sobre las ventajas de la juventud ya ida. Después de los sesenta, si algún día no te duele algo es porque ya te has acostumbrado. Todo esto recuerda un pensamiento del escritor español Francisco de Quevedo, quien, palabras más, palabras menos, dijo alguna vez que todos deseamos llegar a viejos pero, directa o indirectamente, casi siempre negamos haber llegado.

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