jueves, octubre 23, 2014

Se abrevia DILE. Se llama Diccionario de la lengua española






El Diccionario de la lengua española (DLE) constituye para el grueso de los hablantes nativos escolarizados una especie de documento infalible, incuestionable, en el que supuestamente reposan «todas» las palabras «existentes» de nuestro idioma. A veces lo es también para muchos lectores profesionales, incluidos docentes, críticos, escritores, periodistas y ―muy importante― académicos. Tampoco excluye esto a los hablantes de otras lenguas cuando requieren de una fuente confiable sobre cualquier vocablo referente al español.
Quiérase o no, se esté de acuerdo o en desacuerdo con esta situación, ello convierte  al DILE* ―como aceptamos abreviarlo de aquí en adelante, de acuerdo con las declaraciones del nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva―  en una especie de autoridad única universal a la hora de dirimir cualquier asunto referente al idioma y a sus interioridades (en este caso léxicas).
Para el común de los hablantes, una palabra «no tiene vida» en tanto no esté registrada en el DILE. Tan arraigada está esa condición en la inmensa masa de hablantes de nuestra lengua que es muy popular en cualquiera de nuestros países la expresión «si no está en el Diccionario, esa palabra no existe». Y cuando se dice «Diccionario» se hace referencia casi exclusiva al DILE.
Con defectos o sin ellos, más allá de las insuficiencias que pueda contener, independientemente de aciertos, de definiciones desajustadas o muy certeras, de carencias y excesos o de cualquier otro aspecto, suele atribuírsele al DILE casi un carácter mítico, bíblico si se quiere ser más extensivo. Para una considerable mayoría de  usuarios, es la verdadera casa de las palabras del español.
Imposible también evitar que, luego de una curiosa tradición de varios siglos, se le atribuya la supuesta «posesión» de ese documento casi de modo exclusivo a la Real Academia Española. No pocas veces, al aludir al DILE, la propia RAE ha adoptado las siglas DRAE para sí y lo hace ver en buena parte de su documentación oficial y publicitaria. Probablemente esto tenga su origen en lo que rezaba en la portada y portadilla del llamado Diccionario de Autoridades, en 1726: «Diccionario de la lengua castellana. Compuesto por la Real Academia Española» (subrayado de mi tía Eloína).
El DILE ha devenido entonces en la palabra final sobre la legitimación institucional del idioma. Y para efectos de una orientación común, ante la necesidad de algún ente regulador que sirva de árbitro, incluso en casos de disquisición jurídica, comercial o administrativa, esto puede constituir una gran ventaja para la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). Sin embargo, se trata también de un privilegio y una posición que  deben ser manejados con mucha prudencia, con sindéresis. Olvidarse, por ejemplo, de que la norma sobre cómo debemos expresarnos la debe imponer un solo país  o determinado grupo social. Ni España ni ninguna nación hispanoamericana. Ni los académicos de ningún país en particular.  Nuestro idioma ―y escribo «nuestro» con plena conciencia del posesivo― no es una lengua que alguien nos «prestó», que España nos cedió como un favor, y, en consecuencia, debe imponernos cómo utilizarlo. Nos pertenece a todos los que lo hablamos y somos todos quienes debemos buscar consensos para su uso adecuado.
El español fue la lengua de España (o de algunos de sus reinos) hasta 1492. A partir de esa fecha se inició su expansión hasta convertirse en el idioma de muchos otros espacios, principalmente americanos. En la actualidad, la mancomunidad de la lengua española constituye una congregación cuyas necesidades y requerimientos se ramifican a lo largo de una extensión territorial de más de veinte países y cuatro continentes, sin contar aquellos espacios geopolíticos en los que ya se le considera una segunda lengua de importancia capital (los Estados Unidos de Norteamérica y Brasil, por ejemplo).
En suma, más allá de los complejos, independientemente de cierto resentimiento histórico que pueda sobrevivir en algunos de los países hispanoamericanos donde el español es lengua oficial única, lengua cooficial o lengua nacional, la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) y el DILE son las instancias finales de arbitraje lexical para el mundo hispánico. Y cuando aludimos a la ASALE, obviamente incluimos a la RAE y a las otras diecinueve academias de  Hispanoamérica (que le son correspondientes), más la filipina y la norteamericana.  En mayor o menor grado, todas son corresponsables y coautoras del DILE, cuya vigésimo tercera edición acaba de aparecer.  
Esto debe ser entendido así, independientemente de que todavía prevalezcan en el DILE algunos aspectos  que parecieran privilegiar a lo que hemos dado en llamar español peninsular. Detalles que si bien se han ido subsanando en las más recientes ediciones, otros seguramente lo serán en un futuro. El español es la lengua de un aproximado de quinientos millones de almas, de las cuales más o menos unos cuatrocientos cincuenta millones la usan como idioma de comunicación fuera del territorio de la península ibérica.
Preciso es reconocer también que la compilación de los distintos datos del idioma que actualmente son fuente primordial para conformar el DILE ha incorporado muchas palabras del español americano. Lo que además no implica que falten bastantes. Siempre faltarán, debido a las dimensiones de Hispanoamérica y a las dificultades para dar cuenta de nuestro vocabulario común.  Y hay que añadir que la RAE ha insistido suficientemente en buscar datos americanos que faciliten alcanzar alguna vez un nivel aceptable de equilibrio. También es bueno aclarar que el actual  DILE es una obra que registra usos. No intenta imponerlos. Se presume que todas las palabras que contiene han sido extraídas de documentos que las refrendan (libros, prensa, Internet, lengua oral, gacetillas, etc.). Y a veces, el hecho de que registre usos y no imponga normas tiene también sus detractores.
Por ejemplo, el periodista español Alex Grijelmo lamenta que, en contraposición con su inicial carácter prescriptivo, el DILE haya derivado en un «diccionario de uso». En su libro La punta de la lengua, publicado en 2004, se refiere Grijelmo al hecho de que «La Academia y muchos magníficos filólogos han dado en bendecirlo todo o casi todo, y cualquiera puede parecer ya un purista sin serlo.» (p. 19). Esto pareciera razonable y suele ser uno de los argumentos más frecuentes en cualquier hablante común. El usuario que no es filólogo o lingüista, pero es docente, principalmente de primaria o secundaria, ha tenido en el DILE su mejor soporte lexicográfico para generar confianza en sí mismo o en sus estudiantes, por lo menos en cuanto a una normativa general mínima. Igual que para el hablante común que recurre a una fuente que considera segura y confiable, la ambigüedad es mala compañera de la docencia en esos niveles de la educación. El alumno procura certeza y el maestro debe ofrecérsela con base en una documentación que se la garantice. El maestro requiere trabajar con reglas claras; las ambigüedades no son buenas compañeras en algunos casos. 
Un estudiante debe tener muy claro que si bien las palabras vídeo [bídeo], chófer [chófer], periodo [periódo], icono [ikóno] y adecua [adékua] se escriben y se pronuncian de ese modo en España, nosotros en América decimos video [bidéo], período [período], ícono [íkono] y adecúa [adekúa]. Y así debemos escribirlas y pronunciarlas. Igual que en Venezuela  y otros países llamamos «corta» o  «pequeña» a la letra V; nada de UVE, porque esa denominación es ajena a nosotros.
Además, todos los países donde se habla español han contribuido con su enriquecimiento. Cuarenta y siete millones  de hablantes,  la población aproximada de España,  es diferente de quinientos millones de almas regocijándose con un mismo idioma. Y si no, que se les pregunte a los publicistas o a los demógrafos. El español es hoy  la segunda, tercera o cuarta  lengua del planeta (según se vea) y el mayor porcentaje de esos hablantes, casi un noventa por ciento,  está en Hispanoamérica.
Si en 1726 el primer documento oficial de registro del léxico del español, intitulado Diccionario de la lengua castellana,  aclaraba en su portada «Compuesto por la Real Academia Española», ¿por qué no pensar  ―doscientos ochenta y ocho años después―  en la posibilidad de uno que se titule  Diccionario de la lengua española, cuyo subtítulo indique «Compuesto mancomunadamente por las academias de la lengua española». Nada cuesta intentar iniciar una nueva tradición que haga ver que no se trata del Diccionario de la Real Academia Española o DRAE, sino de un diccionario integral del idioma. Un DILE que sea reflejo fiel de la comunidad hispánica que somos todos.
Y voy cerrando. No dejarán de existir los hablantes particulares o grupos de ellos (e incluso académicos, grupos sociales o países)  que aspiren a que lo «general» del idioma incluya cosechas particulares de sus hablas individuales o colectivas, o que hasta soliciten (a las academias) que se  «apruebe» alguna palabra porque «la necesitan» o «la utilizan mucho» en sus comunicaciones cotidianas o profesionales. Podría relatar casos de algunos grupos profesionales venezolanos que han solicitado, tanto a la Academia Venezolana como a la RAE, que se «apruebe» determinada palabra porque «la necesitan» o porque «desean» rendir homenaje a algún personaje famoso creando un adjetivo a partir de su nombre (ej.: De Asclepio àasclepiano, para ser utilizado entre profesionales de la salud y rendir culto al dios de la medicina y la salud). Esa voz entrará en los diccionarios una vez que la investigación lexicográfica documente que es usada y aceptada por el colectivo.
  Quienes solicitan inclusiones es obvio que tienen una intención grupal encomiable, mas ignoran que la organización actual de un diccionario académico general opera de otra manera. En este tiempo habrá que convencerlos de que el contenido de un diccionario como el DILE se limita a ratificar usos comunitarios debidamente documentados. Un diccionario general no necesariamente contiene lo que yo como hablante particular o integrante de un grupo social o profesional necesito. Tiene lo que la comunidad de hablantes utiliza en la oralidad y en la escritura. Un diccionario general como el DILE no complace deseos individuales ni regionales;  refleja usos colectivos. Y siempre traerá fallas. Pero ellas disminuirán en la medida en que todos estemos pendientes de sus contenidos.

Concluyo: la vigésimo tercera edición del Diccionario de la lengua española está en la calle. Según se ha informado públicamente, en unos tres meses estará disponible su versión en línea. Trae cerca de noventa y tres mil artículos, doscientas mil acepciones, diecinueve mil americanismos (voces propias de América, compartidas por lo menos por tres países) y unos dos mil venezolanismos,  que todavía es poco, pero ahí vamos. En la medida en que han podido, las academias americanas han colaborado con su contenido. No es solamente el Diccionario de la Real Academia Española. Es el de todos los hispanohablantes, aunque obviamente es imposible que complazca individualmente a tan amplio y variado espectro geográfico .  Siempre será mejorable porque todo diccionario está en permanente hacerse. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo. Y para evitar algunas confusiones generadas por la tradición, de ahora en adelante abreviémoslo DILE, como debe ser.
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*Nuestra propuesta inicial ha sido ajustarse a las normas de la abreviatura correspondiente a las siglas  y convertirlo en DLE (como verdaderamente se titula; Diccionario de la Lengua Española), es decir: DE-ELE-E. No obstante, aceptando la dificultad de reproducir fonéticamente en español el conjunto como [dle], nos unimos al pedimento de varias academias americanas de convertirlo en DILE, propuesta además avalada por el nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva, según puede leerse en este enlace. Este cambio a DILE tiene además las ventajas nemotécnicas que suelen acarrear los acrónimos. Por ello, donde inicialmente escribiéramos DLE en esta crónica, hemos realizado la sutitución por DILE.

@dudamelodica