Suele mi tía Eloína pedirme que de vez en cuando me dedique en estas entregas semanales a dar noticias o impresiones sobre el acontecer cultural o culturoso del país. No es mi hábito, pero esta vez me salgo del redil para complacerla y ofrecer las dudas que nos causaron las recientes intervenciones del poeta y Premio Nóbel de Literatura (1992) Derek Walkott, quien, en compañía de otro Nóbel de la Paz (2006: Muhammad Yunus) acaba de visitar el país, invitado por BANESCO en su ya conocido programa “Palabras para Venezuela”.
Este par de Premios Nóbel aceptaron visitarnos y eso es, naturalmente, una deferencia. Gracias a ellos y a la institución que hizo posible la visita, tras el furor de una contundente campaña publicitaria que, como es natural, despertó muchas expectativas.
Muhammad Yunus dedicó buena parte de su discurso a demostrarnos cómo prestar dinero a los pobres para fortalecer en ellos la responsabilidad del crédito y la productividad del trabajo creativo, poniendo énfasis en la solución de problemas sociales. Y lo hizo bien, muy bien, incluida cierta sazón de humor que para nada disminuyó la profundidad de su discurso, hiladísimo, muy narrativo, convincente y contundente: no es poca cosa adjudicar microcréditos a una millonada de mujeres pobres, hacia las cuales su banco tiene preferencia obvia y confesa. Punto a favor de los economistas. El célebre fundador del Grameen Bank, de Bangladesh, demostró que no es un “terconomista” común y corriente. Bravo por él. Nos vio (a la audiencia) como gente, así nos habló y así nos sintonizamos con su palabra.
Por el contrario, menos consistente y convincente fue la intervención de Derek Walkott. Luego de una mínima y casi imperceptible introducción, leyó un fragmento de un largo poema suyo, acompañado por ese magnífico músico y guitarrista venezolano que es Miguel Delgado Estévez. Esto lo hizo el poeta muy bien, cómo dudarlo. Le puso melodía, le puso cadencia, le puso emoción y entonación ajustadísima a su fragmento declamado en inglés.
Para decir la pura verdad, hubiéramos preferido que lo leyera sólo en su lengua materna, sin la intermediación “traductolectora” del señor que, luego de la lectura pausada, fascinante, del poeta, se dedicaba a “transmitirnos” el contenido en español. Todo el esfuerzo del autor se venía abajo cada vez que el traductor intervenía. Dice Eloína que en realidad no intervenía, más bien “interfuñía”, transgredía, violentaba la magia lírica mediante una lectura totalmente plana y desentonada, desencajada, desventurada, “destrozadora”, en fin todos los des- con significado negativo posibles en lengua española. Sin decir nada de algunos pretéritos simples terminados en “ese” que se le deslizaban, como si jamás hubiera asistido a la escuela (vinistesss, corristesss, etc.).
La poesía de Walkott perdió ese día buena parte de su magia y su fulgurante esfera de imágenes vueltas añicos por un mal lector que además no estaba traduciendo sino leyendo de un papel. Y, obvio, esto para nada concierne al autor que, como hemos dicho, en su lectura en inglés se lució. Ni es su culpa ni él escogió (suponemos) al “intermediario”.
Lo que sí le compete al autor es que los escuchas, participantes pasivos en el evento, que éramos muchísimos, nos quedamos esperando un discurso posterior un tanto más sustancioso, algo que nos dijera un poco más de su manera de pensar el mundo. Dice mi parienta que limitarse apenas a leer un poema, ya traducido y conocido, después de la campaña que “repletó” los espacios del auditorio, sin que sobrara ni una sola silla, pues como que no encaja mucho. La encuesta inmediata que hicimos in situ lo ratificó: Aparte del poema, la gente aspiraba a un poco más de reflexión, algo más de otra cosa que nos dijera por qué alguien es un Nóbel de Literatura, por qué un Nóbel es un hablante público consustanciado con el mundo, con sus problemas y con los problemas de la gente que vive el día a día, sobre todo, en una realidad como la caribeña.
Pero nada de eso ocurrió.
Y esto sin olvidar el folclórico detalle de cierre ofrecido por el pequeño cortejo de venezolanos selectos que lo acompañaba durante el brindis final. Unos cinco o seis escritores robacámara que rodeaban al poeta, monopolizándolo, sin permitir que nadie se le acercara. Una especie de espontáneo “anillo de seguridad” que se añadió a las expectativas frustradas, para impedir que los mortales tuvieran la oportunidad de preguntar algo sobre aquello que no habían escuchado y tanto habían esperado desde hacía varios días.
Esa noche la literatura y la poesía dejaron pasar la oportunidad. Como para que se siga pensando que los escritores vivimos en las nebulosas. Como si el poeta no hubiera estado entre nosotros.
Este par de Premios Nóbel aceptaron visitarnos y eso es, naturalmente, una deferencia. Gracias a ellos y a la institución que hizo posible la visita, tras el furor de una contundente campaña publicitaria que, como es natural, despertó muchas expectativas.
Muhammad Yunus dedicó buena parte de su discurso a demostrarnos cómo prestar dinero a los pobres para fortalecer en ellos la responsabilidad del crédito y la productividad del trabajo creativo, poniendo énfasis en la solución de problemas sociales. Y lo hizo bien, muy bien, incluida cierta sazón de humor que para nada disminuyó la profundidad de su discurso, hiladísimo, muy narrativo, convincente y contundente: no es poca cosa adjudicar microcréditos a una millonada de mujeres pobres, hacia las cuales su banco tiene preferencia obvia y confesa. Punto a favor de los economistas. El célebre fundador del Grameen Bank, de Bangladesh, demostró que no es un “terconomista” común y corriente. Bravo por él. Nos vio (a la audiencia) como gente, así nos habló y así nos sintonizamos con su palabra.
Por el contrario, menos consistente y convincente fue la intervención de Derek Walkott. Luego de una mínima y casi imperceptible introducción, leyó un fragmento de un largo poema suyo, acompañado por ese magnífico músico y guitarrista venezolano que es Miguel Delgado Estévez. Esto lo hizo el poeta muy bien, cómo dudarlo. Le puso melodía, le puso cadencia, le puso emoción y entonación ajustadísima a su fragmento declamado en inglés.
Para decir la pura verdad, hubiéramos preferido que lo leyera sólo en su lengua materna, sin la intermediación “traductolectora” del señor que, luego de la lectura pausada, fascinante, del poeta, se dedicaba a “transmitirnos” el contenido en español. Todo el esfuerzo del autor se venía abajo cada vez que el traductor intervenía. Dice Eloína que en realidad no intervenía, más bien “interfuñía”, transgredía, violentaba la magia lírica mediante una lectura totalmente plana y desentonada, desencajada, desventurada, “destrozadora”, en fin todos los des- con significado negativo posibles en lengua española. Sin decir nada de algunos pretéritos simples terminados en “ese” que se le deslizaban, como si jamás hubiera asistido a la escuela (vinistesss, corristesss, etc.).
La poesía de Walkott perdió ese día buena parte de su magia y su fulgurante esfera de imágenes vueltas añicos por un mal lector que además no estaba traduciendo sino leyendo de un papel. Y, obvio, esto para nada concierne al autor que, como hemos dicho, en su lectura en inglés se lució. Ni es su culpa ni él escogió (suponemos) al “intermediario”.
Lo que sí le compete al autor es que los escuchas, participantes pasivos en el evento, que éramos muchísimos, nos quedamos esperando un discurso posterior un tanto más sustancioso, algo que nos dijera un poco más de su manera de pensar el mundo. Dice mi parienta que limitarse apenas a leer un poema, ya traducido y conocido, después de la campaña que “repletó” los espacios del auditorio, sin que sobrara ni una sola silla, pues como que no encaja mucho. La encuesta inmediata que hicimos in situ lo ratificó: Aparte del poema, la gente aspiraba a un poco más de reflexión, algo más de otra cosa que nos dijera por qué alguien es un Nóbel de Literatura, por qué un Nóbel es un hablante público consustanciado con el mundo, con sus problemas y con los problemas de la gente que vive el día a día, sobre todo, en una realidad como la caribeña.
Pero nada de eso ocurrió.
Y esto sin olvidar el folclórico detalle de cierre ofrecido por el pequeño cortejo de venezolanos selectos que lo acompañaba durante el brindis final. Unos cinco o seis escritores robacámara que rodeaban al poeta, monopolizándolo, sin permitir que nadie se le acercara. Una especie de espontáneo “anillo de seguridad” que se añadió a las expectativas frustradas, para impedir que los mortales tuvieran la oportunidad de preguntar algo sobre aquello que no habían escuchado y tanto habían esperado desde hacía varios días.
Esa noche la literatura y la poesía dejaron pasar la oportunidad. Como para que se siga pensando que los escritores vivimos en las nebulosas. Como si el poeta no hubiera estado entre nosotros.