miércoles, septiembre 30, 2015

BIFRONTES DE LA FRONTERA


Las zonas fronterizas no constituyen áreas excepcionales ajenas a las legislaciones de los países colindantes

Suele bromear mi tía Eloína manifestando que aquellos que habitan en la geografía de una frontera tienen dos lugares donde pernoctar y también donde caerse muertos. Podrían ser catalogados de bifrontes o bicéfalos. Quizás hasta les valgan dos nacionalidades, los motiven dos maneras de ver el mundo y, si las leyes lo permiten, es posible que los que tienen vocación de bígamos puedan reposar en dos casas “principales”, una allá, la otra acá. Sencillamente, porque también es casi seguro que su familia se reparta entre los dos territorios colindantes. Aunque política y gubernamentalmente no lo sea, la frontera podría parecerles, en consecuencia, un territorio autónomo, distinto y muy particular.  Por sus neuronas deambula la sensación de dos sitios a los cuales aferrarse, dos patios de pertenencia.
 No obstante, una cosa es eso y otra que con tales excusas cultiven la creencia de que como colectivo son dueños y señores del territorio en el que moran y, por lo tanto, pueden arrogarse el derecho de tener su propia dinámica legislativa. En mi infancia solía escuchar que, por ejemplo, los guajiros no se sienten ni venezolanos ni colombianos. Simplemente son guajiros y hasta se comentaba que tienen sus propias leyes. Nunca me quedó muy claro, pero eso era lo que se murmullaba incluso en la escuela.
Esta y muchas otras reflexiones han movido la sesera de mi parienta nomás enterarse de que buena parte de nuestros fronterizos tachirenses han sido sometidos a lo que legal y constitucionalmente se conoce como  estado de excepción. Arguye ella que no le parece nada novedoso debido a que toda zona fronteriza es, de uno u otro modo,  siempre excepcional. “La gente de la frontera es diferente —expresa—  no se siente ni de aquí ni de allá, pero son de ambos lugares.”  Y hasta ahí la he escuchado porque si bien sentí-mentalmente eso es cierto no procede igual para otros asuntos. En el caso que remueve la opinión pública venezolana en estos días, hay que recordar que cuando habitan,  conviven o se pasean  del límite hacia acá los fronterizos (tachirenses, apureños, amazónicos o zulianos) deben regirse por los mismos preceptos que norman al resto de los venezolanos. Y lo mismo vale para Colombia.

Dígase lo que se diga, no hay razones para que, a partir de una supuesta relación mental de independencia para con el resto del territorio, esos espacios se conviertan en pasarelas comerciales que en estos tiempos aciagos, inciertos y desorientados permiten comprar aquí a precio de “bolívar-más –que-devaluado-hoy” y vender del otro lado rigiéndose por la fluctuación que diariamente les ofrece “dolartudéi”. Parece que al menos en eso  somos bastantes los que coincidimos, principalmente quienes estamos hartos de hacer colas en los supermercados, por cierto, más de una vez infructuosas y traumatizantes. Y en esto incluyo a muchos tachirenses que, paradójicamente, a veces deben trasladarse a otras regiones internas o externas a hacer mercado para sobrevivir, incluidas las ciudades colombianas más cercanas al Táchira, como Cúcuta, Bucaramanga, Floridablanca y Girón.
Independientemente de posiciones xenófobas, más allá de chovinismos tontos, habrá que enseñar en los colegios  la diferencia entre frontera y bachaqueo, o entre fronterizo y bachaquero. Todo el que alguna vez haya visitado el Táchira ha escuchado de la existencia de unas relaciones comerciales que, por lo menos en los últimos años, no son las normales entre dos países vecinos. Nos  comentaba alguna vez un taxista del municipio Ayacucho que lo que pasa camuflado por las vías oficiales es una minucia si se compara con lo que fluye por las miles de trochas que desde antaño han venido abriendo los bachacos de este y de aquel lado. Y si tal creencia popular es vox populi, deben considerarlo también aquellos a quienes se ha asignado la misión de ser custodios de la frontera.
De ahí que lo que se pregunta porfiadamente mi parienta es si era necesario llegar a la actual situación de indigencia en que estamos los mortales ciudadanos de a pie (los que vivimos de pírricos sueldos en bolívares), para alborotar un avispero que existe desde los tiempos de Maricastaña. Frenar el contrabando entre Venezuela y sus países vecinos ha lucido como una necesidad desde hace mucho tiempo. Tanto de allá para acá (que lo ha habido) como de aquí para allá, pero, ojo,  independientemente de lo que se contrabandee.

Sin embargo, ya están montados tanto la medida gubernamental como el zipizape mediático.  También es bifronte y bicéfala la opinión acerca de si tal medida procedía o no en este momento: tiene dos caras y dos cabezas. La de aquellos que, sin ser políticos ni funcionarios ni militares,  la aplauden y hasta ruegan que se la aparte de  lo político-electoral y se extienda hasta cada lugar del país donde haya cuevas de bachacos. El otro rostro argumenta acerca de “derechos” y otras aristas otorgados por la tradición. Pero derecho a explotar a la población no debería tener nadie, venga social, política o económicamente de donde venga. Lo que sería lamentable es que el guirigay actual no pase de ser un sarampión que se desvanezca apenas los encuestadores electorales, quienes de alguna manera también bachaquean de vez en cuando con la opinión,  decidan que es tiempo de que la fiesta fronteriza continúe como si nada hubiera pasado. 
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (30 de agosto de 2015)
Foto: aportada por Contrapunto.
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APALANCANDO VAMOS Y VENIMOS



No importa de qué se trate, hasta para  los asuntos más cotidianos, buscamos un “punto de apoyo”, una palanca.
En algún rincón de mi infancia en Los Puertos de Altagracia, se escuchaba hablar de la existencia de un mítico filósofo llamado Arquímedes Nemesio Montiel Oldemburg, originario de la zona de El Mecocal (que ahora es un pueblo, pero en aquel tiempo constituía apenas un caserío). A propósito de ese señor imaginario, también se rumoraba en las conversaciones de botiquín que era filósofo autodidacta y que había sido el autor de la expresión “si me necesitáis como palanca te consigo lo que vos queráis”.

Es obvio que el origen de ese cuento provenía  de la paráfrasis local de la sentencia “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”, atribuida precisamente al matemático griego Arquímedes de Siracusa. El Diccionario de americanismos (2010) extiende el significado  de la palabra palanca hacia la mayoría de los países de Hispanoamérica. Al respecto indica: Persona influyente que puede ayudar a alguien a obtener algo, especialmente un puesto público”.  No obstante, ya es simplemente una voz del español general, aunque El Diccionario de la lengua española (DILE) se queda cortísimo en la noción figurada que utilizamos por estos lados: intercesión poderosa o influencia que se emplea para lograr algún fin.

Lo cierto es que el apalancamiento se ha desperdigado por todos los rincones del idioma español mediante un amplio abanico de acepciones.  Dice mi tía Eloína que no hay lugar en este continente donde no se entienda que “buscar,  tener o acudir a una palanca” implica valerse de alguien (a veces de algo) para lograr algún objetivo por los caminos verdes (y también por senderos de otros colores).  Un punto de apoyo en lenguaje popular y  silvestre es sencillamente una palanca. Nada diferente de “ayudita”, “favorcito”, “intermediación”, “influencia”, “trácala”, “trampa”, “empujoncito” y muchos más sinónimos.

No importa la naturaleza de lo que busquemos obtener, en cada esquina, en todos los ámbitos, en cualquier circunstancia,  sea influyente o no, hay alguien agazapado esperando por nosotros para ofrecernos ayuda o intercesión hasta para ir al baño. Y esa “colaboración”, naturalmente tiene un costo, vale dinero, o podría significar otro favor como retribución, pero generalmente implica alguna deuda que no siempre será de gratitud.



Poco a poco, a veces  sin darnos cuenta, o dándonos más de la que debíamos, Venezuela se ha sumergido irremediablemente en el reino del palanquismo. Se nos ha vuelto una costumbre cotidiana. Acudimos a la aseveración de Arquímedes para cualquier asunto, pequeño, mediano o grande, intenso o extenso, nimio o grave: desde comprar productos básicos en un supermercado hasta obtener un cargo para ministro o diputado, e incluso para conseguir una cita en alguna dependencia pública o privada. La vida se nos ha convertido en la búsqueda recurrente de puntos de apoyo y el recurso ya  no distingue clases sociales, rangos de escolaridad,  edad, sexo, color de piel o religión. Todos, todas, toditas, toditiquitos nos hemos convertido en amantes del procedimiento. 


Cualquier persona acude al recurso de marras, independientemente de la facilidad o dificultad que requiera un trámite, una compra, una diligencia, la búsqueda de un documento, de una medicina, de un cargo, o de lo que sea. Eso ha hecho más que frecuentes entre nosotros frases como “hacer el quite”, “hacer la segunda”, “tener un contacto”.  De modo que, cuando ilusoriamente creíamos que comenzábamos a salir de la oscurantina y a volvernos un país decente,  pues ha ocurrido exactamente lo contrario. Por obra y (des)gracia de la actual situación nos hemos convertido en mucho más “palanquistas” de lo que éramos. Diversas estrategias se ponen en movimiento cuando se trata de lograr un objetivo, más allá de que con ello atropellemos a los demás o transgredamos alguna norma. Para ello, no es raro apreciar ciertos  valimientos, como por ejemplo,  la cojera ficticia, los falsos embarazos, las canas, la ancianidad,  las cicatrices, las heridas inventadas, los bebés en brazos, los senos operados, o cualesquier otros “ingeniosos” recursos. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto,com (16 de agosto de 2015)
Imagen: Google images
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Pensar en masculino / hablar en femenino



Eliminar el tratamiento masculino no acabará con la discriminación ni favorecerá la visibilidad de la mujer

Hace varios días nos topamos en las redes sociales con una noticia que ha vuelto a traer a la palestra pública el tema de lo femenino y la visibilidad social de la mujer, esta vez del otro lado del Atlántico. Venía de la población española  de Corvera, en el Principado de Asturias. Algunos  concejales o candidatos a serlo se dejaron de medias tintas y decidieron cortar por lo sano en eso del feminismo-leninismo. Manifestaron a través de los medios que  habían decidido  eliminar radicalmente de sus comunicados oficiales e intervenciones públicas el tratamiento masculino. Eso implica que —independientemente del sexo del hablante o de su(s) destinatario(s)—  solamente se dirigirán a los otros y otras y aludirán a sí mismos en femenino. Ignoramos cómo van a lograrlo porque, aparte de lo titánico, absurdo y caricaturesco de la tarea,  raspar sin anestesia el tratamiento masculino de la lengua española sería como arrancar de cuajo una importante porción de la realidad.  


Uno de los proponentes de tal disparate ha dicho que ya lo hace y que cada vez que habla en público,  solo utiliza la autorreferencia de  “nosotras”, incluyéndose, aunque, al menos de acuerdo con su apariencia, el autoaludido  es hombre macho varón.  Naturalmente que debe haber confundido a más de un escucha porque, de seguir refiriéndose a sí mismo de esa manera, finalmente no se sabrá si él es gavilán o paloma. Mi tía Eloína considera que —como diría Amaranta, personaje de la novela Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez— los ediles corvereños  están “confundiendo el codo con las témporas”. Primero, porque lo que proponen no eliminará el tratamiento masculino del español. Y, segundo, en el supuesto negado de que lo logren, será bastante confuso que, independientemente de lo que seamos, la totalidad de los hispanohablantes tengamos que asumir el “nosotras” a la hora de comunicarnos. De broma no se les ha ocurrido sugerir también que, para terminar de poner la cantada, todos nos dispongamos a aludir a los demás como “ustedas” o “vosotras”.

 ¿Qué significará hablar solo en femenino? ¿Que yo diga o escriba, por ejemplo,  “nosotras, todas las columnistas de Contrapunto somos hembras y varones”? ¿O que aludamos siempre a nuestras lectoras, interlocutoras, oidoras, etc., y desconozcamos la existencia de los caballeros que tienen la gentileza de acercarse a nuestros garabateos? Siguen ignorando todas las “proponentas” masculinas y femeninas  de estas  cosas absurdas que la realidad no cambiará solo con que practiquemos propuestas incoherentes,  más cercanas al ocasional populismo político que a la mejor y muy merecida visibilidad social y política de las damas. Más bien, en muchos casos, ayudarían a generar caos y desarticulación.


Para nada podría resultar discriminatorio que yo mismo, el autor de estas líneas, continúe comportándome lingüísticamente como lo he hecho siempre y aludiéndome con el género masculino, al que también tengo derecho de acuerdo con las reglas gramaticales y comunicativas de mi idioma nativo. De aceptar el cambio propuesto, terminaré confundiendo a mis hijos, a mi esposa,  a toda mi familia, amigos, alumnos, colegas, que no se tomarán tan sencillamente esto de que he cambiado de género gramatical para aludirme a mí mismo. No entienden los propulsores de estos asuntos que género y sexo son dos conceptos completamente distintos y que en todas las lenguas del universo hay palabras para lo femenino y los masculino, aunque gramaticalmente solo se marque en un porcentaje de ellas. Algunas diferencian, además, otros tipos de género gramatical, por ejemplo,  el neutro. En cuanto a lo biológico, cada quien está en libertad absoluta de integrarse al bando sexual que mejor le cuadre, de acuerdo con su visión del mundo y sus condiciones mentales y genéticas. Eso nadie lo discute y es harina de otro costal. Pero aspirar a trocarnos a todos en “todas” de un plumazo podría terminar volviendo peor el remedio que la enfermedad.  Ni tan calvo ni con dos pelucas, pues.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (9 de agosto de 2015)
Imagen: Google images
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BACHAQUEROS EMBRAGUETADOS



Acerca de las “braguitas” color naranja que habrán de vestir los vendedores informales de Puerto Cabello

Mi tía Eloína no cesa de repetir que llevamos algún tiempo viviendo en un país al revés. Como si un día alguien con el poder suficiente para trastocar las bases fundacionales del territorio hubiese decidido poner todo en reversa y modificar de esa manera la visión que tenemos del universo, voltearnos de modo que siempre estemos mirando hacia abajo, comiendo hacia afuera, caminando de cabeza, para no citar otras imágenes tan gráficas como impactantes.


Y así vamos (con el esqueleto por fuera y la musculatura por dentro), cuando de pronto nos topamos en la tele con una curiosa declaración del actual alcalde de Puerto Cabello.  El burgomaestre  hizo pública para todo el país su resolución según la cual  ha concebido una sanción ejemplarizante que busca castigar el bachaqueo con penalizaciones  de película. Todo buhonero que fuere pillado vendiendo en algún puesto callejero y a precios exorbitantes productos regulados será  catalogado como infractor y, en tal sentido, obligado a ofrecer algún servicio comunitario. Pero… además de ponerlo a exhibirse públicamente, debería vestirse con una braga de color anaranjado chillón “para que todo el mundo visualizara — dijo el alcalde— la ilegalidad de sus actos”. Una posibilidad de ejecución de tal castigo sería, por ejemplo, barrer en la misma zona donde se haya cometido la infracción. 

Varios  funcionarios municipales indagan además acerca de la llamada bachaquería virtual. Es decir, día y noche se dedican a pescar en el río revuelto de las redes sociales a quienes no se aposentan en las calles sino que distribuyen los productos a través de los anaqueles de la Internet. “Nosotros como gobierno —ha expresado enfáticamente el gobernante— iremos hasta las casas de los revendedores de productos por Facebook para ponerles (también) la braguita naranja.”  Adicionalmente, ha solicitado a los medios locales espacios en las páginas iniciales de los diarios, a fin de que se exhiban las fotografías de los castigados en el cumplimiento de la penitencia.

Según un viejo dictamen popular venezolano, justamente porque vamos en contrasentido, somos expertos en hacer girar las normas que nos desfavorecen para ponerlas de nuestra parte. Pues precisamente eso ha ocurrido con el edicto de marras.  Comentan algunos habitantes de la comarca portocabellense que, curiosamente,  la mayoría de los comerciantes informales masculinos del lugar ha aceptado sin muchos titubeos la propuesta del alcalde, porque, según ellos, la sanción podría servir igualmente de recurso publicitario para aumentar  posteriormente las ventas.  

En consecuencia, mi parienta se atreve a ofrecerle un sano consejo al jefe del ayuntamiento de donde emanó el edicto.  Imagine usted  qué ocurriría  si se  hubiese aclarado en tan singular proclama municipal  que la palabra “braga” no tiene un único significado en español. De acuerdo con el Diccionario de Americanismos (2010), en Venezuela significa “prenda de vestir de una sola pieza que consta de cuerpo y pantalón…”. No obstante, según el Diccionario de la lengua española (DILE), el mismo vocablo tiene, entre otros,  un significado que no es nada masculino y que seguramente desconocen los alegres comerciantes informales: “prenda interior femenina…”. Es decir,  lo que en Colombia, México y Venezuela, no  llamamos bragas sino pantaletas.


Sigamos imaginando y pensemos en la foto en primera plana de un buhonero de esos que se consideran hombres machos varones masculinotes haciendo labor de jardinería en un espacio público, vestido solamente con unas diminutas braguitas anaranjadas. Dicha alternativa ofrecería además la posibilidad de que las imágenes sean puestas a circular por las redes sociales en las cuales los infractores anuncian sus productos. Para las damas buhoneras, obviamente el recurso deberá ser otro. Quizás proceda vestirlas,  a ellas sí,  con bragas de mecánico cerradas hasta el cuello y bien anchas, para evitar malentendidos; ellos, al contrario, con las otras, chiquiticas, para que les dé vergüenza mostrarse de ese modo. Más ejemplarizante, imposible. Y el hecho hasta podría servir de atractivo turístico.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (2 de agosto de 2015)
Caricatura de Contrapunto: Rodolfo Linares
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TUITERATURA



Algunos géneros literarios breves y la dificultad para ubicarlos todos en una misma categoría

Lo breve está de moda y —parafraseando al jesuita y escritor español Baltazar Gracián— si dos veces breve, más de moda todavía. Literatura en pastillas podría decirse de esos nuevos recursos de que se han valido y se siguen valiendo algunos escritores. Y cuando se habla de esto, se alude, por ejemplo, a las muy sucintas y certeras pinceladas humorísticas a las que don Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) llamó “greguerías”.  Vaya de ejemplo la siguiente: “Abrir un paraguas es como disparar contra la lluvia”.

Suele decirse que el célebre y reconocidísimo médico griego Hipócrates utilizó por primera vez algunas expresiones muy similares a lo que conocemos como aforismos.  Y, en teoría, todo aforismo es una expresión brevísima, concisa, coherente y exacta; es decir, tan clara y concreta que no deja lugar a dudas sobre su significado. Hay varios escritores venezolanos practicantes del aforismo, pero de momento, permítaseme resaltar la maestría que a ese respecto demostró don Julio Garmendia (1898-1977). Baste uno solo para paladearlo: "Las comedias están lejos de ser la realidad, pero la realidad no está muy lejos de ser una comedia."

En el terreno movedizo que es la literatura contemporánea —además de los aforismos y las greguerías—, un axioma, una sentencia, un adagio, un apotegma y hasta un refrán pudieran también ser apreciados como textos de creación literaria, siempre que de ese modo sean interpretados por la persona que los lee.

El poeta venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) publicó un interesante inventario de textos de esta naturaleza que, aunque hacen honor a su ingenio, pocos los consideran como parte de su poesía. Los llamó “granizadas”. Un chispeante botón de muestra: “Los apellidos ilustres son patentes de corso.”

 No han sido Garmendia y Ramos Sucre los únicos autores nuestros dedicados a practicar este tipo de expresiones que a veces hacen dudar a algunos sobre su carácter literario.  Un buen inventario de autores y autoras ha sido compilado por la profesora Violeta Rojo en el libro Mínima expresión. Una  muestra de la minificción venezolana (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2009). Allí, la compiladora recoge ejemplos, publicados entre 1925 y 2009, de 98 autores y 16 autoras. Un repertorio bastante amplio que demuestra plenamente nuestra afición por esa incierta categoría de los formatos cortos. Podría decirse que hay en ese libro de todo como en botica: textos que van desde la similitud inevitable con el aforismo, la greguería, el refrán, el adagio, el axioma, la granizada, el apotegma o la sentencia, hasta los que pueden ser considerados minicuentos o micropoemas.


 Ahora bien, ¿cómo categorizar en español tan variada gama de formatos mínimos con una voz genérica que abarque todas las posibilidades existentes y por venir? Literatura brevísima no dice mucho al respecto. Lo breve puede ir desde una palabra a varias cuartillas. “Hipocratura”, para hacer honor al médico griego, sonaría a textos escritos por hipócritas. Descartadas ambas. Aunque incomode a algunos puristas catatónicos, podríamos agrupar tales formatos bajo un término que suena bastante coherente y razonable: tuiteratura. Es patente su parecido con las exigencias y rigores lingüísticos del tuiteo, aunque algunos de los ejemplos citados y muchos otros ni siquiera alcancen los ciento cuarenta caracteres y otros apenas los sobrepasen. Para darle más fuerza a este argumento, es preciso recordar que, además de tuiteo, las palabras tuit, tuitear, y tuitero(ra)  ya forman parte de la más reciente edición en papel del Diccionario de la lengua española (DILE).

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (26 de julio de 2015)
Imagen: Google images

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Horroris causa



Habrá quienes toda su vida se negaron a seguir estudiando e investigar y en su poco productiva labor de activos o retirados esperan ansiosos la generosa pluma rectoral que les firme sin pausa su Honoris


El consumado bromista y recordado escritor venezolano Oswaldo Trejo (1924-1996) solía chancear diciendo que, llegada la persona a eso que podría denominarse la cuarta edad, los homenajes resultan, sin duda,  un estímulo, pero también un anuncio de otros aconteceres. Hay que cuidarse de ellos —decía sonriendo— porque a su vera suele asomarse de manera invisible la Parca.  No hay que buscarlos, pero tampoco rechazarlos, argumentaba al respecto el inolvidable maestro y amigo don  Oscar Sambrano Urdaneta (1929-2011).

Se homenajea a una persona porque ha acumulado méritos que la hacen acreedora del reconocimiento. La iniciativa puede partir de un grupo familiar (a un abuelo muy provecto y responsable o a una madre dedicada,  por ejemplo), de una comunidad profesional (a alguien destacado por su trabajo), de una institución (a miembros que lo ameriten) y un largo etcétera.

Las alabanzas y loas que por cualquier motivo no hemos recibido durante los años productivos, si es que algo produjimos, parecen más requeridas en lo que mi tía Eloína llama la “septalescencia”. Un curioso y senil duende —arguye mi parienta—nos hace creer que después de determinada edad  las merecemos todas. No le falta razón, aunque también hay que decir que a veces es un rasgo más de la personalidad que de los años que carguemos a cuestas. Todos hemos conocido personas avanzadas y no tan avanzadas en lustros que se han convertido en auténticos “cazalauros”. Apenas escuchan la palabra homenaje se les alborotan las hormonas de la vanidad. Nunca olvidaré a un conocido folclorista que hace años se dedicó él mismo a recoger firmas para autoproponerse como candidato al Premio Nacional de Cultura Popular. No se lo dieron ni se lo han dado todavía, pero su intento hizo el pobrecito. Tampoco escasean los que viven inventando celebraciones de esta naturaleza para otros, por lo general, recurrentes anotadores de cuándo se cumplirán los cien o doscientos años de fulano o zutana.

Las loas hay que agradecerlas, es verdad. No dudar de ellas cuando realmente son fruto de la sinceridad, de la espontánea reacción de quienes las promueven y por algún motivo te quieren bien. Sin embargo, desde hace tiempo se ha venido observando una tendencia latinoamericana a convertirlas en un recurso político o publicitario. Se las otorgan a veces a conmilitones que por cualquier motivo andan de capa caída, a compañeros de partido o de facción cuya figura pública parece necesario reforzar. O, incluso, a quienes, ejerciendo alguna pasajera actividad literaria o de otra naturaleza, se les notan demasiado ciertos vacíos en lo que pudo haber sido y no fue su trayectoria escolar.  No obstante, si algo desvirtúa evidentemente un halago es que el mismo provenga de la lástima.

Pero la “elogiofilia” ha proliferado no solo en el ámbito político o público sino también en el universitario. Ciertas instituciones parecieran haber perdido la brújula al convertir el “homenajeo” en himeneo. Verbigracia, algunas no cesan de repartir como arroz los llamados doctorados Honoris Causa. Y, claro, la distribución indiscriminada y a veces poco reflexiva podría desvirtuar lo que en otro momento sería visto como un auténtico gesto de recompensa a una labor. Habrá quienes toda su vida se negaron a seguir estudiando e investigar y en su poco productiva labor de activos o retirados esperan ansiosos la generosa pluma rectoral que les firme sin pausa su Honoris. Existen también quienes murmullan que los detestan pero en su fuero interno se enorgullecen de acumularlos en su hoja de vida profesional cuales barajitas de béisbol. Hacen lo que sea para obtenerlos. En fin, hay de todo en esta viña del señor que son los halagos académicos.

Es una especie de fiebre contemporánea que ha invadido diversos espacios. Independientemente de la categoría de tales lauros, se cotillea de algunos que incluso se pelean entre ellos por tomar la delantera en sobar el hombro a alguna personalidad relevante del mundo literario, económico o político. Convierten aquello en una silvestre y nada reconfortante competencia que puede mutar la gracia en morisqueta. Horroris causan con tan evidente y ocasional chupamedismo.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19 de julio de 2015)
Imagen: Google images

lunes, agosto 17, 2015

GITANA REBELIÓN LINGÜÍSTICA



Desde el año pasado circula por la Internet un video en el que, a través de un grupo de niños españoles,  se reclama abiertamente la inclusión de una de las acepciones de la palabra “gitano” en el Diccionario de la lengua española (DILE).  La producción y difusión del material proviene del Consejo Estatal del Pueblo Gitano de España. Concretamente, la queja alude a la acepción de gitano como “trapacero” (tramposo, tracalero). De allí que en Youtube el titular del mismo sea mucho más directo: “No somostrapaceros”. Y cierra con un impactante juicio: “Una definición discriminatoria genera discriminación”.

Dudo hoy acerca de este hecho porque dos amigos me han escrito para preguntarme si estoy de acuerdo o no con que en el DILE aparezca ese tipo de definiciones. Y, casi como cualquier ministro o funcionario público, les he respondido que ni lo uno ni lo otro. Tampoco todo lo contrario.

Para mi tía Eloína, no todo está claro ni en el DILE ni en el documental. Lo primero que se podría decir es que, como en cualquier grupo humano, debe haber gitanos estafadores y otros generosos, oferentes, honestos, gordos, flacos, blancos, morenos, etc. No obstante, el hecho de que aparezcan solo niños haciendo el reclamo pudiera ser también interpretado cual sugerencia que busca mostrarlos como destinatarios directos de la ofensa. Obviamente no es así. Las definiciones de un diccionario no apuntan hacia nadie en particular.

Aclaremos primero un asunto fundamental: la acepción de marras aparece en el volumen publicado en papel (2014), mas no todavía en su versión digital. Y además se sabe que nada evitará que, si lo hubiere, algún gitano pícaro deje de serlo porque todas las asociaciones con “tracalero” se supriman del diccionario. Las palabras y sus significados surgen como producto de la realidad y también suelen desaparecer cuando la referencia que las ha originado se extingue.

Por otra parte, tanto en España como en América, deben existir diversos términos referentes a gentilicios que, igual que gitano, aluden a significados despectivos. Aunque no aparezcan en el DILE, digamos, por ejemplo, colombiche (colombiano) y sureño (pandillero hispano del sur de California, USA), o el caso nuestro de “gocho”, una de cuyas acepciones en el Diccionario de venezolanismos (1983) es “torpe, bruto” (significado despectivo que, por cierto, ha comenzado a derivar hacia otro mucho más positivo: “valiente, aguerrido”).

Se ha repetido bastante que la orientación actual del DILE no es difundir voces o acepciones para que se impongan. Según hemos escuchado y leído declaraciones de notables académicos españoles e hispanoamericanos, el DILE actual registra solo  usos. Palabras rigurosamente documentadas tanto en la lengua oral como en la lengua escrita.
Y son muchos los vocablos que tienen acepciones negativas, positivas, neutrales o de otra naturaleza. Pero, es verdad, si bien la definición de una palabra no genera necesariamente una situación similar, sí podría contribuir a mantenerla.


Si juzgamos el asunto sin apasionamiento, pareciera que el Consejo Estatal del Pueblo Gitano tiene alguna razón. Primero, porque “trapacero” no aparece marcada en el DILE como acepción despectiva de gitano. Segundo, todavía se conserva una definición equivalente: “gitano, a: 4. adj. coloq.: que estafa u obra con engaño”. Tercero, lo más importante: si la orientación actual del diccionario académico es registrar palabras de uso comprobado, mi tía Eloína se pregunta por qué motivo en la edición más reciente sí se ha eliminado la acepción de  “gallego” que, en varios países americanos todavía remite a “falto de entendimiento”. Ha sobrevivido solo la referencia a “tonto”, atribuida exclusivamente al español costarricense. Sin embargo, también han permanecido otras palabras que pudieran discutirse. Como simple botón de muestra: “sudaca”, sinónimo despectivo de “suramericano” que, entre otras,  alude a una condición de desprecio y mala fama. En conclusión, lo que es bueno para algunos debería igualmente serlo para otros gentilicios despectivos. O todos o ninguno.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (12 de julio de 2015)
Imagen: del video "No somos trapaceros" (Youtube)
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"BIZARRO" COMERCIO INFORMAL



Es muy alto. Altísimo. Mientras percibe que estoy absorto mirando con curiosidad aquel inusual tamaño para un buhonero, alguien bromea a mi lado y  lanza al vuelo una explicación que asume que estoy buscando:

—Le dicen el hombre garrocha —acota—, era jugador de básquet pero parece que ya la pelota no está para bollo.

Sonrío, aunque no es solo la estatura lo que me  ha detenido en el lugar. Por alguna razón quizás vinculada con su juventud, mi tía Eloína me enseñó que el oficio de eso que los “terconomistas” llaman “comerciante informal” es usualmente desempeñado por personas bajitas, contextura deprimida y cara de pocos amigos. Naturalmente que eso no es verdad. Un prejuicio que ignoro de dónde le viene. Evidencia a la vista.

Este al que me estoy refiriendo luce más bien como un extravagante  gentleman. Va vestido de escandaloso traje deportivo azul añil y rojo granate. Además de la descomunal altura, sus movimientos ofrecen la impresión de que busca aparentar tanto garbo como Greta. Porta una gorra azul, con el logo en blanco de los Yankees de Nueva York. Tiene sobre la mesa una maqueta de cartón que simula un dispositivo de captahuellas, idéntico a los que ahora el gobierno ha impuesto en los supermercados del Estado. Lo acompaña con un letrerito que no deja de ser humorístico: “Aquí no se captan huellas, se capturan clientes”.


Cuando sale de la parte de atrás de la mesa en la que exhibe la mercancía, me percato de que su elegancia sigue en juego. Pies calzados con sandalias y unas muy visibles y gruesas medias de color blanco.  Así va el caballero.

El mismo entrometido de antes me ha susurrado que el sujeto además es mago. Porque, según se cuenta, es capaz de convertir un galón en diez litros o más. Se refiere al  lavaplatos que expende, supuestamente mezclado con agua. También tiene dotes de publicista, pienso: “Lavaplatos y lavatodo” dice el eslogan que ha colocado a sus frascos reciclados.

Al pie de los pequeños empaques de toallas sanitarias hay otra broma escrita, de muy mala hostia pero también muy curiosa: “Llévelas, son duraderas, lavables y  reusables. También hay al detal”. Mejor aclarar que, además de muy alto, es anchilargo, como las gandolas: calculo su peso en unos ciento cuarenta kilos, de los cuales por lo menos un tercio reposan en su amplia espalda y sus gruesos brazos. Un golpe con su puño podría ser peor que una pisada de elefante. Ni pensar en acusarlo de bachaquero o reclamarle algo acerca de su oficio.

El renglón de la pequeña sección de farmacia es imperdible: “Combata la guerra económica. Medicinas vencidas a mitad de precio.”

Lentes oscuros pa que no sepan qué está mirando, como Pedro Navaja. Sonrisa abierta. Oigo por primera vez su voz atiplada voz de tenorino que jamás habría asociado con su voluminoso cuerpo:

—Señora, lo que quiera, no necesita el terminal de su cédula para comprar.  Aquí sí hay democracia participativa y protagónica, tengo también desmanchador de pañales desechables.
Su timbre gazmoño, su articulación sobreactuada, me recuerda al cantante puertorriqueño Odilio González, ese al que apodan el Jibarito de Lares.

El mesón, de unos dos metros de largo, está debajo de uno de los puentes que, en el sureste de Caracas, atraviesan el caraqueñísimo y ocre río Guaire. Parece realmente un supermercado en miniatura. Solo que tiene todos los productos en un solo anaquel. Eso sí, ordenaditos, con sus “precios injustos” y la explicación de lo que es cada cosa. “Llévelo ahorita, le dice al cliente potencial que ha preguntado por el costo de un improvisado envase de aceite de oliva, mañana será más caro si hoy sube dolartudei.”


Vuelve aquella mole humana  a colocarse detrás de su mostrador. Yo sigo mi camino y recuerdo aquel globo terráqueo cuadrado de las historietas de Superman: mundo “bizarro” se llamaba. Bizarro-a es vocablo que, según el Diccionario de la lengua española (DILE)  significa “valiente, aguerrido” y también “generoso”, pero  del que, les guste o no a los puristas del idioma, habremos de aceptar alguna vez una nueva acepción: extraño, retorcido, o por lo menos extravagante. No habría mejor palabra para explicar algunas escenas  buhoneriles de estos tiempos venezolanos.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (5 de julio de 2015)
Caricatura: Rodolfo Linares
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PERIODISMO DE DEDOS Y PERIODISMO DIGITAL


El 27 de junio  se celebra el día del periodista y mi tía Eloína me ha pedido hacer llegar sus parabienes a quienes ha correspondido ejercer la tarea de procesar y difundir la información en estos convulsos días venezolanos. No es soplar y hacer botellas ser periodista en un mundo en el que no hemos asimilado bien una noticia, cuando ya debemos montarnos sobre la otra. Mucho menos cómodo lo es cuando la labor periodística de este tiempo viene aderezada por  esa nueva misteriosa y enigmática variable que se llama Internet. Informarse hoy, digerir los hechos y divulgarlos sin el apoyo de la Red acarrea el riesgo de recibir como nuevo algo que ya puede haber envejecido.

Desconoce mi parienta cuántas universidades nuestras donde se ofrece la carrera de Comunicación Social se han percatado de que el periodismo contemporáneo está montado en una barca en la que el supuesto inventor de la imprenta de tipos móviles (Johannes Gutenberg) ya no es necesariamente el patriarca.  Cada vez que piensa en ello, viene a su memoria la anécdota del estudiante que  alguna vez le relató que todavía hay universidades en las  que la mecanografía  se asume como parte de los aprendizajes necesarios para un futuro reportero. Ese mismo joven contaba que una de sus profesoras le aclaraba la necesidad de tal destreza con el argumento de que si alguno de ellos llegare a ser «corresponsal de guerra», se vería obligado a regresar a ese viejo recurso de la mecanografía clásica para enviar sus reportes. «Periodismo de dedos», lo llama mi parienta, diferente al periodismo digital de esta contemporaneidad.

No basta una excusa como esa para justificar los pírricos y cada vez más restringidos presupuestos de nuestras universidades públicas. Casi lo mismo que recomendarle a un aspirante a fablistán acudir al teléfono de vasito con que jugábamos en la infancia,  si por alguna razón le fallara su sofisticado equipo de la actualidad.  El periodismo actual es un ángel que vuela a la velocidad de la luz. La Web y las redes sociales ofrecen márgenes temporales muy reducidos para que algún reportero se dé el tupé de «madurar» demasiado lo que quiere transmitir. Tiene que hacerlo, sí, pero de forma rápida y eficaz, aglutinando además  tres factores ineludibles: equilibrio, ética y veracidad. Nada menos.  Lo dicen Jean-Francois Fogel y Bruno Patiño en su magnífico libro La prensa sin Gutenberg. El periodismo en la era digital (2007): «La prensa bajo el régimen de Internet no ha iniciado un nuevo capítulo de su historia, sino más bien otra historia».

Ya no se hace «diarismo» para una localidad, para un país, ni siquiera para un continente. Por muy nimios o poco relevantes que puedan parecer, la noticia, el reportaje e incluso la columna de prensa se escriben para el planeta. Ni siquiera las barreras lingüísticas son ya una traba para que la información circule a una velocidad inexplicable hace dos décadas. Los instantáneos traductores virtuales han acabado también con ese mito. Según Eloína (que no es comunicadora de carrera sino a la carrera), cualquier periodista —o persona que aspire a serlo en esta época— debería estar atento no solo a lo que está ocurriendo en el mundo de la comunicación sino también a lo que  viene.


Ha sido tan impactante la irrupción del ciberespacio y de las redes, que un humilde ciudadano podría tener hoy  la oportunidad de ofrecer lo que en el gremio se denomina un «tubazo» (una primicia). Lo contrario también es mucho más que posible: cuando un profesional del área cree ser el primero en ayudarnos a digerir alguna supuesta novedad, pues si espera demasiado, la misma puede convertírsele en «caliche» (noticia repetida o poco relevante). Un sagaz bloguero es capaz de derrumbar la aspiración de alguien al Premio Pulitzer. Un tuitero atento tiene la opción de hacer sacudirse de rabia a una jefa de redacción o editora de un periódico. Y cualquiera que esté armado con un buen celular podría ofrecernos una fotografía o un video antológicos. Si aspiran a ponerse a tono con la era de la virtualidad, las instituciones que ofrecen la carrera deben estar atentas a que el periodismo digital tiene alas de alto y muy rápido vuelo. También quienes ya la ejercen habrán de tomarlo en cuenta. Estar mosca, ponerse pilas, ser los primeros en la fila al momento de verificar la noticia. Sobre todo, si desean sobrevivir en el terreno de una profesión que ahora, gracias a la Red, implica mucho más que un título.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (28 de junio de 2015)
Imagen: Google Images
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DE BOLERO QUE SÍ


Algo tiene ese género musical llamado bolero que se resiste a la extinción. Cuando  creemos que se le ha pasado su tiempo, reaparece con mayores bríos. Es el Ave Fénix de la música popular. Suele asociársele principalmente con el desengaño amoroso, pero los hay para todos los gustos y tipos de sentimientos. Cada persona, cada grupo social, cada generación, cada época ha tenido o tiene el suyo. Existe hasta un curioso Bolero de Internet, del grupo Les Luthiers: «Te conocí por Internet estando en yahoo / entré en el chat y fue tu nick el que me atrajo / mandé un privado por el ciberespacio / y navegando encontré tu desparpajo…».
 Para respetar el espacio disponible, solo voy a referirme aquí al bolero arrabalero, ese que nos pone a arrastrarnos o a babear detrás de la pareja amada, cuando no a despotricar. 
Es casi una premisa de vida que hayamos pasado por alguna situación similar a la descrita en algún bolero. Tantos existen que cada cual puede buscar el que más se ajuste a su situación particular.  Mi ocurrente tía Eloína cuenta que —en su ya lejanísima y casi invisible juventud— vivió más de un vil desengaño con el bolero Cenizas (del compositor mexicano Manuel Wello Rivas). Recuerda ella que frecuentemente alguno de sus maridos ocasionales decidía marcharse a un puerto supuestamente más apetecible. Luego regresaban arrepentidos con el cuento de que se habían equivocado y le solicitaban llorosos el «reenganche». Ella buscaba fuerzas en su maltrecha egoteca y después les asestaba el golpe de gracia en tono bolerístico:
—Has vuelto a verme para que yo sepa de tu desventura —les decía—, pero solo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor.
Hombres y mujeres reaccionamos de modo diferente ante el drama descrito en un bolero. Cuando la historia alude al mensaje de un caballero para una dama, suele ser menos directo y dar más rodeos para hacer el reclamo sin lastimar demasiado a la destinataria. Por ejemplo, el varón traicionado, vejado o abandonado, muy pocas veces apelará a la aludida como «puta» o «prostituta». A lo que más puede llegar es a llamarla  pérfida, ingrata o perversa. Quizás llegue a decirle traidora, cuando no confundida o equivocada. 
Y, más que eso, el sujeto masculino casi siempre libera a la ofensora de culpa y termina echándosela él mismo («soy culpable de tu ausencia, cariño mío…») o hasta pidiendo perdón, incluso cuando le han instalado la cornamenta («…que otro amor encontraste, yo lo comprendo»). Son múltiples las letras en las que es el hombre el que pide clemencia, se arrodilla, suplica, implora, llora y hasta llega a decir o pensar «la prefiero compartida». Lo contrario es menos frecuente. La hembra de bolero suele ser más castigadora.
Quizás haga falta un sindicato de compositores masculinos que se dedique a dar la vuelta a esta costumbre musical en la que por lo general somos culpables o sospechosos. Un gremio de despechados que, por ejemplo, como primera acción, emprenda una protesta universal contra la cantante Paquita la del Barrio, intérprete de una curiosa pieza intitulada Rata de dos patas. Su descaro y su desvergüenza han sido tales que, ante la caballerosidad implícita en buena parte de las letras que los varones han pergeñado para hacer reclamos a las damas, ella se ha dejado de medias tintas y, sin hipocresía ni falsas poses eufemísticas, ha decidido descargarnos como sigue:
Rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del infierno, maldita sabandija... Alimaña, culebra ponzoñosa, desecho de la vida… Maldita sanguijuela, maldita cucaracha, que infectas donde pisas, que hieres y que matas…
Omito el resto para evitar disgustos mayores a los ofendidos. Pero exijo que en futuras composiciones dejemos la quejadera, que desechemos el tono lastimero y  «meaculposo» de las viejas letras y emprendamos desde ya una contundente y muy macha  respuesta ante tal osadía femenina.
P.S.  Muy entre nosotros, dilectos y maltratados lectores, solicito que lo hagan otros porque, aun con lo que nos ha dicho, como bolerista, Paquita la del Barrio es una de mis mayores debilidades, aunque me dé hasta con el tobo. Esa que he mencionado es — cómo negarlo— una de mis letras preferidas. 
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (21 de junio de 2015)
Fotografía: Cheo Hurtado, excelente bolerista venezolano.
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BIBLIOCHOROS Y PRECIOS DE LIBROS



El ancho y nada ajeno mundo de los lectores y admiradores de Gabriel García Márquez fue sorprendido hace algunos meses con la noticia sobre la desaparición de un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, nada menos que firmada por su autor. Hubo, por supuesto, las alharacas usuales en tales casos y  las críticas a la (in)seguridad de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO, 2015, en la que era exhibida la obra). Llegamos hasta a suponer las lágrimas del propietario de aquella maravilla, quien gentil y orgullosamente la había prestado para que fuera exhibida durante el evento. Obviamente, no se trata de un libro cualquiera, ni en valor sentimental ni en costo monetario.  Pero, gracias a las pesquisas de la policía y al miedo o pericia  de quien  había cometido el desaguisado,  el ejemplar fue rescatado de una tienda de antigüedades.

Como no soy policía, político ni sacerdote, pienso de buena fe: alguien lo tomó, lo leyó, lo disfrutó y decidió devolverlo.

Según mi aguda tía Eloína este tipo de acontecimientos tiene un doble y paradójico rostro. Primero,  el de las recriminaciones de los bibliófilos subastadores que ven en el asunto un crimen de lesa literatura. El objeto timado debe costar una boloña y parte de la siguiente.  Segundo, el regocijo de los literadictos que suponen que el ladrón apenas deseaba vivir el acto mágico de poder leer al Gabo en su edición original. Mi parienta está del lado de estos últimos:

                —Con lo caros que están, robarse un libro  no es como para meter preso a alguien —me ha repetido más de una vez—, censurable sería si no lo quiere para leerlo.

Nada indica que no fuera el segundo motivo lo que originó aquella osadía de atreverse a tomar de la vitrina un volumen que era mostrado como si del Santo Grial se tratara. Asumiendo el rol de abogado del Diablo, me he imaginado  el regusto y la boca hecha agua de aquel o aquella  que, motivado-a por su amor a la lectura, osó emprender el secuestro y decidió tomar prestada la joya por unas cuantas horas.

Entre quienes por cualquier motivo hemos sido adictos a la lectura, hay muchas historias relacionadas con el hecho de hurtar algún volumen en una librería. En mis tiempos de la UCV, tuve una compañera (hoy dedicada a la música) que no solo se apropiaba de las últimas novedades, sino que (para purgar las culpas, supongo,)  una vez que las había leído,  se daba el lujo de devolverlas a su lugar de origen.  Más de una vez debe haber sorprendido a los dependientes o dueños  con aquel misterio de libros desaparecidos-aparecidos. Hará unos dos años que el escritor español  Javier Marías (uno de nuestros Premios Rómulo Gallegos) defenestraba en un artículo de los bibliotimadores de la red. Decía que con cada ejemplar electrónico  suyo mal habido mediante la vía cibernética le restaban algunos centavos de sus honorarios. En un texto intitulado «Las bandas de la banda ancha» se lamentaba de que lo «esquilmaran a lo bestia». Y esto, obviamente, es harina de un costal distinto, pero habría que verlo con mejores ojos. Robarse un libro para comerciar con él no es lo mismo que hacerlo para tener acceso a sus contenidos. En el caso de los ciberhurtos, más bien pareciera que la gente se apropia de las lecturas con objetivos más nobles que la trapacería de mercadearlos.

Como escritor, me da la impresión de que desde hace tiempo hemos comenzado a deambular por la ruta de tener que acostumbrarnos a que los demás nos lean sin tener que pagarnos por ello. Es un problema, es cierto. Es una deformación mercadotécnica, sin duda. No obstante, a lo mejor  la indetenible contingencia inflacionaria está obligando a ciertos lectores  a regresar a aquellos tiempos en que para acercarnos a la escritura de alguien no teníamos más que disponernos a escucharlo.  En el legendario libro Las mil y una noches, Sherezade no le cobraba al sultán para que oyera  sus cuentos. Lo seducía con historias a fin de evitar que pensara en seguir asesinando a sus damas de compañía. Y «escuchar» en esta época, puede significar, navegar por la Internet hasta atracar en puertos donde leer no implique sacrificar el estómago.  Eso de convertir la creación literaria  en mercancía nació con la modernidad. Y así como los ríos emprenden la búsqueda de sus antiguos cauces —robados por el hombre en pro del progreso—, a lo mejor  las lecciones de algunos  románticos bibliochoros nos están indicando que también la literatura está buscando aquellos ancestros para los cuales  escribir y leer era más un placer que un altísimo precio de venta al público. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de junio de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto, de Google Images
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jueves, julio 23, 2015

Cuento venezolano y tiempo femenino



Aunque no es exactamente una historia idéntica, la cronología de la narrativa femenina venezolana guarda alguna relación con el hecho de haber logrado (las mujeres) que el Congreso de la República aprobara, en 1945, el derecho al voto, inicialmente solo en los sufragios municipales. Ese hecho implicó un hito importante en la futura conformación sociopolítica y cultural del país. Tanto fue así que ha sido mucho más que difundida la cuarteta con que el ingenioso poeta (y a la sazón diputado) Andrés Eloy Blanco celebró aquel  hecho. Con la venia de los lectores, me permito  recordarla aquí porque, muy a pesar del vocabulario bromista, resulta ser mucho más profunda de lo que aparenta:
La política se inclina
Sin excepción de persona
De la fuerza masculina
A la fuerza más culona.

Sin dejar de lado el humor, estos versos son indicativos de un cambio de época. Y no es casual que haya incluso algunos aspectos que vinculan esas dos historias: la del derecho al voto femenino y la del ejercicio de la narrativa literaria escrita por mujeres.  Precisamente, una dama cuentista estuvo muy vinculada con los movimientos que lograron aquella victoria acerca del sufragio. Sin olvidar que hubo narradoras activas desde mucho antes, ya para ese año, esa misma escritora había publicado por lo menos un libro de cuentos y una novela [Flora Méndez, 1934; Tierra talada, 1937]. Luego, entre 1946 y 1994,  daría a conocer otros cuatro volúmenes de narraciones cortas [Pelusa y otros cuentos, 1946; Luna nueva, 1970; Las otras antenas, 1975; Haz de cuentos, 1994]. Lo que a su vez implica que (en teoría) debió haber sido suficientemente conocida en el mundo literario venezolano: desde mediados hasta casi el cierre del siglo pasado.



Sin embargo, si volvemos atrás, encontraremos que, entre las compiladas por caballeros, solo una antología alusiva a ese tiempo incluyó un texto suyo (titulado «El hijo»). Me refiero a la del escritor monaguense Julián Padrón, publicada justo ese mismo año 1945 por el Ministerio de Educación Nacional.

Esa ilustre señora, luchadora y cuentista, se llamó Ada Pérez Guevara (1905-1997) y no hay duda de que su obra narrativa exige que la revisitemos sin prejuicios. Con ella se afianzaba la incursión del mundo de las mujeres en el cuento venezolano. Y además habría que volver la vista a otras como Lourdes Morales (1910-1989), Lucila Palacios (seudónimo de Mercedes Carvajal de Arocha, 1902-1994)  y Dinorah Ramos (seudónimo de Elba Arráiz, 1920-1960). Quizás no por casualidad se trata de cinco de las seis mujeres que aparecen representadas en la referida antología de Padrón (Cuentistas modernos, 1945), obra de un visionario también bastante olvidado. La sexta es Graciela Rincón Calcaño (1904-1987). Digamos que, en eso, la de Padrón será la única selección que, para ese tiempo, se deshace del prejuicio creado en torno a la hegemonía masculina del relato breve. Así, el autor de Candelas de Verano (1937, 1971, 2007) superó a otros (anteriores y posteriores) célebres autores preocupados por antologizar el relato nacional del siglo XX, verbigracia, Arturo Uslar Pietri, Guillermo Meneses, Mariano Picón Salas, José Balza. Es decir que, desde esos tempranos cuarenta de la pasada centuria, ya las escritoras andaban echando cuentos, aunque no siempre los compiladores masculinos las hayan tomado en cuenta.


Para entrar de lleno en la narrativa venezolana corta escrita por mujeres, sería muy útil la revisión de los libros Las mujeres toman la palabra. Antología de narradoras venezolanas (de Luz Marina Rivas, 2003) y de El hilo de la voz. Antología crítica de escritoras venezolanas del siglo XX. (compilada por Yolanda Pantin y Ana Teresa Torres, 2003).

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (7 de junio de 2015)
Fuente de la imagen: Google images
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Diccionario de la lengua española y venezolanismos



Leo en un diario de provincia una noticia que me sorprende y que supongo de antemano como una interpretación periodística errada: «La Real Academia Española acepta diez venezolanismos». Alude al recientemente publicado Diccionario de la lengua española (2014). Para no enredarnos, abreviémoslo DILE.  Lo de DRAE tiene confusos visos de posesión unilateral. En realidad, esa obra no es de responsabilidad exclusiva de la Real Academia Española. Desde hace ya varios años, el DILE es producto de una mancomunidad integrada por veintidós academias.  En mayor o menor grado, todas han hecho sus aportes para que el Diccionario se enriquezca.  Este criterio de abreviarlo DILE ha sido refrendado incluso por el nuevo director de la RAE (Darío Villanueva). Y la presencia de  Hispanoamérica  en sus páginas ya es notable, aunque todavía queden pendientes diversos vacíos.

El DILE (2014) aparece con motivo de los trescientos  años de la Real Academia Española. De la noticia referida arriba podría inferirse  que apenas diez nuevas voces venezolanas han sido incorporadas a ese mítico mataburros (vocablo que por cierto ya es un americanismo/venezolanismo con patente académica). Y en realidad es cierto. Los diez términos aludidos ya son parte del DILE, mas no los únicos que se han incorporado a esa edición. Siete de las voces allí mencionadas aparecen por primera vez: chamo, faramallero, leche (buena suerte), pana,  pasapalo, rasca (borrachera), sócate; tres de ellas ya eran parte de la edición anterior: borona, emparamar, mecate.

No obstante, para evitar malentendidos, hay que dejar claro que el DILE contiene, desde hace tiempo, muchos más venezolanismos de diferentes clases. Si bien todavía no suficientes, el inventario ha venido creciendo en la medida en que aparecieron las diferentes ediciones. Las últimas y más ricas han sido las de 1992, 2001 y 2014. Digamos que, de un total aproximado de diecinueve mil americanismos, las voces nuestras  ya sobrepasan las mil quinientas (entre definiciones independientes y acepciones).

Hay múltiples venezolanismos compartidos con otros países americanos. Por ejemplo,  autobanco, cacerolear, camuflajear, carnetizar, cedulación, bojote, chupamedias…  Los hay de uso exclusivamente venezolano: sócate, rasca, pasapalo, arrechera, emparamar(se), abasto(s), tongoneo, autobusete, majunche, amellar, bombero, coñazo, cachito, choreto-a, motorizado-a y muchos más. Otros ya se han anexado al vocabulario general del español: bellista, bolivariano, bomba (surtidor de gasolina), bululú, entre otros.

Y es obvio que existen los que todavía no han sido incorporados, aunque sí forman parte del Diccionario de Americanismos (DA, 2010): busaca, cacho, chalequear, chimbo, choro, cogeculo, cuaima, despelote, enratonar(se), jalabolas, matraquear, hojilla y paro de contar porque no cabrían aquí.

La historia futura del español de Venezuela  determinará si se integran o no algunos que están en plena efervescencia: guarimba, guarimbero, bachaquear, bachaquero, bachaqueo, escuálido, chavismo, chavista, enchufado, lomito (lo mejor, óptimo), toripollo, chiripero, raspacupo… La supervivencia de las palabras depende mucho de que se mantengan las situaciones específicas que las hacen nacer y de que socialmente decidamos que valen la pena. Esperemos que por lo menos no se consagren definitivamente algunas de las mencionadas en este párrafo.

Tampoco es que se trate de la perfecta sincronía y equilibrio entre el vocabulario peninsular y el americano, pero algo se va logrando en la medida en que las distintas academias se hagan sentir. Poco a poco se ha venido ganando un terreno que nos corresponde legítimamente. No es una concesión ni un reconocimiento, pues  América es una fuerza innegable para el fortalecimiento del idioma. El ochenta y cuatro por ciento de los hispanohablantes estamos de este lado del Atlántico, un cercano nueve por ciento en España y los demás dispersos por el resto del mundo.


Y, para concluir, lo curioso de la reciente publicación del Diccionario de la lengua española (DILE) es que (a siete meses de su salida al mercado) hasta hoy no lo hemos visto en nuestras librerías. Según las noticias, ha sido distribuido por el mundo, siendo Venezuela una de las excepciones que para nada nos honra. Cabe preguntarle a la editorial Espasa (empresa del Grupo Planeta, con filial venezolana en plena producción) el motivo por el cual —hasta ahora—nos han privado de tener el nuevo Diccionario entre nosotros.  Más allá de su presencia en la web, el DILE impreso en papel es todavía una necesidad para muchas personas e instituciones. No tenerlo disponible en el país constituiría casi un crimen de lesa lengua.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (31 de mayo de 2015)
Foto: archivo RAE.
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