miércoles, noviembre 26, 2008

DE LAS ACADEMIAS, LÍBRANOS, SEÑOR





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De tantas tristezas, de dolores tantos,
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfonos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias de horribles blasfemias
de las Academias, líbranos, señor.
De rudos malsines, falsos paladines
y espíritus finos y blandos y ruines,
del hampa que sacia su canallocracia
con burlar la gloria, la vida, el honor,
del puñal con gracia,
¡líbranos, señor!
[Rubén Darío: “Letanía a nuestro señor Don Quijote.]”



No ha sido Rubén Darío el único poeta que alguna vez aludió paródicamente a las academias y sus alrededores. También se sabe del enfrentamiento recurrente entre Ramón del Valle Inclán y la Real Academia Española, hasta el punto de que también ese autor hiciera gala de su ingenio para mofarse de aquella institución en su Farsa de la enamorada del Rey (1920). Bien sabido es que esas instituciones que se llaman Academias de… han recibido recurrentemente innumerables críticas, sobre todo de aquellos que las miran desde fuera como templos dedicados a la holgazanería o a la adulancia colectiva entre sus miembros. Muchas leyendas se han elaborado en torno de lo que son no solo las academias, sino también los académicos.
Dicha situación de leyenda, de fábula, de imaginería, ha contribuido a crear la imagen que usualmente tiene la gente común de lo que es un académico. Me referiré exclusivamente a los académicos de la lengua, por ser el terreno con el que he mantenido mayor contacto.
Es usual que la gente idealice a un ACADÉMICO como un centenario anciano sabio, calvo (o con peluca o cabello teñido) que casi masca el agua y utiliza para ver unos lentes de cristal muy grueso, si todavía no lo ha vencido la presbicia o, en su defecto, una inmensa lupa con la que es capaz de percibir hasta los gazapos idiomáticos del Papa. Se trata de un señor que supuestamente sabe absolutamente TODO acerca de la lengua y/o la literatura.
Su papel fundamental pareciera ser el de una especie de gendarme lingüístico de mucha experiencia cuya palabra sobre lo que se dice o escribe y lo que se debe decir o escribir es definitiva. Incontestable.

“Cazadores de gazapos que se amuchiguan en lenta turbamulta”, decía el venezolano Jesús Semprum de los críticos. Lo mismo podemos decir que piensa el común de las personas que son los académicos de la lengua.
Su presunta sabiduría es tanta que supuestamente conoce todas y cada de las palabras que han existido, existen y existirán en la lengua de la cual es académico. O sea, una mezcla de superhombre verbal, hombre biónico gramatical y mujer maravilla lexicógrafa cuya fuerza total reside en la lengua.
Cada vez que alguien confronta un dilema de tipo lingüístico, cada vez que el chamo no sabe cómo responder a la tarea de Castellano y Literatura, cada vez que algún gobernante comete algún desliz (o algo que se considere un “presunto”desliz), pues no queda más remedio que acudir al académico más cercano para solventar el asunto.
Tanto es así que la gente cree sin temor a dudas que un académico de la lengua es un señor que, como dice el ya anciano lema de la Real Academia Española:
“Limpia, fija y da esplendor”.
De acuerdo con esas creencias (a todas luces imaginarias, míticas), un académico debería ser más efectivo que un detergente, un lavaplatos extrafuerte: casi un infalible e irrefutable quitamanchas: “Limpia, fija y da esplendor”.
Esa misma tradición hace que un académico viva en permanente riesgo de que cualquier cosa que haga, diga o juzgue pueda ser utilizada contra él mismo.
No importa el lugar o el medio donde se encuentre, un académico puede ser víctima del acoso generalizado por parte de cualquiera que albergue alguna duda sobre el uso del idioma. Si va al dentista, por ejemplo, no es extraño que mientras le taladran una muela o le jurungan una dolorosa caries, al odontólogo se le ocurra preguntarle:
-¿Por qué en Venezuela decimos diábetes y no diabetes?
Con qué cara puede responderse a esa pregunta por muy académico que se sea, sobre todo en tan humillante y comprometedora situación como la de tener que dejarse enloquecer por el repugnante chillido de un taladro.
En el supermercado u otros espacios, nunca falta la cajera, el ama de casa, el vecino o el profesional amigo que, nomás avistar a algún académico conocido,  lo increpen con sus dudas. Nadie le pregunta por la familia o por los amigos comunes, sino por el lenguaje.
Es usual además que los demás crean que los académicos no asistieron a una escuela normal, de esas donde los chicos hacen diabluras con el lenguaje. Suponen que en esa escuela particular y casi única a la que supuestamente asisten los futuros académicos de la lengua les enseñan a ser siempre eufemísticos (palabra dominguera). Y no siempre se puede. A veces es necesario ser absolutamente disfemístico (otra palabra más dominguera todavía).
¿Por qué? Porque por muy “eufemístico” y por muy académico que se sea, no hay nada más cursi y más ridículo que utilizar algunas palabras fuera de contexto, cuando las situaciones reales y concretas implican sacar a flote las que realmente se necesitan. Acudamos a los ejemplos:
¿Qué pensaría usted de algún señor académico que en su caminata cegatona tropieza con el filo de alguna pared, se lleva un terrible golpe en la frente marchita e imitando a Batman y Robin exclame:
-¡Oucht!, ¡córcholis!, ¡sambombas!, me he lesionado la parte que cubre el lóbulo frontal de mi cavidad craneana.
O, que el mismo señor llegue a su casa, abra la puerta, ponga rostro serio y, con entonación de actor de telenovela de los años sesenta, y ante la sospecha de la doña le está montando los cuernos acudiendo con su amante a hoteles de estancia corta, le reclame a la dama que convive con él:
-Querida cónyuge: me dirijo a ti formalmente con el propósito de participarte que no estoy contento con que por las noches estés visitando lugares de hospedaje ocasional con otros caballeros.
En fin, posiblemente esa es la imagen con la que se ha idealizado tradicionalmente a los académicos. Seres imperturbables que presuntamente siempre hablan con el diccionario y la gramática en la mano y jamás como lo hace la gente común en todas partes.
Acompaña a esa imagen errada el hecho de que, además, la gente piensa que un académico debe ser más serio que una estatua o que una foto de papel moneda, que se le han secado las neuronas de la risa de tanto pensar en los asuntos de la lengua y, en consecuencia, se ha distanciado de la cotidianidad de las demás personas.
Y la realidad es que una persona que por alguna razón ingresa a una academia no deja de ser lo que ha sido durante su vida previa. Al contrario, si se toma esta nueva función como debe ser, creo que se le potencian las facultades para la escritura, sigue siendo un hablante-escritor cualquiera que posiblemente ahora está más pendiente de algunos asuntos a los que antes prestaba poco interés. Por ejemplo, vivir permanentemente pegado de un diccionario buscando palabras raras para no pasar por ignorante o al menos sorprender cuando alguien le pregunte sobre términos como “mordaga”, “sinecura” “mastaba”, “pavitonto” o “supercalifragilisticoespialidoso”.
Un académico o académica de la lengua de esta época es alguien que cree en la creatividad del lenguaje y no critica a los hablantes cada vez que, ante cualquier pregunta, responden “¡Sí va!” o “¡Dale, dale, pues!”; que no percibe como aberraciones lingüísticas esos mensajitos de telefonía celular que parecen códigos cifrados, en los que los usuarios despachan buena parte de las vocales y convierten todo en una secuencia de puras consonantes, a veces incomprensible para otros, pero efectivísimas como mensajes de emergencia; que no se asombra cuando algún pescador del oriente del país le dice con plena sonrisa que el político Fulano de Tal es un “picardioso”, porque no sólo es pícaro sino también tramposo. En fin, un académico es una persona de mente siempre joven que cree, como diría Aquiles Nazoa, en los “poderes creadores del pueblo” y disfruta al escuchar que un popular vendedor de refrescos de malta fría, se comporta como un creativo publicitario cuando, para promocionar su producto, va por toda la calle gritando a todo pulmón:
-¡Toma malta, maltirízate!
Un académico de este tiempo es alguien que se asombra cuando algún orador improvisado, médico, abogado, profesor de sociología o de lingüística, está explicando el asunto más enrevesado del mundo, con un vocabulario y una sintaxis que no comprende nadie, y termina su discurso diciendo: “¡Eso es todo, así de sencillo!”
Un académico moderno, abierto, humilde, es aquel que se preocupa por cada aspecto de la lengua, pero también disfruta cuando lee o escucha frases como las siguientes:

 Letrero en valla publicitaria de bebida alcohólica:
 “Disfruta de los mejores momentos de la vida sin excesos. Sólo si eres mayor de edad” 
[Aviso en baño de bar de carretera]:
Aviso en baño de bar de carretera:
“Favor bajar la palanca hacia arriba
[Declaración de ministro]:
Declaración de ministro a la prensa:
“No hay desabastecimiento sino distorsión en la cadena de distribución”.
[Lema de mi tía Eloína]
Lema de mi tía Eloína:
“Que un hombre de noventa años orine sin quejarse, es casi “micción imposible”


sábado, agosto 02, 2008

Herencias virtuales y otros premios electrónicos





En algún lugar de la jerga que ha venido naciendo para ser aplicada a todo lo que se relaciona con la Internet y los espacios virtuales, suele utilizarse la palabra metamedio para referirse al hecho de que en la pantalla de un computador converge todo lo que en algún momento del “mundo real” constituyó un soporte independiente. Sonidos, imágenes y palabras se aglutinan en el más sencillo de los sitios del cibermundo para recordarnos que a partir de la www la vida cambió. Todo es mucho más extraño y distante de lo que alguna vez imaginamos. Difuso, pero distendido, diletante, divertido y diversificado. Para quien no se haya dado cuenta todavía, la realidad se volvió pura ficción y lo ficticio es ahora parte del mundo cotidiano en que nos corresponde vivir.
Suerte para quienes hemos visto llegar el siglo XXI. No tenemos todavía los autos voladores (imprescindibles en la congestionada Caracas de hoy); no se hizo rutinaria la vida de aquella familia llamada Los supersónicos, ni tampoco hemos podido apreciar las cajas mágicas que esperábamos pudieran teletransportarnos a cualquier otro lugar del planeta. Pero con la “fundación” del sistema intergaláctico virtual ya hemos aprendido que todo es posible y que cualquier hecho de la imaginación se queda corto ante lo que allí podemos hacer o lograr. Por ejemplo, como en los cuentos de hadas y las telenovelas, cualquier desheredado pobretón puede volverse rico de cuna de un segundo para otro.
Ha sido mi caso, ya lo verán. Abstenerse envidiosos, por favor.
El hecho concreto es que esta duda melódica se aviene con las magias y maravillas de la correspondencia electrónica. Esa fulgurante y milagrosa nueva manera de cartear que me ha vuelto rico, acaudalado e hipermillonario en ese abrir y cerrar de mensajes electrónicos que a diario puede uno recibir desde el más remoto lugar del mundo ¿real? A los hechos me remito para evitar que se piense que he comenzado a desvariar o que he escrito en febril estado de alucinación. Nada de eso. No consumo estimulantes de ninguna naturaleza, salvo bebidas de esas que alegran el espíritu. Echo mi cuento y ustedes me dirán.
Un banquero súper comprensivo, generoso y desprendido (especie que creíamos inexistente hasta que llegó la web) me escribe desde Abuja (Nigeria) para notificarme que, sin yo saberlo, soy el afortunado único heredero de una señora que luego de ser notificada de una salvaje enfermedad que devorará su cuerpo en menos de una semana, ha decidido que sea  este humilde venezolano hijo de Amelia Linares –mi luminosa madre-, la persona destinada a recibir, una vez fallecida ella (la señora desconocida), su cuantiosa fortuna que incluye, no solo cantidades astronómicas en metálico depositadas en un banco nigeriano, sino también sus amplios lotes de tierras productivas y todas las edificaciones que ella alguna vez heredó de su “ricomacpático” esposo, desaparecido antes en un accidente aéreo.
Pero digamos que no he tomado la decisión de responder afirmativamente a mi banquero correspondiente porque tengo además otra oferta que también me trae de cabeza. A juzgar por el origen de la formal carta electrónica, la noticia procede de la “fiera Albión”, está fechada un julio 28 de cualquier año y en ella un señor con nombre de inventor de teléfonos (Mr. Alexander Grahan Bell) me conmina a una muy rápida respuesta a su solicitud, nada despreciable si pienso en lo poco que hoy rinden los bolívares en Venezuela.
Me explico.
Se trata de la bicoca de ¡cien millones de libras esterlinas! que el firmante (supuesto empleado de alto nivel de un banco inglés) ha “descubierto abandonada” en su agencia, sin que nadie pueda cobrarla, porque su titular y toda la familia directa e integrantes de sus ramas colaterales fallecieron el año pasado en el hundimiento del crucero en el que vacacionaban. También desprendido y nada mezquino, el gerente ha decidido que sea yo, el humilde y pobretón hijo de José Ramón Barrera, la persona destinada a compartir aquella montaña de billetes que llevan la imagen altiva de la reina del United Kingdom. Y eso sin hacer demasiado, apenas conectarme con él a través de un vínculo electrónico cuyas señas me envía. Mi ganancia no sería excesiva si yo hubiera heredado a Aristóteles Onassis, pero considerando que no es así, con solo aceptar y aportar la información solicitada, según mi remitente, me correspondería un modesto quince por ciento (15%) de la cantidad total. Es decir, la minucia de quince millones de pounds.
Lo estoy pensando.
Y pido a los lectores que no me llamen idiota. Usualmente paso por tal, pero no lo soy tanto. Como dice mi hijo menor “me hago el trujillano” nada más, no significa que lo sea. Aclaro: lo estoy pensando porque la oferta más tentadora apenas la acabo de recibir ayer:
bastó mi humilde dirección electrónica para que dentro de ese biombo imaginario y universal que es la Internet saltara mi nombre como acreedor de la impensable suma de ¡cien millones de dólares estadounidenses! (U.S.$ 100.000.000,00). Igual que un kino nacional pero en inglés y más barato. Producto de la rifa que una lotería universal ejecuta cada mes entre los que nos comunicamos a través de correos electrónicos. Hombre, que me he ganado el premio gordo de alguna parte del cibermundo sin hacer absolutamente nada, solo por responder a diario mi correspondencia electrónica. No podía ser de otra manera. Antes lo pronosticó muchas veces mi tía Eloína: “las fortunas existen, solo faltan quienes acudan ‘a por’ ellas”. Recordando una vieja cuña oficial alfabetizadora, muy difundida en tiempos de la cuarta república venezolana, el dinero virtual clama por la presencia de quienes lo aspiran: ¡acude, te estamos esperando!
Hay además variantes que lindan entre los extremos de la tragicomedia griega y la telenovela contemporánea. Es el caso de la núbil y gentil doncella que, desde Abidjan (Costa de Marfil),  me ruega el sacrifico de que sea yo su albacea, luego de que su madre falleciera misteriosamente, mientras vacacionaba en Europa, y su padre pereciera envenenado por su tío (de la chica). Según alega, es virgen y por eso desea que sea yo su desflorador. No ha concluido los estudios y me solicita como su tutor. No confía en nadie de la familia y me requiere de administrador. Claro, para todo eso, debe hacerse venezolana y de allí la necesidad del formal himeneo conmigo. Todo por la sencilla suma de apenas cinco humildes millones de verdes estadounidenses. Nada mal, pues.
Y, claro, ahora sí es verdad que me cuesta tomar la decisión. Nadie me ha dicho que debo escoger una de las cuatro opciones, pero como pretendo ser justo con mi suerte, no soy capaz de aceptar todos los ofrecimientos y hacerme hipersupermillonario obsesivo y avaro. No hay derecho, quiero dejar tres de las opciones para que se beneficien otras personas, que bien lo necesitarán. Me basta con una sola de las ofertas.
De modo que escribiré a mis cuatro amables beneficiarios para decirles que he decidido transferir virtualmente tres de las fortunas ganadas con el sudor de mis dedos sobre las teclas, y propondré para recibirlas a las tres primeras personas que dejen aquí sus comentarios y que me demuestren que de verdad necesitan tales cantidades. ¡Escriban ya! No olviden poner sus datos completos, desde el nombre y la cédula de identidad, hasta la cuenta bancaria donde desean que les sea depositado el dinero, ¡con sus respectivos nombres de usuario y claves de acceso, por supuesto! Los exigen en todas las correspondencias que comunican sobre estas sumas astronómicas que uno puede ganarse con solo navegar por la red.
Lo he dicho al comienzo: en ese metamedio que es la red de redes, cualquier cosa es posible. Hasta la riqueza súbita, ilógica e inmediata. Créalo. Sin embargo, no meta ni medio en tales negocios.

martes, junio 24, 2008

Los escritores como personajes



Siempre me he preguntado cuán interesante sería conocer las memorias más recónditas, lo más cotidiano de algunos editores en su relación con los autores. Creo que usualmente ciertos autores son personajes para la obra de otros escritores. Por lo que me han revelado mis pasantías por algunas editoriales, sospecho que la verdadera personalidad del creador se desnuda ante los editores y ante ciertas audiencias.
Puede parecer perverso pero, como narrador y crítico, me interesan también las vidas personales que se salgan un poco de lo público y predecible, esas conductas inéditas que reflejan lo que, por pudor, educación  o timidez, el escritor como persona esconde ante los demás, sus manías, sus peticiones a veces insólitas, sus perversidades ante la obra de los otros. Y también las virtudes y defectos o desviaciones que se esconden detrás de las páginas pergeñadas por quien escribe un libro y acude a un editor para que lo haga público y pueda llegar a los lectores.
Es decir, conocer un poco más de esa “intrahistoria” que subyace a la relación escritor-editor-lectores, ni tan dulce ni tan amarga, como se las puede suponer desde afuera. Hay creadores apacibles, gentiles, corteses, fastidiosos y repelentes. Pero cuando son fastidiosos y repelentes lo son con alevosía. Independientemente de su edad y su escasa o abundante obra,  estos ejemplares se creen la tapa del frasco, no cesan de marcar el teléfono, suelen creer que el editor solo existe para ellos, sin importar horario, día de la semana ni ocupaciones.
Supongo, por ejemplo, que hay editores, diseñadores e incluso lectores que se habrán topado más de una vez con escritores de quienes no desean recibir una llamada telefónica ni un mensaje de correo electrónico. Presumo que no faltará el editor que se vea obligado a sacrificar algún libro publicable por evitar el simple hecho de tener que firmar el contrato con un ser intratable, intolerante y vanidoso. Igual, presumo que hay lectores que jamás acudirían ante la presencia del autor de un libro que los ha cautivado, solo para no perder la imagen que de él se han creado a través de su escritura.
Y es que a veces, a lo mejor sin darnos cuenta, los escritores podemos llegar a parecer insufribles ante las otras personas. Hay editores y lectores que a lo mejor admiran la obra de un escritor-a, pero también intuyen (al escucharlo o leer sus entrevistas) que como persona se trata de un patán o “patana”.
Para citar algún caso hipotético, pienso en aquellos que, una vez publicadas sus obras, luego de ruegos y más ruegos al editor, no cesan de hacer llamadas a la editorial porque sus libros no están permanentemente en las vitrinas de las librerías. “Inocentes” de que, por deformación profesional y comprensible excusa de mercadeo, en el mundo entero, los libreros suelen exhibir nada más lo que se vende rápido y está destinado a ocupar lapsos muy breves en los anaqueles.
Y el corolario infaltable: ante el llamado para algún evento promocional, casi nunca los autores fastidiosos y repelentes tienen tiempo; paradójicamente siempre parecen estar ocupados en algo más importante que sus propios libros. O solo aspiran narcisamente a promoción en el exterior. No les interesan los lectores nacionales porque sienten que ya los han conquistado sin ningún esfuerzo.
“Las vanidades del mundo /las grandezas del imperio/ se pierden en el profundo /silencio del cementerio”. Son versos perversos pero certeros, pertenecientes a un célebre enterrador de Los Puertos de Altagracia, apodado Titán, el sepulturero. Dignos para “chapear” a quienes se pasan la vida edificando sus egotecas sobre falsos presupuestos.
Digamos que hay editores maulas y otros que realmente no lo son, pero todos necesitan sobrevivir, tarea que no es fácil en un mercado bibliográfico tan oscilante y deprimido como el venezolano.
Sin embargo, eso no justifica que el autor o autora siempre deba pensar que no es que sus libros no se venden sino que el editor lo estafa permanentemente. Sabemos que hay editores locales y foráneos que no reportan todo lo que venden. Es casi una premisa universal. Y que incluso existen los que pagan un desmirriado y a veces diezmado porcentaje con base en el precio de costo y no en el precio de venta al público. Pero eso tampoco significa que constantemente nuestros volúmenes sean best sellers por los que los lectores se desviven apenas salen al mercado. Y, lo peor, sin que tengamos que mover ni un dedo. No acabamos de entender que a veces la “fama” de un escritor no pasa de los linderos de sus amistades y conocidos.
Tengo en mi archivo de notas una catorcera de anécdotas relacionadas con la conducta de algunos escritores venezolanos durante mis pasantías de más de diez años por algunas editoriales como Monte Ávila, Fedupel, Alfaguara, Planeta. Principalmente guardo en mi memoria imágenes caricaturescas de los más mediocres y creídos (una combinación de adjetivos que suele darse con más frecuencia de la que creemos).
Como simple muestra gratis para esta duda, recuerdo particularmente el caso de un emperifollado narrador, más bien debería escribir aspirante porque apenas ha escrito dos libritos de corta extensión, uno regularsón y el otro desechable. Con rostro y gesto de maniquí de la India y perfil de lagarto, se ofendió como nadie el día que los juicios de tres reconocidos lectores obligaron a la editorial a informarle que no se publicaría su libro. Como alguien debe hacerlo, me correspondió transmitirle la noticia, conjuntamente con el encargado de prensa. Pues, nada, que aquel sujeto enardeció, enrojeció, bufó y parpadeó como un camaleón ante la noticia. Su recurrente actitud de creerse la “verja” de Triana pareció recibir un hachazo de leñador. Le faltó la necesaria humildad para enterarse de que un escritor tiene la obligación de saber escribir, por lo menos medianamente. Y no comprendía la razón para que uno de los lectores expresara en el informe su descontento por las horas que le había quitado tratando de corregir cientos de gazapos de sintaxis y ¡ortografía!
Ese mismo día nació mi interés por escribir un libro de textos breves que se titulará EGOLETRADOS. He avanzado en él y en esta duda debo agradecer a los varios escritores nacionales que me han dado ideas para convertirlos en personajes. Es comprensible que todos tenemos y nos agrada pergeñar los anaqueles que deben conformar nuestra egoteca, pero a veces debemos ser más cuidadosos en el trato que damos a los demás, creyéndonos “la pepa‘e Billy Queen”. Y si me preguntan qué es creerse “la pepa de Billy Queen”, debo decirles que es un gracioso dicho que, durante mi infancia y adolescencia,  escuchaba mucho en Los Puertos de Altagracia y Maracaibo, aunque jamás supe quien fue el señor Billy Queen ni por qué su “pepa” era tan importante. Pero suena bien recordarlo ahora, en este paseo por el semblante de personajes que me han dejado algunos plumarios locales. Algún día habremos de hacer un conteo estadístico para calcular cuántos de nosotros calificaremos para creernos “la pepa’e Billy Queen”.
En fin, que cada vez que le hablo en secreto de mis tratos con algunos autores y autoras venezolanos-as, de sus llamadas recurrentes, de sus oscilaciones de carácter y temperamento volátil, de sus creencias egocéntricas, de sus inclinaciones a telefonear a los jefes para no tratar con subalternos; cada vez que me entero y la entero de anécdotas relacionadas con el modo como se comportan íntimamente algunos escritores venezolanos ante sus editores y ante los lectores; de cómo viven llamando a la prensa para que los entrevisten, de cómo envían reseñas positivas sobre sus propios libros a los amigos periodistas para que estos las publiquen como suyas, de la manera como insisten obsesivamente para que la tele y la radio vayan a su casa, del modo como se valen de las relaciones con poder para publicar cuanto escriben; de las exigencias a veces insólitas que hacen, mi tía Eloína me insta a que, con base en un anecdotario que ya pica y se extiende, escriba un libro de ficción que presuma de memorabilia y desnude metafóricamente esas conductas secretas acumuladas en los rostros más íntimos de algunos creadores locales.
Y –como ya dije- en estos días he pensado que no es ni mala la idea. Total, ya lo he dicho y escrito en varias ocasiones: la escritura de ficción es la mejor terapia que existe para quien la practica: puedes matar sin asesinar, exaltar sin adular, ajusticiar al adversario frente a un paredón de palabras y hasta conquistar amores sin necesidad de caer en incómodas situaciones de confesión directa ante la dama o el caballero por la o el que te desvives.
De modo que, en nuestro trato con los editores y lectores, los escritores debemos cuidarnos de no convertirnos en pasto literario, en alimento para otros escribas. Debemos saber que los otros escritores son tan “peligrosos” con sus teclas como nosotros creemos que lo somos con nuestro trato despótico hacia los demás.
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Actualizado: octubre de 2012
Fuente de origen de la ilustración: http://www.imaginaria.com.ar/18/5/autores-ChantiPersonajes.jpg