En algún lugar de la jerga que ha venido naciendo
para ser aplicada a todo lo que se relaciona con la Internet y los espacios
virtuales, suele utilizarse la palabra metamedio para referirse al hecho
de que en la pantalla de un computador converge todo lo que en algún momento
del “mundo real” constituyó un soporte independiente. Sonidos, imágenes y
palabras se aglutinan en el más sencillo de los sitios del cibermundo para
recordarnos que a partir de la www la
vida cambió. Todo es mucho más extraño y distante de lo que alguna vez
imaginamos. Difuso, pero distendido, diletante, divertido y diversificado. Para
quien no se haya dado cuenta todavía, la realidad se volvió pura ficción y lo
ficticio es ahora parte del mundo cotidiano en que nos corresponde vivir.
Suerte para quienes hemos visto llegar el siglo
XXI. No tenemos todavía los autos voladores (imprescindibles en la
congestionada Caracas de hoy); no se hizo rutinaria la vida de aquella familia
llamada Los supersónicos, ni tampoco
hemos podido apreciar las cajas mágicas que esperábamos pudieran
teletransportarnos a cualquier otro lugar del planeta. Pero con la “fundación”
del sistema intergaláctico virtual ya hemos aprendido que todo es posible y que
cualquier hecho de la imaginación se queda corto ante lo que allí podemos hacer
o lograr. Por ejemplo, como en los cuentos de hadas y las telenovelas,
cualquier desheredado pobretón puede volverse rico de cuna de un segundo para
otro.
Ha sido mi caso, ya lo verán. Abstenerse
envidiosos, por favor.
El hecho concreto es que esta duda melódica se
aviene con las magias y maravillas de la correspondencia electrónica. Esa
fulgurante y milagrosa nueva manera de cartear que me ha vuelto rico,
acaudalado e hipermillonario en ese abrir y cerrar de mensajes electrónicos que
a diario puede uno recibir desde el más remoto lugar del mundo ¿real? A los
hechos me remito para evitar que se piense que he comenzado a desvariar o que
he escrito en febril estado de alucinación. Nada de eso. No consumo
estimulantes de ninguna naturaleza, salvo bebidas de esas que alegran el
espíritu. Echo mi cuento y ustedes me dirán.
Un banquero súper comprensivo, generoso y
desprendido (especie que creíamos inexistente hasta que llegó la web) me
escribe desde Abuja (Nigeria) para notificarme que, sin yo saberlo, soy el
afortunado único heredero de una señora que luego de ser notificada de una
salvaje enfermedad que devorará su cuerpo en menos de una semana, ha decidido
que sea este humilde venezolano hijo de
Amelia Linares –mi luminosa madre-, la persona destinada a recibir, una vez
fallecida ella (la señora desconocida), su cuantiosa fortuna que incluye, no
solo cantidades astronómicas en metálico depositadas en un banco nigeriano,
sino también sus amplios lotes de tierras productivas y todas las edificaciones
que ella alguna vez heredó de su “ricomacpático” esposo, desaparecido antes en
un accidente aéreo.
Pero digamos que no he tomado la decisión de
responder afirmativamente a mi banquero correspondiente porque tengo además
otra oferta que también me trae de cabeza. A juzgar por el origen de la formal
carta electrónica, la noticia procede de la “fiera Albión”, está fechada un julio
28 de cualquier año y en ella un señor con nombre de inventor de teléfonos (Mr.
Alexander Grahan Bell) me conmina a una muy rápida respuesta a su solicitud,
nada despreciable si pienso en lo poco que hoy rinden los bolívares en
Venezuela.
Me explico.
Se trata de la bicoca de ¡cien millones de libras
esterlinas! que el firmante (supuesto empleado de alto nivel de un banco
inglés) ha “descubierto abandonada” en su agencia, sin que nadie pueda cobrarla,
porque su titular y toda la familia directa e integrantes de sus ramas
colaterales fallecieron el año pasado en el hundimiento del crucero en el que
vacacionaban. También desprendido y nada mezquino, el gerente ha decidido que
sea yo, el humilde y pobretón hijo de José Ramón Barrera, la persona destinada
a compartir aquella montaña de billetes que llevan la imagen altiva de la reina
del United Kingdom. Y eso sin hacer demasiado, apenas conectarme con él
a través de un vínculo electrónico cuyas señas me envía. Mi ganancia no sería
excesiva si yo hubiera heredado a Aristóteles Onassis, pero considerando que no
es así, con solo aceptar y aportar la información solicitada, según mi
remitente, me correspondería un modesto quince por ciento (15%) de la cantidad
total. Es decir, la minucia de quince millones de pounds.
Lo estoy pensando.
Y pido a los lectores que no me llamen idiota.
Usualmente paso por tal, pero no lo soy tanto. Como dice mi hijo menor “me hago
el trujillano” nada más, no significa que lo sea. Aclaro: lo estoy pensando
porque la oferta más tentadora apenas la acabo de recibir ayer:
bastó mi humilde dirección electrónica para que
dentro de ese biombo imaginario y universal que es la Internet saltara mi
nombre como acreedor de la impensable suma de ¡cien millones de dólares
estadounidenses! (U.S.$ 100.000.000,00). Igual que un kino nacional pero en
inglés y más barato. Producto de la rifa que una lotería universal ejecuta cada
mes entre los que nos comunicamos a través de correos electrónicos. Hombre, que
me he ganado el premio gordo de alguna parte del cibermundo sin hacer
absolutamente nada, solo por responder a diario mi correspondencia electrónica.
No podía ser de otra manera. Antes lo pronosticó muchas veces mi tía Eloína:
“las fortunas existen, solo faltan quienes acudan ‘a por’ ellas”. Recordando
una vieja cuña oficial alfabetizadora, muy difundida en tiempos de la cuarta
república venezolana, el dinero virtual clama por la presencia de quienes lo
aspiran: ¡acude, te estamos esperando!
Hay además variantes que lindan entre los extremos
de la tragicomedia griega y la telenovela contemporánea. Es el caso de la núbil
y gentil doncella que, desde Abidjan (Costa de Marfil), me ruega el sacrifico de que sea yo su albacea,
luego de que su madre falleciera misteriosamente, mientras vacacionaba en
Europa, y su padre pereciera envenenado por su tío (de la chica). Según alega,
es virgen y por eso desea que sea yo su desflorador. No ha concluido los
estudios y me solicita como su tutor. No confía en nadie de la familia y me
requiere de administrador. Claro, para todo eso, debe hacerse venezolana y de
allí la necesidad del formal himeneo conmigo. Todo por la sencilla suma de
apenas cinco humildes millones de verdes estadounidenses. Nada mal, pues.
Y, claro, ahora sí es verdad que me cuesta tomar la
decisión. Nadie me ha dicho que debo escoger una de las cuatro opciones, pero
como pretendo ser justo con mi suerte, no soy capaz de aceptar todos los
ofrecimientos y hacerme hipersupermillonario obsesivo y avaro. No hay derecho,
quiero dejar tres de las opciones para que se beneficien otras personas, que
bien lo necesitarán. Me basta con una sola de las ofertas.
De modo que escribiré a mis cuatro amables
beneficiarios para decirles que he decidido transferir virtualmente tres de las
fortunas ganadas con el sudor de mis dedos sobre las teclas, y propondré para
recibirlas a las tres primeras personas que dejen aquí sus comentarios y que me
demuestren que de verdad necesitan tales cantidades. ¡Escriban ya! No olviden
poner sus datos completos, desde el nombre y la cédula de identidad, hasta la
cuenta bancaria donde desean que les sea depositado el dinero, ¡con sus
respectivos nombres de usuario y claves de acceso, por supuesto! Los exigen en
todas las correspondencias que comunican sobre estas sumas astronómicas que uno
puede ganarse con solo navegar por la red.
Lo he dicho al comienzo: en ese metamedio que
es la red de redes, cualquier cosa es posible. Hasta la riqueza súbita, ilógica
e inmediata. Créalo. Sin embargo, no meta ni medio en tales negocios.