sábado, abril 11, 2020

Virus y virulencias




Solía contarme mi sabia y reflexiva tía Eloína de un fenómeno similar al que estamos padeciendo en estos días, relacionado con la famosa gripe española, que puso al mundo entero en vilo, debido a la cantidad de personas que fallecieron durante el lapso en que no había manera de detenerla. Según un informe de la Organización Colegial de Enfermería del país ibérico, esta gripe pandémica, esparcida notoriamente a partir de los meses de abril y mayo de 1918, acabó con más de 50 millones de personas en el planeta. En aquel tiempo no se hablaba tanto de virus o expansión viral para referirla, pero es obvio que se trató de una calamidad similar a la que hoy padecemos, con muchos menos recursos científicos para enfrentarla y en pleno proceso de posguerra. Hoy se llama coronavirus y esperemos que no haga tanto daño como aquella. Decía mi parienta que, en su infancia y adolescencia, para responder a alguien que te hubiese ofendido, sobrevivió como frase hecha la expresión “¿eres peor que la gripe española!”.

Para efectos de la lexicología, lo más relevante de esto es que, cuando, por alguna razón se vuelve imprescindible en la comunicación cotidiana, el uso de algunos vocablos se distribuye a velocidades inusitadas, precisamente como lo hace un virus, principalmente si es de naturaleza biológica. Los llamados virus informáticos, esos que a veces se filtran en nuestros equipos y podrían llegar, incluso, a destruir la información que allí tengamos acumulada, ya tienen bastante tiempo instalados en el lenguaje habitual, desde la implantación de los ordenadores en nuestras rutinas. Voces sinónimas o similares como troyano, gusano y caballo de troya salieron hace tiempo del ámbito especializado para instalarse en el habla diaria de quienes manipulan o trabajan con computadores. Eso ha hecho que términos relacionados como antiviral o antivirus formen ya parte de nuestro vocabulario activo.
Ahora, ante lo que estamos padeciendo, nos vemos en la necesidad de aclarar a nuestros interlocutores de qué tipología viral estamos hablando en un momento determinado: si nos referimos a la que nos tiene encerrados en casa o a aquella a la que debemos temer cada vez que activamos nuestro equipo de computación.

Un recuento de frecuencia de uso del vocabulario de estos meses seguramente nos aportará vocablos relacionados con esta pandemia como los más frecuentes en todos los formatos y registros actuales, y ya no solo en español, sino en muchas otras lenguas en las cuales se usa la palabra, independientemente del modo como se pronuncie [bírus, váirus, vrros, virrús, víros, vígrus, etc.]´.  Con ella se ha exacerbado, por supuesto, la utilización de voces asociadas o derivadas: virulencia, virosis, adenovirus, retrovirus, retroviral, virología, antivírico (distinto de antivirus, que se usa más en relación con algún software). Ojalá que pronto podamos comenzar a hablar del síndrome posviral (aunque sabemos que acarreará otras consecuencias psicológicas y conductuales inesperadas).

Biología e informática coinciden en el uso de algunos términos comunes con significados similares: la propia palabra virus, por supuesto, además de virulento y viral. Esta última como adjetivo, pero a veces con significados diferentes: si se aplica a las redes sociales, un efecto viral significa “rápida y muy amplia difusión de un mensaje”; en biología, en cambio, adquiere el sentido de “asunto referente a los virus”.  Hay que tener cuidado, porque en la abundante comunicación periodística diaria (infodemia, se llama) a veces la prisa articulatoria conduce a algunos términos fonéticamente parecidos, pero que nada tienen que ver con ello: viril, virolo, virilidad, virilismo, virilizarse y viruta, por ejemplo. “La epidemia se ha virilizado”, escuchamos decir hace poco a un apresurado reportero de televisión. Aunque no discriminan por género, por edad ni por estatus económicos, los virus no tienen sexo, no pueden “virilizarse”.

Adicionalmente, como era de esperarse, han renacido también vocablos asociados a esta condición de planetaria casa por cárcel por la que estamos atravesando, afortunadamente transitoria. Algunos de ellos son epidemia y, mucho más, pandemia (“epidemia extendida”), además de cuarentena, aunque el encierro dure más de los cuarenta días implícitos en el significado originario de esta palabra. Junto con esta última han aparecido ampliaciones semánticas que aluden a que la cuarentena puede ser social, preventiva, total, general, dinámica, entre otras. El verbo cuarentenar tiene muchas posibilidades de quedarse entre nosotros. Posiblemente también tomarán mayor fuerza términos como confinamiento, encierro y contagio.

Por supuesto que quedará grabada en nuestra memoria la voz que se ha utilizado para referir a la molécula que, según los expertos, dio origen a este descalabro. ¡Cómo olvidarla! Posiblemente hasta lleguemos a utilizarla para referirnos a algunos de esos gobernantes, parlamentarios, políticos y comerciantes o empresarios que se han valido de esta penosa situación para sacarle provecho proselitista o comercial, con lo cual están demostrando que podrían llegar a ser tan peligrosos o dañinos como el coronavirus (con minúscula, que mayúscula no merecerán jamás). No hay duda de que actúan con auténtica virulencia.

Otras curiosidades léxicas, principalmente para quienes no somos ni de la generación milénica ni nativos digitales, son términos como virtualidad, videollamada y, tal vez la más llamativa, porque a estas anteriores ya nos habíamos acostumbrado, teletrabajo. Muchos de nosotros nunca imaginamos que “en más de la mitad del camino de la vida” —como habría dicho Dante Alighieri si tuviera que reescribir hoy La divina comedia—  viviríamos alguna vez la experiencia de coincidir  con casi cuarenta estudiantes, también cuarentenados, en una sala virtual, donde, a pesar de la alta dosis de energía que todavía estamos consumiendo en el aprendizaje de la parte tecnológica y de educación a distancia, hemos debido actuar cuales improvisados teleprofesores, huyendo de un virus químico, pero también con el temor de que otro, de naturaleza informática, invada el espacio virtual y acabe con las videoclases.

Ni satanizar el masculino “incluyente” ni sacralizar el femenino “excluido”




En este artículo desarrollaré algunas ideas sobre un tema tan controversial como atractivo: el lenguaje inclusivo. Antes requiero hacer dos aclaraciones. Primero, escribir y reflexionar sobre esto no significa asumir posiciones irreconciliables. Se trata de acercarse al tópico de manera desapasionada y sin los prejuicios con que (hombres y mujeres) pudiéramos haber sido inoculados en la casa, en la familia o en la escuela, principalmente dentro de una concepción bastante androcentrista y patriarcal en todos los aspectos. Segundo, este no es asunto de ideologías, de partidos o de falsas y acomodaticias poses, ni tampoco de feminismos extremistas o machismos exacerbados.
Se trata de interacción lingüística con las demás personas y eso es más que relevante. Quienes tenemos algún vínculo profesional con el lenguaje y/o el habla pública no podemos pasarle de lado y arrellanarnos en la normativa gramatical ortodoxa, para quedarnos acríticamente en el axioma según el cual no hay nada que ocultar en lo que gramaticalmente se denomina “masculino genérico no marcado”: el que, teóricamente, sirve para referirse a ambos géneros; por ejemplo, “aquí escriben escritores de varias generaciones” o “estamos celebrando el mes del deportista”. No es poco que las academias, las universidades y diversos organismos públicos y privados se vengan ocupando del asunto desde hace algún tiempo, aunque no siempre se logre coincidencia en cuál ha de ser la salida consensual. Continuar asumiéndolo con sorna, con rabietas inexplicables o con actitudes paródico-jocosas (postureos que implican una toma de posición) no parece lo más adecuado. No tienen ningún sentido las asunciones maniqueístas, que solo persiguen polarizar, debido a que siempre son riesgosas.
Dicho eso, inicio este acercamiento intentando una definición. Inclusivo o incluyente es aquel lenguaje que, intencionalmente o no, obvie cualquier señal que (tácita o expresamente) implique concepciones, prejuicios o estereotipias que, por su significado, puedan resultar, encubridoras, reductoras, ofensivas, discriminatorias o separatistas hacia personas, grupos, sociedades e, incluso, hacia oficios, razas, sectores geográficos, estratos sociales, formas de pensamiento, naciones o continentes.


Sobre esa base, podría esgrimirse que no siempre acertamos en la inclusión de la mujer con el masculino genérico, aunque venga de una antiquísima tradición idiomática y haya sido explicado y clarísimamente argumentado por profesionales, como lo han hecho integrantes de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Por mucho que así lo establezca una norma atávica, no siempre es incluyente, como se creyó hasta hace algún tiempo. Y no lo es porque algunas frases que lo contienen podrían resultar ambiguas para determinados grupos de oyentes o lectores/as. Dos ejemplos sencillos, para no abundar: “Debido a la severa crisis, quedan pocos científicos en Venezuela”; “Un grupo de sabios economistas debería buscar salida inmediata a la hiperinflación”.  Si las lee o escucha alguien ajeno al tema, posiblemente asuma que las expresiones pocos científicos y sabios economistas aluden tanto a caballeros como a damas. Pero podría haber quienes solo perciben en ellas la inclusión de hombres. Igual que resulta complicado que la gente no asocie términos como genio, futbolista, carnicero y chofer solo con hombres. Y, claro, quizá ello se deba a que somos parte de una cultura en la que los referentes mayoritarios a los que se aludía con esos vocablos eran hasta hace algunos años fundamentalmente caballeros (‘memoria social’). 
Si bien es verdad que a veces el contexto o la situación nos ayudan a comprender algunas expresiones, ello no ocurre siempre.  Ni la lengua en general, ni la gramática, en particular, son entidades aisladas de quien las utiliza; no son independientes de cómo pensamos. Cuando me comunico, actúo como vocero de unas premisas, valores, que son los de mi grupo social. Aunque intuitivos para la gran mayoría, los principios de un idioma constituyen un “conocimiento” que obliga a ver el mundo de una manera y no de otra. “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”, escribió magistralmente el poeta José Antonio Ramos Sucre. Lo sugería el lingüista estadounidense George Lakoff en 1987: Los marcos referenciales del lenguaje parecen invisibles, pero están detrás de nuestras concepciones, valores, cosmovisión.
Así, la discusión sobre si este recurso es a veces inclusivo o a veces excluyente está al orden del día. Hay muchas personas e instituciones interesadas en discutirlo y parece necesaria la conciliación entre dos opiniones encontradas: una sostiene que aquel es suficiente y pertinente (e intocable) cuando se hace referencia a ambos géneros; otra, que bajo el amparo gramaticalista se pretende seguir invisibilizando, ocultando, encubriendo, la existencia y el valor de lo femenino. A juzgar por lo que está ocurriendo, posiblemente, la solución más razonable será la convivencia mesurada: ni satanizar una (que no podrá ser eliminada) ni sacralizar la otra (que en algunos contextos será necesaria).

Alternativas para el uso de un lenguaje verdaderamente inclusivo.
Cualquiera que se detenga desprejuiciadamente en esta cuestión detectará que las propuestas para atenuar el carácter encubridor implícito en su uso son diversas. Van desde la clásica diferenciación léxica referida a la ocupación de cargos por las mujeres (juez/jueza, presidente/presidenta, alcalde, alcaldesa) y el llamado desdoblamiento (niños y niñas, ciudadanos y ciudadanas), pasando por posibilidades intermedias, como la coordinación de artículos (los y las funcionarias), el uso de sustantivos metonímicos (la dirección, la secretaría), la utilización de sustantivos colectivos o epicenos (el profesorado, las personas), hasta otras que, un poco más radicalmente, sugieren intervenir el sistema morfológico de la lengua y crear una nueva marca neutra incluyente. Estas últimas han sido las más controversiales y poco exitosas, por cuanto proponen crear lo que en lingüística de denomina un nuevo morfema que realmente favorezca incluir sin diferenciar. Más que conocidas son las propuestas de inserción del asterisco (diputad*s), la arroba (ministr@s), la ‘x’ (compeñerxs), el signo de igual (l=s trabajador=s) y, por supuesto, la más relevante, la ‘e’ (todes les alumnes son niñes). Se las denomina morfológicas, porque afectarían la estructura interna (formal) de las palabras y son las que mayores reticencias han ocasionado.
Otras veces se ha acudido a sustituciones que, sin perjudicar demasiado el discurso, resalten la diferencia con paréntesis —lectores(as) motivados(as)— o barras oblicuas (el/la chico/a). Del conjunto de ellas, algunas otras han sido objetadas por los especialistas. Unas veces porque causarían “ruidos” en cuanto a la transgresión del llamado principio de la economía; otras, debido a lo farragosas que pudieran resultar (todo ciudadano o ciudadana detenido o detenida, y antes de ser procesado o procesada, tiene derecho a comunicarse con su abogado o abogada a fin de ser notificado o notificada de su situación).
Con excepción de la ‘e’, el resto de las propuestas morfológicas solo “solventaría” el problema en la lengua escrita; las otras se harían oralmente impronunciables (y si no, inténtelo con este ejercicio:  lxs compañerexs delegadxs acudieron dispuestxs y complacidxs al evento). En lugar de aportar soluciones, empeorarían la situación.  Lingüísticamente, hay que decir que la opción de la ‘e’ es posiblemente la que mayor posibilidad téorica de éxito ofrece. Tendría incluso la virtud de romper con la obsesión binaria (hombre/mujer), bastante cuestionable en este tiempo.  No obstante, también precisa modificar desde fuera el sistema de la lengua, asunto que, por muy sencillo que parezca, es complicado.
 “Borrar” de la conciencia psicolingüística de una comunidad de más de 580 millones de hablantes que tiene instaurada en su memoria una regla gramatical milenaria precisa de mucho más que un decreto o de la voluntad de ciertas organizaciones. Intervienen además asuntos relacionados tradicionalmente con el poder, el prestigio y el imperio del androcentrismo: pensemos, si no, en las médicas, psicólogas y magistradas que prefieren ser referidas como la médico, la psicólogo, la magistrado, opciones en femenino que mantienen la marca de masculino (machismo femenino, lo llaman).   Otras veces, desde el propio sector de las damas, se perciben despectivas apelaciones como poetisa, bachillera, jefa, gerenta, fiscala, sargenta, gobernanta, entre otras, a pesar de que hace tiempo fueron incorporadas al Diccionario.
 Como cuerpos vivos, las lenguas cambian constantemente, pero alterarlas no depende de iniciativas individuales o de los deseos de alguna corporación o movimiento. Un idioma es patrimonio colectivo y solo ese colectivo tiene el privilegio (a veces inconsciente e intuitivo) de transformarlo. No es inalterable ni inamovible, pero el sistema de una lengua cambiará solo cuando la totalidad de sus condómines asuman esa decisión, siempre con respaldo inevitable del uso generalizado. No obstante, el masculino genérico no desaparecerá, porque sigue siendo necesario en algunos contextos. Como hemos dicho arriba, prevalecerá tal vez su convivencia con algunas fórmulas alternativas.
Posición actual de las academias
La Real Academia Española y algunas de sus correspondientes hispanoamericanas han ofrecido argumentos lingüísticos para explicar la no procedencia de determinadas sustituciones del masculino genérico y la dudosa pertinencia de algunas de ellas. Para no mencionar documentos anteriores, hay que aceptar que el informe dado a conocer este año 2020 ha sido determinante. A propósito de la solicitud de la vicepresidenta del Gobierno de España para revisar la Constitución de ese país y dar cuenta de sus contenidos sobre lenguaje inclusivo, la RAE ha formalizado desde varios puntos de vista (histórico, gramatical, semántico…) los motivos para la existencia y usos adecuados del masculino genérico. Ha admitido, además, que en determinados contextos sería razonable acudir a ciertas expresiones que faciliten la visibilidad de la mujer (femeninos de oficios, desdoblamiento razonable, desambiguación, entre las más resaltantes). Acepta también que hay expresiones verdaderamente sexistas, pero señala que se trata de “sexismo de discurso” y no de “sexismo de lengua”, más responsabilidad de quien habla o escribe que del medio a través del cual lo hace (el idioma). No niega la existencia de ciertas asimetrías que realmente reflejan creencias y valoraciones negativas, despectivas, hacia el sexo femenino (hombre público/mujer pública, zorro/zorra, solterón/solterona, hombrezuelo/mujerzuela, etc.). Con esto, abre la posibilidad de una discusión del asunto, ajena a sentimentalismos o emociones, a caprichos y a posturas extremas.
Hay que decir también que las propuestas para disminuir, atenuar o evitar las ambigüedades generadas por el uso del masculino genérico no siempre partieron de argumentos lingüísticos. Ni tampoco han circulado con la formalidad requerida. Como viéramos antes, eso mismo ha hecho proliferar tantas propuestas que a veces conducen a la confusión y, tal vez sin mucha conciencia, se hace uso de unas y otras indistintamente, sin criterio de adecuación, incluso por parte de instituciones públicas y privadas. Y ello a su vez genera supuestas salidas burlonas, a veces motivadas por la ignorancia o una supuesta omnisapiencia; otras, por la candidez o la repetición automática.
 Dejando de lado el detalle de no haber logrado hasta ahora una vía homogénea y coherente, en cuanto a la defensa orgánica y bien documentada de fórmulas inclusivas, así como hemos aludido al informe de la RAE, también podríamos referir tres importantes libros dedicados a argumentar seriamente sobre los supuestos significados detrás del llamado masculino genérico. Sus títulos hablan por sí solos: Género gramatical y discurso sexista (María Márquez, 2013. Madrid: Síntesis), Lengua y género (Mercedes Bengoechea, 2015. Madrid: Síntesis) Ni por favor ni por favora. Cómo hablar en lenguaje inclusivo sin que se note demasiado (María Martín, 2019. Madrid: Catarata). Todos dedican sus páginas a contrargumentar y a discutir los criterios académicos. Los dos primeros posiblemente sean todavía los más exhaustivos en torno a algunas inequidades en el uso de dicho recurso. Más allá de sus atractivas observaciones y ejemplos, el de María Martín tiene la particularidad de demostrar que se puede desarrollar un volumen de 125 páginas utilizando medios sustitutivos sin caer en excesos, en expresiones cacofónicas o en repeticiones farragosas, lo mismo que hemos intentado en este artículo.
Ya para cerrar, esperamos dejar claro que, aunque posible, el reemplazo de la fórmula inclusiva ortodoxa no será tan sencillo ni tan rápido como se quisiera. Primero, porque, si procede, debería partir de la escuela y de políticas de planificación lingüística coherentes. Segundo, no hay todavía consenso social para que ese cambio ocurra. Nos guste o no, la totalidad de personas que hablamos español lo llevamos instaurado en nuestra competencia lingüística (incluidas las personas que lo critican negativamente). Esto implica que no será fácil erradicarlo de un plumazo y desterrar su uso de un día para otro, porque pertenece al sistema de la lengua. Pero igualmente las formas inclusivas reemplazantes son ya cotidianas. Además de aparecer en múltiples documentos de diferentes formatos (artículos, libros, series de TV, etc.), en países como Argentina y España, hay niños que ya utilizan algunas opciones sustitutivas con una fluidez asombrosa.  Es decir, los usos alternativos están en el ambiente y alguna consecuencia habrán de traer; principalmente, una vez que el tiempo decante la proliferación de soluciones y se opte por las más adecuadas.
 Finalmente, se requiere aceptar que, aparte del componente léxico, los sistemas lingüísticos son rígidos, cerrados, y su transformación requiere tiempo. No son, sin embargo, inexpugnables ni petrificados para la eternidad. De otro modo, este texto estaría circulando en protoindoeuropeo o, por lo menos, en latín.
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 Publicado originalmente en Papel Literario, Caracas, 31-03-2020

LÉXICO DE LA PROTESTA CHILENA




Más allá de lo nefastas y perjudiciales que puedan resultar, las crisis sociales y políticas suelen implicar también miradas diferentes y revitalizaciones en muchos aspectos. Uno de ellos es el lingüístico. Florecen de nuevo y se vuelven parte del lenguaje cotidiano vocablos y/o expresiones cuyo nivel de frecuencia de uso es muy inferior en épocas más rutinarias. En este sentido, mucho léxico ha resurgido con fuerza en este tiempo de convulsión social chilena (entre octubre y diciembre de 2019). Quisiéramos mencionarlo, recogerlo, agruparlo todo, pero aquí el espacio disponible no lo permite. Veamos apenas algunas de esas palabras que desde el pasado 18 de octubre son inevitables en la conversación diaria, en los medios, en las redes y en los múltiples letreros que leemos en las calles.  No es que antes no las mencionáramos; es que ahora aparecen cada día en cualquier evento comunicativo.

Balín. Se llama así a un pequeño proyectil esférico disparado con una escopeta de aire comprimido. También es conocido como perdigón, pero este último suele ser de plomo. El que podría recibir cualquier manifestante, por muy pacífico que sea, es conocido en el léxico técnico policial como “herramienta no letal antidisturbio”. Solo hay que haber recibido alguna vez uno de ellos para darse cuenta de que, si fuera cierto que son de goma, deben ser de goma “aplomada”. Y lo de “no letal”, depende, principalmente si, a consecuencia del impacto, pierdes la vista u otro órgano.

Carabinero/a. En el Diccionario de Americanismos (2010), se registra como voz del español americano, utilizada en Colombia, Bolivia y Chile. Genéricamente, alude a cuerpos de policía encargados de resguardar el orden público y se les relaciona con el tipo de armamento que, teóricamente, portan, la carabina. También se registra para Chile el uso de carabitate, como voz popular y festiva, quizás sinónimo de paco o paquito. En cuanto a países no hispanohablantes, son más que conocidos los temibles carabinieri italianos. Alguna información de prensa mexicana ha hecho ver que hay un proyecto de creación de una fuerza que se denominará Carabineros de México, inspirada en los de Italia, y, por qué no, rememorando un conocido corrido de la revolución mexicana, Carabina 30 30, popularizada en Chile por el grupo folclórico Quilapayún.  Una curiosidad final relacionada con este vocablo es una copla mencionada por el folclorista y bibliógrafo chileno Ramón A. Laval (1862-1929), en su libro Del Latín en el Folklore Chileno (1910): Levántate sancte meus / Siéntate en tu potestate / Ponéte tus childos mildos / También tus carabitates / Véritas y veritates.  Según el autor los childos nildos aluden a los calcetines, pero de carabitates no asegura que se refiera a los zapatos, como alguien le comentara. Lo que sí parece obvio es que, en esos versos, carabitates no aludía a los uniformados a quienes tanto vemos en la calle en este tiempo, porque para ese momento no existían; se crearon en 1927. Lo que sí hemos visto en la tele es que algunos carabitates tienen mucho dominio de sus botas cuando reducen a algunos manifestantes en el piso.  Misterios de la etimología.

Paco/a.  Relacionada con el concepto de carabinero/a, no hay duda de que, independientemente de su muy discutida etimología, el uso del vocablo paco se ha multiplicado actualmente, y no para bendecirlos o agradecerles. Podría decirse que se ha extendido por buena parte de Hispanoamérica para designar despectivamente a los oficiales de policía. No obstante, son tan “admirados” que, además, varios países los han bautizado con denominaciones populares como para un estudio léxico amplísimo: botones, cerdo, chapa, chepo, chonte, chota, guindilla, jura, madero, pasma, picoleto, pitufo, tira, tombo, verde, yuta, etc. En algunos lugares, varios de esos apelativos aluden más a la institución que a los individuos; por ejemplo, pasma, yuta, chota, jara, tira. De lo que no hay duda es de que, sea corporativa o individualmente, siempre se usan despectivamente y, no importa cómo se llamen oficial o popularmente, al menos en Latinoamérica, los cuerpos de policía gozan de muy escaso aprecio social, principalmente cuando hay protestas. No en vano, en estos días aparecen letreros que los recuerdan en diversos muros de la ciudad: paco bastardo, paco jalero, paco milico y, por supuesto, no podía faltar el más festivo, en lenguaje inclusivo, pacx qlx… El trato despectivo chileno se extiende incluso a los vehículos en los que se movilizan: guanaco, zorrillo, micro verde, entre otros.

Guanaco. Si del guanaco-animal se dice que es de los pocos animales capaces de consumir agua salada y expeler largos escupitajos, del guanaco-vehículo destaca el rechazo que despierta entre los manifestantes, debido a que su “saliva” es picante y aderezada con otros desconocidos ingredientes nada benignos que, incluso, suelen generar alergias en la piel. Casi resulta un eufemismo decirle formalmente ‘carro lanza agua’. Mejor quedaría nominarlo ‘agua-naco repelente’.

Zorrillo. Vehículo lanza gases cuya designación proviene de su “semejanza” con el animal del mismo nombre (también conocido como mapurite, mofeta o chingue). Ambos expelen gases. Los del zorrillo-animal provienen de sus glándulas anales y la fetidez es tanta que suele alejar a cualquiera que intente acercarse; los del zorrillo-vehículo proceden de una cisterna o balón, pero cumplen el mismo papel del anterior. Por muy pacífico que sea, no debe haber manifestante que no haya tenido alguna ingrata experiencia con el zorrillo-vehículo. Con el otro, no lo sabemos.
Gasear. Verbo que se utiliza como sinónimo de ‘gasificar’. El Diccionario de la lengua española es muy claro al definirlo: “someter [a la gente que protesta] a la acción de gases asfixiantes, tóxicos, lacrimógenos, etc.” Es decir, alude a la sustancia que arroja el zorrillo-vehículo, no importa si en forma global, desde una cisterna, o en “pequeñas dosis” como las contenidas en las bombas lacrimógenas disparadas con una escopeta.

Lacrimógena. Se trata de un adjetivo que algunas veces se usa como nombre (lanzaron varias lacrimógenas).  Etimológicamente proviene de la forma latina lacrĭma. Aunque se escucha mucho e incluso se lee en algunos diarios, no es adecuada la forma *lagrimógena (con ‘g’). Nadie duda de que sacan lágrimas (y no precisamente de cocodrilo), pero no por ello debe asociarse fonéticamente con ‘lagrimeo’.

La lista es más extensa, por supuesto, pero se agota el espacio.

ESA ESCUELA QUE ES LA HISTORIA




Comenzaré con un hermoso lugar común que alguna vez escuché a mi maestra de vida, la tía Eloína: la historia es el alma de una nación. Posiblemente no haya sido muy original al decirlo, pero en todo caso me lo manifestó como una lección definitiva. Conocer la historia de tu país, de tu región, de tu ciudad, de tu barrio implica conocerse uno mismo, saber de dónde vengo, dónde estoy y hacia dónde voy. Incluso, alguna vez la propia historia, o como diría don Miguel de Unamuno, la intrahistoria, esa pequeña parcela de hechos cotidianos que no parecen históricos, pero lo son, nos da señales de que algo negativo podría llegar y hacemos caso omiso de tales advertencias. Si no, veamos la Venezuela de hace 30 años —fuerte, vigorosa, plena de salud, pero ya con ciertos amagos sobre lo que devendría si no se atendían algunos asuntos urgentes— y el desastre en que ese país ha devenido desde principios de este siglo.

En la historia patria no están solo los grandes héroes y las heroínas (que, por supuesto, lo merecen si de verdad actuaron como tales); también ocupan un espacio fundamental las costumbres, las creencias, los valores que hemos heredado o en los cuales nos hemos formado.

La historia de un país son los hábitos, los ancestros, las formas de ser y actuar, los fallos y los aciertos. Muestra el camino a seguir, ofrece alternativas para la enmienda. No hay lugar sin historia, aunque algunas veces existan quienes deciden borrarla de un plumazo y convertirla en algo circunstancial (como ha ocurrido precisamente en Venezuela). Ninguna historia de ninguna parte comienza ni termina con nosotros, por mucho que a veces creamos que es así. Hacerse de esa idea no pasa de ser un gesto de vanidad que solo es útil para alimentar la egoteca de quien se lo cree.  La historia es una escuela, un modelo de vida, una manera de ser, un cúmulo de riqueza que se da la mano con el sentido de pertenencia a un espacio determinado.

No puede borrarse la historia por mucho que se desee. No es posible evadirse ni de lo malo ni de lo bueno de ella. Lo negativo de la historia es sencillamente una advertencia para corregir gazapos, desaciertos, metidas de pata que no debieron ocurrir. Implica convertir los infortunios en lecciones positivas, aprovecharlos para no repetirlos. No eliges la historia; no te pertenece, es ella quien te elige a ti, te integra, te incorpora a su devenir, te hace ser. Como ocurre con el idioma o los idiomas nativos que hablamos desde niños. No somos dueños individuales ni de la historia ni de la lengua o lenguas que nos han legado nuestros ascendientes. Igual que no podemos levantarnos un día y decretar no hay más idioma, tampoco tenemos el privilegio de decidir no hay más historia, hasta aquí llegó. Aunque se trata de dos senderos aparentemente distintos, ambos, historia e idioma(s) están en nuestra genética cultural; determinan nuestro ser de hoy, aquí. Y, claro, el idioma es parte sustancial de la historia de los pueblos. Tenía razón mi tía Eloína. Si el idioma es el alma del pensamiento, como han demostrado los grandes lingüistas, la historia es la vestimenta de la identidad.