lunes, agosto 17, 2015

GITANA REBELIÓN LINGÜÍSTICA



Desde el año pasado circula por la Internet un video en el que, a través de un grupo de niños españoles,  se reclama abiertamente la inclusión de una de las acepciones de la palabra “gitano” en el Diccionario de la lengua española (DILE).  La producción y difusión del material proviene del Consejo Estatal del Pueblo Gitano de España. Concretamente, la queja alude a la acepción de gitano como “trapacero” (tramposo, tracalero). De allí que en Youtube el titular del mismo sea mucho más directo: “No somostrapaceros”. Y cierra con un impactante juicio: “Una definición discriminatoria genera discriminación”.

Dudo hoy acerca de este hecho porque dos amigos me han escrito para preguntarme si estoy de acuerdo o no con que en el DILE aparezca ese tipo de definiciones. Y, casi como cualquier ministro o funcionario público, les he respondido que ni lo uno ni lo otro. Tampoco todo lo contrario.

Para mi tía Eloína, no todo está claro ni en el DILE ni en el documental. Lo primero que se podría decir es que, como en cualquier grupo humano, debe haber gitanos estafadores y otros generosos, oferentes, honestos, gordos, flacos, blancos, morenos, etc. No obstante, el hecho de que aparezcan solo niños haciendo el reclamo pudiera ser también interpretado cual sugerencia que busca mostrarlos como destinatarios directos de la ofensa. Obviamente no es así. Las definiciones de un diccionario no apuntan hacia nadie en particular.

Aclaremos primero un asunto fundamental: la acepción de marras aparece en el volumen publicado en papel (2014), mas no todavía en su versión digital. Y además se sabe que nada evitará que, si lo hubiere, algún gitano pícaro deje de serlo porque todas las asociaciones con “tracalero” se supriman del diccionario. Las palabras y sus significados surgen como producto de la realidad y también suelen desaparecer cuando la referencia que las ha originado se extingue.

Por otra parte, tanto en España como en América, deben existir diversos términos referentes a gentilicios que, igual que gitano, aluden a significados despectivos. Aunque no aparezcan en el DILE, digamos, por ejemplo, colombiche (colombiano) y sureño (pandillero hispano del sur de California, USA), o el caso nuestro de “gocho”, una de cuyas acepciones en el Diccionario de venezolanismos (1983) es “torpe, bruto” (significado despectivo que, por cierto, ha comenzado a derivar hacia otro mucho más positivo: “valiente, aguerrido”).

Se ha repetido bastante que la orientación actual del DILE no es difundir voces o acepciones para que se impongan. Según hemos escuchado y leído declaraciones de notables académicos españoles e hispanoamericanos, el DILE actual registra solo  usos. Palabras rigurosamente documentadas tanto en la lengua oral como en la lengua escrita.
Y son muchos los vocablos que tienen acepciones negativas, positivas, neutrales o de otra naturaleza. Pero, es verdad, si bien la definición de una palabra no genera necesariamente una situación similar, sí podría contribuir a mantenerla.


Si juzgamos el asunto sin apasionamiento, pareciera que el Consejo Estatal del Pueblo Gitano tiene alguna razón. Primero, porque “trapacero” no aparece marcada en el DILE como acepción despectiva de gitano. Segundo, todavía se conserva una definición equivalente: “gitano, a: 4. adj. coloq.: que estafa u obra con engaño”. Tercero, lo más importante: si la orientación actual del diccionario académico es registrar palabras de uso comprobado, mi tía Eloína se pregunta por qué motivo en la edición más reciente sí se ha eliminado la acepción de  “gallego” que, en varios países americanos todavía remite a “falto de entendimiento”. Ha sobrevivido solo la referencia a “tonto”, atribuida exclusivamente al español costarricense. Sin embargo, también han permanecido otras palabras que pudieran discutirse. Como simple botón de muestra: “sudaca”, sinónimo despectivo de “suramericano” que, entre otras,  alude a una condición de desprecio y mala fama. En conclusión, lo que es bueno para algunos debería igualmente serlo para otros gentilicios despectivos. O todos o ninguno.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (12 de julio de 2015)
Imagen: del video "No somos trapaceros" (Youtube)
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"BIZARRO" COMERCIO INFORMAL



Es muy alto. Altísimo. Mientras percibe que estoy absorto mirando con curiosidad aquel inusual tamaño para un buhonero, alguien bromea a mi lado y  lanza al vuelo una explicación que asume que estoy buscando:

—Le dicen el hombre garrocha —acota—, era jugador de básquet pero parece que ya la pelota no está para bollo.

Sonrío, aunque no es solo la estatura lo que me  ha detenido en el lugar. Por alguna razón quizás vinculada con su juventud, mi tía Eloína me enseñó que el oficio de eso que los “terconomistas” llaman “comerciante informal” es usualmente desempeñado por personas bajitas, contextura deprimida y cara de pocos amigos. Naturalmente que eso no es verdad. Un prejuicio que ignoro de dónde le viene. Evidencia a la vista.

Este al que me estoy refiriendo luce más bien como un extravagante  gentleman. Va vestido de escandaloso traje deportivo azul añil y rojo granate. Además de la descomunal altura, sus movimientos ofrecen la impresión de que busca aparentar tanto garbo como Greta. Porta una gorra azul, con el logo en blanco de los Yankees de Nueva York. Tiene sobre la mesa una maqueta de cartón que simula un dispositivo de captahuellas, idéntico a los que ahora el gobierno ha impuesto en los supermercados del Estado. Lo acompaña con un letrerito que no deja de ser humorístico: “Aquí no se captan huellas, se capturan clientes”.


Cuando sale de la parte de atrás de la mesa en la que exhibe la mercancía, me percato de que su elegancia sigue en juego. Pies calzados con sandalias y unas muy visibles y gruesas medias de color blanco.  Así va el caballero.

El mismo entrometido de antes me ha susurrado que el sujeto además es mago. Porque, según se cuenta, es capaz de convertir un galón en diez litros o más. Se refiere al  lavaplatos que expende, supuestamente mezclado con agua. También tiene dotes de publicista, pienso: “Lavaplatos y lavatodo” dice el eslogan que ha colocado a sus frascos reciclados.

Al pie de los pequeños empaques de toallas sanitarias hay otra broma escrita, de muy mala hostia pero también muy curiosa: “Llévelas, son duraderas, lavables y  reusables. También hay al detal”. Mejor aclarar que, además de muy alto, es anchilargo, como las gandolas: calculo su peso en unos ciento cuarenta kilos, de los cuales por lo menos un tercio reposan en su amplia espalda y sus gruesos brazos. Un golpe con su puño podría ser peor que una pisada de elefante. Ni pensar en acusarlo de bachaquero o reclamarle algo acerca de su oficio.

El renglón de la pequeña sección de farmacia es imperdible: “Combata la guerra económica. Medicinas vencidas a mitad de precio.”

Lentes oscuros pa que no sepan qué está mirando, como Pedro Navaja. Sonrisa abierta. Oigo por primera vez su voz atiplada voz de tenorino que jamás habría asociado con su voluminoso cuerpo:

—Señora, lo que quiera, no necesita el terminal de su cédula para comprar.  Aquí sí hay democracia participativa y protagónica, tengo también desmanchador de pañales desechables.
Su timbre gazmoño, su articulación sobreactuada, me recuerda al cantante puertorriqueño Odilio González, ese al que apodan el Jibarito de Lares.

El mesón, de unos dos metros de largo, está debajo de uno de los puentes que, en el sureste de Caracas, atraviesan el caraqueñísimo y ocre río Guaire. Parece realmente un supermercado en miniatura. Solo que tiene todos los productos en un solo anaquel. Eso sí, ordenaditos, con sus “precios injustos” y la explicación de lo que es cada cosa. “Llévelo ahorita, le dice al cliente potencial que ha preguntado por el costo de un improvisado envase de aceite de oliva, mañana será más caro si hoy sube dolartudei.”


Vuelve aquella mole humana  a colocarse detrás de su mostrador. Yo sigo mi camino y recuerdo aquel globo terráqueo cuadrado de las historietas de Superman: mundo “bizarro” se llamaba. Bizarro-a es vocablo que, según el Diccionario de la lengua española (DILE)  significa “valiente, aguerrido” y también “generoso”, pero  del que, les guste o no a los puristas del idioma, habremos de aceptar alguna vez una nueva acepción: extraño, retorcido, o por lo menos extravagante. No habría mejor palabra para explicar algunas escenas  buhoneriles de estos tiempos venezolanos.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (5 de julio de 2015)
Caricatura: Rodolfo Linares
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PERIODISMO DE DEDOS Y PERIODISMO DIGITAL


El 27 de junio  se celebra el día del periodista y mi tía Eloína me ha pedido hacer llegar sus parabienes a quienes ha correspondido ejercer la tarea de procesar y difundir la información en estos convulsos días venezolanos. No es soplar y hacer botellas ser periodista en un mundo en el que no hemos asimilado bien una noticia, cuando ya debemos montarnos sobre la otra. Mucho menos cómodo lo es cuando la labor periodística de este tiempo viene aderezada por  esa nueva misteriosa y enigmática variable que se llama Internet. Informarse hoy, digerir los hechos y divulgarlos sin el apoyo de la Red acarrea el riesgo de recibir como nuevo algo que ya puede haber envejecido.

Desconoce mi parienta cuántas universidades nuestras donde se ofrece la carrera de Comunicación Social se han percatado de que el periodismo contemporáneo está montado en una barca en la que el supuesto inventor de la imprenta de tipos móviles (Johannes Gutenberg) ya no es necesariamente el patriarca.  Cada vez que piensa en ello, viene a su memoria la anécdota del estudiante que  alguna vez le relató que todavía hay universidades en las  que la mecanografía  se asume como parte de los aprendizajes necesarios para un futuro reportero. Ese mismo joven contaba que una de sus profesoras le aclaraba la necesidad de tal destreza con el argumento de que si alguno de ellos llegare a ser «corresponsal de guerra», se vería obligado a regresar a ese viejo recurso de la mecanografía clásica para enviar sus reportes. «Periodismo de dedos», lo llama mi parienta, diferente al periodismo digital de esta contemporaneidad.

No basta una excusa como esa para justificar los pírricos y cada vez más restringidos presupuestos de nuestras universidades públicas. Casi lo mismo que recomendarle a un aspirante a fablistán acudir al teléfono de vasito con que jugábamos en la infancia,  si por alguna razón le fallara su sofisticado equipo de la actualidad.  El periodismo actual es un ángel que vuela a la velocidad de la luz. La Web y las redes sociales ofrecen márgenes temporales muy reducidos para que algún reportero se dé el tupé de «madurar» demasiado lo que quiere transmitir. Tiene que hacerlo, sí, pero de forma rápida y eficaz, aglutinando además  tres factores ineludibles: equilibrio, ética y veracidad. Nada menos.  Lo dicen Jean-Francois Fogel y Bruno Patiño en su magnífico libro La prensa sin Gutenberg. El periodismo en la era digital (2007): «La prensa bajo el régimen de Internet no ha iniciado un nuevo capítulo de su historia, sino más bien otra historia».

Ya no se hace «diarismo» para una localidad, para un país, ni siquiera para un continente. Por muy nimios o poco relevantes que puedan parecer, la noticia, el reportaje e incluso la columna de prensa se escriben para el planeta. Ni siquiera las barreras lingüísticas son ya una traba para que la información circule a una velocidad inexplicable hace dos décadas. Los instantáneos traductores virtuales han acabado también con ese mito. Según Eloína (que no es comunicadora de carrera sino a la carrera), cualquier periodista —o persona que aspire a serlo en esta época— debería estar atento no solo a lo que está ocurriendo en el mundo de la comunicación sino también a lo que  viene.


Ha sido tan impactante la irrupción del ciberespacio y de las redes, que un humilde ciudadano podría tener hoy  la oportunidad de ofrecer lo que en el gremio se denomina un «tubazo» (una primicia). Lo contrario también es mucho más que posible: cuando un profesional del área cree ser el primero en ayudarnos a digerir alguna supuesta novedad, pues si espera demasiado, la misma puede convertírsele en «caliche» (noticia repetida o poco relevante). Un sagaz bloguero es capaz de derrumbar la aspiración de alguien al Premio Pulitzer. Un tuitero atento tiene la opción de hacer sacudirse de rabia a una jefa de redacción o editora de un periódico. Y cualquiera que esté armado con un buen celular podría ofrecernos una fotografía o un video antológicos. Si aspiran a ponerse a tono con la era de la virtualidad, las instituciones que ofrecen la carrera deben estar atentas a que el periodismo digital tiene alas de alto y muy rápido vuelo. También quienes ya la ejercen habrán de tomarlo en cuenta. Estar mosca, ponerse pilas, ser los primeros en la fila al momento de verificar la noticia. Sobre todo, si desean sobrevivir en el terreno de una profesión que ahora, gracias a la Red, implica mucho más que un título.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (28 de junio de 2015)
Imagen: Google Images
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DE BOLERO QUE SÍ


Algo tiene ese género musical llamado bolero que se resiste a la extinción. Cuando  creemos que se le ha pasado su tiempo, reaparece con mayores bríos. Es el Ave Fénix de la música popular. Suele asociársele principalmente con el desengaño amoroso, pero los hay para todos los gustos y tipos de sentimientos. Cada persona, cada grupo social, cada generación, cada época ha tenido o tiene el suyo. Existe hasta un curioso Bolero de Internet, del grupo Les Luthiers: «Te conocí por Internet estando en yahoo / entré en el chat y fue tu nick el que me atrajo / mandé un privado por el ciberespacio / y navegando encontré tu desparpajo…».
 Para respetar el espacio disponible, solo voy a referirme aquí al bolero arrabalero, ese que nos pone a arrastrarnos o a babear detrás de la pareja amada, cuando no a despotricar. 
Es casi una premisa de vida que hayamos pasado por alguna situación similar a la descrita en algún bolero. Tantos existen que cada cual puede buscar el que más se ajuste a su situación particular.  Mi ocurrente tía Eloína cuenta que —en su ya lejanísima y casi invisible juventud— vivió más de un vil desengaño con el bolero Cenizas (del compositor mexicano Manuel Wello Rivas). Recuerda ella que frecuentemente alguno de sus maridos ocasionales decidía marcharse a un puerto supuestamente más apetecible. Luego regresaban arrepentidos con el cuento de que se habían equivocado y le solicitaban llorosos el «reenganche». Ella buscaba fuerzas en su maltrecha egoteca y después les asestaba el golpe de gracia en tono bolerístico:
—Has vuelto a verme para que yo sepa de tu desventura —les decía—, pero solo cenizas hallarás de todo lo que fue mi amor.
Hombres y mujeres reaccionamos de modo diferente ante el drama descrito en un bolero. Cuando la historia alude al mensaje de un caballero para una dama, suele ser menos directo y dar más rodeos para hacer el reclamo sin lastimar demasiado a la destinataria. Por ejemplo, el varón traicionado, vejado o abandonado, muy pocas veces apelará a la aludida como «puta» o «prostituta». A lo que más puede llegar es a llamarla  pérfida, ingrata o perversa. Quizás llegue a decirle traidora, cuando no confundida o equivocada. 
Y, más que eso, el sujeto masculino casi siempre libera a la ofensora de culpa y termina echándosela él mismo («soy culpable de tu ausencia, cariño mío…») o hasta pidiendo perdón, incluso cuando le han instalado la cornamenta («…que otro amor encontraste, yo lo comprendo»). Son múltiples las letras en las que es el hombre el que pide clemencia, se arrodilla, suplica, implora, llora y hasta llega a decir o pensar «la prefiero compartida». Lo contrario es menos frecuente. La hembra de bolero suele ser más castigadora.
Quizás haga falta un sindicato de compositores masculinos que se dedique a dar la vuelta a esta costumbre musical en la que por lo general somos culpables o sospechosos. Un gremio de despechados que, por ejemplo, como primera acción, emprenda una protesta universal contra la cantante Paquita la del Barrio, intérprete de una curiosa pieza intitulada Rata de dos patas. Su descaro y su desvergüenza han sido tales que, ante la caballerosidad implícita en buena parte de las letras que los varones han pergeñado para hacer reclamos a las damas, ella se ha dejado de medias tintas y, sin hipocresía ni falsas poses eufemísticas, ha decidido descargarnos como sigue:
Rata inmunda, animal rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del infierno, maldita sabandija... Alimaña, culebra ponzoñosa, desecho de la vida… Maldita sanguijuela, maldita cucaracha, que infectas donde pisas, que hieres y que matas…
Omito el resto para evitar disgustos mayores a los ofendidos. Pero exijo que en futuras composiciones dejemos la quejadera, que desechemos el tono lastimero y  «meaculposo» de las viejas letras y emprendamos desde ya una contundente y muy macha  respuesta ante tal osadía femenina.
P.S.  Muy entre nosotros, dilectos y maltratados lectores, solicito que lo hagan otros porque, aun con lo que nos ha dicho, como bolerista, Paquita la del Barrio es una de mis mayores debilidades, aunque me dé hasta con el tobo. Esa que he mencionado es — cómo negarlo— una de mis letras preferidas. 
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (21 de junio de 2015)
Fotografía: Cheo Hurtado, excelente bolerista venezolano.
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BIBLIOCHOROS Y PRECIOS DE LIBROS



El ancho y nada ajeno mundo de los lectores y admiradores de Gabriel García Márquez fue sorprendido hace algunos meses con la noticia sobre la desaparición de un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, nada menos que firmada por su autor. Hubo, por supuesto, las alharacas usuales en tales casos y  las críticas a la (in)seguridad de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO, 2015, en la que era exhibida la obra). Llegamos hasta a suponer las lágrimas del propietario de aquella maravilla, quien gentil y orgullosamente la había prestado para que fuera exhibida durante el evento. Obviamente, no se trata de un libro cualquiera, ni en valor sentimental ni en costo monetario.  Pero, gracias a las pesquisas de la policía y al miedo o pericia  de quien  había cometido el desaguisado,  el ejemplar fue rescatado de una tienda de antigüedades.

Como no soy policía, político ni sacerdote, pienso de buena fe: alguien lo tomó, lo leyó, lo disfrutó y decidió devolverlo.

Según mi aguda tía Eloína este tipo de acontecimientos tiene un doble y paradójico rostro. Primero,  el de las recriminaciones de los bibliófilos subastadores que ven en el asunto un crimen de lesa literatura. El objeto timado debe costar una boloña y parte de la siguiente.  Segundo, el regocijo de los literadictos que suponen que el ladrón apenas deseaba vivir el acto mágico de poder leer al Gabo en su edición original. Mi parienta está del lado de estos últimos:

                —Con lo caros que están, robarse un libro  no es como para meter preso a alguien —me ha repetido más de una vez—, censurable sería si no lo quiere para leerlo.

Nada indica que no fuera el segundo motivo lo que originó aquella osadía de atreverse a tomar de la vitrina un volumen que era mostrado como si del Santo Grial se tratara. Asumiendo el rol de abogado del Diablo, me he imaginado  el regusto y la boca hecha agua de aquel o aquella  que, motivado-a por su amor a la lectura, osó emprender el secuestro y decidió tomar prestada la joya por unas cuantas horas.

Entre quienes por cualquier motivo hemos sido adictos a la lectura, hay muchas historias relacionadas con el hecho de hurtar algún volumen en una librería. En mis tiempos de la UCV, tuve una compañera (hoy dedicada a la música) que no solo se apropiaba de las últimas novedades, sino que (para purgar las culpas, supongo,)  una vez que las había leído,  se daba el lujo de devolverlas a su lugar de origen.  Más de una vez debe haber sorprendido a los dependientes o dueños  con aquel misterio de libros desaparecidos-aparecidos. Hará unos dos años que el escritor español  Javier Marías (uno de nuestros Premios Rómulo Gallegos) defenestraba en un artículo de los bibliotimadores de la red. Decía que con cada ejemplar electrónico  suyo mal habido mediante la vía cibernética le restaban algunos centavos de sus honorarios. En un texto intitulado «Las bandas de la banda ancha» se lamentaba de que lo «esquilmaran a lo bestia». Y esto, obviamente, es harina de un costal distinto, pero habría que verlo con mejores ojos. Robarse un libro para comerciar con él no es lo mismo que hacerlo para tener acceso a sus contenidos. En el caso de los ciberhurtos, más bien pareciera que la gente se apropia de las lecturas con objetivos más nobles que la trapacería de mercadearlos.

Como escritor, me da la impresión de que desde hace tiempo hemos comenzado a deambular por la ruta de tener que acostumbrarnos a que los demás nos lean sin tener que pagarnos por ello. Es un problema, es cierto. Es una deformación mercadotécnica, sin duda. No obstante, a lo mejor  la indetenible contingencia inflacionaria está obligando a ciertos lectores  a regresar a aquellos tiempos en que para acercarnos a la escritura de alguien no teníamos más que disponernos a escucharlo.  En el legendario libro Las mil y una noches, Sherezade no le cobraba al sultán para que oyera  sus cuentos. Lo seducía con historias a fin de evitar que pensara en seguir asesinando a sus damas de compañía. Y «escuchar» en esta época, puede significar, navegar por la Internet hasta atracar en puertos donde leer no implique sacrificar el estómago.  Eso de convertir la creación literaria  en mercancía nació con la modernidad. Y así como los ríos emprenden la búsqueda de sus antiguos cauces —robados por el hombre en pro del progreso—, a lo mejor  las lecciones de algunos  románticos bibliochoros nos están indicando que también la literatura está buscando aquellos ancestros para los cuales  escribir y leer era más un placer que un altísimo precio de venta al público. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de junio de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto, de Google Images
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