lunes, enero 06, 2014

AFERRARSE A LA VID




Para Rubén Álvarez y Tahís Niño, consecuentes amigos y abstemios eneriles


En medios oficiales y privados de Venezuela ―básicamente entre noviembre y diciembre del año que ya cerró―,  circuló con mucha fuerza el vocablo hidratar más algunos ramalazos semánticos derivados del mismo: hidratos etílicos, hidratadera, hidrucción, hidridación. Hasta llegar finalmente a un nuevo concepto de hidratación. Este último es el eufemismo  más usual de este tiempo para referirse al consumo de bebidas espirituosas. Resulta que por alguna disposición celestial que mi parienta y yo desconocemos, parece censurable hablar ahora de brindis, refrigerios húmedos, hartazón de alcohol, bebedera de caña, ingesta de etanol,  expresiones que antaño se usaron para invitar a los concurrentes a algún evento o reunión a «refrescarse» en los intermedios o cierres. A ello se alude actualmente como presunto lapso de hidratación para los invitados. Ya no se consumen bebidas alcohólicas en las reuniones sociales o celebraciones venezolanas de cualquier naturaleza, ahora simplemente se alude a «hidratar» el cuerpo.

Aparte de ello,  enero parece ser para algunos el mes oficial de la «deshidratación». Treinta y un días durante los cuales algunos mortales se autoimponen la penitencia de no consumir ni un mililitro cúbico de cualquier bebida que huela a etanol. Y mucho menos ahora que los «jugos de uva», la «merengada escocesa», el «zumo de cebada» y el «ron perigñón» se han vuelto tan incomprables como la leche, la harina de maíz y el papel higiénico. Bromeaba yo hace poco con uno de mis más caros amigos, ocupante de un cargo público, y casi le imploraba que intercediera para que se ponga en marcha una especie de  “misión etanol” cuyo lema principal sea “¡beberemos y venceremos!”.

La misma conversación nos llevó al infaltable tema de los supuestos “conocedores” de lo que beben. Esos señores y señoras capaces no solo de detectar las virtudes o defectos de la «popular bebida escocesa» apenas se ponen una gota en sus papilas, sino también de saber si se trata de una botella «puyada» o falseada de cualquier otro modo. Yo particularmente los admiro y los envidio por sus habilidades para reconocer ―sin haber visto la etiqueta o la botella― la marca de lo que están degustando. Tan sagaces son con la lengua que en teoría hasta se dan el lujo de distinguir si se trata de un bebedizo nacional (hecho en Cabudare, por ejemplo) o importado (de las montañas del norte del Reino Unido). En fin, a veces nos resultan ridículos-las pero no dejan de divertirnos con las demostraciones de experticia de que hacen gala durante las celebraciones. Se jactan de saber distinguir entre un vulgar vaso de güisqui (nacional, por eso la grafía) y un trago de genuino whiskey escocés (importado). Por lo menos con el primer y segundo trago así parece. Después del tercero les sirves gasolina de 91 octanos y ya son capaces de atribuirle las virtudes de esa categoría que el saber popular venezolano categoriza como “mayor de edad” (para referirse al escocés de 18 años en adelante).

Nada diferente de la situación de los sommeliers domésticos de cualquier país. Los expertos en vinos. Esas personas pretenciosas, pedantonas y sabihondísimas que se dan el lujo de hacerte sentir un monotrema o un platelminto al hablarte de cosechas, categorías de uvas, añadas, mezclas, taninos, cepas y otras menudencias vitivinícolas, sin pestañear ni tener confusiones articulatorias. No vacilan. Se ven seguros, exactos y correctos, como profesores de Matemática o Física. Es graciosísimo observar el modo en que hacen girar la copa para «airear» el líquido, huelen, rehuelen y olisquean; acercan la narizota al tinto como si de un inhalador nasal se tratase (lo «naricean» dice mi tía) y finalmente suspiran y dicen ¡aaahhh! (si todo es positivo) o emiten un pujidito agringado, ¡outch! (si el ejercicio les ha resultado desagradable). Entre lo más resaltante que le ha ocurrido a mi parienta en tales situaciones no ha olvidado el caso del experto cobero que intentaba convencerla de que los sabores «afrutados» de los vinos se deben a que, durante la fermentación, se agregan trozos de frutas a los barriles. Otra doña,  supuestamente educada en Francia, le aseguró alguna vez que es imposible obtener vinos blancos de uvas rojas, asunto que según hemos leído no es cierto.

Y es que en esos terrenos cada quien puede decirte lo que se le ocurra, pero si quieres alejarte de la polémica estéril, silencioso deberás permanecer por ignorar las verdades, mentiras, mitos y manías de la «paligrafía» güisquera y vinícola. Ante tanto conocimiento, debes hacerte el trujillano y seguir la corriente, porque principalmente en el mundo de los «cañeros automáticos» lo mejor es callar ante las profundidades de que se jactan. A veces te encuentras con grandes «habladores de pepas» que ostentan mucho más de lo que realmente conocen. Nada más tienes que aprender a reconocerlos e insinuarles «perro que no conozco, no le jurungo la cola». Si no quieres generar descontentos, debes mantenerte dudoso casi siempre, ignorante, desinformado, pero serio y crédulo, incluso cuando estás frente a alguien que ha escrito libros sobre tales temas, por mucho que hayan publicado al respecto. En ese universo de lo etílico también hay innumerables gatos fanfarrones que fungen de liebres consultoras.

Ya me lo confesó alguna vez un enólogo argentino cuando le preguntaba cómo determinar realmente la calidad de un vino ante la sugerencia de un experto hablador de pendejadas o un buchipluma. «Puedo hablarte del “mejor vino” ―me dijo― pero no de los fanfarrones porque abundan los soretes en ese terreno.» Uno de los significados de «sorete» en Argentina es mentiroso, farsante, aunque también significa «excremento». «Lo del vino es muy fácil, me aclaró después: cada quien puede escoger el suyo sin complejos ni falsas premisas. El mejor será siempre el que a vos más te guste, che,  independientemente del precio, el color, la uva, el año,  la botella,  el viñedo y otras boludeces». Clarísimo. Gracias, amigo.

De manera que, el asunto de la «cañicultura» y  la vid-orria no depende del modo como uno aprenda o finja el arte de mover el dedo dentro del vaso de güisqui o  girar la copa de vino en círculo. Hablemos principalmente de los vinos porque es el terreno donde más abundan los “conocedores”. Después de haber probado los de piña, de mora, de parchita y otras especies que fabrican en algunos lugares del país, la deducción definitiva de Eloína es que la sensación de agrado o de rechazo de una bebida de esa naturaleza puede estar sujeta a las condiciones del gaznate, al entorno; puede tener que ver incluso con  la persona con la que lo estés consumiendo, puede depender hasta de la porosidad de la piel de quien te hace compañía, de cualquier mínimo detalle. O de la comida con la que lo “marides”, como suelen decir los especialistas.

En conclusión, si le agrada,  si el presupuesto le da, si usted se sometió  a la penitencia de la abstención eneril, una vez que concluya ese martirio voluntarioso, asuma de nuevo y sin complejos  su rutina de hidratación pero no abuse con su cuerpo cobarde. Y, mosca, mucho juicio, mucha cordura, mucho fundamento, eluda si quiere las achacosas provocaciones de los supuestos «expertos». No deje que decidan por usted. Lo dice mi médico imaginario: en situaciones de estrés, de tensión, de pasión,  una copa de vino o un breve güisqui (aunque sea nacional y “menor de edad”) pueden ser tan efectivos como un fármaco, una tableta de supervivencia. Deje de lado los consejos de los lenguaraces, los que desean impresionar con su sapiencia lingüística y, cual si se tratase de un auténtico cinturón de seguridad, tome su decisión usted mismo y aférrese a la Vid.