jueves, julio 27, 2017

“Eufemismar”, verbo de moda





La realidad no cambiará por mucho que la disfracemos con palabras  bonitas y/o frases que no la muestren o busquen esconderla

la lengua es para un hablador lo que el fusil para el soldado;
con ella se defiende y con ella mata.

Mariano José de Larra (escritor español)

Dos palabritas insidiosas vienen a la mente en el momento de abrir los ojos y despertar en el año 2017: eufemismo y disfemismo. De acuerdo con lo indicado en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), un eufemismo es una expresión utilizada para suavizar una realidad que representada literalmente resultaría ofensiva o escatológica.  Es decir, ponemos pañitos calientes a las palabras,  buscándolas con pinzas, cubriéndolas con un manto que las edulcora para evitar mostrar algo que resultaría procaz. Según la misma fuente, su contrario sería el “disfemismo”.   Ampliemos el primer  concepto y digamos que el eufemismo puede ser también  un modo de disfrazar la realidad mediante el lenguaje, aunque no siempre sea grosera u ofensiva la expresión literal a la que remite. Se trataría de cambiar los términos, sencillamente para que el destinatario no perciba lo que no deseamos que vea. Digamos que un eufemismo no es útil solamente para “floripondear” y arropar con un manto metafórico los vocablos o expresiones malsonantes. Cuando se trata de asuntos que podrían comprometer la credibilidad del hablante o de grupos de ellos, no faltan los asesores de lenguaje que sugieren a sus aconsejados “eufemismar”, siempre que se trate de reflejar lo que no queremos que se aprecie tal y como es; en tanto deberíamos “disfemismar” cuando aludimos a lo que hace el adversario, el enemigo, el jefe, el mecenas o el contrincante. Ambos verbos, no registrados en ningún diccionario,  son del glosario de mi tía Eloína y aquí los utilizaremos en sentido amplio.

 Un sorprendente ritual eufemístico presenciamos, por ejemplo, durante el cierre del año que acaba de concluir: desear “feliz Navidad” o “feliz Año Nuevo” resultaba cuesta arriba para un buen número de personas. Un auténtico (y a veces cínico) desaguisado verbal resultaba leer o escuchar el lema “prendan la luz que es diciembre”, mientras vivíamos momentos de suspenso, al sospechar que podríamos sufrir algún apagón al que oficialmente ahora no se le llama de ese modo sino que se presenta como algo parecido a “proceso de distribución racional de la energía eléctrica”. Casi como argumentar que durante el año que se fue no hubo inflación sino aumento de precios.

Basada en estas desviaciones lingüísticas tan de moda durante todo 2016, mi parienta recuerda, por ejemplo, que, de unos años para acá, parece resultar inadecuado que utilicemos el calificativo de “discapacitado” en el momento de hacer mención de personas que padecen alguna disminución física (principalmente en las piernas). En algunos letreros y avisos institucionales se prefiere la expresión “persona de movilidad reducida”, aunque muy poco se haya hecho para ofrecerles verdaderas facilidades de desplazamiento en las áreas públicas. Es lo mismo que llamar “privados de libertad” a quienes pagan condenas, aunque algunos de los  recintos donde deben expiar sus delitos sean inhabitables o tengan múltiples carencias. En lugar de reuniones sociales corporativas o saraos institucionales, algunas invitaciones de fin de año aludían a un “compartir” o a una “actividad de integración”, principalmente si se daban en recintos ministeriales o universitarios. Y si se trataba de brindar y consumir bebidas espirituosas durante el desarrollo de tales ágapes, se acudía  al término “hidratación”. Yerran quienes mal aconsejados buscan imponer estos giros engañosos y creen que modificando el lenguaje lograrán cambiar y mejorar o esconder la realidad. Para quienes somos ciudadanos comunes y mortales, no es suficiente que a la carencia creciente y carestía imparable de alimentos básicos se les agrupe reiteradamente bajo la categoría “guerra económica”.

Buena parte de nuestros ingeniosos y acuciosos comerciantes aprendieron también a “eufemismar” y resulta que ahora, cuando vamos —mejor dicho, cuando tenemos con qué y/o podemos entrar— al supermercado, nos invade un auténtico zipizape neuronal al momento de localizar algunos productos. Ante la imposición de regulaciones gubernamentales de precios para determinados insumos, la viveza comercial criolla ha buscado evadirlas y es así que ahora el champú, por muy ordinario que sea, se llama “pretratamiento capilar”, cuando no “limpiador de raíces capilares y sus extremidades”. Su complemento, el enjuague, es definido en los envases como “postratamiento capilar” o “mascarilla de nutrición capilar enjuagable”. Ni se diga el rollo que vivimos ahora con los tradicionales “lavaplatos”. Independientemente de las marcas y presentaciones, siempre se llamaron y los identificamos tradicionalmente de ese modo: lavaplatos o lavavajillas. Ahora nos devanamos los sesos adivinando si estamos adquiriendo un desengrasante que desengrasa o un “limpiador multiuso” que desinfecta. Además, la manera de referirse a los tradicionales detergentes es “polvo o líquido multiuso”, cuando no “limpiador de alto poder”. La misma receta publicitaria que nos aplicaron cuando comenzó a decirse que las arrugas no se llaman así sino “líneas de expresión”.


El colofón de esta situación generalizada ha sido que —entre la histeria colectiva generada por la guachafita en capítulos con los billetes de cien bolívares y la  nueva nomenclatura de la que venimos hablando— es obvio que los venezolanos estemos a punto de melcocha “oratoria” (es decir, de caer en la condición de orates, locos, desquiciados) y muchos podríamos tener necesidad de consultar con algún psiquiatra para que —como dicen los colombianos— “nos colabore” ayudándonos a entender este berenjenal. La guinda es que cuando yo mismo, el sobrino, pregunté a mi tía por la posibilidad de solicitar ayuda a uno de esos profesionales, ella me ha dicho que no use arcaísmos para designarlos, porque desde hace ya bastante tiempo no se les conoce como psiquiatras sino como “analistas”.

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