miércoles, marzo 28, 2007

El profesor de Castella(s)no



        
Jamás olvidaré la conducta de mi profesor de lengua española en el primer año de bachillerato. Puertos de Altagracia, para más señas. Venía (él) de Maracaibo, la capital del estado,  y decía ser amigo de mi padre. Largurucho y borrachín, hediondo siempre a ron y cerveza, con muy poco conocimiento sobre la materia, pero desde el primer día de su llegada  había hecho intentos por mostrarse irónico. A veces ensayaba cierto cinismo en su escasa y pausada oralidad. De vez en cuando comenzaba hablando bajito y concluía con una fuerte y muy gritada frase. Pero paradójicamente, hablaba poco en las clases de lengua.
Y nos prohibía hacerlo a nosotros.
Fue lo más impactante que dijo el primer día:
            -Mis estimados alumnos, las clases de lengua castellana no son para hablar.
Mediante la infalible técnica del rumor, supercultivada en Los Puertos de esos años, nos enteramos de que aquel nuevo profesor venía echado de una contratista de las petroleras. Allí había sido “listero” –ocupación que hasta ese día desconocíamos.   
En ese empleo había tenido por tarea diaria leer y chequear la lista de los obreros de la empresa. Cuántos entraban, cuántos salían y a qué hora hacían cada cosa que hacían. Chismoso tarifado, pudiéramos decir. Y claro, para ello debía llegar primero que todos los demás. No obstante, debido a su rutina de resaca perenne, no era su costumbre estar temprano en ninguna parte y se había ganado que lo despidieran.
Se convirtió así en beodo desempleado.
 Pero mire usted que en aquella condición de paro laboral, y valiéndose de sus influencias de adeco etílico, parece que acudió a Católico Ordemburgo, que así se llamaba el  director del liceo.
Flamante, como siempre, Ordemburgo no tuvo mejor idea que designar a su colega de la beodez mediante oficio formal “Profesor de la asignatura Castellano y Literatura del primer año” (nuestro grupo). Nada de extraño tiene en Venezuela la tradición de designar como profesor de lengua nativa a alguien que solo sepa balbucearla. Ha sido parte de nuestra cultura educativa. No sepa usted hacer nada o quede vacante de cualquier profesión u oficio y baste para que algún funcionario considere que su mejor destino es ser profesor de lengua castellana.
De modo que Ordemburgo sólo había seguido el pálpito de la tradición.
Y así llegó nuestro flamante listero al aula. Algo había seguro en aquella designación: el nuevo docente sabría “pasar la lista”, como se dice en el argot escolar.
 Para dármelas de lector, el día que se estrenó con nosotros,  lo primero que hice fue preguntarle públicamente si había leído Sobre la misma tierra,  de Rómulo Gallegos, pero el nuevo profe apenas sabía que Gallegos había sido presidente de Venezuela en algún momento, nada de que fuera novelista. Tampoco yo era un experto. Esa era una de las poquísimas obras que había leído para ese momento y lo había hecho por el azar de la escuela primaria que la había puesto en mi camino para que me cautivara. Como ocurrió en aquellos días, todavía me seduce su lectura, precisamente, por la presencia fugaz que hay en ella de Los Puertos de Altagracia.
Me parece entonces que lo avergoncé. Era vagoneta él pero algo de pudor conservaba. Y se hizo el andaluz y me habló de otras cosas. Por ejemplo, del golpe a Gallegos el 24 de noviembre de 1948 y de las relaciones tormentosas entre los militares de la época y el partido Acción Democrática, al cual pertenecía nuestro nuevo y flamante profesor. Eso sí nos dejó claro desde el primer día:
-Soy adeco y betancourista, a mucha honra, sépanlo.
Como pudo, aquel primer día se las arregló y  retrucó hacia mí otra pregunta, e inquirió que, si yo era tan leído, qué más conocía, para que el resto lo supiera.
Y obviamente se me trancó el serrucho, no era demasiado leído, como he dicho. Ni siquiera podía yo presumir de lo que para mí sería pocos años después una cantera de placer: las breves novelas de Marcial La Fuente Estefanía y las tramas urticantes y misteriosas de Agatha Christie.
Así que mi inventario era de lo más sencillo. Después de ese libro del autor de Doña Bárbara y de Casas muertas (Miguel Otero Silva) apenas recordaba el título de un sabroso volumen pornográfico, sin que aflorara para mí el nombre de su autora. Solamente lo recordaba escrito por una mujer y no debe haber sido nada importante para los literatos exóticos y exquisitos, porque hasta ahora no he conseguido historia literaria que lo reporte, al menos en español.
Quizás fuera un libro traducido de otra lengua. Lo desconozco.
Lo cierto es que lo había leído con mucha fruición y había disfrutado tanto de sus imágenes porno que incluso en varias ocasiones, logré distribuirlo para su lectura entre algunos de los compañeros que luego me acompañarían en las aventuras de mi primer periodiquito clandestino. De modo que buena parte de mis condiscípulos lo conocían y explotaron en risas cuando me oyeron referir el título:
-Tierna era mi carne es otro libro que leí, machetísimo- afirmé con seguridad pedantona.
No dije más y creo que desde ese momento nació la ojeriza de aquel profesorcito hacia mí. Me quedé un poco avergonzado y debo haber mostrado la impresión de una derrota total, aunque también el profe había quedado con rostro de furia feroz.
Y bien que me la guardó porque su venganza no tardó demasiado en llegar, apenas unos meses, a mediados del año escolar. Supongo que había estado agazapado esperando algún desliz mío para clavarme la espada. Porque quien no es profesor de vocación tampoco es capaz de perdonar las charadas de los alumnos. Así que esperó a hurtadillas el momento de la cuchillada.
Y lo hizo.
Lo hizo y me ridiculizó públicamente, aunque con ello me dio sin saberlo un indicio de que algún día yo podría ser escritor. Es un lugar común que a todos los escritores nos ocurra algo parecido. Y si no nos ha ocurrido, lo inventamos y ya, lo integramos a nuestra autobiografía. Pero en nombre de la ficción y de mi tía Eloína, juro que así fue. Lo sabe él, si todavía vive (y, por supuesto, si me recuerda). Lo saben algunos de mis compañeros de curso, entre los cuales recuerdo a Taine y Terry Tremont, a Walberto Díaz, a Henry Valles Padrón, a Edecso Manzano, a Argenis Velásquez, a Alfredito Molero, a Freddy Padrón. Por allí andan todos en distintas actividades.
Según el programa de la asignatura, eran los días de la temática formal sobre el cuento literario. Y aunque no sabía cómo explicarlos, “introducción, nudo y desenlace” era lo único que al parecer el profe había logrado memorizar acerca de ese tema.  Como él no sabía un cipote de nada y ni siquiera tenía la posibilidad de seguir el libro guía con el que trabajábamos, su mejor salida fue ordenarnos la elaboración de un cuento durante las dos horas de clase.
-Escriban un cuento mientras yo leo la prensa. Eso sí, un cuento que tenga introducciónudoidesenlace.
Para él, leer la prensa era repasar un ejemplar, siempre atrasado,  del diario  Panorama que solía cargar debajo del brazo. De modo que se dispuso a hacer su “lectura” mientras nosotros obedecimos iniciando la tarea, pero sin saber exactamente qué era “introducciónudoidesenlace”. No sé si resulto soberbio y pretencioso al decir que no me costaba demasiado aquello. Desconocía los conceptos como supongo ocurriría con el resto del grupo, pero pensé en una historia posible y, ¡zas!, me dispuse a escribirla; no tengo tanta memoria para recordarla literalmente; debo haberla redactado con múltiples detalles ortográficos y gazapos de sintaxis, con un léxico más que elemental, pero era más menos así como la escribo abajo:

Tonta tuerta
Una chica medio tonta, fea y tuerta, es arrollada por un automóvil conducido por un chofer ebrio ( podría yo haber calificado al conductor con algún sabroso venezolanismo como “borracho e bola” o “vuelto mierda” , “peo”, “curdo”, “jumo”, “guarapeao”, “rascao”, “hecho verga”, “palitroso”, “paloteao”… pero recuerdo, eso sí, que escribí “ebrio” para parecer culto,  correcto y sabio).
Se vuelve más tonta con el golpe y entonces, a fin de evitar males mayores, al día siguiente sus padres deciden enviarla a la escuela con un letrero en el pecho como distintivo de su condición: “Atención, soy tonta, mansa y tuerta”.

Fin del cuento, presumía yo, pero…
Aquel hombre se fue enrojeciendo más y más en la medida en que iba leyendo mi breve historia.
La calva sudorosa le fue cambiando de tonalidades.
Su semblante oscilaba entre rojo púrpura arrechera y blanco furia.
Yo lo miraba.
Creía firmemente que lo había impactado como lector con aquel disparatado relato.
Hasta que terminó…
… y, aunque solíamos presagiar sus juicios valorativos según la dirección hacia donde moviera la boca  (torcedura hacia la derecha, aprobado, torcedura hacia la izquierda, reprobado), no movió los labios.
Sólo le temblaban, vibraban, tiritaban.
Tiró el papel sobre el escritorio y, enfatizando en la primera palabra del título, me ripostó en tono severo y definitivo:
-Yo les pedí que escribieran un cuento ¡NO UNA  TONTERÍA COMO ÉSTA!
Juro que jamás lo supe antes de escribir aquel relato: me enteré por boca de mi sabia tía Eloína: el profesor  tenía una hija medio turulata que era tuerta y había sido premiada y preñada con un par de gemelos por un chico que se había aprovechado de su “tontera”.
Al final del año, y a sabiendas de que ya medio sabía escribir con cierta coherencia, aunque, repito, con pésima ortografía, me salvó en la raya el presidente del jurado examinador, un profesor con alma piadosa de nombre Antonio Quiñones).
 Aprobé con doce.
Y una vez que supe oficializada y sellada en mi boletín la calificación definitiva (como se acostumbraba en esos días), no resistí la tentación de hacerle ver al profe lo mucho que lo apreciaba. Antes de salir del salón, subrepticiamente, pero con la esperanza de que todos lo vieran, manuscribí con letra grandota una hoja blanca. Sin ser visto,  la dejé caer sobre el escritorio del jurado:
Se busca profesor de castell-asno, listo, pero no listero
Al año siguiente tuve que buscar exilio, y lo encontré en el liceo Cristóbal Mendoza, de Trujillo.
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(1) Capítulo de la novela en crónicas Sin partida de yacimiento. Caracas: BID and Co, 2009
Fuente de la imagen: http://es.paperblog.com/borracho-en-el-poste-1528366/
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miércoles, marzo 21, 2007

Literatura de (j)aula




“…maestros, programas y libros de texto conspiran contra nuestros niños”
(Ángel Rosenblat)



Vuelvo a la literatura de aula, a esa misma que mi tía Eloína llama de “jaula”, por las encerronas en que se busca colocar al estudiante de educación básica y bachillerato cuando se intenta estimular su gusto por la escritura. Juro que yo creía que ese sistema era una especie extinguida, una tendencia ya lejana en el tiempo, pero vea usted que todavía circulan en el mercado libros de texto y de “resúmenes” que intentan hacer más “leve” la literatura en la escuela.
La experiencia sigue gritando que la relación intrínseca entre enseñar a leer textos literarios y aburrimiento sigue vivita y coleando, en pleno siglo XXI y con la Internet, los juegos de video, los celulares y otros equipos multimedia en frente de nosotros. Esa manía perversa de buscar que un estudiante de educación básica o bachillerato se convierta en cazador de “indicios”, “actantes”, “isotopías”, “personas gramaticales”, o sea el síndrome del lector detective o del escudriñador grafemático, continúa paseándose en varios de los manuales que circulan en el mercado ahoritica, en pleno desarrollo del año escolar. Para no violentar “derechos de autor”, parodio abajo un “objetivo”, una “pregunta de lectura” y una “actividad” que he extraído de textos vigentes:
Objetivo: Analizado el siguiente poema, el alumno comprenderá que para el poeta Fulano de Tal “la vida no vale nada, no vale nada la vida”.
Pregunta: -¿Hay predominio de elementos narrativos o descriptivos en este texto?
Actividad: Copia las palabras iniciales de tres comparaciones. ¡¿?!
Así, la “enseñanza” que genera tirria hacia la literatura, la que cada día resta lectores en vez de sumarlos, se parece a los buhoneros y a las cucarachas, nada puede con ella. Sin mencionar el acrecentamiento de otro síndrome, el del “clasicismo”, según el cual el año escolar literario debe permanecer repleto de autores que por cualquier razón han llegado a ganar la categoría de “clásicos”. Siguen preocupados algunos de nuestros autores de libros de texto porque los muchachos investiguen, por ejemplo, el origen turbulento de los tobillos ibéricos de Dulcinea del Toboso o la procedencia étnica de los gitanos que llegaron a Macondo.
Continúa además en boga la “herejía cronológica”. Aquella que tradicionalmente ha defendido que enseñar literatura es equivalente a relatarla desde Homero hasta lo poquito que se ha salvado del siglo XX. Y siempre se comienza por lo más antiguo, porque se piensa que en esos dudosos predios del arte de la escritura, la antigüedad es proporcional al pedigrí que tiene un libro. No importa cuánto pueda significar para el interés del estudiante. Todavía no se comprende que, mucho podemos admirar la obra literaria, lingüística y ensayística de don Andrés Bello, pero leer la silva “A la agricultura de la zona tórrida” a los 13 años de edad puede generar traumas irreversibles en la conducta de un adolescente. Qué más da que no se identifique con los temas, la forma u otro aspecto. Atosíguelo con el lenguaje que utilizaron esas autoridades del idioma para que pueda absorber el plasma de la buena lengua. Como si el acercamiento a los textos literarios se redujera solamente al contacto con la lengua arcaica y nuestras inclinaciones como lectores no estuvieran sujetas a la experiencia de vida.
Y ni hablar de la “herejía espacial”, en la que los extremos distan entre un nacionalismo fanático y una xenofilia desbocada. Los clásicos de aquí aunque sean pesados. Los machetes de por allá, aunque no despierten sino “aburrición” (como dicen en Trujillo). Y eso de broma, porque cuando se habla de los del patio, generalmente se busca el modelo foráneo del que presuntamente han calcado y reproducido las buenas formas. De allí que ciertos manuales de literatura venezolana insinúen que Guillermo Meneses se volvió un buen escritor después de haber viajado a Europa y que Julio Garmendia no habría escrito jamás “El cuento ficticio” de no haber sido por su salida al extranjero. Se enseña sin querer queriendo que un escritor local no es regularmente aceptable si no ha vivido, por ejemplo, en París. Sigue campante la galofilia con que enfermaron nuestra historia literaria algunos modernistas tan aburridos y contradictorios en sus posturas estéticas como Manuel Díaz Rodríguez (y que me sepan disculpar sus admiradores y émulos, no tildarme de apóstata, por favor, tengo pleno derecho a opinar sobre los escritores a quienes he leído).
Convertidos en pescadores de isotopías, los cautivos lectores de las ( j)aulas continuarán optando por el tedio, obligados a una tarea de acopio de fechas, nombres, títulos e indicios, y, lo más aberrante, juicios, opiniones e interpretaciones estereotipados, emitidos por otros y reproducidos en las “guías”: “la poetisa de la soledad y la amargura infinitas”, “el narrador de la escoria social iconoclasta y rebelde”, “el ensayista enrollado, hermético y epentético”, “la prosa de tono fluvial incandescente”.
Como cuando estudié bachillerato, ¡a mediados  del siglo anterior!, se sigue incentivando en el estudiante la idea de que toda la literatura que lee ha sido escrita por muertos, o por viejitos y viejitas que mascan el agua y son inalcanzables, etéreos, gaseosos e infalibles.
Y, ¡cuidado, señoras y señoras malpensados-as! No he querido decir que no debe leerse a los clásicos, por supuesto que sí, pero a su tiempo. 

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Fuente de la imagen: http://akantilado.wordpress.com/2012/01/09/estilos-de-evadir-la-lectura/

jueves, marzo 15, 2007

Acólitos anónimos y egotecas hinchadas

 

Los escritores se dividen en aburridos y amenos.
Los primeros son los llamados clásicos.
José Antonio Ramos Sucre

No creo que no haya habido algún latinoamericano aspirante a escritor que, habiendo pasado de alguna manera por las aulas o por otros espacios propios de la academia, no se haya creído alguna vez autor de una obra que cambiará el curso de la historia a partir del surgimiento de su propia producción estética. Y es que resulta casi natural que cualquier escritor que se inicie, y que malviva o sobreviva en el medio académico (donde se estudia formalmente la literatura, su proceso y su historia, donde se habla de revoluciones literarias y estéticas) viva la fantasía juvenil de generar una hecatombre histórica con su escritura. Los venezolanos Gallegos, Uslar y Meneses "asomaban la idea" cada vez que se les preguntaba sobre la “salud" de la literatura venezolana.
Paralelamente, muchos creen que son “los otros” los que no han logrado revolucionar nada. Y esto ocurre porque, como dice el sociólogo francés Pierre Bourdieu, en ese ambiente, como en muchos otros, “existir es diferir”. Aunque también aclara el mismo autor que esa actitud hacia el cambio de paradigmas es más atinente al joven porque “carece de capital específico”. En esa lucha permanente por mostrarse como parte del universo literario, el escritor apuesta a dos tipos de consagración, la interna, referida principalmente al reconocimiento académico, y la externa, vinculada al éxito de ventas y logro de reconocimiento público.
Se cae en el error de pensar que, independientemente de la escritura, por encima de una obra original y contundente, se puede cambiar el estatus literario hiperdesarrollando con énfasis el síndrome del sepulturero. O sea, matando de boca a toda una tradición, asesinando oralmente, o a través de la ocasional entrevista de prensa, a quien se atraviese (sean individualidades o instituciones).
Quienes así piensan ignoran que las revoluciones literarias contemporáneas (mucho más que las referidas a otras artes como la plástica, la escultura, la música) son apenas sacudones imaginarios en los que, ocurra lo que ocurra, no pasa nada, por cuanto su efecto comunitario, eso que los sociólogos llaman el “impacto social”, es tan pequeño que ni se siente.
Insistiendo en la premisa general de que la literatura no subvierte nada, más allá de la propia palabra literaria, podría yo pensar que, dentro de un espectro de mayor o menor impacto social (consagración externa), y aludiendo exclusivamente a casos venezolanos conocidos por todos, Gallegos, Liendo, Britto García, de la Parra, Herrera Luque, Chirinos, Tapia, Denzil Romero y Ana Teresa Torres han sido muchísimo más “subversivos” que autores como Guillermo Meneses, José Balza, Oswaldo Trejo, Antonieta Madrid, Ednodio Quintero o Enrique Bernardo Núñez. Y cuidado, no digo que unos sean mejores ni peores que los otros. No es una valoración lo que estoy haciendo. Sólo que si considero el radio de acción o de influencia de sus obras, sin llegar al bestsellerismo que tanto detestan algunos (sobre todo los que no participan de él), los primeros han logrado más cercanía con un mayor universo de lectores que los segundos, independientemente de autopromociones, declaraciones de principios o aspiraciones al clasicismo.
Agrego además que ese “impacto” no guarda relación directamente proporcional con la abundancia de libros publicados. Ya sabemos de sobra que el continente latinoamericano es abundoso en codornices que ponen huevitos cacareados como si fueran de avestruz y creen que con ello es suficiente para subvertir y cambiar el rumbo de la literatura.
Casi estoy por creer que llegará un momento en que, si la seguimos entendiendo de esta manera, la literatura no será capaz de subvertirse ni siquiera a sí misma. Cada vez parecen lucir más restringidos los circulillitos en los que se mueve y eso es precisamente lo que me ha llevado a proponer que, sin complejos de ninguna naturaleza y sin pensar que somos la tapa del frasco, hablemos mejor de “élite-ratura”.
Vuelvo a Pierre Bourdieu, quien también señala que “...en el ámbito del análisis literario,...no hay crítico, hoy en día, que no se otorgue un nombre de guerra en –ismo, -ico o –logía”. Nos aferramos con adicción a tendencias o movimientos para sentirnos más fuertes, apoyados por la sapiencia de quienes encabezan el pensamiento que seguimos.
 Por ejemplo, hay quienes se ufanan de ser postmodernistas focaultianos, estructuralistas psicoanalíticos o narratologistas genettianos. La misma categoría podría aplicarse a narradores y poetas, puesto que no son pocos los que se ajustan la chaqueta estética, con su nombre de guerra. Y lo hacen colgándose (a veces sin darse cuenta) de la solapa o el corsé de alguien que supuestamente ya conoce de la consagración interna y externa: así, la “revolución personal” de algunos escritores se ayuda con el apellido del otro; y entonces, en el espectro latinoamericano, emergen grupos de garcíamarcados, vargasllorosos, mutis-lados, allendosos, mastreteros, restreputeados, saramagosos, fuenteovejunos, y etcétera para no abundar. Cada país tiene los suyos. En el nuestro, aparte de los citados, resaltan los ramosucreanos y los uslarosos.
Si quieres decir algo sobre los autores-bandera que nominan a cada grupo, pues habrás de pedir permiso a su cortejo de viudos y viudas. Es tan marcada esta orientación, que a veces hasta presenciamos severos duelos entre émulos pertenecientes a diferentes instituciones que comparten el mismo epónimo, por ejemplo, Andrés Bello, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri.
En el particular caso de nuestro país, Manuel Bermúdez quiso ser más “globalizador” y solía hablar solamente  de dos categorías más amplias que hablan por sí solas: los que “galleguean” y los que “octaviopaztan”. Y el colofón de todo esto es que casi se ha generalizado que, para hacer nuestras razias personales, aunque sean imaginarias, requerimos del apoyo de quien nos cobije, aunque tengamos que negar a otros. A veces sin saberlo, nos volvemos acólitos anónimos. Y la “acolitosis” alimenta nuestro ego.
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Modificado por el autor: octubre de 2012
Fuente de la imagen: http://escritoseneltiempo.blogspot.com/2011/10/cuidate-del-adulante.html