jueves, julio 27, 2017

Hijos de pura cepa


Hijos de pura cepa


El escritor venezolano Oswaldo Trejo (1924-1996) tenía fama de enigmático. Hay una característica relativa a su personalidad que siempre nos llamó la atención.  Evadió a toda costa los aspectos referentes a su estirpe merideña. También fue misterioso en el afán por esconder el segundo y muy sonoro apellido. Su nombre completo era José Oswaldo Trejo Febres. En una de las varias entrevistas que le hice, le pregunté por la leyenda según la cual se decía que no le gustaba que públicamente se conociera su relación con una familia de mucho abolengo en la historia de su región natal.
“Es que los Febres de Mérida tienen demasiado ‘peso literario y económico’—me dijo sardónicamente, con énfasis en esas tres últimas palabras— y yo vengo de la parentela más pobretona. No me gusta que la gente se haga ilusiones con mi posible alcurnia y crea que, gracias a eso, soy lo que soy”. Lo he recordado en estos días en que mi tía Eloína me ha pedido que evoque algunas implicaciones alusivas a la prosapia dentro de áreas como la política, la literatura, la publicidad y la alta gerencia.
Al menos dentro de la literatura, sabemos de diversos parientes (lejanos y cercanos) de escritores muy reconocidos que  buscan que se tenga presente su “marca de fábrica”. Opina mi parienta que cuando los apellidos del patriarca inicial de una dinastía son muy rimbombantes, la descendencia persigue mantenerlos a como dé lugar hasta varias generaciones adelante. De ser dos los convierten en uno solo, conectado por una guion y, además, a veces se agrega el materno, con lo cual parecieran tener tres (pongo un par de ejemplos ficticios, sin “alucinaciones personales”: Luis López-Contreras Barrera, Petra Paz-Castillo Linares). Son bastantes los que proclaman con verdadero orgullo sus vínculos con algún patronímico que suene a aristocracia.  Sin decir nada de cuando se juntan descendientes de un par de esas alcurniosas procedencias. “En tales casos, el chapeo es doble”, argumenta mi parienta.
Y que conste que no se trata de que  Eloína tenga algún tipo de resentimiento ni nada parecido. Tampoco significa que le parezca mal la estrategia; y mucho menos a ella que sufre del mismo mal. En casa todos sabemos que se llama Rita Eloína Padrón, a secas, y que, como ha sido casi  lugar común en este país, su padre no la reconoció. No obstante, suele argumentar que su verdadera partida de nacimiento (desaparecida en un incendio del registro, según cuenta) no dejaba lugar a dudas acerca del linaje del cual supuestamente procede. Dice llamarse realmente Rita Eloína Padrón Urdaneta. Cuando bromeamos con esto,  acude a un antiguo árbol genealógico que alguna vez encargó a un charlatán de esos que operan en Internet y nos echa en cara su sangre independentista, así como para enrostrarnos que, cuando logre desenmarañar la verdad de su nacimiento,  demostrará que es “tataranieta” del general Rafael Urdaneta.
A decir verdad, nada malo tiene hacer gala de dicha tradición si de verdad se pertenece a ella. No obstante, el asunto se complica con aquellos que, sin vínculos reales de ninguna naturaleza (como mi tía), se apropian de patronímicos históricamente muy importantes. Tal es el caso actual de la amplísima pléyade de herederos “históricos”, parientes, primos o “hijos de Bolívar”. Hasta donde hemos leído, don Simón fue prolífico en amores pero más moderado en cuanto a descendencia.  Existe un interesante y muy ameno libro del escritor trujillano Ramón Urdaneta que sería una delicia para quienes deseen enterarse del abundante cotilleo que ha girado en torno a este asuntillo sobre el Libertador: Los amores de Simón Bolívar y sus hijos secretos (Caracas: Historia y Tradición Grupo Editorial, 2003).
En un recorrido de 32 años que va desde la edad de 16 hasta la fecha de su muerte (1830), Urdaneta atribuye al gigante de América veintisiete amantes formales, más otras nueve que podrían ser consideradas de segundo orden. No obstante, en cuanto a retoños sanguíneos directos, apenas se atreve a recordarnos de la existencia documentada de dos: uno de madre boliviana (José Antonio de la Trinidad Costas, 1826-1895)  y otro engendrado con una señora de Colombia: Miguel Simón Camacho (1819-1898).
Si la información aportada por el historiador es verídica,  hasta allí llegarían realmente los hijos de Bolívar y ninguno de ellos fue procreado en Venezuela. El resto de los que presumen de tales no va para el baile. Aprovechándose de la longitud del nombre completo de tan distinguido y bizarro héroe (Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco), es vasta la multitud de supuestos herederos gratuitos que por doquier le han salido. Aunque realmente no lo sean, abundan, así, los que se consideran bolivarianos hijos de pura cepa.   Y todo por lustrarse con escapulario ajeno en un país en el que —como sugería Oswaldo Trejo; y aunque no parezca—, el nombre de familia puede servir de pasaporte o salvoconducto para muchos asuntos.



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