martes, enero 08, 2008

Un metro de amor




Aunque cada vez que aparece alguna novedad mostramos total reticencia hacia las nuevas tecnologías, ellas parecen ejercer una maléfica venganza posterior volviéndose imprescindibles, inevitables, ineludibles.
Por ejemplo, aunque no siempre fue parte de la cultura humana, es difícil imaginar el mundo sin electricidad. Hoy día tenemos la seguridad de que los bombillos y los electrodomésticos siempre estuvieron ahí, esperando por nosotros.
Por perversiones y obsesiones relacionadas con la modernidad, muchos habitantes de este siglo XXI somos reacios a imaginar la vida sin aditamentos tecnológicos como la televisión, el teléfono, el fax o la nevera. Ni hablar de la tecnología comunicacional contemporánea y sus vínculos ya inevitables con el computador, los ipods, las tabletas, los teléfonos celulares y los llamados pendrives. Aun cuando la edad de la red de redes es todavía la de un adolescente temprano, hay quien cree que el mundo sin Internet y sin el correo electrónico sería de un vacío existencial absoluto. De suicidio.
Retomo estas reflexiones cada vez que debo entrar en ese mundo misterioso y subterráneo que es el Metro. Una vez adentro, pongo a rodar mis fabulaciones e imagino lo que sería nuestra cotidianidad urbana sin ese medio de transporte.
Por ejemplo, pocos saben lo que ese chorizo tubular significa en la vida de un peatón gozón. Y no tanto por aquello de llegar más temprano o más rápido o por la ventaja que ofrece de poder almorzar en casa.
Más que eso, para muchos habitantes de las ciudades modernas, el metro es un mundo de vagancias y extravagancias en los vagones. Una aventura diaria vinculada al amor y sus regodeos.
Durante eso que los venezolanos llamamos las horas pico, tiempo de abrumante y abundosa afluencia de pasajeros, los larguruchos vagones son para ciertas personas el más barato y menos riesgoso mercado de amor citadino.
Muy tempranito, a eso de las seis y treinta de la mañana, puede usted ingresar en la lujuria de los túneles eróticos. Bañado, perfumado y planchadito para la ocasión.
Como si fuera un hábito ancestral, de siempre, se sumerge en una cascada de gente. Camina ligerito por unos pasillos en los que los cuerpos se desplazan, se medio tocan, se trastocan, se (mas)turban y se masacran a caricias anónimas. Sólo se escucha el ruido marcial de los tacones de quienes más adentro serán su “pareja colectiva”.
Taca taca taca.
Llega vuesa merced al andén y se dispone a entrar al vagón. Allí se inician los segundos coqueteos para el acto amoroso mañanero. Apenas se coloca entre la multitud que lucha por aproximarse a la raya amarilla, siente los segundos amapuches por todo su cuerpo.
Como para entrar en calor.
Pero el calor de verdad comienza al ingresar a empujones lentos al tren y tener que permanecer de pie. La situación lo obliga antes que todo a levantar los brazos y agarrarse de lo primero que consiga, para no caerse. Una excusa muy bien pensada por los tecnólogos para incitarlo a quedar liberado o liberada de la cintura hacia abajo.
De pronto, sin anestesia, siente una mano furtiva que le roza el tren trasero (o el delantero). Busca con la vista en la multitud aglomerada dentro del vagón al autor o autora del escarceo y, como no adivina, casi se ve en la obligación de sonreír con pasión.
Después vendrán otros toques técnicos cuya intensidad será mayor durante las frenadas leves, antes de llegar a cada estación. Si su viaje es corto, digamos entre dos o tres estaciones, su rato de placer durará lo mismo que dura un gallo apurado cuando cumple con la gallina. Pero si va de un extremo a otro de la ciudad, requerirá de muchos aditivos afrodisíacos para aguantar el recorrido hasta el final.
Durante el viaje siente usted las durezas y flaquezas de los espacios aledaños. Oye como quejidos silenciosos las respiraciones cortadas de sus vecinos y vecinas y los jadeos dispersos de la contienda, que por cierto parece anónima porque nadie se da por enterado, aunque todos la viven. Cada cual prefiere mantener la mirada perdida.
Percibe además los sudores olorosos o los hedores sudorosos y nada puede hacer para evitarlo. Ni lo intenta. Como si fueran parte de su rutina, los ignora.
Usted ha aceptado las reglas desde el mismo momento en que entró en el juego de ese acto sexual comunitario y silencioso. ¿Qué remedio? Si se le ocurre protestar, igual la murmullante rechifla de respuestas ante su queja será colectiva (“¡toma un taxi”!, “¡cómprate un carro!”, “¡vete en avioneta!”, etc.). Lo cierto es que usted sabe de sobra que, aun cuando entró fresquito y aromático, saldrá bien arrugado y menos perfumado, a veces oliendo a mono, o a santo, de acuerdo con los vecinos o vecinas que le hayan servido de pareja anónima.
Llega entonces a su destino y sale casi flotando de la inofensiva máquina del sexo que es el Metro. Recuerda que venía para su trabajo y siente la sensación de haber tenido relaciones extramaritales con cientos de personas sin rostro a quienes no volverá a ver hasta el día siguiente, y sin los riesgos implícitos en el contacto directo.
Una forma barata y muy práctica de evitar las contrariedades propias del amor libertino en estos tiempos. Una manera eficaz de “acopularse” sin los dolores de cabeza de los preservativos o los extraños aparatos. Un modo práctico y ligero de hacer el amor sin ir a la guerra y sin necesidad de ver la fisonomía ni los gestos de su pareja, porque casi siempre todo se lleva a cabo a sus espaldas.
O sea, en la urbana y cotidiana actividad de estos días el Metro es un carro de amor, un termo-metro gratuito, sin riesgos, candente y anónimo que parece haber estado siempre allí, esperando.
De manera que si usted es “peatón de a pie” y usa este medio de transporte, imagine lo triste y acongojada que sería su rutina de ir al trabajo si el mismo faltare en su vida. Aunque dentro de él lo estrujen y lo repujen. Así es la venganza de la tecnología.