domingo, diciembre 11, 2016

Cuentos venezolanos que son espejos (III): condenar a un inocente



La espontánea justicia popular resulta al mismo tiempo injusta y arbitraria cuando termina por condenar al inocente y exonerar al culpable. Y de esto se ha visto bastante en la realidad venezolana

Nunca ha sido mi tía Eloína fanática ni aduladora gratuita de Arturo Uslar Pietri (1906-2001) como, al menos en apariencia, lo son tantos venezolanos. Sus novelas le parecen algo fallidas, rebuscadas y a veces cargadas de supuestas “enseñanzas” que deberían ser ajenas a los propósitos explícitos de la literatura. Una obra literaria podría resultar mucho más pedagógica en la medida en que el autor o la autora la escriba alejado(a) de tal objetivo.  Sus ensayos no la convencen completamente por tanta sapiencia acumulada en una sola pluma. “Cuando un hombre sabe tanto —piensa ella—, se hace difícil saber cuánto sabe”. Se trata de un punto de vista muy particular al que mi parienta tiene derecho por su condición de lectora independiente.  No busca con ello ser original  ni tampoco se asume como la primera persona que difiere de la legión uslarista, lo que para nada implica negar que no haya sido esa especie de gurú en que lo han convertido la tradición y cierta intelectualidad nacional. Son muchas las cosas positivas, negativas y regulares que se han expresado acerca de tan notorio caballero venezolano del siglo XX. En consecuencia, algo bueno debe haber en su trayectoria a juzgar por la multitud de fans que, sin titubeos, lo  alaban y repiten sus arengas como oraciones.
Tampoco podría negarse que AUP constituyó una amalgama de muchos hombres en uno solo. Aunque ambas palabras suenen extrañas y casi domingueras, fue un auténtico polímata y polígrafo: ocupó diversos espacios públicos, escribió en diversos géneros y, al parecer, nada humano le era ajeno. Las varias y variadas ocupaciones que desempeñó así lo demuestran: publicista, funcionario público, ministro, relacionista empedernido, caballero de la radio, la prensa escrita y la televisión, político, diplomático, periodista, escritor. Buena parte de su prolija trayectoria ha sido descrita en un magnífico libro de Astrid Avendaño: Arturo Uslar Pietri. Entre la razón y la acción (Caracas: Todtmann, 1996). No obstante, a juicio de mi a veces desquiciada parienta, hay un renglón de la producción literaria de Uslar Pietri que bastaría para justificar plenamente el puesto que se le ha asignado en el devenir histórico de la literatura venezolana.
 Se trata de su producción cuentística. Fue un artífice de la narración breve, desde la publicación de su primer libro (Barrabás y otros relatos, 1928) hasta el último de ellos (Los ganadores, 1980). En ese género acumuló un total de nueve volúmenes. Hay cuentos suyos que se han convertido en verdaderos clásicos; por ejemplo, “La lluvia” (un misterioso niño abandonado, una población desamparada ante la sequía), “Baile de tambor” (el maltrato hacia un desamparado recluta desertor y negro), “El gallo” (un timador que roba un animal, lo somete a apuestas y, una vez derrotado, decide comérselo) y “Simeón Calamaris” (historia sobre el desamparo de las morgues y la reconstrucción de la vida de un cadáver), entre otros.  Dejó además un personaje prototipo por el que siempre será recordado y el cual, no por casualidad, aparece en varios de sus cuentos, José Gabino: ladronzuelo, fabulador, fanfarrón, marrullero.
En el conjunto de su narrativa corta, hay una breve historia que destaca por encima de todas las demás. Apareció inserta en su primer cuentario. Se trata de “Barrabás”. En cuanto al léxico, dicho relato está plagado de palabras y locuciones (tácitas o explícitas) como “miedo”, “reo”, “odio”, “violencia”, “verdad”, “represión”, “pueblo”, “motín”, “muerte”, “silencio cómplice”, “prisión”, “condena injusta”, “inocente criminalizado”.
La esencia del argumento habla por sí sola: puesta a elegir entre declarar culpable a un inocente (Jesucristo) o inocente a alguien que ha sido acusado de asesinato (Barrabás), una multitud enardecida, ciega, vociferante (“el pueblo”), grita para que liberen al bandido y crucifiquen al  “otro reo… un pobre hombre flaco, con aspecto humilde, y con unos grandes ojos que le cogían media cara” quien, además, “Desprecia las leyes de César. Promete hacer cosas sobrenaturales… Asegura que él solo dice la verdad”.

También resalta en el cuento el hecho de que, una vez liberado por la injusta, arbitraria y espontánea justicia popular, Barrabás siente un extraño remordimiento y le expresa a su mujer que no es precisamente Jehová quien lo ha salvado sino “un delito”, un delito aderezado por un “crimen que es horrible y sin perdón”. Se refiere al hecho de callar; saber la verdad y no expresarla con tal de librarse de la crucifixión; permitir que se condene a un inocente para preservar el pellejo propio. Una historia recurrente en nuestro devenir histórico continental y más que (re)conocida por muchos venezolanos, principalmente cuando el ocultamiento discursivo de la realidad se ha convertido en la principal arma de combate comunicacional.
-------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (18 de septiembre d 2016)
-------

JUANGA ¡Irrepetible!



Rebelde, transgresor a plena conciencia, burlista de la machumbre desbocada, seguro de sí mismo, original, humano, humilde por naturaleza,  así fue, así seguirá siendo, Juan Gabriel


Muchos compositores exitosos han pasado por la experiencia de que sus canciones sean reconocidas, repetidas e instauradas en la memoria colectiva gracias a algunos de quienes las han interpretado. De ese modo, el nombre de quien se fajó a escribir la letra y/o a componer la música pasa a un plano oscuro en el que ni se le reconoce ni se le asocia con la pieza popularizada. De allí que hasta hace poco, la gente hablaba de los boleros de “Luis Miguel”, quien, que sepamos, no tuvo nada que ver con los que repopularizó. Nada es suyo y todo lo es para buena parte de quienes lo escuchan. No obstante, esa muy comprensible costumbre se desmorona frente a los artistas que escriben, componen, arreglan y cantan  sus creaciones. Lo que tampoco implica que no compongan para otros y otras. Para no abundar, porque son más de los que creemos, mi tía Eloína recuerda siempre tres casos carísimos para sus preferencias: Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Juan Gabriel.
Alberto Aguilera Valadez era su nombre legal y ya se sabe que acaba de marcharse el pasado 28 de agosto a componer y cantar en otros lugares menos convulsos que los espacios terrenales de este tiempo. Hacerse responsable de más de mil ochocientas canciones y ser traducido a múltiples idiomas parecerá nimio a algunos desajustados mentales pero hay que verle la cara. Ser el cantante más popular de toda la historia de la música hispanoamericana son palabras mucho más que mayores.  Tampoco es concha de ajo  el haber sido el autor del disco más vendido (1984) en toda la historia de un país repleto de celebridades como México. La ñapa de este milagro es que sus composiciones le han dado la vuelta al mundo  interpretadas no solo por él sino también por casi un millar de intérpretes, entre los que es imposible no resaltar a esa otra señorísima que fue doña María de los Ángeles de las Heras Ortiz (la inmensa Rocío Durcal). Mucho más se valora esto cuando se ha llegado  a esas cumbres después de haber estado durante casi dos lustros (entre los cinco y los catorce años de edad) en una “escuela de mejoramiento social”, un reclusorio para niños huérfanos, circunstancia motivada por la pobreza de su familia y las necesidades de una madre angustiada (y algo insensata, hay que decirlo). Allí padeció Juanga las rutinas y castigos propios de esas  instituciones hasta que, para fortuna del mundo musical, logró escaparse.
No exagera mi parienta al insistirme en que si lo pones al lado de ese otro admirado monstruo mexicano que fue José Alfredo Jiménez —también cantautor—, entre los dos podrían disputarse un abundantísimo porcentaje de la música mexicana (y no alude solo a las rancheras). Como los buenos, murió casi con las botas melódicas puestas sobre un escenario: estaba reponiéndose de un concierto ofrecido dos noches antes, en California (Estados Unidos), cuando esa señora indeseable que es la Parca llegó a solicitarle una larguísima actuación en los espacios difusos de la eternidad. Sus canciones quedan como patrimonio indiscutible del ámbito hispanoamericano y más allá, porque muchas de ellas han sido plasmadas en lenguas como el japonés, el tagalo, el papiamento, el alemán, el turco, el serbio, para no hablar de su música mucho más que re-conocida en el acervo de otros idiomas romances (francés, italiano, portugués, rumano).
Aunque lo apodaban El divo de Juárez, Juanga no era propiamente juarense, salvo porque vivió en esa ciudad muchos años. Realmente, era michoacano, de  Parácuaro, suroeste de México. Para su vida artística se hacía llamar Juan, en homenaje a su protector (el artesano y músico Juan Contreras, quien lo protegía desde los días del orfanato) y Gabriel, por su padre (Gabriel Aguilera Rodríguez, de quien lo alejó un misterioso accidente relativo a un incendio de los terrenos que cultivaba en Parácuaro). De ellos dijo alguna vez: “Uno me enseñó la vida, el otro me la dio”. Digamos que, más allá de una existencia como esa (niño golpeado y recluso, adolescente rechazado y marginado, adulto preso siendo inocente), nació marcado por la estrella del éxito, asunto que agradecemos quienes hemos disfrutado de su música y del modo como presumió abiertamente de su condición y se burló de quienes al comienzo rechazaban sus atrevimientos. Será muy difícil conseguirle un sucesor. Habría que decir también que los golpes de la vida y el éxito lo convirtieron en un ser humano extraordinario, preocupado por el perdón hacia los demás y por una bonhomía envidiable.

Durante el comienzo de su triunfo, mucho se rumoró acerca de que se le permitiera (y se le criticara duramente) actuar vestido de charro en su propio país. Uno con unas maneras muy particulares y con el traje repleto de lentejuelas. Se decía que debajo de esto descansaba la supuesta machumbre tradicional del charrismo mexicano. De estar vivo, posiblemente don Pedro Infante habría celebrado sus chanzas contra una supuesta sociedad matriarcal (la mexicana), marcada durante mucho tiempo por el machismo irreductible. No obstante,  nunca quedó claro cuánto de verdad había en tales consideraciones. Ciertas o no, Juan Gabriel se dio el lujo de parodiar las críticas vistiendo alguna vez un traje de charro de color rosado (o rojo, blanco y verde, los colores de la bandera de México), contoneándose y chanceando como le daba su real gana. Podría decirse que acabó con la clásica rigidez de los mariachis y hasta los puso a tongonearse. Hace poco tuvimos oportunidad de ser espectadores de la serie televisiva Hasta que te conocí, la cual recrea parte de su, antes, accidentada y, después, exitosa vida. La misma cierra con el magnífico concierto que, por primera vez y por  fin, ya sin prohibiciones (expresas o tácitas) de ninguna naturaleza, pudo ofrecer en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México (1990). Eloína nunca había utilizado  con tanto acierto la expresión popular “aquello fue para coger palco”. Vida eterna para su música y para su firme y decidida personalidad. Se ha marchado el ídolo, queda la leyenda.

--------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com
Imagen: El Heraldo
_________

Cuentos que son espejos (II): Burdos y bastos bardos



A veces leemos textos literarios que nos llevan a construir imágenes distorsionadas de sus autores. He aquí un magnífico cuento venezolano que se detiene en ese tema

Vivió entre 1889 y 1955. Fue activista político irreductible contra las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez. Mi tía Eloína no lo conoció porque era todavía una núbil idealista cuando él falleció, pero asume que debe haber sido un caballero frontal, directo, sin pelos en la lengua. Lo demuestra toda su escritura. Parodió hasta la saciedad a algunos personajes públicos de su tiempo. A un tal doctor valenciano y adulante de apellido Niño, lo noveló, disfrazó y eternizó como el “Doctor Bebé”. Dirigió periódicos siempre anclados en la resistencia al régimen del que fue enemigo jurado. Conoció el exilio, la prisión y las persecuciones. Nunca se doblegó. Su tipo de sangre era A(guerrido positivísimo). Era bisnieto de un teniente de la Legión Británica. Murió fuera del país, en Canadá, pero su memoria se quedó aquí. Según la premisa de algún recién llegado de pantalla y mazo, debió haber sido “escuálido” y echado más de una vez porque se desempeñó en varios cargos públicos dentro del gobierno del cual era indudable opositor.
Fue uno de nuestros verdaderos e incuestionables héroes civiles y muy poca gente le ha rendido culto a su memoria. Con dos o tres como él, estos tiempos serían muy otros. Fue autor de un libro que debería ser lectura obligatoria para los venezolanos de cualquier época: Memorias de un venezolano de la decadencia (primera edición colombiana de 1927; segunda, venezolana, de 1936, justo a la muerte del sátrapa de La Mulera).  Se llamaba José Rafael Pocaterra y, como inestimable ñapa para nuestra narrativa, fue un cuentista de primera línea. Publicó un solo y muy abundoso libro de relatos al  que intituló Cuentos Grotescos (1922), casi todos escritos en la cárcel. Muchos de ellos habrían servido para catapultarlo como uno de nuestros más acertados y contundentes narradores de historias cortas. ¿Quién no ha tenido contacto escolar con alguna “I latina” o no ha visto el deambular callejero de algún “Panchito Mandefuá”? ¿Cuántas personas que viven, pululan y profanan las tumbas de los cementerios pudieran ser tildadas de “come muertos”?
A decir verdad, Pocaterra se burló hasta más no poder de la literatura venezolana de su momento, de los narradores palurdos, de los ensayistas prepotentes y, muy principalmente, de los poetas de “flor en el ojal”. Uno de sus cuentos más emblemáticos (y quizás menos conocido) se titula “El ideal de Flor”. En unas cuantas cuartillas resume el ambiente desagradable y jalabólico de lo que caracteriza a una literatura oficial y oficialista en plena dictadura. Flor, el personaje principal, es una ingenua chica de provincia, lectora, algo boba y pertinaz seguidora de los escritores capitalinos a través de algunas “revistillas de tercer orden” que (en carga de mula postal) llegan a su casa. En esa rutina, ojeando y hojeando una de ellas, lee alguna vez los versos de un presunto y presuntuoso poeta de nombre Juan Pedro Soto-Longo. Tanto la fotografía como las gastadas metáforas del versificador la conducen a crearse de él una imagen tan falsa como los versos de los que se preciaba aquel sujeto.
En un viaje de su padre a la capital, ella consigue acompañarlo y, ajena a críticas y ojerizas de sus primas, no se cansa de rebuscar y anhelar un instante milagroso que le permita ver personalmente, de cerca, aquella imagen de hombre guapísimo, “rubio de melena crespa”, idealizada a través de la escritura. Como se le hace difícil encontrarlo, lo supone volando tan alto (social y literariamente) que debe ser ajeno a los ambientes mundanos frecuentados por sus familiares. Pasa el tiempo y es momento de regresar a su pueblo, sin haber logrado materializar aquel deseo. Nadie ha podido darle noticia del “notable” escritor; no aparece por ninguna parte en los círculos y espacios literarios caraqueños. Se realiza la reunión de despedida de sus familiares en un “salón de familias de un café”. La álgida y fuerte discusión entre un mesonero y un borrachín que se niega a pagar la cuenta, andrajoso, mugriento, de voz aguardentosa y fanfarrón, pone alertas a todos los presentes. El aedo idealizado por la ingenua chica se esfuma cuando ella percibe que la policía se ha encargado de poner en su sitio a aquel sujeto que pocos minutos antes se defendía de quien lo conminaba a pagar la cuenta: “¡…yo soy el poeta Juan Pedro Soto-Longo y no pago esto porque no me da la gana!”.

Su héroe, el supuesto y celebérrimo vate, magnificado, imaginado por ella a través de la palabra escrita y de aquella fotografía, se le había convertido en un ser de carne y hueso, vividor, gorrón y aprovechador de las bondades que le brindaba su habilidad para escribir cursis versos. De imaginado escritor de “alto vuelo” y supuesta pluma ágil la realidad se lo mostraba ahora cual burdo y basto bardo. Así es la literatura. Nos conduce a crear falsas imágenes (de los autores) que podrían conducirnos a la decepción cuando los conocemos personalmente. ¡Cuántos de nuestros actuales plumarios son dignos herederos de ese personaje-prototipo que nos dejó José Rafael Pocaterra, el “poeta” J.P. Soto-Longo! El que quiera un espejo y no esté libre de culpas, que se mire en ese fabuloso cuento.
--------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com
--------------

ESCRITURA, ESCRILECTORES Y VIRTUALIDAD


Independientemente de la actitud que tengamos ante los textos digitales, hay un acuerdo tácito universal: somos fetichistas ante el libro impreso en papel

Si obviamos momentáneamente este presente en el que la escritura impresa tradicional convive con los textos electrónicos, podríamos tener en cuenta que todavía sobreviven personas adictas a la “manuscritura”; es decir, que ni siquiera utilizaron alguna vez la máquina de escribir. Se comportan como los antiguos amanuenses y, por lo general, precisan de algún copista que lleve sus trazos a un medio diferente. Sus relaciones con las tecnologías de escritura se quedaron en el papel y el lápiz o la pluma. “Son plumistas detenidos en el tiempo”, argumenta mi tía Eloína. Todos tenemos cercano a alguien reacio a inmiscuir sus muy instaurados hábitos de escritura y lectura en los vericuetos de los procesadores de palabras y mucho menos en el ciberespacio. “Yo llegué hasta el fax y ahí me estacioné”, solía decir Manuel Bermúdez, ya fallecido y muy respetado académico y maestro venezolano de generaciones.  Con un calificativo poco feliz, a veces se les tilda como militantes del  “ciberanalfabetismo”. No obstante, están en su pleno derecho de “navegar en aguas firmes”.
A quienes pisan sin temor pero aún con cierta prudencia el minado campo de la palabra virtual o digital, suele catalogárseles de “inmigrantes digitales”. Son (somos) los auténticos representantes de la transición entre aquellos antepasados y las generaciones biónicas o “aviónicas” que nos están sucediendo. Para referirse a quienes parecieran haber nacido con los chips, los teclados, las pantallas y las palabras clave en su composición cromosómica, se acude a la ya consagrada expresión de “nativos digitales”. Otros hablan de usuarios expertos e inexpertos, de consumidores y productores, de visitantes y residentes digitales o de extranjeros y oriundos de la virtualidad. La nómina lexicológica es amplia. Sin embargo, todos los intentos van cargados de un común denominador: aunque sin intención, algunos de los términos de esas duplas léxicas pudieran ser interpretados negativamente. Quiérase o no,  inmigrante, extranjero, consumidor e inexperto son en algunos contextos voces marcadas con rasgos negativos. Cada clasificación busca explicar un fenómeno que está en proceso: la relación entre los escrilectores de la actualidad y el modo como asumen, confrontan, producen y difunden los textos escritos de esta época.

En esa maraña de posiciones divergentes, abogaríamos por una categoría más neutra y equilibrada. A la dicotomía visitantes/residentes (de la Web), pudiéramos añadir un tercer elemento que ubique a quienes voluntariamente se resisten a que hay un nuevo universo digital; un mundo distinto conocido como virtualidad.  Podríamos denominarlos forasteros o reacios. Para el residente, Internet es un espacio natural; difícil le es concebir que no forme parte de la vida. El visitante ha llegado de otro lugar en el que siempre estuvo cómodo. Una vez que se ha desembarcado en los procesadores y en la Red, descubre nuevos recursos que, siempre con la prudencia de quien no es oriundo, va aceptando o rechazando, hasta que se asimila. Los foráneos o reluctantes saben de la existencia de ese otro ambiente, pero, por diversos motivos, han decidido seguir en el paisaje físico que siempre han conocido. Aventurarse ante lo ignoto no es de su interés.

No importa cuál sea nuestra actitud y conducta frente al ciberespacio, nos guste o no, todos somos en este momento conocedores de esos dos lugares (el físico y el virtual) que no están necesariamente contrapuestos ―como algunos creen―; son más bien complementarios. Es difícil no tener que ver con ellos de manera directa o indirecta. Solo varía nuestra mirada y nuestra percepción: asertiva, cautelosa, indiferente, según el caso.  Lo importante es aceptar que ambos existen, más allá de nuestro interés particular.

Lo curioso de esta doble situación es que el libro impreso en papel parece ser el dispositivo analógico que más ha resistido el embate de la virtualidad. En eso la coincidencia es casi de consenso. Manuscriban, tecleen o digitalicen; lean en pergamino, en papel o en electrones; todos somos fanáticos de la palabra escrita. Y ello ocurre porque, de tanto anunciarle la muerte, el libro pareciera un enfermo crónico que a cada momento toma aire y sigue vivo. Subsiste en una situación de supuesta y curiosa terapia intensiva que no es tal. La cultura escrita tradicional lo convirtió en un fetiche o tótem que se sostiene amparado por la magia. Su permanencia, su prosapia y su reinado en el espacio de los escrilectores forasteros no son limitantes para traspasar la frontera, vestirse con los trajes de la virtualidad y complacer también a los visitantes y residentes del ciberespacio. Mutando sin perder su esencia, el libro se ha convertido en habitante bienllegado en ambos territorios.


Reconocerle la supervivencia misteriosa, majestuosa, mágica, magnífica, en su formato clásico no significa desconocer la palabra digital. Según mi parienta, digital es todo: sea por los dedos, sea por los dígitos. A lo mejor ahí radica el misterio.  Digamos que, al menos por ahora, lo virtual y lo físico de la letra conviven y hasta se auxilian. De un supuesto y tácito divorcio inicial que ha intentado separarlos, ambos formatos andan hoy por el camino de la concordia. Han comenzado a transfundirse mutuamente. Con el consenso de nativos, visitantes y reacios, ya no es extraño que un texto digital obtenga pasaporte hacia el mundo físico y se materialice en un manojo de hojas de papel protegido por dos tapas. Ni tampoco es infrecuente lo contrario. 

--------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com
--------------


Cuentos que son espejos (I): Juanpeñismo en ascenso



La posición que ocupan algunos de nuestros políticos, artistas, funcionarios y otros ejemplares de la esfera pública nos recuerda cada día la vida eterna de Juan Peña




La historia del relato que me propongo resumir no es propiamente divertida, pero sí muy sarcástica, magníficamente escrita, contundente, atractiva por su anécdota y por su vigencia eterna. Proveniente del lanzamiento rectilíneo de algún granuja, compañero de juegos y tremenduras, un niño de nombre Juan Peña recibe una pedrada en la boca y el impacto  le parte uno de sus incisivos delanteros. De haber sido algo más que perverso, a raíz del incidente, el chico se vuelve taciturno, silencioso y enfermizamente meditabundo. Sus padres se preocupan y acuden a un médico en busca de alguna ayuda que les facilite entender aquel inexplicable cambio de conducta. El doctor asume que el pequeño está completamente sano pero sufre del “mal de pensar”. Todos ignoran que Peñita gastaba su tiempo jurungándose con la lengua la sierra en que se había convertido su diente golpeado. Por esa vía de la forzada “reflexión” a la que se dedica, se hace hombre y a través de las redes sociales de la época (el chisme, el comentario, el cotilleo, el correveidilismo) deviene en un personaje público más que importante, imprescindible. Ocupa posteriormente muchos cargos, incluidos los de congresista, académico y hasta ministro. No llega a presidente porque lo sorprende una apoplejía que lo envía con el diente fracturado y todas sus “reflexiones” al camposanto. Se le rinden, naturalmente, los honores que merece un grande hombre.
El cuento es breve, interesantísimo e impecable. Su longitud apenas sobrepasa los tres mil caracteres (menos que una de las dudas melódicas de mi tía Eloína).  Se titula “El diente roto”. Fue publicado por primera vez en 1898 (en El cojo ilustrado)  y su autor fue el escritor venezolano Pedro Emilio Coll (1872-1947), diplomático, ensayista, narrador y, entre otras cosas, numerario de la Academia Venezolana de la Lengua. El texto ha pasado de siglo en siglo y permanece intacto, incólume, como toda buena literatura. Se ha convertido en un clásico de nuestra narrativa corta. Y no es para menos. Siempre ha sostenido mi parienta que la literatura escrita para vencer el tiempo es aquella que logra imponer un estereotipo social, un ícono que otros puedan imitar, modificar, admirar, pero jamás repetir. Hay muestras de sobra para entender esto: don Quijote y Sancho, El coronel Aureliano Buendía, Doña Bárbara, para mencionar solamente tres casos emblemáticos de la lengua española. Eso, un emblema, un modelo inigualable y mucho más es la breve historia de Coll. Pasan los años y el pequeño espejo que ese relato ha sido siempre continúa ahí, mostrándonos que su historia es infinita y no deja de repetirse.
Tanta ha sido su pegada que ya hablamos hasta de una corriente a la que podemos llamar el “juanpeñismo” o la “juanpeñada”. Tan contundente e impactante fue el acierto del cuentista que, incluso cuando nos corresponde coincidir con alguien que se parezca al personaje de marras, terminamos apodándolo Juan Peña o argumentando que forma parte de la misma cofradía. Con un plus posmoderno, agregado por algunos de nuestros ejemplares actuales: además de pasarse la vida jurungándose los dientes con la excusa de estar pensando, ciertos miembros de tan particular club son además fanfarrones, bravucones, echones, pedantes y hasta terminan creyéndose que son lo que, en lenguaje marcadamente maracucho, Eloína llamaría “la pepa de Billy Queen”. 

Han sobrado en todos nuestros momentos históricos los personajes públicos a quienes podríamos identificar sin ningún problema con el célebre personaje de Pedro Emilio Coll. Por montones podríamos contar aquellos que mediante “ascenso” súbito, inesperado, increíble, insólito, han llegado a ocupar cargos solamente a costa de haber estado todo el tiempo palpándose algún rasgado diente con la lengua, sin haber realizado ningún tipo de actividad formativa, sin dones de ninguna naturaleza, más allá de su supuesto “mal de pensar”. La lista de este tiempo es suficientemente amplia como llenar muchas páginas. Pareciera que el juanpeñismo está en uno de sus momentos estelares. Sobran los ejemplos para seguir dándole la razón a Coll por habernos dejado, a través de esa sencilla historia, la metafórica explicación para los inesperados ascensos meteóricos de algunos de nuestros actuales personajes públicos. La única excusa para justificar tales posiciones radicaría en el afán que han puesto en hacer que están pensando el país, mientras se han pasado la vida “distraídos con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto…”. De Juanes y Juanas Peña está cundida nuestra esfera pública; pululan por todos los rincones de la política, la literatura, el arte en general, la farándula. Y lo más curioso de todo es que algunos de los émulos del personaje acusan públicamente a otros de comportarse juanpeñísticamente, sin darse cuenta de que el autor de aquel cuento no  les dejó un retrato de alguien de la época, sino un espejo para que muchos puedan reconocerse en él por los siglos de los siglos. 
---------------Publicado originalmente en www.contrapunto.com (14 de agosto de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto.com
---------------

Mala y buena ...leche



Una idea para que alguna vez reaparezca en nuestros supermercados el líquido perlino de la consorte del toro, la leche.
Mi tía Eloína es neófita en eso que los especialistas llaman lingüística, pero ninguno de sus sobrinos duda que pocas personas conocen más que ella de “lengüística”. No en vano su dicho favorito es “con la lengua que midas, serás medido”.  Siendo apenas hablante de español zuliano, se aventura a veces con ciertas teorías que dejarían lívido y majincho a cualquiera que se atreva a discutir con ella. No obstante, no siempre mete la pata; a veces habla de asuntos de la lengua con una certeza y una seguridad pasmosas. Afirma, por ejemplo, que no hay idioma del mundo en el que no exista la palabra “leche”.  Y se faja con algunas traducciones aprendidas en  una vieja enciclopedia:
Wasa le dicen  en yoruba —alega orgullosa—, mleco en polaco y gatas en tagalo.
Disfruta viendo las caras de tontos que ponen sus interlocutores, cuando les muestra que es más culta de lo que parece, aunque casi siempre se hace la trujillana.  Para rematar, agrega ufana que, igualmente, en cualquier parte hay en este tiempo leche de todas las categorías menos  en Venezuela. Adicionalmente, expresa que “no hay población del mundo en la que no haya individuos lechudos y lecheros”. Y a fin de que nos convenzamos, agrega que hay políticos venezolanos que no han hecho nada para ocupar los cargos que ostentan y, sin embargo, ahí están, pegados a la ubre del tesoro público. Tienen leche. Son lechudos en el sentido que a esa palabra le damos como sinónimo de suertudo o sortario.  Añade, además, que esos mismos sujetos (o sujetas, que también las hay), se tornan en unos obstinados lecheros (o tacaños, mezquinos, “agarrados”) nomás llegan a ocupar una posición en la que les corresponda administrar el dinero que nos les pertenece y terminan considerándolo tan suyo que solo lo guardan para ellos.
El tema sobre la leche y sus voces y significados derivados ha vuelto a nuestras charlas de estos días, motivado por una curiosa noticia que, muy a pesar de que circuló en buena parte del mundo como una revelación, pasó entre nosotros por debajito de la mesa. Tenía que ver con la buena nueva según la cual un grupo de científicos de la India ha descubierto una tipología de cucarachas que habitan en las costas rocosas del Pacífico y cuya característica más importante es que no ponen huevos (como el resto de las integrantes de su especie) sino que paren a sus crías cual si fueran mamíferas y, en consecuencia, las alimentan como tales. Aunque no hemos visto ninguna fotografía de las referidas blatodeas (así las llaman en los manuales de entomología), teóricamente deben estar provistas de mamas que garanticen la supervivencia de sus crías en las primeras etapas. Según el estudio, la leche que producen constituye un tipo de líquido que cristaliza en el estómago de las cucarachitas bebés y se convierte en un reconstituyente más  efectivo que otras  leches famosas por su poder nutritivo como la de búfala.


Ya es más que obvio que, en el caso de nuestro país, por mucho que la busquemos, no hay leche ni de vaca, ni de cabra, ni de oveja ni de cualquier otro animal que la provea. Ni siquiera se consigue ahora la famosa leche de burra.  Mala leche hay de sobra, pero esa no alimenta; más bien cabrea, como diría un madrileño. No obstante, he aquí una posible salida para que nuestros expertos en programas de alimentación consideren la posibilidad, primero, de importar semen de aquellas cucarachas del Pacífico y, segundo, de poner en  práctica un proyecto de inseminación artificial con tanta cucaracha criolla como tenemos en los abundantes basureros públicos del país.  Pero hasta ahí la idea; lo demás que lo pongan los encargados de activar esta posibilidad. No nos pregunten ni a mí ni a mi parienta cómo será el futuro proceso de ordeño de aquellos ejemplares ni tampoco cómo vamos a convencer a la gente para que la consuma. Eso que lo piense alguno de nuestros ilustres y lechudos lecheros.
---------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (7 de agosto de 2016)
Imagen: aportada por www.contrapunto
---------------

CARACAS, LA MUTANTE



Caracas, joven y venerable urbe hispanoamericana que cada cierto tiempo cambia de rostro, está de cumple el 24 de julio


Mi primera visita a Caracas ocurrió durante la última semana del mes julio de 1967, mes en que aconteció el último terremoto con que la naturaleza la ha castigado. Venía dispuesto a quedarme pero, en vista de que no me fue posible inscribirme para continuar mis estudios de bachillerato,  tuve que poner  la reversa durante la primera semana de septiembre del mismo año. Luego me apersoné de nuevo en 1968 y hasta el sol de hoy. Recuerdo nítidamente la fecha y el avatar del sismo porque, aunque resulte paradójico, tiene mucha importancia histórica para lo que ha sido el desarrollo urbanístico, arquitectónico y sociocultural de esta ciudad a la que muchos de sus habitantes amamos y detestamos simultáneamente. La inseguridad, el infernal tránsito automotor o las ya inevitables aglomeraciones de seres humanos en pequeños espacios como los pasillos de los centros comerciales, los supermercados, las estaciones y vagones del metro, las clínicas o las dependencias oficiales en las que debamos realizar algún trámite, no serán excusas suficientemente válidas como para que neguemos lo que ya forma parte inevitable e ineludible de nuestras vidas. Como en un presagio llegado del vientre de la madre tierra, aquellos movimientos que hacían vibrar a la ciudad como si fuera un pastel de gelatina fueron, según mi tía Eloína,  el anuncio tácito de que aquí permaneceríamos.
Sin duda, ese día, la capital entraba en una etapa urbanística y humana diferente. Quienes aquí ya estaban y los que llegábamos descubrimos cuán endeble e indómito era el espacio que pisábamos. No obstante, por encima de la desgracia que aquello implicó, pronto se impuso en el ánimo colectivo la voluntad de reconstruir física, social y espiritualmente todo lo que en aquel momento se había derribado, incluidas las esperanzas. Era necesario regresar al equilibrio.
En ese tiempo, la ciudad era  todavía pequeña, más humana y acogedora. Por lo menos los recién llegados debíamos utilizar ropas que nos protegieran de las bajas temperaturas. Si vale la tautología, el Ávila nos pareció de entrada un “misterioso enigma” propenso al hechizo. Todavía la niebla era posible por las tardes y la amabilidad de las personas nos ayudaba a paliar el despecho generado por la soledad traída de la provincia, ahora condimentada con las secuelas de un fenómeno natural del que nunca antes habíamos conocido de modo directo.
El terremoto serviría entonces de triste hito simbólico para que se iniciara un conjunto de cambios que ya no se detendría jamás. Siguen ocurriendo tantas variaciones urbanísticas que bien podríamos decir que hay una Caracas distinta  por cada lustro. Aquí sí es verdad que nadie se baña dos veces en el mismo río (porque seguramente no sobrevivirá al primer intento) ni camina más de tres por la misma acera. Y es que al decir Caracas, la mutante, sabemos que si Heráclito, el célebre filósofo griego, hubiese nacido en un barrio de la zona popular de Las Adjuntas, seguramente lo hubiesen bautizado con aguas del Guaire a la altura de El Silencio, habría hecho la primera comunión en un centro comercial como el de Chacaíto (antes) o el Sambil (ahora) y firmado las capitulaciones matrimoniales en alguna sifrina iglesia de Altamira, al tiempo que posiblemente su partida de defunción tendríamos que retirarla de la prefectura de Petare. Es decir, así como ha sido la ciudad en el transcurso temporal, sus habitantes vivimos y gozamos a nuestro modo de una urbe diferente con solo recorrer unos pocos kilómetros o años. Y el segundo trayecto no será jamás idéntico al primero; seguramente, algo se habrá modificado en  ella mientras escribimos esta duda melódica.
Con la intención de dejar aquí nuestros huesos llegamos a esta mole presuntamente deforme y desproporcionada, desordenada, aunque igualmente seductora y cautivante; a esta amalgama de concreto, sudores, asfalto, aguas nauseabundas y aromas imprescindibles; a este berenjenal citadino que para nada se avergüenza de cambiar de piel cada cierto tiempo, sin ningún tipo de miramiento. La ciudad que siempre será radicalmente distinta para el viajero que se aventure a repetir su visita. No es Madrid con sus mismos edificios de siempre. No es Londres cuyas plazas han estado todo el tiempo en el mismo lugar. No es Roma la de los personajes idénticos que no cambian. Ni es ese París detenido en un tiempo de Tullerías y Campos Elíseos que no cesan de mirar hacia el Arco de Triunfo y  la torre Eiffel. Es Caracas, la multifacética, la que  nunca es igual de hoy para mañana, la que altera a cada rato su paisaje y hace cambiar a sus habitantes como si nada.


Esta capital de nuestras querencias y dolencias se parece cada día más a un campamento de veraneo, como dijo alguna vez José Ignacio Cabrujas. Y mucho más en este tiempo de diáspora forzada, de casas y apartamentos vacíos. Por la noche armamos las carpas para deshacerlas a la mañana siguiente, a fin de seguir una marcha que nunca se detiene. Muy al contrario de lo que crean las personas de pensamiento conservacionista —o los monumentalistas irredentos—, el recurrente cambio de piel de la ciudad podría convertirse en el atractivo más importante de este espacio urbano casi fantástico en el que pernoctamos. Eso de que las urbes deben conservarse idénticas hasta la eternidad puede resultar aburridísimo si lo vemos con sinceridad de habitante y no con mirada de turista. Siendo lo que no fuimos hace rato, mostramos al universo el dinamismo de la vida. Y la vida citadina también es movimiento perpetuo, agitación. Las ciudades se mueven como se mueve la sangre de sus habitantes. Ese es el misterio de Caracas; posiblemente, la única capital latinoamericana que se niega al curioso hábito cultural (¿herencia greco-latina, acaso?) de parecer una entidad momificada, un  lugar por donde transcurre la gente pero no pasa el tiempo. Es mi ciudad, Caracas, la mutante, la que permanecerá en nuestra memoria por mucho empeño que tengan algunos de sus indiferentes alcaldes en no mimarla como se merece, ni siquiera porque desde el día 24 de julio de 2016 continúa siendo una venerable, erguida y joven urbe de 449 años.
----------------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de julio de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto 
----------------------
CLIC AQUÍ para ir a mi página personal

Varios Sánchez, un solo Sadel



Absortos en la brumosa y confusa diatriba política y gubernamental, motivados a veces por justificadas urgencias, hemos comenzado a olvidar a nuestros íconos civiles
1973. Fue en Barquisimeto, durante la inauguración del Festival de la Voz de Oro de Venezuela. Alfredo Sadel se ve envuelto en uno de esos  rifirrafes legales en los cuales los artistas pierden la chaveta y actúan más como seres humanos ofendidos, golpeados, agredidos injustamente, que como las figuras públicas que los fans idealizamos a nuestra conveniencia. Tal vez subsistía en su memoria la espinita con que lo habían punzado durante la primera edición del mismo festival, en 1969. En esa primera oportunidad, Héctor Cabrera y la canción Rosario (de Juan Vicente Torrealba) habían sido distinguidos con un primer lugar que, según el público, debería haber correspondido a Sadel, quien debió conformarse con el tercer puesto interpretando la canción Toledo, de Agustín Lara. Entre ambos, con el segundo premio, figuró Mirla Castellanos (por Dios, cómo te amo, de Domenico Modugno). Ahora, con motivo de la quinta edición del evento, Alfredo había demandado al festival a causa de que, inexplicablemente, organizadores y participantes se habían confabulado para excluirlo de concursar en el segmento la Voz de Diamante. La excusa pública fue una inscripción a destiempo. Otra vez estaba Cabrera entre los participantes, pero dicen las crónicas de esos días que finalmente todo terminó bien, cuando ambos subieron al escenario a cantar en señal de haber fumado la pipa de la paz. 


1982. Ocurrió en Caracas. En tiempos en que el canal de Los Ruices era todavía una planta televisiva normal, sin mazos amenazantes ni hojillas agresoras, Venezolana de Televisión casi veta a Alfredo Sadel por haber golpeado en el rostro a un técnico. La causa de aquella inesperada situación había radicado en que el caballero agredido estaba fumando en pleno estudio cuando el artista se disponía a participar en Los líricos en familia. Sadel era alérgico al humo del cigarrillo y aquel supuesto atrevimiento lo había sacado de quicio. Se suspendió el programa y se intentó proponer un veto ante el respectivo sindicato, sin que aquello llegara a mayores. Consciente de su metida de pata, el agresor pidió disculpas al agraviado y, santas pascuas, aquí no ha pasado nada.
1983. El comité organizador de los Juegos Deportivos Panamericanos escoge a Alfredo para que, en el estadio Olímpico de Caracas, interprete el Himno Nacional durante el acto de apertura. Todo transcurre en calma hasta que, más o menos antes de entonar la parte que dice “unidos con lazos que el cielo formó…”,  las treinta mil personas allí reunidas y unos cuantos millones de televidentes perciben que el cantante saca de su bolsillo un papelito que es interpretado como un “apuntador”. Corren por doquier los rumores y la prensa del día siguiente se hace eco: supuestamente, con aquella actitud, el tenor estaba demostrando desconocer la letra de la canción oficial de su país.  Mi tía Eloína, que estaba presente en el acto y que siguió los chismorreos del momento, me ha confirmado que inicialmente la rabieta de Alfredo fue mayúscula, pero que, después de la tempestad, se lo tomó como chanza y, en algún posterior programa humorístico de televisión, sacaba un papelito a cada rato, haciendo ver en broma que no recordaba su parte del guion.
Hay muchas otras anécdotas como estas y buena parte de ellas aparecen relatadas en el libro En la época de Alfredo Sadel (Aportes a la historia de la comunicación social), del periodista Carlos Alarico Gómez (Caracas: Actum, 2009). Ellas hablan de la personalidad variable y a veces difusa pero muy humana de quien, a juicio de mi parienta, ha sido la voz más prodigiosa de este país —y la más versátil si juzgamos por la diversidad de géneros que fue capaz de interpretar—, halagada incluso por celebridades de la talla de Plácido Domingo, Celia Cruz, Armando Manzanero, Libertad Lamarque y Miguel Aceves Mejía. A  Manuel Alfredo Sánchez Luna (1930-1989) hemos querido regresar  en esta duda de hoy, porque hace apenas algunos días (este pasado 28 de junio)  se cumplieron 27 años de su fallecimiento.
Los fanáticos solemos ser crueles porque a veces olvidamos que, mientras vivían, nuestros mitos también han sido seres humanos, personas que, como todas las demás, sienten y padecen, tienen sus momentos de alegría, viven nostalgias, atraviesan por furias de vez en cuando y han tenido sonrisas, risas y tristezas. Humanísimo fue el tenor ejemplar a quien, dada la existencia en esos días de varios intérpretes con el apellido Sánchez (Magdalena, Alcy, por ejemplo) se le sugiriera adoptar uno distinto. Alfredo optó por honrar su devoción hacia Carlos Gardel y decidió juntar la primera sílaba del suyo con la última de el del celebérrimo cantor de tangos: SA-DEL.

Entre nuestros emblemáticos héroes civiles, Alfredo Sadel está en la lista de los que murieron literalmente con las botas puestas. Quizás resulte mejor decir “con las cuerdas vocales puestas”. En mayo de 1989, el mismo año del Caracazo, ya enfermo con un cáncer que no les dio tregua a sus melodías, fue condecorado por el presidente Carlos Andrés Pérez, a quien fue capaz de sacar lágrimas, como lo recordó en una ya antigua crónica del suplemento Feriado (febrero de 1999) el escritor José Roberto Duque. Ese mismo mes, un día 24, el cantante sacó fuerzas de donde ya no tenía para acudir a ofrecer un concierto en el Teatro Teresa Carreño, donde por cierto, también al decir de Duque, alguna vez estuvo vetado por el gobierno de Jaime Lusinchi (o de su secre “privada”, Blanca Ibáñez. Nunca se supo). Acompañado del trío Los Panchos y de María Marta Serra Lima, el tenor infinito, aquel joven aspirante a quien, a juicio del público, le fue arrebatado el galardón de La Voz de Oro de Venezuela en 1969, el mismo que fue capaz de ofrecer disculpas ante un arranque de rabia y del que jamás creímos que pudiera olvidar la letra del Himno Nacional, ofreció un recital con el que cerraba no solo su carrera sino también su paso por este mundo. La eternidad estaba esperándolo unas semanas más adelante.  Envueltos entre las torpezas de la política y el populismo, hemos comenzado a olvidar a quienes de verdad merecen permanecer en la memoria colectiva, a quienes, con sus altibajos humanos muy naturales, han contribuido a darle forma a un sentimiento nacional. Alfredo Sadel fue uno de ellos y algo debemos hacer para que permanezca entre nosotros. Sus palabras iniciales en ese concierto final, (cuando, mucho más que maltrecho pero totalmente voluntarioso, apareció en el escenario), todavía resuenan en la memoria de muchos de quienes allí estuvimos: “Querido público, estoy aquí porque necesitaba verlos”. 
-------------------
Publicado originalmente en www.contrapunto.com (3 de julio de 2016)
Imagen aportada por www.contrapunto.com
-------------------

Susana, la reina "salvaje y pepeada"



Posiblemente sea Susana Duijm de las poquísimas candidatas venezolanas que hayan acudido a un certamen de belleza en su estado original, “sin enmiendas ni tachaduras”

Nadie se extrañaría de que durante la segunda quincena del mes de octubre de 1955, se armase un zafarrancho monumental, tanto en Venezuela como en algunos países europeos, tras la elección que, como Miss Mundo, se hiciera en Londres de una preciosísima joven venezolana, caraqueña, residente en la urbanización Bello Monte, de Caracas, de diecinueve años de edad y un garbo que qué Greta ni qué carrizo. Dicen las publicaciones especializadas que medía 1.75 metros de estatura, que tenía un largo cabello negro deslumbrante y unos ojos y labios capaces de alborotarle las feromonas al más tímido. Se llamaba  Carmen Susana Duijm Zubillaga y, para efectos del “missado”, alguien había sugerido recortar su nombre hasta convertirla en Susana Duijm, de padre judío surinamés y  madre margariteña.

El origen del alboroto y alborozo era casi obvio: por primera vez una hispanoamericana se hacía con aquel galardón y, también por primera vez, una venezolana daba origen a la leyenda que décadas después se convertiría en una especie de “marca Venezuela”, un país que además de petróleo (muy malbaratado, por cierto) ha destilado unas cuantas reinas de belleza. No obstante, muy a pesar del aprecio, el respeto y la admiración  que pueda tenerse  o sentirse hacia muchas de las que la sucedieron, mi tía Eloína, contemporánea de la susodicha,  ha sostenido siempre que ninguna ha repetido la hazaña de Susana. “Para la fecha—afirma con seguridad total— ese señor al que llaman el Zar de la Belleza, Osmel Ricardo Sosa Mancilla, tendría apenas unos nueve años de edad y, desde Cuba, llegaría al país cuatro años después, motivo por el cual nada tuvo que ver con aquel acontecimiento. Segundo, —sigue mi parienta—, después de ser electa Señorita Venezuela y haber obtenido el décimo lugar entre las semifinalistas del Miss Universo (celebrado ese año en Estados Unidos), Susana acudió a aquel certamen londinense completica en cuerpo, alma, vida y corazón; quiere decir, carente de aderezos que la volvieran “buenamoza” (porque ya lo era suficientemente), con cero reparaciones de “latonería y pintura” y sin enmienda corporal alguna ni incrustaciones de silicona. O sea, en Londres se eligió en 1955 a una verdadera caribeña original”.

No obstante, aquella originalidad no radicó nada más en lo físico. De acuerdo con lo que relatan algunos de los autores del libro Misses de Venezuela: reinas que cautivaron a un país (Caracas, 2005), apenas iniciado el reinado, mucho más que curiosa resultaría también la extraña conducta de la soberana mundial. Cuentan que, luego de unos días de coronada, fue invitada a pasar dos semanas en París, ciudad en la que fue halagada con múltiples loas,  aplausos y solicitudes. Aparte de merecer un agasajo en la embajada de Venezuela, se supo que un presunto marajá o príncipe de la India, nomás verla, le pidió matrimonio obsequiándole un anillo de diamantes y esmeraldas. Una reconocida casa de modas le solicitó que modelara uno solo de sus vestidos a cambio de confeccionarle toda la vestimenta que requiriese durante la estancia parisina.

Digamos que la cercanía del invierno, las ofertas monetarias y matrimoniales, la degustación forzada de los más variados platos de la reconocida cocina gala y  la adulancia y jaladera recurrentes se juntaron para que un día la reina dejara a muchos periodistas fuera de sus cabales, al declarar públicamente no solo que estaba harta de París, sino que además añoraba, anhelaba, rogaba volver a Venezuela, comer espaguetis con caraotas y poder acostarse en un chinchorro. Se imagina uno que aquel arranque de sinceridad debe haber sido para coger palco y motivo suficiente para que terminaran apodándola “Carmen la Salvaje”, como en efecto dicen los cronistas que ocurrió. No obstante, dígase lo que se haya dicho en aquel tiempo, es obvio que se trató de un ataque de espontaneidad que nadie se esperaba. Ajena a los formalismos, la reina se había sublevado y, sin poses,  quizás transgrediendo ciertas normas de protocolo, se atrevió a expresar sus verdades más íntimas.

Lo cierto es que, en efecto, Susana regresó al país antes de lo previsto (primera semana de noviembre de 1955) y, más allá de algunos escandalosos titulares de prensa motivados por aquel arranque de nacionalidad, identidad y autoctonía,  fue recibida en Maiquetía como una verdadera y muy vitoreada heroína. También hubo comunicadores que aplaudieron sus gestos y aceptaron aquel supuesto desplante parisino  como fidelidad y arraigo a lo suyo y no como malcriadez o grosería de provinciana.

Pocos días después de haber vuelto, se la rodeó incluso de chismes nunca confirmados, referentes a una supuesta relación amorosa con el dictador de turno (Marcos Evangelista Pérez Jiménez) y comenzó a volverse la celebridad que ha sido hasta este pasado 18 de junio, fecha en que decidió marcharse definitivamente hacia alguna pasarela celestial.

Su imagen, su garbo de dama preciosa y su sonrisa se quedan con nosotros. Seguiremos admirándola hasta en las arepas o “tostadas”, a una de cuyas variedades más conocidas le dio nombre por iniciativa del comerciante trujillano Heriberto Álvarez. Hermanos Álvarez se llamaba la venta de tostadas a la que, después de haber regresado al país, acudió alguna vez Susana. Estaba ubicada en la Gran Avenida de Sabana Grande. El propio Heriberto ha relatado que durante la visita le obsequiaron una tostada rellena con pollo y aguacate a la que, en su honor, habían decidido llamar la Reina. “Y como en esa época a las mujeres de buenas curvas, así como Susana, se les llamaba ‘pepiadas’ —concluye Álvarez— le pusimos ese apellido a la arepa”.


No está segura mi tía Eloína de que, después de Susana Duijm haya habido otra reina que aglutine en un solo significado las palabras “elegancia”, “belleza”, “excelencia”, “hermosura” “atracción”, “agrado”, “sencillez”, “bonhomía” y “sinceridad”. Casi todas relacionadas, según el Diccionario de Venezolanismos (1993), con el término “pepeado-a”.  Todas servirían igualmente para definir al mito escondido bajo el nombre de Carmen Susana Duijm Zubillaga. 

-------------Publicado originalmente en www.contrapunto.com (26 de junio de 2016).
Imagen aporatada por www.contrapunto.
-------------

CANCIONITIS Y CANCIONISMO


Hay melodías que con sus letras se nos aposentan en la vida y pasan a formar parte de nuestro patrimonio colectivo
Las canciones ejercen en nosotros un algo muy particular que a veces no tenemos modo de explicar. Un bolero, un valse, una ranchera, una balada, una guaracha, una salsa, un reggaetón (o el híbrido de estos dos últimos géneros, un “salsatón”) e incluso un rap, se incrustan en nuestra memoria y allí se quedan para que cada vez que los escuchemos reaparezcan los momentos o evocaciones durante los cuales llegaron a nuestra vida. Cualquiera que sea su naturaleza, la música y sus letras pasan a formar parte de lo que somos; se incrustan en lo más profundo de la intimidad y la memoria; se integran a nuestro patrimonio. Afortunadamente, los humanos de todas partes sufrimos recurrentemente de una sana enfermedad llamada  cancionitis.



No es casual que haya personas que apenas escuchan,  por ejemplo, un bolero que les mueve el piso, y evoquen inmediatamente el título de uno de ellos y piensen: “Ese bolero es mío.” Igual pasa con todos los géneros. Sean lo que sean, hay canciones cuya mayor virtud es motivar en la gente un cierto sentido de pertenencia. El vicio, a su vez, se podría denominar cancionismo. Dice mi tía Eloína que, siendo yo tan venezolano como me siento y como lo padezco, vivo desde mi adolescencia con una especie de sabrosa “aberración” vital que me identifica en todo momento con el corrido mexicano Juan Charrasqueado. No niego que, desde hace muchos años, cada vez que escucho a Jorge Negrete melodiando “Creció la milpa con la lluvia en el potrero…”, pues, nada, se me chorrean las medias y no siento por ello ni la más mínima vergüenza. Lo mismo me ocurre cuando oigo que esa prodigiosa dama que es Lila Morillo canta ese valse o vals venezolano titulado LLuvia (“Extasiado en mis recuerdos, contemplando la lluvia caer…).

 Es usual, además, que relacionemos las piezas musicales con determinados intérpretes y que cometamos a veces el error de olvidarnos de sus escritores/compositores, quienes al fin y al cabo son los responsables originarios y directos de haber nutrido nuestra experiencia con sus aportes. Es verdad que, al menos en ciertas versiones, son los cantantes quienes han logrado acercarnos a alguna melodía en particular. Mas no deja de ser injusto. Tarde vine a enterarme yo de que, por ejemplo, “mis dos canciones” mencionadas arriba son respectivamente de las autorías del mexicano/mexiqueño Víctor Cordero y del venezolano/maracucho Luis Guillermo Sánchez.  

Ocurre incluso con piezas emblemáticas como nuestra más que popular Alma llanera.  Muy a pesar de lo que significa para el gentilicio nacional, debe ser numeroso el grupo de personas que la disfrutan sin tener ni la más pura idea sobre los autores de su letra y  música. En cuanto a esta última, tal vez uno que otro conocedor la asocie con don Pedro Elías Gutiérrez, por tratarse de un compositor bastante re-conocido y bien apreciado entre nosotros; mucho más que don Rafael Bolívar Coronado (autor de la letra) y quizás  más vinculado con la literatura, aunque no siempre bien apreciado en esa área, dadas sus geniales travesuras y su afán por ridiculizar y parodiar a muchos autores.


Relacionada con esto  de la cancionitis y el cancionismo, ha sido noticia en estos días la muerte del compositor español  José Luis Armenteros (1943-2016). Poco se ha resaltado, por ejemplo, que, junto con Pablo Herrero Ibarz, se trata del coautor de la música y letra de la canción Venezuela, entre muchas otras. Como argumentábamos al inicio, cada quien suele asociar esta melodía con alguna interpretación específica (Balbino, Mirla Castellanos, María Teresa Chacín, Chucho Avellanet). No falta quien la atribuya al cantante nacional Luis Silva, por ser este uno de sus más grandes difusores, dentro y fuera del país. Lo innegable es que no son pocos los venezolanos que la conocen y la reconocen; bastantes los que la cantan —o por lo menos la tararean— y muchísimos los que la identifican con el país, su gente, sus costumbres, más allá de alguna supuestas imprecisiones geolingüísticas en su letra (“soy desierto, selva, nieve y volcán” / enterrad mi cuerpo cerca del mar/). Pequeño es el número que la asocia con los apellidos Herrero y Armenteros. Siempre se ha rumorado que originalmente fue compuesta por ellos para el cantante José Luis Rodríguez, quien, por motivos desconocidos, se negó a interpretarla. Lo que mi tía Eloína llamaría sin tapujos una auténtica “pelada de boche” del Puma, porque solo esa pieza habría sido suficiente para recordarlo por siempre. Que en paz descanse entonces José Luis Armenteros por haber contribuido con nuestra cancionitis colectiva. Por mucho que se haya intentado cambiar el rostro al país, gracias a él y a su colega, todavía podemos expresar: “Llevo tu luz y tu aroma en mi piel / y el cuatro en el corazón/ llevo en mi sangre la espuma del mar / y tu horizonte en mis ojos… / …Y si un día tengo que naufragar / y un tifón rompe mis velas/enterrad mi cuerpo cerca del mar / en Venezuela”.
-----------------------

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19 de junio de 2016).
Imagen aportada por Contrapunto.
-----------------------