miércoles, octubre 24, 2007

¿Se llamaría de verdad Rafael Bolívar Coronado?




“El lenguaje del llanero es uno de sus muchos detalles pintorescos. Y gentiles. En esto es marcadamente andaluz, sus exageraciones, sus embustes, su propensión a la burla y la guasa, delatan a leguas el abolengo de los vaqueros de las riberas del Guadalquivir”.

Esta cita corresponde a la segunda edición (1944) del libro El llanero (Estudio de Sociología Venezolana), publicado por primera vez en España (editorial América, volumen 24 ¿1918?), cuyo entusiasta propietario fuera el escritor, editor y diplomático venezolano Rufino Blanco Fombona. Dicho volumen aparece firmado por el escritor venezolano Daniel Mendoza.
La misma editorial “reeditó” un libro intitulado Letras españolas, primera mitad del siglo XIX (volumen 43), firmado por el ilustre académico venezolano Rafael María Baralt, primer hispanoamericano que ingresó a la Real Academia Española como individuo de número. El volumen 25 de la Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales corresponde a las Obras científicas de Agustín Codazzi.
En realidad, ninguno de los tres escritores referidos arriba era el autor verdadero (o al menos no el autor del contenido total) de los citados volúmenes. Detrás de cada autoría (re)conocida en esos libros, y en muchos otros, estaba la sombra (perversa para algunos, genial para otros) de quien ha sido a mi juicio uno de los más originales y menos (re)conocidos escritores de la literatura venezolana. Un hombre que, a lo mejor, sin proponérselo, desveló para nuestra historia literaria el misterio de la importancia de la literatura para la vida pública: si no eres nadie dentro del mundo literario, poco puedes hacer para ser visto por los demás como escritor. De ese modo, a través de esos mismos recursos de lenguaje con que caracteriza al llanero venezolano (con “sus exageraciones, sus embustes, su propensión a la burla y la guasa”), el verdadero autor de tales volúmenes pondría en tela de juicio la noción del escritor que desahoga su ego a través de la literatura. Y lo haría mediante la parodia de proponerse a sí mismo como el único escritor venezolano “con más de seiscientos nombres”. Así lo ha bautizado Rafael Ramón Castellanos en su libro sobre este curioso personaje, publicado en 1993.
Treinta y nueve años de “ruidosa” vida fueron entonces suficientes para que Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) ocupara el espacio escritural de 656 heterónimos o seudónimos.
En honor a la verdad, aparte de habérsele reconocido después de muchos años su autoría de la letra de lo que popularmente se conoce como nuestro segundo Himno Nacional, el joropo Alma Llanera (parte de la zarzuela del mismo nombre, con música de Pedro Elías Gutiérrez, pieza musical consagrada por la sabiduría popular para despedir a los últimos borrachos de las fiestas), nuestra canónica y siempre cuidadosa y conservadora crítica literaria ha soslayado su nombre. Lo ha mostrado más bien como un farsante o timador de identidades, baluarte venezolano de la literatura apócrifa.
 No es entonces un escritor conocido por la vía de lo que sí podemos suponer como obras propias, que también las tuvo (Corazón. Memorias de una niña rubia, 1918; Memorias de un semibárbaro, 1919) sino como el primer burlista de algunos de nuestros más connotados hombres públicos de la letras. Y esta actitud rebasa a mi juicio los límites de la guasa y la charlatanería, porque implica una severa crítica al establisment político de su momento y sus particulares maneras de consagrar a los escritores a través de la adulancia, cuando no de los cargos diplomáticos, hábito muy común durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, tiempo en el cual le correspondió actuar a Bolívar Coronado.
Apreciemos su justificación ante tal actitud: “Como yo no tengo nombre en la República de las Letras, he tenido que usar el de los consagrados, porque yo no puedo darme el lujo de que me salgan telarañas en las muelas”. Quiso decir: o escribo con pomposos nombres ajenos o me muero de hambre; o me apropio de la fama y reconocimiento de otros o perezco. Asunto de supervivencia, literaria y de la otra, la que más te afecta. Y para corroborar tan sencillo argumento, asumió para sí la función de ficcionauta recurrente; sujeto social que vive por, para y dentro de la ficción. Una maravilla, pues, un pequeño salto hacia estos tiempos en que vivir dentro de la ficción se ha vuelto tan real que ya no sabemos si vivimos en la red o fuera de ella.
Espíritu absoluto de rebeldía, luego de obtener un poco relevante premio literario local, Bolívar Coronado se marcha a España estimulado por el gobierno del bagre dictador y, una vez allí, lo primero que hace es volverse opositor del régimen venezolano y aliarse con el sindicalismo de la izquierda española. No obstante, para sobrevivir económicamente, otra vez debe valerse de sus dotes de escritor genial y es cuando, aupado por la editorial América, inicia su mejor etapa de farsa para comenzar a escribir con nombres prestados. Sus escritos calzarán entonces la firma de múltiples autores, algunos vivos, pero no más vivos que él, otros fallecidos, muchos inventados, inexistentes. Valga mencionar solo otros de los tantos nombres públicos locales de que se valió: Andrés Bello, Francisco Lago Martí (sic), Enrique Soublette, J.A. Pérez Bonalde, Jacinto Gutiérrez Coll, Joaquín Antonio Crespo, Juan Santaella, Juan Vicente Gómez, Pío Gil, José Antonio Calcaño, Arturo Uslar Pietri.
A su propio editor, Rufino Blanco Fombona, nada menos que al coterráneo regente de la editorial América, lo parodió mediante diversos apelativos como Fomborino Blanco Rufián, Rabino Fombo Blancona, Rufino Mata Blanconi, Rufino Negro Assesin, Ventura Blanco Fombona. Por cierto, se cuenta que Blanco Fombona anduvo en busca del plagiario con intenciones de enviarlo a apropiarse de nombres de escritores del otro mundo. Afortunadamente nunca lo localizó. Y esto sin decir nada de los nombres de escritores extranjeros con que también se cubrió, como para coger palco y sentarse a aplaudirlo: Cervantes, Unamuno, Sor Juana Inés, Ricardo Palma, Amado Nervo… O del modo como parodió al cónsul venezolano en Barcelona, adulante de Juan Vicente Gómez, Alberto Urbaneja, quien lo persiguió incansablemente y acusó de conspirador ante las autoridades españolas de la época (Urbano Cabroneja, Alberto Mierdaneja, Alberto Cabroneja).
Fuera del campo literario, Bolívar Coronado aportó unas apócrifas crónicas sobre la conquista y colonización de América y las atribuyó a heterónimos como Juan de Ocampo, Mateo Motalvo de Jarana y F. Salcedo Ordóñez.
Apreciemos lo que sobre el “cronista” Juan de Ocampo, presunto maestre y jesuita español, expresan  dos  reconocidos investigadores venezolanos:
“El maestre Juan de Ocampo escribió varias obras referentes a Venezuela. A pesar de su lenguaje cargado de exageraciones, a veces sus referencias coinciden con las de autores fidedignos… Declara haber basado su trabajo sobre Guaicaipuro en otro cierto abate Moulin, del cual nada hemos podido averiguar.” (Miguel Acosta Saignes, 1946)

“El biógrafo de los caciques heroicos, el maestre Juan de Ocampo, nos dejó un cuadro de la naturaleza venezolana, mezclado de leyendas, geografía e historia…
¡Qué fresco corre el estilo para pintar las excelencias de nuestra naturaleza tropical!” (Ismael Puerta Flores, 1964).

De manera que sus parodias autorales fueron tan ajustadas que logró incluso que algunas de “sus obras” fueran referenciadas por importantes investigadores posteriores, hecho que condujo a la conversión de la ficción en verdad pública. Así, Bolívar Coronado hizo gala de su sátira total hacia la institucionalidad literaria.
Pero hay más: su arremetida no solo iba dirigida a los escritores de cuyos apelativos se apropió, también los editores estaban en su mira: “Ellos necesitaban nombres famosos: yo necesitaba trabajar para salir de apuros que comenzaban a hacerse también famosos”.
En las bibliotecas españolas todavía pueden consultarse “sus obras”. Y en el universo de la literatura venezolana todavía hace falta fijarse, no solo en su capacidad para la apropiación de nombres ajenos, sino también para estudiar su inmersión desenfadada en la fantasía, la burla y la farsa con que asumió el rol utilitario de la literatura. Todo con el fin de sobrevivir dentro de un universo en el que un escritor ignorado, desconocido y genial, un autor que no ejerció ningún cargo en la administración pública ni fue un político relevante, igual ocupó los puestos de muchos otros de quienes se burló.
Esto puede gustar o no, pero casi me atrevería a decir que se trata de un caso único en el mundo.
Rafael Bolívar Coronado es entonces un nombre para recordar en estos tiempos en que la red de redes ha puesto en peligro las vanidades egocéntricas propias de la autoría individual y el celo indiscutible y desbocado de muchos autores para que sus nombres se vuelvan famosos  y brillen. Un auténtico y genial escritor de ficción que bien merece ser tomado en cuenta a la hora de estudiar la relación entre literatura y vida pública. Hoy ni siquiera estamos seguros de que su nombre verdadero fuera Rafael Bolívar Coronado. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo no caer en la tentación de que ese fuera otro heterónimo? La sustitución de múltiples identidades, la tendencia casi natural a “fabricarse” sus propias máscaras a expensas de otros, hacen percibirlo como un autor identificado plenamente con  lo que hoy es posible a través de la Internet: aparecer ante los demás mediante el diseño de una personalidad fingida, elaborada únicamente con un propósito de supervivencia discursiva. Sin embargo, jugar al juego de las múltiples identidades a través de la red es, si se quiere, una estratagema mucho más sencilla que la que él asumiera como conducta de vida. A fin de cuentas, el universo virtual es un entorno en el que todos  tenemos acceso a la misma estrategia de disfrazarnos sin demasiados riesgos.  Por el contrario, los riesgos de Bolívar Coronado llegaron a implicar incluso la posibilidad de la pérdida de su vida. No es aventurado creer que un engañado Rufino Blanco Fombona, más que conocido por sus arrebatos emocionales y enfrentamientos, quisiera en algún momento cobrar las afrentas a que públicamente lo sometiera aquel simpático farsante profesional.
Pero, aparte de eso, hay un hecho relacionado con la vida de RBC que igual ha llamado nuestra atención. Durante su estada en Madrid, Bolívar Coronado fue también protegido por el poeta español Francisco Villaespesa (1877-1936), autor de una vasta obra lírica y quien alguna vez visitó Venezuela. Entre nosotros, el dictador Juan Vicente Gómez encargó a Villaespesa la puesta en escena del drama Bolívar. Este hecho aparece reseñado en las Memorias de un venezolano de la decadencia (de José Rafael Pocaterra). Allí, con  una pluma tan urticante como la de Bolívar Coronado, Pocaterra alude a la presencia del poeta español entre nosotros y lo hace sin ninguna simpatía hacia él. Lo califica de “poeta grasiento de medio pelo”, “rimador acatable”, “poetón sucio y rastrero”.
Así que Bolívar Coronado trabajaba en el exterior para un autor extranjero adulador de Gómez. Hay aquí un curioso cruce de dos escritores venezolanos, hasta cierto punto parecidos en su actitud  y estilo literario, y de comunes sentimientos hacia el dictador.  Una misteriosa coincidencia que posiblemente fuera ignorada por los tres, principalmente por aquel poeta, protector de uno, defenestrado por el otro. Queda pendiente esa indagación, pero bien pudiéramos pensar que Bolívar Coronado pudo haber sido un personaje digno de la obra testimonial de ese otro escritor insigne, el autor de los Cuentos grotescos (1922), también considerado algunas veces como segundón por la tradición crítica nacional.
Cada lapso histórico, gubernamental o ideológico, ha buscado sustentarse y apoyarse a partir de la figura de escritores emblemáticos. E igual, cada vez parece haber existido el parodista que se burle de tales aspiraciones. El mismo José Rafael Pocaterra publicó en 1913 una novela intitulada Política Feminista. Más adelante cambiaría ese título por el de El Doctor Bebé (1918), en directa alusión paródica al apellido de un gobernante gomecista de nombre Samuel Eugenio Niño, médico, compositor y político tachirense (1869-1941), adulante del dictador Cipriano Castro y después de Juan Vicente Gómez. El llamado “Gomecismo” prácticamente adoptó como política de Estado rodearse de un conjunto de escritores importantes, casi todos afectos al modernismo, nombres ilustres de plumarios que de alguna manera dieran “brillo” y lavaran el rostro manchado de la más extensa de nuestras dictaduras (ejemplos hay de sobra, pero limitémonos a tres que no dejan lugar a dudas: César Zumeta, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll). No obstante, tampoco faltó un poeta y humorista genial como Leoncio Martínez (Leo, 1888-1941), autor del célebre poema “Balada del preso insomne”, quien sufriera cárcel por sus atrevidas críticas a las políticas públicas de Juan Vicente Gómez. Baste citar aquí los versos con que cierra aquel luminoso poema: ¡Ay, quién sabe si para entonces, / ya cerca del año 2000, /  esté alumbrando libertades / el claro sol de mi país!
Tal vez sea un azar, pero también fue Martínez (en 1914) el autor de la escenografía para la zarzuela Alma llanera, cuyo autor de la letra fuera precisamente el mismo Rafael Bolívar Coronado. Como en la canción Pedro navaja, la vida te da sorpresas. Dios los cría en la literatura y ellos se juntan en la parodia.

Nota: modificado por el autor, 01-11-2012