sábado, octubre 15, 2011

Apremios de la tercera edad intelectualosa





El asunto de las edades sigue dando quehacer a las neuronas de mi tía Eloína. Desde hace unos meses anda preocupada, extraña, unas veces meditabunda, otras cabizbaja.
-Algo le ocurre -me comentó uno de mis primos- creo que tiene que ver con eso de haber llegado hace poco al punto intermedio entre esas etapas de la vida que por ahí llaman la “sexalescencia” y la “septalescencia”.

Eloína cumplió apenas sesenta y cinco años en el pasado mes de abril.

-Ya no cumpliré abriles –dijo, después de haber apagado el inmenso velón que le colocaron sobre una escalerada torta de seis pisos y medio– de ahora en adelante mis años serán más bien a(n)gostos.

En efecto, luego de ese evento en el que logró reunir a su pléyade de sobrinos, a su particular marido de turno y a su única “descendienta”, en lugar de estar feliz, mi inefable parienta más bien se ha vuelto amargada, apremiante, desesperada, terriblemente angustiosa; parecen haberle caído seis décadas y media de plomo caliente y no trece festivos lustros.

La prisa generalizada y el deseo continuo de figuración se han apoderado de sus más rutinarias actividades. Y aunque no tiene mucho que legarles, ya está pensando en qué le corresponderá a cada uno de los parientes que la sobrevivan. Aparte de ello, Eloína tiene ahora la manía de poner en orden todos sus asuntos porque cada noche percibe que la pelona la ronda y en cualquier momento se la engulle.

Por ejemplo, no está conforme con todo lo que hasta ahora ha escrito, dicho o pensado que, por cierto, no es demasiado ni tan importante como ella asume. Ha expresado en varias ocasiones que luego de los sesenta entró en una supuesta “etapa de las reflexiones”, que ya es una mujer madurísima y que, si llegare el momento de acudir a los predios de San Pedro, su pensamiento no puede quedar huérfano. Quiere que se publique y se compile todo cuando ha escrito, dicho y pensado.

Poca cosa, pues.

Se le ha ocurrido que, una vez ella ausente de esta tierra de gracia, seguramente la humanidad requerirá de sus “escrituras sagradas” y, básicamente, de su esclarecedoras ideas, teorías y análisis. Egoteca in ascensus. Ya sabemos que durante toda su vida Eloína se ha caracterizado por ser “escritora oral”. Cree además que cualquier pendejada que alguna vez se le ocurrió será importante para la posteridad, incluidos sus célebres dichos y refranes. Por eso anda como loca gestionando que alguna editorial se encargue de compilar tan necesaria labor para la patria.

Aspira también a dejar “acomodado” en los medios intelectuales al último sujeto que se ha atrevido a acompañarla como marido. Aunque el tipejo es bastante mediocre, marruñero, interesado, flojo y hasta medio tramposo, ella lo considera una especie de genio incomprendido al que debe dejar bien “posicionado” con algún cargo, premio o distinción importante.

Y, claro, la guinda de la torta es la torta que, justamente, Eloína ha dejado puesta donde quiera que ha ido últimamente, cuando asiste a reuniones y cónclaves. Cree que en cualquier evento que se programe le corresponde a ella y solo a ella decir los discursos e intervenciones. Para no importunarla la han complacido en varios casos y las metidas de pata fueron de antología.

Por ejemplo, hace poco, mientras discurseaba durante un seminario para mototaxistas, sus allegados no salíamos de la pena al cerciorarnos de que ya la memoria no la ayuda tanto como hace diez años. Cuando tenía que pronunciar “Barranquilla” decía “mantequilla”; y para referirse a algunos precandidatos presidenciales los acusaba de “cuadrupedantes”. Si quiere decir “equivalente” alude a “equidistante”. Y sigue su “operorata” campante. Es decir, cuando intenta oralizar, no hay oración donde no introduzca alguna extremidad inferior.

Y si por casualidad lleva borroneado en papel algo de lo que desea explicar, entonces traspapela las páginas y termina cruzando discursos sobre los buenos hábitos ciudadanos con otros acerca de la teoría del equilibrio emocional. Eso, cuando no se le pierden las hojas escritas o llega a los eventos sin sus respectivos espejuelos y debe leer con algunos ajenos, que usualmente o le quedan muy grandes y se le caen a cada rato, o son excesivamente chicos y le comprimen las sienes obligándola a un rictus que la asemeja a una persona en trance de ir al retrete.

No obstante, ella piensa que se merece todos los homenajes y reconocimientos que nunca antes recibió. No tiene duda de que, antes de los setenta, habrá de acumular cientos de condecoraciones que le faciliten aparecer por lo menos una vez al mes en los periódicos. Sólo quiere que hablen de ella, sobre ella, por ella, con ella…

En fin, que la edad parece haber estimulado sobremanera la egoteca de mi parienta. Ahora apenas escucha a alguien que la contradiga o intente hacerla entrar en razón, sospecha inmediatamente que la quieren desplazar del importante lugar que supuestamente le corresponde y que ella misma se ha inventado mediante sus fantasías y sus sesentosas aspiraciones de gloria.

Así, mejor no llegar a viejo, mejor permanecer en un anonimato en el que la ancianidad sea más bien un verdadero espacio de paz y concordia. Se lo he dicho varias veces, pero otro de los rasgos propios de esa curiosa actitud presenil es que cualquier consejo es interpretado por la destinataria como certero golpe al corazón de sus aspiraciones.

Y, claro –como es de suponerse- no es mi tía Eloína la única con estos síntomas, comienzo a percibirlos también en otros, que sospechan que les ha llegado la hora de hacer cuentas, sumar, restar, dividir y multiplicar, sacar saldos y acumular las ganancias que, por cualquier motivo, dejaron pasar durante la juventud. Y ahora, apenas pisar el escalón de la llamada tercera edad, piensan que queda poco y que hay que hacer todo lo que no se hizo en las décadas anteriores.

Mal ejemplo, mala praxis presenil esa de permitir a cuenta de los años que el ego se infle a volúmenes impensados, extraña actitud que solo puede traer consecuencias negativas hacia los que te rodean. Primero porque quien se comporte de ese modo se está asegurando una aislada ancianidad, debido a que no hay quien soporte tantas quejas recurrentes, latosas y latentes. Se ha olvidado mi prematura anciana de algo que ella misma repetía mucho hasta hace poco, lo cito de memoria y no sé si era exactamente lo que ella decía (también mi memoria comienza a meterse por los laberintos de las confusiones). Lo cierto es que ella le atribuía a Albert Einstein la siguiente expresión:

"El ejemplo no es una de las mejores maneras de influenciar a los demás, es la única."

Que dios nos agarre confesados con las chocheras de Eloína. Descansen en paz sus hermosos años mozos.


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Fuente de la imagen: http://migallinero.blogspot.com
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sábado, abril 02, 2011

De tetas, paraísos y otros refrescamientos




Hace poco me comentaba un amigo-hermano sobre los modos como se van modificando las invitaciones familiares a medida que va transcurriendo esa entidad indetenible, implacable e inevitable que es el tiempo. Con los años iniciales vienen las festividades familiares en las que celebramos los nacimientos de nuestros hijos, sobrinos u otros chamines de la parentela. Es la época en que la osadía de alguno de nuestros hermanos o amigos nos conmina a violentar las estrictas normas de las clínicas u hospitales para incitarnos a consumir “los meados” (como decimos en español venezolano, aunque suene “fisno”) dentro de la habitación de la hermana o cuñada parturienta y casi siempre con la reprobación de nuestros padres. Obviamente que la materialización de esas felices primeras orinadas de los párvulos que van llegando a la familia se consumen bajo la guía de algún duende etílico.
Después vendrán en sucesivos estadios los bautismos, las primeras comuniones, los cumpleaños, los cierres de ciclos escolares y, por supuesto los nuevos casamientos. Hasta el velorio. No digo nada de las humildes o fastuosas celebraciones de quince años (según sea el caso) porque me luce que ha pasado a ser un ritual en decadencia. Nomás cumplir los quince, las chiquillas de ahora quieren ser “frontalmente grandes y poderosas”. Ya no aspiran a reuniones familiares, ni a cruceros, ni a “piyamadas” que les festejen los tres lustros.
Estupefacta,  mi tía Eloína acaba de enterarse de que -desde aquellas cuyas familias gozan de pocos recursos hasta las que han nacido con un poco más de solvencia económica- las chicas quinceañeras de ahora piden como obsequio a sus padres (o, en su defecto, a sus tíos, o a sus levantes maduros) que les paguen esas curiosas (y a veces no poco arriesgadas) intervenciones quirúrgicas en las que un matasanos se dedica a sacarles tejidos de algunas partes para insertárselos en lugares menos favorecidos por la naturaleza, cuando no es a incrustarles inmensas porciones de silicona que contribuyan a agrandarles las glándulas mamarias. Ya comenzamos a hablar de la generación silicona, como si nada estuviera ocurriendo ante la avalancha de damas jóvenes cuyo gran objetivo en la vida es hacerse de unos inmensos y “jugosos” melones. Vivimos tiempos de pechugonas ¡y también pechugones!
Si alguna vez los pechos fueron solo para amamantar, le luce a mi parienta que su carácter utilitario se ha modificado gracias a la cirugía moderna y ahora son más bien para desafiar o para perder el equilibrio. Hay chicas cuyas dimensiones “tectónicas” han crecido tanto que uno piensa que pueden irse de frente cuando descienden por una escalera o se bajan de un autobús. Y por supuesto que a veces también hacen perder el equilibrio a caballeros poco preparados y nada formados para afrontar la visión descarnada de tales protuberancias. "Teutonas" las llama mi tocayo el profesor Luis Loreto. Y no son precisamente alemanas.
Tiene razón el autor colombiano Gustavo Bolívar Moreno, autor de la novela Sin tetas no hay paraíso (2006). Y no solo paraíso, da la impresión de que, después de esa premonición, para las jóvenes contemporáneas, sin tetas grandes no hay vida, no hay sabor; sin esas prominencias artificiales a las que las señoras y señores de buen decir llaman “lolas”, no hay absolutamente nada, apenas el vacío.
Pero, bueno, digamos que el personaje aludido en la novela de Bolívar Moreno (que por cierto ha pasado a ser un éxito como telenovela, como serie de televisión e incluso ha logrado ya diversas traducciones), es una chica muy joven (Catalina), todavía casi en edad escolar, que, acomplejada por la pequeñez de sus “órganos glandulosos y salientes” (como las define el Diccionario de la RAE), cae en situaciones que la llevan incluso a los predios del narcotráfico, con tal de conseguir el ingreso al éxito constituido por unos respetables y enormes senos que le faciliten sumar algunos cosenos.
Las aspiraciones de ser prostituta de alto calibre de la humilde y pobretona Catalina, se desmoronan cuando Yésica, otra chica un poquito mayor que ella y dedicada al oficio de reclutar “vírgenes” para clientes poderosos, ante el argumento de que las tetas de otra de las chicas (Paola) son de “caucho”, le espeta sin anestesia:
“-No importa, hermana, las de Paola pueden ser de caucho, de madera o de piedra, pueden ser de mentiras, pero son más grandes, y eso es lo que les importa a los “tales”, parce, ¡que las niñas tengan las tetas grandes!”
Más contundente respuesta no podía haber. Barco grande, ande o no ande. Es la idea que Yésica le quiere hacer ver a la pobre y esmirriada Catalina, con sus pequeños limoncitos incapaces de despertar la lujuria de ningún “tal”.
Pase eso y celebremos la novela del colombiano, pero a juzgar por lo que Eloína me ha venido comentando, ya la ambición de emular a María Guevara no es solamente de las jovencitas quinceañeras.
Cansados estamos de ver señoras ya maduras, entraditas en años que, además de los ya rutinarios afeites relativos a las “líneas de expresión”, las correcciones de tabiques nasales, el recorte de las llamadas quijadas de caballo, los amarres de la dentadura, el engrosamiento de labios, el “redondeo” de nalgas, pues no han soportado la tentación de que los pechos descomunales sean un privilegio de las jovenzuelas y, mire usted, que también han pasado a alimentar las arcas de los cirujanos que a estos asuntos se dedican y, nada, que también desean que sus trenes delanteros sean tan visibles como pulposas pelotas de fútbol.
Asuntos de la vanidad humana. Nadie quiere ser feo en estos tiempos. Ni tener nada pequeño o torcido. Y escribí “nada” a propósito, pues supongo que hay más de un caballero de mi generación cuyo buzón electrónico está repleto de mensajes que te ofrecen alargarte, repararte o engrosarte hasta lo que es inalargable: desde los labios hasta el que te conté.
Ser normal, ser como llegamos al mundo, parece en esta época un pecado capital. Todos y todas queremos ser biónicos. Nos acogota el mismo complejo que a Catalina.
Acabo de verificarlo yo mismo con un importante y celebrado amigo escritor. Luego de varios años sin vernos, nos encontramos por casualidad en pleno centro de la ciudad. Entre el abrazo de saludo fraterno y los usuales comentarios de estas situaciones (tu teléfono, mi teléfono, vamos a vernos, a recuperar el tiempo perdido, bla, bla, bla…), yo miraba y no creía, observaba sus pectorales de silicona y no daba fe a aquello, detallaba su rostro de niño, mucho más rejuvenecido que la última vez que lo había visto (hacía por lo menos diez años), sus labios regorditos, vibrantes y sus nalgas pronunciadas, par de medias circunferencias correctas como pasadas por la mano de un veterano escultor, el “negro azabache de su blonda cabellera”, cuando ya las nieves del tiempo deberían haber más que plateado su sien…
No atinaba a saber qué había ocurrido con mi colega, a quien ahora yo (que más bien estoy cada vez más encogido y arrugado de lo que normalmente he sido) parecía llevarle por lo menos una década y media. Estiradito, rozagante, sin sus viejos pliegues en el rostro, mi amigo parecía salido de un experimento de la eterna juventud. Y nada, deduje lo obvio y me sentí un poco idiota. Menos mal que por discreción no me atreví a preguntar, solo lo pensé, cuando lo vi marcharse, aparentemente erecto, orgulloso: “¡Este carajo se hizo latonería y pintura integral, le enderezaron y agrandaron hasta la tapa del cóccix!
No obstante, cuando a lo lejos volví a mirarlo, mientras él se proponía ingresar a las escaleras del metro, yo todavía sorprendido con aquella estampa, noté que mientras intentaba poner el pie derecho en el primer escalón, se iba un poco de lado, como si tuviera defectos en un amortiguador. Hice otras dos deducciones: Una, que por mucho refrescamiento que te hagas, la procesión sigue por dentro. Dos, que ya no sólo sin tetas no hay paraíso. Ahora el paraíso es el cuerpo total, y sin distingos de edad ni de sexo.


Referencia fotografía: Sheila Hershey, modelo brasileña, ostenta los senos más grandes del mundo; ha tenido problemas con sus operaciones. Ver: http://www.midesahogo.com/tag/libro-guinness/