domingo, julio 10, 2016

GENTILICIOS, GENES Y GENTILEZAS



Para ostentar uno o dos gentilicios no basta con que yo me lo crea o que mis adulantes me los celebren. Es necesario que la comunidad me los reconozca

Mi tía Eloína suele decir que yo, su sobrino favorito, llevo en mis genes una especie de doble gentilicio: disfruta ella con que los demás me perciban como “maragocho”. De ese modo, sin complejos y con orgullo, argumenta que comparto los dos lugares en los que, desde temprano, aprendí a sentir fervor por  lo que concierne al país, a su gente, a su geografía, a su cultura, a todo lo explícito e implícito en él.  De lo “mara-“ llevo en la casaca del  alma a Los Puertos de Altagracia, población de la costa oriental del Lago de Maracaibo (zuliano, mirandino, altagraciano, puertero). De lo “-gocho”, cargo con todo lo inherente a las raíces trujillanas de mi madre andina, gocha, trujillana, sanlazareña.
Y es que una de las palabras más hermosas del idioma es “gentilicio”. Dicen los manuales que proviene del latín gentilitius, que a su vez guarda estrecha relación con gens. Esta última se refiere a la estirpe, al linaje que nos vincula con un espacio.  No obstante, este vocablo mágico, esplendoroso, no solo tiene implicaciones geográficas. Representarlo implica sentir que se es de algún sitio y que el mismo va dentro de uno, con uno, a todas partes. Quiérase o no, es difícil no asociar la voz “gentilicio” con “gente”, con “gentileza”. Hay quien también —quizás por influencia del inglés— les dice “demónimos” (demonym), pero esta supuesta equivalencia podría hacernos  pensar fonéticamente en “demonios”. De allí que mi parienta sostenga que hay quienes lo llevan no como gentilhombres, sino como “gentuzas endemoniadas”. Son algunos de los que no saben o no lo merecen; aquellos que con sus acciones ponen en riesgo la reputación del lugar que los vio nacer (o llegar); los que —con mala intención o sin darse cuenta, no importa— se avergüenzan  y denigran de él.  El orgullo de la “gentileza” implica también cierta bonhomía, costumbres, gustos, sentimientos y la gallardía de actuar con dignidad y utilizarla para el bien común.
Hay personas a las que deberíamos poder revocarles los gentilicios de que presuman, sea porque los han mancillado sea porque los llevan sin merecerlos. Y, por el contrario, debería haber mecanismos ajenos a la burocracia que faciliten asignarle a alguien uno determinado. Por ejemplo, existen inmigrantes en nuestro país que merecen ser considerados mucho más venezolanos que otros que, habiendo nacido aquí, dejan muy mal nuestra nacionalidad. Carecen de genuina gens y más bien golpean al país recurrentemente y cada vez lo hacen con mayor saña.  
Hay personas que suponen o creen tener (al menos sentimentalmente) dos o más gentilicios, pero cuya conducta solo demuestra el perjuicio que les hacen. Más allá de ciertas argucias jurídicas para dar visos legales a esa doble posibilidad, alguna vez habremos de poseer un mecanismo contrario mediante el cual podamos deslastrar a una persona de ellos, porque con su conducta pública los ha mancillado. Ni uno ni otro: que se queden en el limbo, que pasen a vivir mentalmente en esa prisión que el antropólogo francés Marc Augé llamó alguna vez el “no lugar”, que se enteren de que, por todas las inadecuadas acciones  que han ejecutado para perjudicar a los demás, pasarán a ser ciudadanos de ninguna parte. Hombres o mujeres con partida de nacimiento pero sin certificado verdadero de oriundez; sujetos y “sujetas” condenados de por vida a un inexistente y etéreo entorno del que, por mucho que presuman ser de aquí, de allá o de acullá, no podrán salir jamás.

En fin, carecer del reconocimiento público de tu comarca (de origen o de adopción) o tener inseguridad acerca del mismo debe ser motivo de una gran tristeza para quien viva en tal condición. No basta con que yo me ufane de pertenecer a algún lugar determinado y alegue que he nacido (vivido) en tal parroquia o que, para evitar dudas supuestamente malsanas, algunos chupamedias aludan a mi partida de nacimiento. Es preciso que el colectivo al que pertenezco, en el que convivo, me perciba como tal. Perder el reconocimiento de tu gentilicio debe ser como vivir sin respirar. Que los otros no me identifiquen como oriundo de una u otra región podría traer consigo una insoportable sensación de no pertenecer a ninguna parte. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (5 de junio de 2016)
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GUERRA DE IMBERBES



De niños jugábamos a los combates imaginarios e intentábamos ejercicios de confrontación bélica que solo se justificaban por nuestras ansias de convertirnos en los héroes que no éramos

Mi tía Eloína me ha recordado en estos días que, motivados por las películas de la época y por el ocio del que nos proveía la escuela (porque solo acudíamos a ella medio turno), de niños solíamos jugar a policías y ladrones, a vaqueros e indios o a ejércitos en pie de guerra. Para esta última simulación, nos constituíamos en dos grupos que fungían de batallones prestos para el ataque y la defensa. Cada contingente tenía su respectivo cabecilla, que era quien supuestamente daría  las órdenes para que su “escuadrón” atacara al contrincante. Previo al imaginario alistamiento, se nos presentaba un dilema aparentemente irresoluble. Ante la ausencia de un comandante general que nos orientara, la situación era algo complicada. Una actividad de esa naturaleza implicaba la existencia de grupos oponentes y, ante ese requerimiento, surgía el primer escollo: quiénes serían los buenos de la confrontación y quiénes los malos. Nadie quería autoasignarse este último rol porque todos estábamos muy claros en que, en cualquier contienda, los malos están condenados a perder. No obstante, la mayoría de las veces, la diatriba se resolvía dejando la elección al azar. Cada cabecilla escogía los suyos entre los que consideraba más aptos. Muchos quedaban fuera hasta llegar a la asignación de uniformes.  Una vez hecha esa primera selección, dejábamos que la distribución de roles la dispusiera una moneda: cara, buenos; sello, malos.

Venía después el asunto de las armas que cada facción utilizaría. Las imaginarias piezas letales  más apetecidas eran los chopos y esos adminículos que en diferentes regiones del país son denominados “caucheras”, “chinas” u “hondas”: horquetas cortadas de un árbol con dos tiras de goma y un cuenco de cuero en el que se coloca un proyectil. El chopo era un poco más sofisticado: supuesto fusil de fabricación casera que normalmente dispara pequeñas esferas de plomo. Por tratarse de una actividad lúdica e infantil, nuestras municiones estaban constituidas por pequeñas bolitas hechas con papel húmedo.  En abierto seguimiento de lo que veíamos hacer a los adultos o a otros grupos de chicos de edades más avanzadas, también nos asignábamos los tipos de armas por bandos: chopos para los buenos,  caucheras para los malos. Nada distinto de las guerras de ahora, en las que los más poderosos tienen armamento que deja pasmados a los contrincantes debiluchos que se creen invencibles. Lo demás, escopetas y revólveres de madera, nos parecían  objetos de bisutería. Nadie los deseaba.


Constituidos los ejércitos y definidas las armas, venía el turno de escoger lo que sería el uniforme apropiado. Cada quien debía hacerse de un atuendo perteneciente a un hermano mayor: los buenos, ropa de colores claros; los malos, vestimenta oscura.  Aquí surgía por lo general otra dificultad. Los integrantes más obesos, los barrigones o los flacuchentos tenían problemas de talla porque en lugar de soldados simulaban hallacas mal amarradas, unos por defecto, otros por exceso. A los pasaditos de kilos y panzudos les cerrabas los botones y quedaban como si estuvieran a punto de explotar. Aparte de que, por ser como eran, resultarían facilísimo blanco para el oponente. En consecuencia, los jefes rogaban para que nos les tocara ninguno de tales ejemplares en su tropa. Solución: una vez escogidos los más atléticos —una inmensa minoría porque las lombrices hacían su agosto y su septiembre con nosotros—, a rollizos y mantecosos se les rifaba hasta que cada cual completara el mismo número de integrantes. Por el contrario, con los que no tenían carne ni para una empanada, el problema era cómo hacer para que no simularan un espantapájaros con ropa ajena. El grupo al que habían correspondido los chopos los eludía ante el temor de que no pudieran con el peso del armamento.  La holgura de su indumentaria era tanta que al final se les relegaba como parte de la “reserva”; es decir, obesos sobrantes y flacuchentos palilludos que no calificaran no jugarían a la guerra de milicianos y estarían allí uniformados pero solo como mirones. Verlos era observar caricaturas de soldados.

Ya definidos los oponentes y sus integrantes, venían los llamados ejercicios de apresto. Los mismos estaban constituidos por unas breves prácticas en las que simulábamos escenarios de ataque, defensa ante situaciones sobrevenidas y posibles estrategias y maniobras a utilizar, de acuerdo con el tipo de terreno y categorías de “soldados” que hubiese correspondido a cada sector. La etapa final era la clásica “¡A discreción, marchen!: barrigones en la vanguardia; cabecillas,  avispados y oportunistas en la retaguardia.


Luego de toda la parafernalia que implicaba definir y escoger  reclutas,  uniformes, tipos de armas y estrategias de ataque, defensa y retirada, llegaban los verdaderos mandamases, o sea, los hermanos mayores. Venían dotados de pertrechos que, a nuestro juicio, simulaban armas nucleares: correas que parecían disparar rayos láser contra nuestros escuálidos traseros. Procuraban furiosos su ropa y sus armas mal habidas por nosotros. Acababan con aquella fantasía, descoyuntándonos y mandando a cada quien para su casa a coñiza limpia. Los mayores eran un escuadrón muy superior a los nuestros, mejor entrenado y ya curtido.  La guerra no pasaba de ser una quimera en nuestras mentes infantiles;  no ocurriría nunca; no la conoceríamos después de tamaña faramalla,  luego de tanto esfuerzo por creer nosotros mismos que de verdad tendríamos una confrontación, porque, paliza de por medio, nos mandaban a casa como si fuéramos milicianos de utilería. Como suele ocurrir en muchos casos, la guerra solo tenía lugar en nuestras fabulaciones de imberbes y en nuestros constantes y reprimidos deseos de heroicidad.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
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ENREDIJOS DE LAS REDES



Se llaman “redes” y, una vez que caemos dentro de ellas,   debemos ser cuidadosos con su utilización


Desde hace varios años, mi tía Eloína ha venido resistiéndose  a los embates de eso que llaman las “nuevas tecnologías”. No tanto por su existencia, sino por algunas implicaciones que han tenido en nuestra vida contemporánea desde inicios de este todavía oscuro túnel que hasta ahora ha sido para nosotros el siglo XXI. Una de ellas se relaciona con las denominadas “redes sociales”. Se niega rotundamente a sumergirse en ellas por considerarlas confusas, oscuras, imprecisas y misteriosas. “Redes son, sin duda ninguna —nos ha dicho en reiteradas ocasiones— porque después que caes en ellas como un inexperto pez, ya no podrás volver a ser tú mismo”. Eloína detesta los computadores y los llamados “teléfonos inteligentes”. Aduce que en cuanto a inteligencia,  ya basta con la de ella y, consecuentemente, un aparatico como ese luciría redundante en el bolsillo, la mano o la oreja de alguien como su persona. Suele decir que si eso para algunos es exceso de autoestima y abundancia de soberbia, pues que se lo crean, pero no es ella quien se va a dejar embaucar por unos señores que los han inventado para enriquecer sus bolsillos y sus egotecas. Argumenta adicionalmente que no hay nada novedoso en dichos aparatos con pantallitas donde puedes ver al interlocutor y enviar mensajes de texto o de voz, porque, aunque en su niñez ella apenas conoció los clásicos teléfonos de vasito, ya esa supuesta realidad que ahora llaman virtual era patente en una serie como Los Supersónicos. Bastaba con ver a los personajes de ese programa para cerciorarse de que en la familia Jetson (que así se apellidaba) no solo tenían equipos milagrosos sino también autos voladores y, además, vivían confortablemente en casas totalmente suspendidas en el aire, sin fundaciones ni nada que las anclara, como esas que ahora llaman de la Misión Vivienda.


Lo cierto es que a los sobrinos nos ha resultado algo embarazoso convencerla de que, sean lo que sean, todos los adminículos que ahora nos ayudan a mantenernos comunicados (y también las cosas que podemos hacer con ellos) contribuyen notablemente a nuestro bienestar cotidiano. “¡Será para ustedes! —salta Eloína como una leona—. Esa vaina de tener, por ejemplo, un tonito para cada cuenta de correo electrónico o para cada seguidor de “guasap” parece un asunto de los seguidores de María Lionza. Estar todo el tiempo dándole julepe a los dedos pulgares y con los ojos saltones de tanto mirar las pantallas parece una vaina de fanáticos de alguna secta religiosa. Imagínate tú eso que ustedes llaman el “fasebuc” —riposta en inglés maracucho—. Primero que todo, no sé cómo carrizo hacen, pero, cual si fueran cosas de brujería, saben hasta los días en que mis ahijadas están precisamente en sus días. No te puedes mover a ninguna parte porque parece que te pusieran un detective atrás.  Además, ahí tienes supuestos “amigos” a los que jamás les has visto la cara, no sabes cómo son, y esos te llevan a otros que a su vez servirán para conectarte con muchos más. Total, una chorrera de amistades con las que, en algunos casos, jamás has cruzado una palabra de saludo.  Te llega una catorcera de fotografías, videos, noticias, propagandas y otras cosas que para nada te interesan. Por ese camino de saltos y asaltos, ahora no escoges tú con quienes quieres amistarte. Basta con un mensajito y, ¡zas!, ya son íntimas dos personas que no tienen ni la más pura idea de por qué se han relacionado”.

Reflexiono acerca de este asunto y la verdad es que como que no le falta cierta razón a mi parienta. Tienen sus indudables ventajas para la vida moderna esos medios en los que ahora vivimos más que enredados, pero traen también situaciones inéditas. Una vez que has ingresado, se desconoce cómo lo hacen, pero te averiguan hasta el modo de caminar. Saben cuándo cumples año y hasta les avisan a todos tus “amigos” para que te feliciten. Se comportan como los nuevos mensajeros de correo para informarte acerca de quiénes desean relacionarse contigo y, si decides hacerte el sueco con alguna solicitud, pues en tu página se queda clavado el mensajito hasta que alguna vez digas que sí con apenas hacer un clic en la solicitud.  Si no eres precavido, si te dejas seducir por las múltiples invitaciones con que intentan enamorarte, podrías terminar exhibiéndote como si estuvieras expuesto en una vitrina. Alguien se toma una “inocente” fotografía contigo y no han pasado cinco minutos para que ya puedas apreciarla expuesta en alguna de esas redes. Mucho debes cuidarte de dar pasos en falso, ya que al parecer tienes cientos de cámaras observando cualquier movimiento que hagas. Si te descuidas, la gente podría saber hasta de tus atajaperros conyugales. Está bien que se aprovechen las ventajas de las redes, pero siempre con cuidado para no caer en esas trampas cazabobos en que tanto los promotores como algunas personas aspiran a convertirlas.


Las redes no son ni una brujería ni una calamidad. Han traído beneficios, pero, mal entendidas, pudieran convertirse en espadas que guindan sobre nuestras cabezas.  Debemos tener cuidado en no darles excesiva información que ya jamás volverá a ser nuestra. Abusar de ellas, no tener conciencia de su alcance y sus implicaciones es casi como quitarse la ropa en plena calle y permitir que cualquiera pueda ver no solamente tus atributos (si los tienes, naturalmente), sino también tus arrugas, tus carencias, tu flacidez, todo lo flaco y descompuesto que puede haber en tu vida. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (22 de mayo de 2016)
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TUITSTORIETAS Y "GUASAPEADAS"



Twitter y  Whatsapp están invadiendo todas las esferas de la vida contemporánea. Todo se resuelve hoy de un solo tuitazo o por la vía de las “guasapeadas”




Ya se sabe que en el Diccionario de la lengua española (DLE) se ha dado plena nacionalidad idiomática a las palabras tuit, tuitear, tuitero y tuiteo. No podría decirse lo mismo de “guasap”, “guasapear”, “guasapero” y “guasapeo”, admisibles quizás, pero no siempre aceptables para algunos.  El Twitter y el Whatsapp (cuyas grafías no pueden alterarse ni adaptarse por ser marcas comerciales) funcionan actualmente como los telegramas de nuestra infancia y adolescencia, solo que su uso es un poco más amplio y, a veces, masivo, público y  hasta divertido. Ya no hay noticias que no lleguen primero por esas vías. El Papa respira y, zuás, un tuit o un “guasap”. Un funcionario público dice alguna trastada e inmediatamente consagran su metida de pata a través de alguno de estos medios o de ambos.  Mediante tuiteros y “guasapistas”, hoy todo se sabe a la velocidad del rayo. Si hay teóricos nuestros que declaran que una página web puede controlar la economía del país, por qué no creer que cualquier problema podría resolverse en un tuitear y “guasapear” de ojos.
Es cierto que el primero de ellos (Twitter) opera limitado por la fuerza de un máximo de ciento cuarenta caracteres. No obstante, eso precisamente lo hace mucho más atractivo. No podría ser tuitero quien, para anunciar un paupérrimo aumento del sueldo mínimo, pasa las cinco horas previas dando más vueltas que un perro antes de echarse. En Twitter hay que ser breve, conciso, contundente y exacto. Digamos entonces que, como ya le es imposible acudir al súper, porque no hay modo humano de entrarle ni hora posible para hacerlo, mi tía Eloína se ha dedicado a elaborar una serie de minihistorias tuiteras y “guasapeosas” marcadas precisamente por la posibilidad de relatar un cuento en unas pocas líneas. He aquí  algunas.
A fin de asegurarse de que en su viaje a Venezuela no tendrá problemas comunicacionales para seguir trayendo la comida “para tres países” que le vende al gobierno, un @comelciantepequinés Quiele pleguntal si hay en la cancillelía pelsonas que hablen mi lengua mandalina. Inmediatamente le responde @fanfarronagubernamental En este gobierno sobran funcionarios que hablan todas las lenguas por señas.
Preocupada porque —negándose a continuar “rozagante y bonita”— la única hija ha emigrado a otro país, una angustiada madre le envía su consejo más contundente mediante un guasap:
Madre Huérfana: Recuerda,  hija, estudia por allá para que luego no tengas necesidad de vender tu cuerpo.
 Hija Expatriada: Tranquila, mamá, nunca venderé mi cuerpo. Si llego a tener necesidad, solo lo alquilaré por ratos.
Una exviuda ya fallecida baja desde el cielo a visitar la tumba de quien fuera su marido y, furiosa por todo lo que le hizo en vida, lo impreca mediante un tuit privado: @difuntavengadora: Levántate y sal de ahí, perezoso, la tierra es de quien la trabaja. Camino al infierno, el cónyuge recién fallecido la mira desde la distancia y recuerda el mensaje con que —frente a la tumba— la despidió el día de su sepelio: @esposo_agradecido:  Aquí descansará mi querida esposa, Señor, recíbela con la misma alegría con que yo te la he enviado.
Esposa maracucha e hipercelosa sorprende a su marido con las manos en otra moza. Indignada por el hecho, se niega a hablarle y decide más bien asestarle un solo cuñazo tuitero:
@esposaindignada: Te vi, vergajo, malparío, falsario, agarrándole el pezón a la percusia de Mileidis.
@maridoexcusado: Error, amor, fue golpeada durante los saqueos; solo me ofrecí a revisarle un morado  en la parte centro occidental izquierda del pecho!
Pareja de jóvenes que se han conocido por la Internet desea un encuentro a ver si logran concretar algo más contundente que los besos y agarrones virtuales. Él está convencido de lo que quiere. Ella sospecha que el caballero busca lo que no se le ha perdido. El joven desea entonces precisar lo que será la hora de encuentro:
 Libidinoso Virtual: Te ruego me concretes finalmente la hora de la cita.
Precisa, como cualquier funcionario público de la actualidad, Chica Prevenida responde: Nos vemos a eso de las cuatro, o sea, tipo cuatro y alguito, mejor a las cuatro y pico en punto.
Dos desconocidos guasapean. Uno en busca de información; el otro en busca de trabajo:
Beodo Ble: Si está interesado en el empleo, quiero saber a qué se dedica usted, señor. Plumífero Desempleado: Me dedico a la escritura.
Beodo Ble: ¿Y qué escribe el caballero?
Plumífero Desempleado: Todo tipo de obras literarias, soy polígrafo. ¡Polígrafo!
Beodo Ble: Lo sospechaba, se parecen nuestras profesiones, yo ahora soy abstemio, pero antes, cuando se podía, era palígrafo.
Plumífero desempleado: ¿Palígrafo? ¿Qué oficio es ese?
Beodo Ble: En la quinta república podía echarme todo tipo de palos.


Y así transcurre la vida y la información, “enredadas” entre  tuitadas y un guasapeos.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com ( 15 de mayo de 2016)
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LENGUAJE PÚBLICO



Quien cree que hablando públicamente como “el pueblo” se coloca más cerca de este, podría estar escupiendo para arriba


Habla o escribe públicamente todo el que lo hace para audiencias masivas, a través de cualquier medio: prensa escrita, radio, televisión y ahora Internet. Y cuando se hace esto, se debe tener conciencia de lo importante que es, porque —sea malo, regular, bueno o buenísimo— el que se dirige al colectivo modela comportamientos verbales, incluso a veces sin proponérselo. A lo mejor no se dan mucha cuenta de ello quienes terminan mal o bien hablando, gestualizando o vociferando como lo hacen sus “dirigentes”, pero así es. Cualquiera que sea su rol en la sociedad, un hablante público está expuesto a todo: al escarnio, a la alabanza, a la consideración, al respeto o al irrespeto y, muy importante, a la imitación. Quienes lo escuchan, lo leen o lo ven por la tele pueden erigirse en sus más severos o condescendientes jueces. Por eso, hay que cuidarse mucho, más allá de las sandeces o genialidades que puedan ocurrírsele a quienes hacen la labor de asesores lingüísticos o publicitarios.
Los hablantes (o escritores) públicos estamos en permanente riesgo de que cualquier cosa que hagamos, digamos o juzguemos pueda ser utilizada contra nosotros mismos. A partir del momento en que nos convertimos en predicadores o defensores del uso adecuado del lenguaje, no importa el lugar o el medio donde lo hagamos, seremos víctimas del acoso generalizado por parte de quien albergue alguna duda acerca de usos y abusos idiomáticos. Si alguien sabe de eso, son, precisamente, los profesores de lingüística y los académicos, principalmente cuando acuden, por ejemplo,  a una clínica y terminan siendo consultados por su galeno.
     ¿Cuál es la diferencia entre un liceo y una “licea”? —pregunta el confundido hematólogo de Eloína— ¿Por qué los militantes machos masculinos hombres del gobierno dicen que son “chavistas” y no “chavistos” si su guía actual ha determinado que son supuestos  “millones y millonas”?
     ¿Por qué un presidente encadenado dice “propinió”, “vituperearon” y “entromezca” y no propinó, vituperaron y entrometa?
     Profesor —me pregunta un exalumno carachense— si rozagante significa “vistoso” y bonito “agraciado”, ¿por qué se ha dicho que  los venezolanos estamos “rozagantes y bonitos” si la gente en las colas se ve tristona, malencarada y majincha? [En algunas partes de Lara y Trujillo “majincho-a” significa “demacrado, pálido, lívido”, principalmente por enfermedad o por estar pasando hambre].

Para nada significa esto que quienes nos abordan con esas u otras preguntas no tengan sobradas razones para hacerlo. Buscan en gente a la que suponen profesional del lenguaje una explicación para tanto desaguisado, principalmente porque dicha actitud de descuido contradice lo que se intenta enseñar a sus hijos, incluso mediante los libros obsequiados por las autoridades educativas. Quien descuida irresponsablemente su actuación lingüística pública educa muy poco cada vez que expresa insensateces, en lugar de utilizar las palabras adecuadas. Hablar o escribir como creemos que lo hace el “pueblo” no nos acerca a él; más bien nos aleja; nos iguala por debajo. Contribuimos con el caos cada vez que olvidamos que el lenguaje que generamos irreflexivamente (como nos salga) va dirigido a otros y que con nuestros gazapos arrojamos más leña al fuego de la situación general de deterioro que vive el país. De allí que no sea nada edificante que un gobernador arroje como si nada,  por el Twitter o por donde mejor le parezca, palabrejas como “culillo” y “chúpalo”. Más de un hablante desprevenido seguramente utilizará ese vocabulario en cualquier espacio. Así lo ha “aprendido” de un importante dirigente social.

Tampoco significa esto que cualquiera, por muy conocedor y profesional del lenguaje que sea, no esté sujeto a cometer un determinado gazapo en alguna ocasión. Nadie es infalible ante las traiciones del idioma; ni siquiera aquel que cree saberlo todo. Está bien que a alguien se le escape un desaguisado una, dos o tres veces. Cuatro o más serían ya síntomas de torpeza comunicacional y habría que llamar a un especialista porque el asunto tendría visos de enfermedad crónica. Además, una cosa es violentar normas gramaticales y semánticas a conciencia y otra muy diferente meter la pata sin darnos cuenta (o sin reconocer) que la tenemos hasta el fondo. Quien asume el rol de hablante público está en la obligación de aceptar que la lengua es el castigo del cuerpo.  El idioma es el alma de una comunidad y, si contribuimos a que el alma aumente sus males cada vez más, eso no habrá cuerpo que lo resista. Para explicarles a los que aspiren a la actividad lingüística pública lo que es improcedente, en un futuro diccionario del disparate, habremos de incluir múltiples voces y expresiones escuchadas por allí, tales como “alto repetido”, “mediocridez”, “brillura”,  “precios desorbitantes”, “condón umbilical” y muchas otras que reposan en el archivo de mi tía Eloína.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (8 de mayo de 2016)
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REPOSEROS SIN FRONTERAS




Que un país en el que se ha decretado  laborar solo dos días a la semana celebre en sus predios oficiales el día del trabajador es equivalente a anunciar una huelga de brazos caídos con puros  jubilados. De acuerdo con el Diccionario de la lengua española (DLE), trabajar tiene hasta ahora dieciocho acepciones pero ninguna de ellas alude a “estar ocioso”. Todas se relacionan con “hacer algo”. El verbo tiene incluso significados que no son de la lengua general sino que se refieren a usos particulares de algunas zonas hispanohablantes. Si nos quedamos solamente en Venezuela, podríamos decir que hay modismos como “hacer o montar un trabajo” y  “trabajar a alguien”. La primera es sugerida en el DLE como venezolanismo y tiene que ver con las actividades o el “oficio” de los curanderos y los brujos. En tal sentido mi tía Eloína suele decir que, a juzgar por lo que ha venido ocurriendo, al país “le montaron un trabajo”, lo que implica que está empavado. En cuanto a la segunda, podríamos decir que algo o alguien “hace el trabajo” cuando  contribuye a realizar una tarea de modo más menos parapeteado, pero para lo cual no fue diseñado o programado (ni entrenado, en el caso de las personas). Por ejemplo, en el milagroso caso de que se consigan,  algunos de nuestros productos básicos son reconocidamente chimbos pero de momento “hacen el trabajo”. Aparte de ello, según el Diccionario de venezolanismos (1993), “trabajar” es a veces equivalente a “fastidiar”, “castigar”,  “reunir el ganado” y “causar daño” o “perjudicar”.

A esas dos últimas acepciones queríamos llegar para entender cómo se puede dañar moral y éticamente un país asumiendo que trabajo y “reposerismo” son sinónimos. La cuenta de nuestra ya oficial situación de reposo permanente por decreto es tan sencilla que hasta mi parienta ha sido capaz de sacarla sin mucho esfuerzo. Veamos.
Comencemos evocando un viejo letrero que, durante nuestra adolescencia,  colgaba en las paredes de algunas oficinas: “Nunca faltes al trabajo para que el patrón no se dé cuenta de que no eres necesario”. Dejémoslo reposar y recordemos que la ley conocida como LOTTT establece que la jornada diurna de trabajo es de cuarenta horas. Por disposición gubernamental, en las oficinas públicas no se trabaja de miércoles a  viernes.  De  las cuarenta horas reglamentarias, resto entonces veinticuatro. De lunes a martes, también por disposición oficial, debemos suprimir cuatro horas por día. Veinticuatro que traía más ocho que agrego son treinta y dos. Si a cuarenta le quito treinta y dos, van quedando ocho horas semanales para la chamba cotidiana.
Digamos que, durante las dos mañanas que deben laborar, algunos empleados públicos se atrasan como mínimo dos horas diarias, gracias a nuestros eficientes medios de transporte o a las colas que deben hacer en el súper. Dos por cuatro, ocho. Ocho menos cuatro, cuatro.
Un lunes los más dedicados no pueden acudir porque tienen diarrea y no consiguen el medicamento para detenerla. O se inunda la calle porque al señor alcalde se le olvidó que los alcantarillados se limpian antes de las lluvias y no durante ellas. No hay modo de salir a cumplir con las otras dos horas diarias.  Es martes y, gracias a CORTO-ELECT,  amanecimos de apagón. Imposible faenar porque muchas circunstancias obligan a salir a las cuatro de la mañana para estar a tiempo. No obstante, la oscurana lo impide. Es obvio que se me han acabado las horas para restar porque sábado es día no laborable y domingo es “feriado”. Me guste o no me guste, me han obligado a entender que lo que tengo en la institución gubernamental a cuya nómina pertenezco no es propiamente un trabajo. Es un puesto.
Ese puesto me lo protege no solamente la LOTTT, sino también el Ministerio del Poder Popular para el Trabajo y la Seguridad Social, cuyas actuales siglas son  MINPPTRASS. Así se abrevia, pero si se hace un pequeño esfuerzo y se “madura” suficientemente la idea, no faltará el brillante asesor que dentro de muy poco sugiera que en la próxima Gaceta dicho ente gubernamental se oficialice mejor como MINPOPATRASO (Ministerio del Poder Popular Para el Trabajo Sin Obligación). Una manera segura, totalmente legal y eficiente de acompañar al gobierno en su afán por dictaminar el reposo eterno y convertirnos para siempre, sin complejos ni falsas culpas, en reposeros sin fronteras. Habrá que buscar también una salida honrosa para que se cambien adecuadamente los diccionarios, por lo menos los que aluden a Venezuela: Trabajar. Verbo intransitivo. Ven. Ocuparse en cualquier actividad física o intelectual,  sin desempeñarla.

Para concluir, digamos, en primer lugar, que el guabineo y la improvisación recurrente no dejan ver un verdadero plan de ahorro de energía. El Guri no se llenará más ni menos con base en medidas espasmódicas o salidas que a veces lucen más políticas que otra cosa. Segundo,  la manía decretista de reposos obligados por un “Niño” al que no se tomó en cuenta a tiempo podría llevarnos a pensar en el letrerito que mencionamos antes. Según Eloína, si podemos sobrevivir con solo dos medios días de administración pública, a lo mejor no la necesitamos. Y, tercero, lo peor de todo es que, una vez que lleguemos al clímax, al ocio definitivo, ni siquiera podremos decir “él último que salga que apague la luz”. 
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (1 d emayo de 2016)
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MODOS, MODAS Y MODISMOS DEL IDIOMA



Nada mejor para celebrar el día del idioma que referirnos a la manera como hacemos uso de algunas expresiones metafóricas para resumir estados de ánimo o describir situaciones





El 23 de abril es fecha para celebrar la existencia de ese insustituible instrumento de nuestra cultura  que es la lengua española. Cómo no homenajear un patrimonio  compartido por más de quinientos millones de almas, que no son precisamente “almas en pena”, sino seres humanos dotados de esa facultad que nos permite entrar mediante el habla o la escritura en las conciencias del resto del mundo. Valga entonces comenzar esta duda recordando una frase  con la que Cervantes resalta en el Quijote el valor de la escritura: “La pluma es la lengua de la mente”.  También se alude en esa novela a la importancia de la sabiduría colectiva cuando el protagonista le dice a su escudero: “Parece, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sacados de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas”. De refranes está repleta la obra completa de Miguel de Cervantes (quien por cierto está cumpliendo cuatrocientos años de haber “salido con los pies por delante”). Breves y contundentes sentencias que, con base en el conocimiento colectivo, a veces vienen “como anillo al dedo” al momento de explicar algunas situaciones de la vida diaria.
Pero adelantemos que no necesariamente toda sentencia breve es un refrán. Abundan en el rutinario intercambio lingüístico otras categorías expresivas que, siendo también cortas y contundentes, tienen diferente sentido, albergan otra intención a la hora de comunicarse.  Se trata de los llamados modismos: frases que jamás pasan de moda, son eternas, forman parte del acervo denominado “lugares comunes” y que solemos repetir a veces sin conocer ni su procedencia ni su intención originaria. Suele ocurrir igual con los proverbios, también parientes de esas dos categorías. Los refranes, los proverbios y los modismos son entonces primos. De estudiarlos se encarga una disciplina llamada paremiología. De momento, dudemos hoy acerca de los modismos.
Abundan las personas y diversos  e improvisados manuales de la Internet que los confunden con lo que son las palabras vernáculas de una región, un país o una localidad. En sentido estricto, el modismo está compuesto generalmente por más de una palabra. Se trata principalmente  de una frase, mas no de cualquier frase. Hay un acuerdo general que lo relaciona con el sentido metafórico total de una expresión, más allá de lo que signifiquen aisladamente los términos que la integran.  Por ejemplo, si en Venezuela nos “estamos comiendo un cable”, nada tiene que ver esto con la ingesta  de los hilos conductores de la energía eléctrica. Aunque lo ignoren algunos funcionarios, es mucha la gente que en este país está pasando por esa situación que alguna ministra ha descrito como “feliz”. Sin embargo, esto no puede decirse demasiado alto porque puede salir algún ministro a interpretarlo  literalmente y atribuir la culpa de la actual crisis eléctrica a la ciudadanía en general.
Igual podríamos argüir que hay comerciantes (bachaqueros o no) que “te sacan los ojos”, sin que ello implique que sean unos asesinos irrecuperables. Cuando decimos eso, sencillamente queremos significar que lo hacen a través de los ”injustos” y elevados precios con los que nos castigan cada día. Lo mismo que si argumentáramos que, desde el punto de vista económico, hay supuestos expertos que están todo el tiempo “tirando flechas”.  Aunque a veces parecieran imitar a los indios, hay ocasiones en que los economistas “se hacen los trujillanos”. En fin, son diversos los modismos de que nos valemos para actuar frente a cualquier situación y explicar las cosas de una manera indirecta, imaginaria, mediante expresiones que dicen más de lo que algún oyente o lector desprevenido pudiera entender.
Un impedimento comunicacional implícito en los modismos es que, por su dependencia indiscutible de la variedad de lengua o la región  en la que nacen o se rehacen, a veces resultan intraducibles a otros idiomas. Inclusive, aun dentro de la misma lengua, en ocasiones  son difícilmente adaptables a otras realidades. Por ello, quizás no sea sencillo que un anglohablante o un francohablante comprendan cabalmente  modismos nuestros tan ilustrativos de la época  como “bajarse de la mula” (cada vez que se precisa realizar un trámite u obtener un producto básico), “andar en la carraplana” (condición ya normal en la clase media venezolana), “mandar al cipote” (como deseo colectivo del país hacia muchos de sus funcionarios), “chupar medias” (cual actitud recurrente de comunicadores “enchufados”) o “poner los ojos como dos huevos fritos” (cuando un corrupto se entera de que, por disposición oficial,  su dólar preferencial a 10 sigue vivo y coleando). ¿Cómo traducir al inglés algunos “modismos de moda” como “estar ladrando” y “pelar bolas”?  ¿Comprendería un australiano el drama de Eloína si ella  manifestara que su pírrico sueldo la tiene “barking and failing balls? Similar problema de traducción pudiera presentarse con muchos otros de nuestros contundentes modismos. Como la lista es muy extensa, cito algunos pocos, a fin de que el lector se divierta traduciéndolos al ruso, al quechua o  al chino mandarín: “quedarse sin el chivo y sin el mecate”, “meterse en camisa de once varas”, “gastar pólvora en zamuros”, “saltar la talanquera”, “pasar el páramo en escarpines”, “creer en pajaritos preñados”, etc.
También es frase del Quijote la que expresa que “las sentencias cortas se derivan de una gran experiencia”.  Faltaría agregar que no solo de la experiencia sino también de la tradición popular. Como sentencias, los modismos son una cantera interminable de salidas idiomáticas que sirven a las colectividades para defenderse ante la adversidad; para abordar asuntos con sarcasmo, alegría, desagrado o efusividad; para expresar algo de modo indirecto.  Pocos saben cómo han surgido; su historia se pierde en los laberintos históricos de la lengua; no hay hablante ni espacio geográfico que no se haya provisto de un buen número de ellos, e incluso que les haya asignado su particular toque regional. Por ejemplo, mexicanos y venezolanos tenemos diferentes expresiones para despachar la resaca: Los cuates se “sacan la cruda”; nosotros, “el ratón”. Si un funcionario público vocifera enloquecido por la tele, en alguna región de Colombia se diría que  le han “estallado los esparquis”, aquí “se le van los tiempos”.  Para referirse a alguien intelectualmente limitado, o que “no está cuerdo”, un argentino podría expresar que “no le sube el agua al tanque” o que “le faltan caramelos en el frasco”. Si un venezolano “tiene caligüeva”, un mexicano prefiere “tener hueva” antes que confesarse perezoso. Para espetarle a alguien que “no sea pendejo”, es posible que  en Táchira le aconsejen que “no sea toche” y en Trujillo que “no sea guaro”.

Ya para cerrar, a veces, las circunstancias nos obligan a excluir algunos modismos de nuestra habla o escritura. Por ejemplo, en este tiempo,  pocos diríamos en Venezuela que algo “se cae de maduro”. Nos “saca de quicio” que alguien abuse de nuestra paciencia en una cadena radiotelevisiva y “hable hasta por los codos”, antes de algún anuncio. Hay también modismos que ganan terreno en ciertas situaciones históricas. Verbigracia, por mucho que nos acoquinen, siempre será necesario  aceptar que hoy “la masa no está para bollos” pero hay que “echarle bolas”,  mantenernos firmes en todo momento y,  sin “tener (o sentir) culillo”, estar conscientes de que hay personas  “más inútiles que cenicero de moto”. Todo muy modosamente, sin  modestia y con modismos.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (23 de abril de 2016), con motivo del día del idioma.
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RENUNCIACIÓN



A veces es imprescindible renunciar a ciertas apetencias y caprichos personales para que otros no tengan que abandonar su casa

Un conocido bolero ranchero del compositor mexicano Antonio Valdez Herrera (1922-2007) se titula Renunciación. Muchos lo han interpretado, pero pocos dudan que fuera consagrado por ese inolvidable cantor que fue Javier Solís (1931-1966). Cito de entrada la primera estrofa para que sepamos de qué va:
No quiero verte llorar
no quiero ver que las penas
se metan en tu alma buena
por culpa de mi querer.

El argumento de la pieza es relativamente sencillo y, si se quiere, en términos de lo que es una pasión amorosa, bastante lugar común: ante la sospecha de malquerencia de parte de su pareja, con dolor, con tristeza, con cierto dejo de despecho, la otra parte decide dejar el sendero libre. Ante tal situación, si nos ponemos en su lugar, renunciar es lo más fácil, lo más normal y sensato. No me quieres, me marcho para que ambos podamos tomar la mejor decisión acerca de nuestro destino.
Si acudimos al Diccionario de la lengua española (DLE)  en busca del término “renunciación”, la entrada remite a “renunciamiento” y este a su vez nos lleva a donde queremos llegar, a “renuncia”. Esta última tiene por lo menos cuatro acepciones: dejar voluntariamente algo que se tiene, desistir de algún proyecto, privarse de algo e, incluso, lo que mi tía Eloína llamaría “pasar agachado”. En síntesis, renunciar es dimitir para facilitar la solución pacífica, sana y civilizada de un asunto.
No se entiende que alguien que esté perturbando una determinada situación, y hasta empeorándola cada vez más, no tenga la suficiente entereza, el necesario coraje e inteligencia para permitir que su relación tormentosa con la contraparte fluya y las consecuencias no recaigan sobre terceros. Suficientemente conocida es la frase atribuida a Rómulo Betancourt: “Ni renuncio ni me renuncian”. Analizada desde la distancia, es obvio que se trata de una expresión que a todas luces denota soberbia política. Esto puede gustar o no a sus partidarios, pero no es el asunto como para haberse sentido orgulloso de ella.
Lo expresó el poeta Andrés Eloy Blanco en uno de sus poemas más conocidos: “Cuando renuncie a todo seré mi propio dueño…/ La renuncia es el viaje de regreso del sueño.” Hay eventos inesperados ante los cuales la mejor salida, la más honorable, es la renuncia. Si estorbo en medio de alguna relación que ya no es fluida, si me constituyo en un obstáculo insalvable para la otra parte, me crezco cuando acepto que no soy monedita de oro y decido tomar las de Villadiego. Son muchos los seres humanos que han pasado por esto y nos han dejado la lección de tener un alma grande, bondadosa. Forzadito por solicitud popular, lo hizo Vicente Emparan, precisamente, un 19 de abril de 1810. Pero lo hizo.  En fecha más cercana (febrero de 2013), también nos dio el ejemplo el anterior papa Benedicto XVI. Mucho se discutió y se intentó adornar el hecho con que no se trató de una renuncia sino de otra figura, la dimisión. Para efectos de lo que significa reconocer(se) y agigantar la consagración, da lo mismo. Cansado, hastiado, descorazonado o lo que fuera, tomó la decisión de dejar la vía libre a quien muy dignamente lo ha sucedido. Han renunciado presidentes, reyes, emperadores, grandes cacaos, damas ejemplares, empresarios exitosos, artistas relevantes y la historia los ha dignificado; les ha reconocido su gesto de liberar un camino.
No siempre debemos creer que somos imprescindibles, que constituimos lo que en lenguaje maracucho llaman “la pepa de Billy Queen” y en otras latitudes “la tapa del frasco”, la finalísima gota de agua en un desierto, y que por ello jamás renunciaríamos a algo. Muchas veces es preciso abandonar un presente incierto para facilitar un futuro promisorio. Pero, cuidado, a lo mejor se hace necesario enmendar las acepciones del verbo renunciar que hemos descrito al comienzo de esta duda. Hay momentos en que son otros los que, con su torpeza, con su reducido mundo de creencias, generan en alguien la decisión de abandonar algo. Algunas renuncias son a veces necesarias para que otros no renuncien a lo suyo.
Por ese motivo, mi parienta se enfurece cada vez que lee o escucha que las personas (jóvenes o no) que han renunciado al país para buscar un mejor sistema de vida son “apátridas”, “traidores”,  o, entre otros juicios apresurados y desquiciados, ciudadanos desalmados que dejan su lar nativo por comodidad. No es fácil para nadie renunciar a su nacionalidad, a sus querencias, a las ataduras que por años lo mantuvieron sujeto al espacio en el que nació, creció y soñó, a la seguridad que generan los afectos familiares. Tampoco es sencillo para quienes se quedan, comenzar a vivir otra vida porque se han marchado los hijos, los hermanos, las tías, los sobrinos... Esos que deben quedarse también han sido injustamente obligados a renunciar a algo: a sus lazos familiares, a los amores que cultivaron. Por el contrario, son muchos los que deberían mirarse en un espejo, reconocerse como culpables de la calamidad que nos ha tocado padecer y, esos sí, asumir alguna vez un mínimo gesto de dignidad y renunciar para que los otros, que somos muchísimos más, respiremos mejor; entender que necesitamos volver a la canción de Valdez Herrera y escucharlos alguna vez decir:
…si sólo penas te causo yo
me voy, mi vida, de tu presencia

aunque me duela en el corazón.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (17 de abril de 2016)
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HACER EL HUMOR Y NO LA GUERRA



De cómo  las salidas humorísticas nos ayudan a luchar contra la adversidad, las desgracias, los malos ratos y otras causales de incomodidad social o individual

A raíz de algunas de nuestras “dudas” anteriores, alguien que se identifica como “economista” nos ha preguntado sobre las razones para que, ante circunstancias tan adversas como las que estamos padeciendo, algunas veces incurramos en ciertas salidas sarcásticas para tratarlas por este medio. El comentario habla de “humoradas” y lo primero que queremos dejar claro (mi tía Eloína y yo) es que muy lejos estamos de hacernos pasar por humoristas. Lo que no impide que de vez en vez intentemos motivar en los lectores una que otra (son)risa reflexiva acerca de las penurias cotidianas. Un muy gracioso actor español ya fallecido, Alfredo Landa (1933-2013), dijo alguna vez que el sentido del humor reposa principalmente en aprender a reírse de las desgracias propias. Tratar los asuntos desde esa perspectiva sería precisamente lo que diferencia a los seres desasistidos de quienes están en las alturas gubernamentales y además suponen que jamás se apearán de ese pedestal.
Y es que el humor suele ser ajeno a quienes ejercen el poder y a su entorno, a su simbología y a su imaginario, en cualquiera de sus instancias, desde las más terrenales hasta las presuntamente divinas. Gobernantes, héroes, estatuas, retratos en papel moneda, dioses y diosas, imágenes oficiales, vírgenes y santos  o no se ríen jamás o esbozan muequillas clandestinas (tipo Mona Lisa, cuya sonrisita siempre ha resultado sospechosa a mi tía Eloína). Ejemplos clásicos de esta afirmación son los íconos fotográficos del papel moneda en cualquier parte del mundo. Por lo general, los héroes de los billetes son precisamente como algunos ministros desenfocados, cejijuntos hasta más no poder. Igualmente, los padres rígidos, mandones, severos, machistas, no parecen dispuestos a la alegría sino al ceño fruncido, ícono cultural que cierta tradición  les ha asignado a las posiciones de dominación desde la época medieval.


Por razones que también emanan del ejercicio del poder (religioso, político, económico, social), por lo menos en la cultura occidental, interesadamente suele asociarse la risa con la maldad en general, con el diablo y lo diabólico, con lo perverso. Pensemos en las carcajadas burlonas de las brujas en el cine y la literatura, en la vileza que envuelve la risa maléfica de las hienas, en el cinismo carcajeante y estrepitoso  de Lucifer.  No obstante, llevar la vida con (buen) humor está muy lejos de eso. Por ejemplo, sean de derecha o de izquierda, es casi un axioma que los dictadores no se ríen, son alérgicos a la felicidad y, cuando lo intentan, convierten el humor en morisqueta, o acuden a la llamada “risa nerviosa”, que más bien parece tener su origen en el miedo oculto a perder el puesto. La autoridad mal entendida, sus representantes y todo lo que les concierne tienen rostro formal, hierático.
El humor representa esos modos sutiles e inteligentes, metafóricos, mediante los cuales el común de los hablantes —y no solamente el humorista profesional— se burla de las hegemonías, de la represión, de las pretensiones opresoras del poderoso en cualquiera de sus manifestaciones sociales: desde el profesor que abusa en su rol de “mandante absoluto” en el aula hasta el gobernante que reprime con la fuerza pública, o por otros medios, a quienes se le oponen; sin olvidar dentro de ese espectro al médico descentrado que abusa del léxico especializado para amilanar al paciente, o al burócrata de cualquier nivel que, valiéndose de su función de intermediario, solo persigue entorpecer las diligencias del desasistido ciudadano que a él acude para realizar algún trámite.
Gústeles o no a algunos, por lo menos en nuestro medio hispanohablante en general, y venezolano, en particular, siempre la colectividad tendrá una salida humorística que le sirva de muro de contención, de mecanismo cognitivo de defensa ante lo que no puede contraatacar por otros medios. De allí los chistes, las frases, los refranes, los dichos, las expresiones generales con que nos referimos al que nos discrimina o nos segrega, a los grupos sociales que nos excluyen, a los adversarios políticos, al que cree que nos domina. 

De modo que valerse de los recursos del humor mediante la actuación lingüística rutinaria o a través de los medios de comunicación social no es ningún pecado ni alberga la intención de banalizar todo mediante un pasajero chiste o una anécdota superficial. Es, eso sí,  una respuesta defensiva frente a la agresión de cualquier naturaleza. Lo decía nada más y nada menos que el padre del psicoanálisis, don Segismundo Salomón Freud: “El humor es la manifestación más elevada de los mecanismos de adaptación del ser humano”. Y mucho antes que él, ya el renombrado Aristóteles había expresado que el hombre es el único animal que ríe. A lo que mi tía Eloína suele agregar jocosamente que la mujer es el único animal que llora… de risa.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (10 de abril de 2016)
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COLORÍMETRO BLANQUINEGRO



El negro y el blanco se han fajado para sobrevivir por encima de quienes han expresado que no son colores



Desde antaño se ha dicho que el blanco y el negro no son propiamente colores. Eso es al menos lo que le decían a uno en la escuela cuando en el salón de clases se hablaba, por ejemplo,  de las gradaciones cromáticas del arco iris.   La tradición científica ha dejado claro que el negro es la ausencia total de luz, en tanto el blanco sería la tonalidad de la luz antes de descomponerse.  Sin embargo, con el permiso de los especialistas, Eloína quiere asumir que, desde fuera de la física y para el común de las personas, hay toda una mitología en torno de dicha situación, pero ambos son colores. De otro modo resultaría extremadamente difícil pedirle a un distribuidor que nos provea de una pintura “con ausencia de luz”. O, en otro caso, expresar que una novia va vestida con una “confluencia de toda la gama de colores”.

Frente a su rival, el blanco, ha sido  más malquerido el pobrecillo e “inexistente” color negro. Al asociarlo con la oscuridad, suele utilizársele con frecuencia para aludir a realidades negativas. Buena parte de las aguas que desechan las tuberías son consideradas “negras”. Si ha pasado las de Caín, se piensa que una persona ha tenido un destino negro. Para recordar una nefasta fecha de nuestro pasado republicano del siglo XX aludimos a “viernes negro”. Cuando deseamos referir que el petróleo ha sido para Venezuela una especie de maldición gitana, no lo llamamos por su nombre, le decimos “oro negro”. Alguna legislación moderna ha determinado que  a las personas de piel medio morena, morena o morenísima no se les discrimine aludiéndolas como “negras”. En su lugar se ha acuñado legalmente el apelativo de “afrodescendiente”. En consecuencia, la canción Negra consentida debería llamarse Afrodescendienta consentida. Si se trata de una persona que se esfuerza mucho, antes solía decirse “trabaja como un negro”, ahora no se puede expresar de esa manera; habremos de manifestar que “labora como un afrodescendiente”. “A burro negro, no le busques pelos blancos”, dice un viejo refrán. No pudieron escoger otro animal sino el pobre burro.  De la persona más descarriada de algunas familias se suele argumentar que es la “oveja negra”. Cada vez que sale un “encuestero”, un economista o cualquier otra clase de prestidigitador sociopolítico a opinar acerca de la actual situación del país, argumenta o que estamos en un “agujero negro” o que nos espera un “futuro nigérrimo o negrísimo”. Una viuda buenota y de armas tomar es algunas veces una “viuda negra”. Hay muchos más, pero démosle espacio al blanco.

A ese otro color que supuestamente tampoco lo es se le suele vincular semánticamente con la pureza, con la inocencia, con lo impecable, intocable, limpísimo. No importa cuánta broma hayan echado antes del matrimonio, es tradición que las novias van “vestidas de blanco, con velo y guirnalda”.  Blanca es la leche, negra la diligencia para conseguirla. Nadie diría “ellos son negros y negocian”; según la tradición, lo políticamente correcto sería “ellos son blancos y se entienden”. Jamás hemos imaginado una bruja ataviada de blanco. Tampoco hay hada que no luzca limpísimo traje casi transparente. Otro refrán (que contrasta con el del pobre burro) indica que “amigo leal y franco, mirlo blanco”. Un especialista en vocalización musical diría que hay “voces blancas”, sí, y tal vez  otras “sucias”, pero negras jamás, por muy graves que suenen. Hasta donde sabemos, se conocen solo  los “cheques en blanco”. Existe un color de pintura llamado “blanco ostra”. Mas no se consigue “negro calamar”.

Hay además casos en los que el contraste de ambos es perverso: “blanco con bata, médico; negro con bata, chichero (o heladero)”. La confusión entre los extremos de la oscuridad y la luz absoluta ha ejercido tanta influencia en la sociedad que hasta ha habido personas muy morenas que quisieron ser blancas. Y lo contrario también pareciera ocurrir, pero con una diferencia; mucha gente que tiene piel de rana añora ir a la playa a volverse “afrodescendiente”, pero sabe que se le pasará mañana. En los inicios de los años sesenta del siglo anterior, cuando se votaba por colores, una división del partido Acción Democrática ocasionó que el grupo originario perdiera el privilegio de su tarjeta blanca. Les asignaron una negra y, aunque desconfiaron de ese color hasta el último día, ganaron las elecciones (1963). Para evitar la confusión de los votantes,  crearon una coplita dirigida principalmente a atacar al grupo divisionista que se les oponía (conocido como grupo ARS). Todavía la recuerda mi tía Eloína: con esta negra sin par / y Juan Bimba de jinete / se va a quedar al garete / el chongo del grupo ARS.  No obstante, por si las moscas, se valieron adicionalmente de un lema que expresaba el más profundo de los deseos por rescatar lo que suponían su color ancestral: “para recuperar la blanca, vota por la negra”.


Finalmente, hay también expresiones alusivas a ambos colores en las que, sin saber por qué, subsiste una especie de negociación semántica. Se dice, por ejemplo, que “los perros ven en blanco y negro”. Vaya usted a saber quién ha comprobado eso. Las antiguas negritas de los carnavales no eran tan mal vistas, por creerse que debajo del disfraz había “damas blancas”. La opinión cambiaba cuando en algunos casos se descubría que eran negrotes disfrazados de negritas. Andrés Eloy Blanco se quejó de la inexistencia de “angelitos negros” en la inspiración de los pintores, hecho más que evidenciado por la abundancia de los de epidermis blanquísima. La mayoría de los integrantes del santoral católico es de piel nívea, pero en el camino se les han infiltrado unos cuantos de origen afro. Hay hasta refranes útiles para negociar la conciliación: “no todo lo blanco es harina”; “de ovejas blancas nacen corderos negros”. Cómo dudar de la convivencia “pacífica” de excelentes cervezas rubias y negras. Teresa de la Parra escribió una novela titulada Memorias de Mamá Blanca (1929).  Eloína bromea y argumenta que,  para no quedarse atrás y evitar que el otro grupo quedase fuera, Rómulo Gallegos publicó su contraparte: Pobre negro (1937). En fin, no serán colores para la física, pero es obvio que sí que lo son para los seres cotidianos.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (3 de abril de 2016)
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TUITEROS SOMOS Y EN EL CAMINO ANDAMOS



Acerca de Twitter y su inmersión ya ineludible e inevitable  en la comunicación social contemporánea



Una noticia sobre las llamadas redes sociales ha saturado diversos espacios y medios de comunicación en estos días: Twitter acaba de cumplir diez años. Muchos se mostrarán indiferentes ante este hecho; a otros pudiera resultarles fútil o intrascendente el acontecimiento. Quizás haya quien crea que esto no tiene ninguna importancia porque tal vez no resuelve algunos de los diversos problemas cotidianos tan propios de estos tiempos en los que en el planeta se cruzan las lluvias torrenciales con sequías impredecibles, nevadas inesperadas u otros fenómenos naturales de dimensiones inéditas. No obstante, la noticia es esa: Twitter ha llegado a la década y, según sus propias estadísticas, cuenta ya con 320 millones de usuarios en todo el mundo. Les guste o no a nuestros actuales próceres, nació en el “imperio mesmo”, en 2006, y uno de sus creadores (Jack Dorse) prefiere aludirla como “red informativa”. Lo de “red social” no le cuadra mucho, debido al mayor énfasis que el pajarito azul  pone en los contenidos. Discusión bizantina en la que no deseamos engancharnos, pero algo sí hay que precisar: la información y la comunicación servirían de muy poco si no tuvieran incidencia en lo social. Punto en boca y no digo más, señor Dorse.

Motivada por este singular aniversario, mi tía Eloína me ha sugerido que escriba acerca de esto y cumplo entonces con su solicitud. Comienzo diciendo que, al haberse vuelto tan importante y tan cotidiano para las comunicaciones habituales, este sistema ha logrado instalarse incluso en el cuerpo de nuestro idioma. Si acude usted a la versión más reciente del Diccionario de la lengua española (DLE, 2014) encontrará que hay varias palabras relacionadas con el fenómeno que ya gozan de plena aceptación en nuestra lengua. De modo que no es extraño ni inadecuado que algunos hablantes o escritores expresen que han enviado o recibido un “tuit”, o que en algún momento se han planteado “tuitear” alguna idea. Y si ha entrado el verbo, es obvio que también lo haya hecho su completa conjugación (tuiteas, tuitearán, tuiteado, tuitearía, tuiteando, tuitease, tuiteen, etc.). Tampoco son ya extraños los sustantivos “tuiteo” (acción de tuitear) y “tuitero” (persona que tuitea). Lo que no puede recibir carta de nacionalidad idiomática en español es la voz “Twitter”, por tratarse de una marca comercial registrada.

Aprovechando su rol de hablante libertina, mi parienta se ha encaprichado con otra palabra de la familia, excluida por ahora del DLE: tuiteca (acumulación o depósito de tuits). Suele también tildar de “tuitosos o tuitosas” a las personas adictas a esta red,  que,  por lo general, resultan también creyentes incondicionales de todo lo que circula por ella. Mención especial merece el hecho de que no todo lo que fluye por allí es confiable.  Eloína se ha encaprichado además con la forma híbrida “notuitcia”, para referirse a las innumerables noticias que a diario circulan a través de este milagroso sistema de los ciento cuarenta caracteres. También se escucha por allí la expresión “decirlo en un tuit”: expresar algo breve, concisa y muy resumidamente. La palabra “tuitivo”, también registrada desde antaño en el DLE, nada tiene que ver con tuit ni con tuitear. Su relación de familia la asocia con “tuición” (acción de defender).

Hay que añadir que existen tuiteros serios y otros no tanto, desbocados y calmos, reflexivos y fanfarrones, pantalleros y cautos, falsarios y auténticos; que debe utilizarse este medio con la debida sindéresis y ponderación; que valen sin ninguna duda los recortes de palabras o abreviaciones a los que a veces debe recurrirse por las limitaciones de caracteres; que no siempre es adecuado para manifestar públicamente estados de ánimo, emociones o sentimientos personales; que si usted riñe con su pareja,  tiene colitis o triglicéridos de más no tiene por qué tuitearlo; que buena parte de la utilidad efectiva de Twitter radica en saber qué decir, cómo decirlo y para quiénes.


Finalmente, desmárquese de los pedantones que le indican que debe pronunciar “tuírer” o “tuita”, como si usted fuera angloparlante. Tampoco se confíe demasiado en ciertas sugerencias de puristas improvisados que, afincándose en la traducción literal de estos términos, aconsejan utilizar “trinar” en vez de tuitear, “trino” en lugar de tuit o “trinador” por tuitero. Poco falta para que nos indiquen que en lugar de Twitter debemos usar “Gorjeo” o “Gorjear”. La lengua se defiende sola, sin la intermediación de falsos abogados filológicos. Imagine lo cursilón y destemplado que pudiera resultar un tuit oficial como el siguiente: “Trinador mayor me ha ordenado que, como vicetrinador, trine: parlamento  “mudista” hostiga al Gobierno a través de su  nueva cuenta de Gorjeo”.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (27 de marzo de 2016)
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