miércoles, febrero 28, 2007

Remedios que sacan la piedra





La gente suele ser sabia en múltiples consejas y amplísima en los más diversos consejos. Al menos en Venezuela, se trata de una conducta que no distingue colores de epidermis ni rangos sociales. Basta con la ocurrencia casual de un fuerte dolor de espaldas o la aventura incierta de algún examen médico de rutina en el que a usted le diagnostiquen la presencia de una piedra en el riñón para que le aparezcan de pronto los más diversos consejeros y consejos en cuanto a lo que deba hacer para expulsarla. Desde el más humilde de los empleados hasta la más encumbrada ejecutiva se vuelven calculistas o calculonas al momento de aconsejarle el remedio más adecuado para su mal.
La experiencia más reciente la acaba de vivir mi tía Eloína. Una vez que los sobrinos no creyeron en sus cuentos para echarle las culpas de sus cada vez más frecuentes dolores de cintura a la ancianidad de un colchón del que no ha querido desprenderse desde hace más de treinta años, hubo de resignarse y aceptar caer, una vez más, en las manos piadosas de un matasanos para que la examinara.
Y la verdad se le incrustó como piedra en el zapato (mejor dicho, en el riñón). En medio de una terrible sesión de náuseas generadas por la registradera del galeno, la noticia le sentó como si se hubiera atragantado con una cesta de mariscos en mal estado. Todavía recuerda la cara serísima del batiblanco, quien patibulario, patético y muy cejas torcidas, arrugó la voz para manifestarle que el ecosonograma, la tomografía, la resonancia magnética y las pruebas sanguíneas habían revelado la posibilidad de un diagnóstico que la dejó “estupefaciente”:

-Los exámenes lo evidencian- dijo el médico, tratando de ser concreto, conciso y exacto, como suelen enseñarlo en las escuelas de medicina- etiopatogénicamente tienes una litiasis urinaria originada por precipitación de sustancias cristalinas sobresaturadas, de composición química difusa y de origen mucoproteínico con infección por gérmenes ureolíticos-. ¡Más claro no canta un gallo!

Obviamente, cuando como paciente escuchas una retahíla de esa naturaleza, comienzas a tratar de recordar si tienes o no al día tu seguro funerario. Sin embargo, mi parienta se tranquilizó cuando otro médico amigo y más terrenal, menos sacerdotal, le aclaró que esa jerigonza inextricable significaba que tenía una vulgar piedra en el riñón.
Aparte de seguir el inútil tratamiento alopático recomendado (antes que tener que recurrir a esa mágica luminiscencia que llaman endoscopia), no hubiera pasado nada si a ella no se le ocurre hacer circular la noticia en el edificio donde habita. Descartando la mamadera de gallo del presidente del condominio (“¡Error de cálculo, doña Eloína, ¿cómo se hace?!”), cada uno de los vecinos de confianza fue apareciendo en distintos momentos para ofrecerle un consejo acerca del modo más expedito de botar la piedra.
Y dada, como es, a creer en las dotes de la sabiduría popular, ella comenzó a aplicarse una serie de remedios de tipo casero que, si bien ayudarían a eyectar a la intrusa, pudieron también haberla expulsado a ella del mundo.
Vecino del 5-B. Cocine barbas de jojoto de maíz amarillo cosechado en luna llena, déjelas serenar por media hora y prepare un batido con ellas al que le agregará una hoja de canela que no haya sido asoleada. Échele después dos cucharadas de aceite de oliva virgen y tómese medio vaso cada noche, antes de acostarse. Dicho y hecho, durante una semana, diarrea prolongada sin otro resultado. La roca seguía allí intacta.
Vecina del 7-C. Consiga un melón verde de 750 gramos que no haya sido sometido al transporte en camión de estacas. Córtelo en triángulos sin eliminar ni la concha ni las semillas, agregue dos vasos de agua, pase todo por la licuadora en la segunda velocidad y tómese un vaso antes de cada comida. Muy bien, estreñimiento severo por seis días y la guaratara allí, inamovible.
Vecinos del PH1: Corte varias pencas de sábila tierna y mézclelas con catorce dientes de ajo tamaño mediano, comprados en el mercado periférico antes de las cinco de la madrugada, añada agua al gusto y deje reposar por una hora para luego beber un vaso cada treinta minutos hasta que le saque la piedra. Qué va, retortijones intolerables y el peñón de Gibraltar como si no fuera con él.
Vigilante de la caseta de entrada. Prepare un té de onoto traído de Escuque, pero que haya sido arrancado de la mata en tiempo de atardecer de día lluvioso. Triture dos huevos de gallina criolla, cáscara incluida, y vierta el contenido en el té de onoto, métalo en la nevera durante tres horas y cuatro minutos y luego bébaselo en cucharadas, una por una. Heces coloradas, orina color salmón asustado y nada.
Conserje portuguesa. Como ninguno de los anteriores le ha hecho efecto, coloque cada noche un vaso de agua y otro de ron blanco frente a la imagen del Negro Felipe, acompañada de la de la Virgen de Fátima. Rece veintisiete rosarios sin respirar y tenga fe en que expulsará lo deseado y lo indeseado una vez que termine de orar. Negativo, casi se muere asfixiada, sin más logros.

En suma, cada vez ha venido alguien a ofrecerle de buena voluntad el remedio “más efectivo” para desalojar aquella dureza renal. Sin embargo, van ya unos cuatro meses probando recetas diferentes sin que ocurra el esperado milagro naturista que a mi parienta le saque la piedra. Allí sigue. Cualquiera otra sugerencia medicamentosa para este caso, por favor remitirla a la sección de comentarios de este blog de Eloína (http://barreralinares.blogspot.com). Ella está dispuesta a seguir probando antes de la opción quirúrgica. Aconséjela, por favor.

Nota: especial y muy particular agradecimiento a los ciento setenta y dos comentaristas que a la fecha de hoy (19-07-2016) han relatado experiencias similares y aconsejado generosamente a Eloína.



miércoles, febrero 21, 2007

Humor con amor se pega



Suele decirse que los venezolanos hacemos humor de cualquier evento, incluidas las desgracias, los sepelios, los divorcios y los malos  gobiernos. Particularmente, no creo que éste sea un atributo exclusivamente nuestro sino una condición que nos ofrece el idioma español en general. Pensemos, si no, en lo aburrido que para nosotros, hispanohaablantes,  es hacer o comprender el humor a la inglesa, a la sueca o a la alemana. Ni hablar del humor finlandés o danés. No debe ser muy fácil porque, aunque no sea cierto, suele decirse que en los países donde se hablan esas lenguas todo está tan resuelto que los hablantes se divierten suicidándose.

En la mesa, somos adictos a una sola expresión de humor negro cada vez que nos toca comer lo mismo del día anterior. Ante la necesaria resignación, no nos queda más salida humorística y amorosa que complacer a nuestra pareja, madre, hermana o hermano, mirando con sonrisa lastimera la comida vieja, engullendo el primer bocado y exclamando con total hipocresía, pero con aparente rostro de felicidad: “¡Ummm, está mucho mejor que ayer!”. Igual que no faltará jamás quien, después de una parrillada horrorosa, quiera halagar al autor o autora con la expresión “¡Coño, ahora es cuando esa candela está buena!”.

Vale. Amor con humor se pega.

Podríamos recordar también nuestros hábitos de hacer con alguien una cita: los hablantes del resto del mundo suelen acordar encontrarse a las cuatro, cuatro y treinta o a las cinco menos cuarto. Nosotros decidimos desde hace tiempo, enloquecer a los relojes y encontrarnos “a eso de las cuatro”, “más o menos a las cuatro”, “entre las cuatro y las cuatro y media”, “a golpe de cuatro”, “por ahí a las cuatro”, “cerca de las cuatro”, “antes de las cinco”, “pasaditas las cuatro”, etcétera, sin precisar jamás con exactitud. Pero todos entendemos y aceptamos. Como dijera Aníbal Nazoa, “A las cuatro y pico en punto, que en todas partes es un chiste, en Venezuela es una hora que puede corresponder a la realidad”.

Entre nosotros el melón, el melocotón, la ciruela, la naranja, el zapote, el mamey, la guayaba, la mandarina, el café, el chocolate, el pistacho, no son sólo frutas y vegetales, sino también colores. Así como el mantecado y la vainilla tampoco son sabores de helados o bebidas. Posiblemente el más original de nuestros colores criollos fue perfectamente delimitado hace años por la sabiduría popular: el color de “mono corriendo”. Es posible que nadie sepa definirlo, pero todos estamos seguros de reconocerlo.

Y en esto del humor lingüístico, no podré jamás olvidar los gritos de un vendedor ambulante de malta helada que alguna vez se paseaba por las calles de la caraqueña parroquia El Paraíso. Ya lo mencióné en la duda anterior, pero me impresionó tanto que no me cansaré de repetirlo. El hombre arreaba su carrito con los emblemas de las principales marcas nacionales de refrescos de  malta y su mejor grito de publicidad era:

-¡Toma malta, maltirízate!

No hay duda de que era un auténtico creativo publicitario, como también lo es mi ingeniosa tía Eloína, quien, siendo muy joven, cada vez que su progenitora le reclamaba haber salido con algún caballero a “venderle su cuerpo”, se defendía diciéndole:
-“¡Madre, te equivocas, no vendo mi cuerpo, lo alquilo!”

Incluso cuando tenemos alguna dificultad para entender o producir determinada expresión que nos ayude a sobrevivir, acudimos a eso que se denomina los comodines lingüísticos. Son muchísimos, pero valga recordar sólo siete de nuestra jerga diaria. No digo que sean solo venezolanos, apenas los reporto aquí como frecuentes en nuestro medio.

Me refiero a expresiones como “verga”, “vaina”, “coño”, “carajo”, “coroto”, “bicho” y “cosa”. Todo entre nosotros “es una verga”; no hay nada que designe más objetos, situaciones y estados que la palabra “coño", el término “carajo” sirve hasta para enviar a la gente al… infierno; cualquier cosa, persona, animal o cosa es “un bicho” y, por supuesto, todo es una “cosa”, sabemos cosas; si estamos enfermos decimos que tenemos “una cosa rara”, cuando hay algo que no sabemos cómo catalogar expresamos que nos “da cosa”; etc.

  Ni hablar de los múltiples derivados que de todas ellas emergen (verguero, vainón, coñito, carajazo, corotero, cosita, bicharrango, para mencionar solo uno de cada vocablo) o de los múltiples eufemismos que la gente que s ecree encopetada utiliza para mencionarlos sin decirlos, principalmente aquellos a los que considera “malsonantes” (¡vertia!, ¡qué varilla!, ¡cónchale!, ¡caramba!).

Es decir, ante lo inesperado, lo desconocido, lo inusual, nos sobran los llamados vocablos comodines en nuestra habla cotidiana. De allí que mi tía Eloína se burle de estas manías lingüísticas y se haya atrevido a definir para nosotros lo que según ella es un comodín lingüístico. La cito:


Un comodín lingüístico es una verga del carajo, algo así como un coroto, que no remite a un coño pero permite mencionar con humor cualquier cosa o bicho, incluidas las vainas que no conocemos.

Ya para cerrar esta ronda por las salidas graciosas del venezolano, quiero recordar aquí una anécdota llena de humor sarcástico que tiene que ver con mi propia experiencia.

Llegado mi turno para atravesar una avenida, luz verde del semáforo mediante, intentaba yo pasar cuando viene un taxi y se detiene justo sobre el rayado destinado a los peatones. Perturbado por aquello, me limité a zigzaguear como pude pero aproveché para golpear con mis nudillos el capot del carro y, mediante señas, hacerle ver al chofer que estaba ocupando el espacio de los caminantes. Pues, señores, aun a sabiendas de que tenía yo la razón, el conductor se ha enfurecido cuando se percató de que golpeé su automóvil. Para mi asombro y el de todos los mirones, se bajó del taxi una inmensa mole de más o menos 1.90 de alto por 1 metro de ancho cuya corpulencia se disimulaba frente al volante. Salió, manoteó bruscamente frente a mi pequeña humanidad y me gritó:

-¡Mire, amigo, la próxima vez que quiera golpearle un carro a alguien, búsquese un chofer de su tamaño!

La carcajada fue unánime… y ante mi temor de que aquel gigante se atreviera a golpearme no había disimulo posible.

miércoles, febrero 14, 2007

Contesta Dora


Fuente: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjEK2JmInKGn1_FKd0Gowx1TUMoGaK1knK4mnUubdA9bBlniq_K8uq-vV_byW53g7uOq3HkDQkglKnzQqxNomWF1NVqlrLbMdR6ROKZoFI6DpSvsd1ED55uD6kpbf3DuxJ4O4Kz/s1600/Humor+telefono-vasos-b.jpg


Mi tía Eloína es de aquellas personas que escucha su propia voz imitada por un ventrílocuo y jura que la persona lleva un reproductor de casetes o discos compactos en el estómago.

- ¡Sea guón, no jo!, ¡A mí nadie me hace tragar el cuento de que cualquier picardioso puede hablar sin abrir la boca y menos con la voz de otro!

En pleno furor internético cree que el mecanismo del fax funciona por obra y gracia de alguna trampa (lo considera una vulgar máquina de escribir que se traga y vomita las hojas escritas). No distingue todavía entre la pantalla de un monitor de computadora y un televisor. Tiene miedo de los aviones, de los ascensores y de las escaleras mecánicas. En cuanto a la radio, la escucha y hasta la disfruta pero con cierta sospecha de que hay alguien escondido dentro o detrás del aparato. Del correo electrónico, ni se ha enterado. O sea, es tecnoanalfabeta voluntaria irreductible.
A veces me luce que su filosofía es “ver para creer”.
Su incredulidad recurrente en los avances tecnológicos suele hacerme recordar la actitud de un compañero de estudios de postgrado  que alguna me comentó acerca de un inminente viaje suyo a Venecia, en Italia. En tono de franca broma le comenté que, debido a que esa ciudad fue pensada con canales acuáticos y no con calles, pues allí los semáforos, cuando están en verde, te muestran la figura de un hombrecito nadando (y no caminando, como es lo usual).

Pues sepan que aquel caballero se carcajeó con mi acotación e insistió en que no me creía; me decía que yo me estaba burlando de él, a cuenta de que era de San Cristóbal. No obstante, mi carcajada no se hizo esperar cuando, nomás regresar, lo primero que hizo fue visitarme para traerme una fotografía de un semáforo veneciano:

-¡Yo sabía que era mentira lo que usted me había dicho! ¡Vea la foto, vea!

Así es mi parienta, no cree, aunque duda. Apenas logró asimilar el teléfono hace algunos años, pero hasta allí llegó su nivel de credulidad con la tecnología y eso porque durante su juventud conoció los auriculares de vasitos plásticos que los niños utilizábamos para hacer correr nuestra voz a través de un hilo.
Como ven, mi parienta vive aún en el entresiglo XVIII-XIX.
El clímax de su escasa fe en los adelantos comunicacionales acaba de ocurrir durante su última visita a la capital. En las afueras del terminal de autobuses consiguió un sobreviviente teléfono tarjetero. Aparte de que les tiene pavor a las mesitas buhoneriles que alquilan los a su juicio “misteriosos adminículos que llaman celulares”, tampoco está convencida de poder utilizar las tarjetas magnéticas como dinero. Sin embargo, ante la extinción de los ya obsoletos aparaticos tragamonedas, siempre consigue quien la ayude a hacer sus llamadas en la calle.
Esta vez,  intentaba comunicarse a mi teléfono fijo para que alguno de mis hijos fuera a recogerla, puesto que en casa no sabíamos de su viaje.
Deseaba venderme lana con la sorpresa de su telefonazo y salió trasquilada.
Una vez que el chofer del autobús en el que viajó le marcó el número, pueden imaginar su reacción al escuchar al otro lado una voz que no la dejaba hablar, aun cuando ella intentaba interrumpirla entre una palabra y otra. No había nadie que atendiera la llamada y se activó el mensaje de voz que suelo dejar grabado para el servicio de respuesta automática:

“Aquí contesta-dora, la cachifa electrónica sin “barrera”, sea optimista, la carne bajará de precio, es tiempo de vacas gordas. Si va a enviar un fax, hágalo inmediatamente, si no, deje un mensaje breve y su número, gracias. Disfrute la música.”

Eloína no entendía aquella retahíla imparable “de mi parte” y me ha dicho que lo primero que pensó es que yo estaba borracho y como sabía que era ella, me divertía tomándole el pelo, hecho que ella había corroborado al escuchar la música de fondo que suelo añadir al final del mensaje (Juan se llamaba y lo apodaban charraqueadoooo…).
Pasó más de dos  minutos gritándole a la bocina telefónica, insistiendo en que yo estaba ahí y me negaba a responderle para hacerla perder la paciencia.

-¡No te hagáis el loco, mirá, yo sé que me estáis oyendo, vergajo, no me calo ese mollejúo pitico, dejá que te vea...!

El resto del fúrico mensaje de mi parienta  ocupó todo el espacio disponible y es impublicable.
Cuando llegué a casa a mediodía, la encontré en la puerta, todavía echando chispas como un reverbero. Al no lograr que “yo” respondiera a sus chillidos, decidió tomar un taxi y allí estaba, bufando como una vaca herida y roja, rojita de la furia.
Me costó mucho convencerla de que yo no había estado en casa. ¡Qué cómo podía decirle eso si hasta le había contestado el teléfono con una risita burlona! ¡Que qué riñones los míos, que no volvía más! ¿Que quién carrizo era la tal Dora que me acompañaba!...
Logré que entrara. Se calmó al rato. Y para demostrarle que le estaba diciendo la verdad, activé frente a ella el colector de mensajes, todo ocupado por su florido discurso, aderezado con léxico maracucho y oriental (éste último heredado de su más reciente marido ocasional).
Lo escuchó atónita, se iba poniendo morada y más morada a medida que oía sus improperios. Fue a la habitación donde mi hijo mayor había llevado su equipaje; regresó con su maleta todavía sin abrir y me dijo que se iba, que no volvía, que no me había bastado con mamarle gallo hasta cansarme, sino que encima había grabado su conversación para hacerla avergonzarse.