miércoles, diciembre 20, 2006

La edad y el (re)trato


Fuente: http://www.mikelcasal.com/galeria.php?categoria=4&inicio=8, se invita a ver la galería se este magnífico caricaturista.


Cuando entran en los “sin-cuenta", las damas venezolanas se niegan contundentemente a ser tratadas como “doña”,  “doñita” o “señora”. Esto se debe al piquete relativo a la edad que implican esos tratamientos, en una época en la que la gente parece no aceptar que los años pasen y las canas pesen.
Pocos imaginan lo difícil que, en mi trabajo editorial, me ha sido lograr que algunas escritoras me revelen su fecha de nacimiento para hacerla conocer en las contraportadas de los libros o fichas de colaboradores de las revistas. A principios de los noventa, siendo yo editor de una publicación académica (Tierra nueva), me correspondió publicar un número cuyas colaboraciones habían sido escritas en su mayoría por féminas. Pocos me creerán si les digo que casi todas se negaron a confesarme su edad. Ni quitándose años, quisieron hacerlo. Pues, nada, ante la negativa absoluta del grupo, luego de descubrir algunas en publicaciones previas, decidí hacer yo mismo los cáluclos cálculos e inventé algunas fechas de nacimiento de las que no había conseguido. Craso error. Ardió Troya.
La protesta no se hizo esperar ante el director de la revista (mi colega Fernando Azpúrua Grúber) cuando salió la publicación. Según ellas, a algunas les había asignado más de la edad que realmente tenían.
Viene al caso otra anécdota que alguna vez me ocurrió en pleno tránsito capitalino. Tendría yo más o menos unos cuarenta y cinco, todavía el pelo negro pero ya con algunas canas incipientes. En plena vía rápida, me interceptó bruscamente una señora que, “a pepa de ojo” –como dice Eloína-, calculé que podría pertenecer a la quinta edad. La selva de arrugas, el pelo repintado, la doblez de su columna y su cuerpo enjuto denunciaban más o menos unos setenta, por la medida conservadora.
Ante la creencia (de ella) según la cual yo me había atravesado en su canal de circulación y puesto en riesgo su automóvil, la doña aceleró el suyo y, sin mucho pensarlo arremetió contra el mío en un cruce, hasta obligarme a frenar. Se bajó oligofrénicamente hecha furia y me gritó:
-¡Mire, anciano, por qué no se va criar a sus nietos en vez de estar atravesándose en plena vía!
Obviamente, se sentía mucho más joven que yo, aunque la estampa de abuela le pertenecía más a ella que a mí. Guardé silencio.
Pero, cuidado, esto no es solo un asunto del sexo femenino. Los hombres también nos hacemos los desentendidos cuando empieza a llamársenos “maestro”, “mayor” o simplemente “señor”. Nos hacen cosquillas tratamientos como esos. “Viejito” puede generar hasta un infarto o la amenaza de unas trompadas. Y “anciano”, bueno, como para acudir a un tribunal y entablar demanda por ofensas mayores.
 Lo cierto es que en estos tiempos, algunos caballeros también han asumido el propósito de quitarse la edad. Unos la ocultan negándola o corriendo hacia adelante su año de nacimiento. Cito un caso “de la vida real”: en mi afán por llevar desde hace varios años un fichero de la narrativa venezolana, me he tropezado con un colega escritor macho varón masculino que en la primera ficha que hice de él me llevaba tres años de edad. Actualmente, en el reporte de contraportada aludido en su libro más reciente, he descubierto que ahora soy dos años mayor que él. Misterios de la literatura.
En mi caso particular, suelo ponerme mucha más edad de la que tengo, para que la gente me halague argumentando que me veo mucho más joven de lo que soy. Lo hacía mi amigo y hermano ya ido, el escritor José Adames, y de él me plagié la idea. Alguna vez escribí en Facebook que nací en diciembre de 1905 y he de agradecer a todas las personas que el año pasado (2011) me “felicitaban”, a veces sin darse cuenta de que estaba cumpliendo ciento seis años. Cosas que ahora permite la Internet.
Otros han dejado de lado los prejuicios machistas y portan un bisoñé que esconda la calva o las canas, cuando no les da por utilizar tintes que a veces se les chorrean por la frente cuando sudan. No puedo olvidar el modo como un poeta venezolano y humorista se refería a uno de nuestros más prolíficos narradores apodándolo jocosamente “Mesié Igotín”. Casi fin de mundo- dice Eloína- pues hoy en día hasta los comunistas ortodoxos se tiñen el cabello.
Voy a lo contrario.                               
Tan embarazosa situación para ambos sexos ha hecho a su vez que la gente busque nuevas maneras de poder dirigirse a los demás sin ofenderlos. Entonces han pasado a la total confianza. Y como ya ni siquiera hay necesidad de verse la cara, estas cosas suelen ocurrir actualmente por correo electrónico o por teléfono.
Por ejemplo, a uno le entran unas ganas horrorosas de seguir llamando a esas oficinas en las que las amables secretarias no vacilan en tratarte con la más absoluta confianza.
Son verdaderos momentos para alzarle a cualquier macho machista la vanidad hasta los tuétanos aquellos en los cuales preguntamos por la persona a quien estamos llamando (“por favor, comuníqueme con Fulano”) y de pronto la chica, a quien jamás le hemos visto el rostro ni otros atributos, en un tono de familiaridad y acercamiento a veces desconcertante, responde: “no miamor, el jefe no está, pero puedes llamarlo más tarde, corazón”.
Lo curioso de estas situaciones es el abrupto nivel de cercanía en que uno entra, sin habérselo propuesto, con la persona que recibe la llamada: verbigracia, la asistenta de uno de mis médicos es bastante bien formadita, pero igualmente mal encarada frente a frente, en el consultorio. No obstante, basta que uno le telefonee y le ponga tono de locutor decadente a la hora de pedir la cita, para que se vuelva un mango en cuestiones de tratamiento, con expresiones que incluso se vuelven ambiguas a través del hilo telefónico:
-Mira, corazón, el lunes no, pero te la puedo dar el viernes por la tarde.
Y si es mi esposa o mi hija quien llama para llevar de emergencia a la niña, la susodicha pasa automáticamente a otras fórmulas que solo utiliza con damas:
-Mi vida, vente directamente que yo le digo al doctor que te la revise bien.
En general, las locuciones preferidas para tratar a sus congéneres son “mamita” y “mi reina” (“no mi reina, sí mi reina, chao mi reina, que estés bien, reinita…”). No obstante, si a las de su mismo género las trata como “mamitas” ( ahora independientemente de la edad o la condición), y aunque lo he estado esperando desde que acudo a ese consultorio, no pasa igual, a la hora de responder mis requerimientos. A mí jamás me ha dicho “aló, papito” o “mira, papacito”. O no le caigo en gracia o me reconoce la voz de anciano.
Conmigo no pasa de “mi amor” o “mi rey” y hasta puede llegar a “mi corazón”, a pesar de que yo realmente no tenga nada que ver con sus particulares posesiones, en tanto que con las damas suele mostrar menos pudores en el tratamiento.
Asuntos del lenguaje, de la edad que nos retrata y de los tratos.

miércoles, diciembre 13, 2006

Resolver un enigma por correo electrónico


Mi tía Eloína es de las que siente sana y muy justificada envidia por el modo como algunos autores han logrado meterse en el corazón de la literatura latinoamericana por la vía de recrear o reformular hechos históricos o situaciones contemporáneas de alguna importancia para las identidades nacionales. Si de Venezuela podemos recordar a Denzil Romero con sus travesuras literarias acerca de Francisco de Miranda (La tragedia del Generalísimo, Barcelona: Argos Vergara, 1983) y Manuela Sáenz (La esposa del Dr. Thorne, Barcelona: Tusquets, 1988 ), de otros países nos vienen a la memoria autores como Jorge Franco (colombiano, Rosario Tijeras, Barcelona: Plaza & Janés, 1999 ) y Tomás Eloy Martínez (argentino, Santa Evita, Buenos Aires: Planeta, 1995). Hay muchos más, pero deseo detenerme ahora en el caso particular de Puerto Rico. De ese país salta inmediatamente a la memoria la curiosa circunstancia de un autor al que estima muy particularmente mi parienta.
Ya querrían muchos escritores haber tenido la suerte de trocar ficcionalmente algo de la historia oficial de su nación, publicar el cuento en un diario y lograr que fuera leído cual texto histórico auténtico que ponía al descubierto asuntos muy serios relativos a la identidad nacional de los puertorriqueños, y además generase toda una polémica sobre la fundación de la isla del encanto.
Eso exactamente fue lo que ocurrió con el cuento “SEVA: Historia de la primera invasión norteamericana de la isla de Puerto Rico ocurrida en mayo de 1898”, de Luis López Nieves, escritor boricua (1950) a quien el Instituto de Literatura puertorriqueña acaba de otorgar en este año 2006, y por segunda vez, el Premio Nacional de Literatura de su país. La primera vez lo recibió en el 2000 por su libro de cuentos La verdadera muerte de Juan Ponce de León (un conjunto de relatos que juega al mismo recurso de darle a la historia oficial de la isla un curso ficticio que, aparte de modificarla, pone a los lectores a pensar muy seriamente en la verdad de su pasado). Ese libro fue publicado inicialmente en ese año por la editorial Cordillera y posteriormente ha sido puesto en circulación internacional por Norma, Bogotá, 2006).
Ahora se le otorga el Premio Nacional al mismo autor por una novela ya conocida y reconocida en Venezuela y otros países latinoamericanos, no sólo por su originalidad temática, sino también por el recurso estilístico de estar toda construida con base en una serie de mensajes de correo electrónico. Resulta admirable la destreza lingüística de quien ha logrado estructurar con ese solo recurso formal una novela de 228 páginas que no podemos soltar hasta el final. Bajo la excusa de una historia amenísima en la que múltiples interlocutores, casi todos vinculados al gobierno, se cruzan una infinidad de breves textos electrónicos, el propósito formal de los mismos es indagar si es realmente el corazón del autor intelectual de la revolución francesa (François Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, 1694-1778) el que se encuentra siendo reverenciado en una urna en la Biblioteca Nacional de París.
La obra se titula El corazón de Voltaire (Bogotá: editorial Norma, 2005) y merece ser leída por cualquier lector atento al proceso actual de la literatura latinoamericana. Hay, por supuesto, otros autores que se han valido de este recurso, pero hasta ahora ninguno de los que conocemos lo había asumido de manera total como lo ha hecho Luis López Nieves.
Otras novelas que conocemos y que de alguna manera se valen de este recurso o de otras estrategias virtuales, son: Acoso textual (Raúl Vallejo, ecuatoriano, Quito: Planeta, 1999), Las cucarachas salieron bailando conga (José Irimia Barroso, venezolano, Caracas: Planeta, 2000) y Sueños digitales (Edmundo Paz Soldán, boliviano, Madrid: Alfaguara, 2001).
López Nieves participó hace poco en Venezuela como jurado de la Bienal de Novela Adriano González León y coordina además un importante portal de la red en el que, aparte de suficiente información sobre su obra y comentarios acerca de la misma, podemos encontrar una importante biblioteca digital relacionada con la narrativa y el arte de narrar. Para quienes deseen visitarla los invitamos a pasearse por www.ciudadseva.com

miércoles, diciembre 06, 2006

Ir al médico





Para Taine Tremont, allá en Achaguas, porque como médico consciente y de la vieha guardia ha sabido recetarme güisqui en lugar de inyecciones.

Tiembla cualquiera cada vez que aparece o se aproxima esa fatídica situación de tener que acudir a un médico, sea por rutina sea por alguna dolencia ocasional. Porque al menos en Venezuela ir al médico se ha convertido en una verdadera tortura china. Si a uno lo pela el chingo del seguro social o los hospitales públicos, lo agarra el sin nariz de la medicina privada. Y privado se quedará si, como suele pasar, la situación pasa de una sencilla consulta  a una hospitalización. Ya no hay médicos privados módicos. Ni cuerpo que los resista.
Y para colmo, por muy severo que sea el estado del paciente, tampoco existe clínica privada dispuesta a atenderte hasta no lograr la clave de tu seguro o que las autorices mediante una tarjeta de crédito.
  De manera que ir al médico es en la actualidad peor que ver una película de terror en una oscura casa embrujada. Se pierde un largo trecho de vida mientras ingenuamente se busca prolongar la ídem. Lo primero que se requiere es una extensa dosis de paciencia. No en vano ellos lo llaman a uno “paciente”.
Primero que todo, aunque de verdad todavía hay sus excepciones y no son pocas, generalmente le dan a usted cita para una determinada hora y la real y, con suerte, la verdadera consulta comienza tres o cuatro horas después de la que le han fijado.

            -No soy siquiatra- me respondió un “ilustre” galeno de una reconocida clínica caraqueña cuando le pregunté por el motivo para haberme hecho esperar más de siete horas en su consultorio con el solo propósito de que me devolviera el resultado de un examen.


Hay sacerdotes de bata blanca que por lo general llegan tarde y se hacen auxiliar por una recepcionista experta en excusas sonrientes:  “il ductor ejtá opiraaando”, “nou tarda”, “¡quí raaaro!, simpre lliga tempraaano”, “le salió una junta de emergencia”. Y una vez que ha llegado, a veces descubre uno que la “emergencia” en la que andaba el susodicho era precisamente una operación de mala junta.  El aliento a escocés lo dice todo. Pero bueno, eso pasa, son seres humanos que también se enferman y tienen los mismos males y vicios que nosotros los otros.
El dilema de la medicina venezolana anda entonces por los predios de la incomodidad y la multitud de gente enferma en estos tiempos. Uno que es impaciente paciente, llega temprano y debe llevarse cuanta lectura sea posible para soportar la esperadera, que generalmente hace aglomerar unas veinte o treinta personas en un espacio que a veces no pasa de un metro por uno y medio. Y eso, cuando la mandona recepcionista no te obliga a ver el único canal de la tele que jamás sintonizas. Encogido, enrollado, acurrucado, en ocasiones encuclillado, debe uno aguardar a que la enfermera por fin lo llame, para ser ingresado en el capítulo de la segunda espera.
También esta última ocurre igualmente en un cubiculito más chico que un ataúd. Casi para presentir que estamos más cerca del hoyo de lo que suponemos. Allí, a fin de que la persona se “relaje”, la dejan por espacio de una hora más. Dentro de aquel recinto mínimo, si el enfermo llega con gripe, es capaz de contagiársela a sí mismo. Le dan al “pacienzudo” paciente su buen trecho de tiempo para pensar. En ese cuartico, nada puede usted practicar, piense y luego exista. Resuelva sin problemas sus dudas melódicas. Por eso dicen que buena parte de la literatura venezolana de este último medio siglo se ha escrito, o al menos pensado, en los consultorios médicos.
Llega por fin la hora de la consulta, que en no pocas oportunidades es tan rápida como coito de gallo apurado. Una miradita microscópica a los ojos, abra la boca y diga “aaa”, una pasadita de manos por la nuca y… muy bien, 14 cajas de antibióticos, cinco de calmantes y ocho frascos de gotas que sirven igual para la nariz, los oídos y otros orificios. Caiga un poquito más allá con la cajera y que pase el siguiente.
Una vez en la farmacia, viene lo que en Venezuela llamamos el soponcio final, la estocada definitiva, el auténtico generador de otra enfermedad que nos obligará a volver por los predios del galeno. Cada pastilla cuesta en estos tiempos más o menos la cuarta parte de lo poco que obtienes al recibir un mes de tu salario.
De mis “mejores” experiencias con tales batiblancos diplomados, puedo contar  la del joven recién posgraduado de “internista” que por poco casi me obliga a internarme en un manicomio.
Relato la charla final de la consulta (que duró apenas siete minutos, luego de tres horas de espera) para que cada lector concluya del modo que mejor le parezca: 

-Mire, profesor,  para que descubramos el motivo de su malestar gástrico, debe suspender el alimentarse con carnes rojas o blancas, abstenerse de consumir verduras, vegetales, frutas y harinas, además de evitar las grasas,  los lácteos, las pastas, los granos y tomar la menor cantidad de líquido posible…
-Pero, doctor, ¿y entonces qué es lo que puedo comer?
-Bueno, ya eso es asunto suyo, yo le he indicado lo que no puede…

Por eso mi tía Eloína tiene nostalgia de aquellos señores tan profesionales que la atendieron alguna vez en su ya lejana primera juventud. Recuerda con cierto inevitable guayabo el nivel comunicativo de los hipocráticos profesionales de sus épocas pretéritas, su amabilidad y disposición hasta para contribuir con los medicamentos mediante las llamadas “muestras gratis” que les dejaban los laboratorios.  
Argumenta que si bien es muy cierto que no son todos, porque aún quedan algunos “cortados con las tijeras de otros tiempos”, pues en varios casos ahora sí es verdad que hay que hablar de verdaderos “matasanos”. Llegas a la consulta medio parapeteado y te vas del consultorio como un automóvil viejo: si te fallaba el cigüeñal antes de ingresar al taller, sales de allí con el árbol de leva desecho, las bujías enchumbadas,  los amortiguadores inservibles y el motor a punto de explotar.