martes, mayo 26, 2015

Cocheros literarios


 Acompañamiento, aptitud, autodeterminación, autoestima, coaching ontológico, confianza, conocimiento de sí mismo, disonancia cognitiva, estrés, inteligencia emocional,  liderazgo, mercadeo, optimismo, pensamiento positivo,   risoterapia, solución creativa, vocación…  

Detengo lo que simula un diccionario para decir que la lista incluye palabras y expresiones integradas al vocabulario de esa jerga seria que en términos generales se denomina AUTOAYUDA. «Autoayúdate que yo me ayudaré», imagino que debe ser el lema de esas nuevas biblias andantes que son los  gurúes y autores de  libros o conductores de seminarios  referidos a esta actividad.  Buscan en teoría contribuir con el autocontrol y el desarrollo de unas supuestas cualidades y habilidades que los mortales llevamos ocultas en el fondo más recóndito de nuestra conciencia.

Eso es al menos lo que indica la vastísima publicidad que se difunde sobre el asunto. A quienes nos hacen el favor de forzarnos a sacar estas maravillas a flote se les denomina anglófilamente  COACHS. Es probable que en el futuro del español hayamos de llamarlos COACHERS. O mejor, COCHEROS. Decirles entrenadores o facilitadores —como correspondería en nuestro idioma— sonaría excesivamente mundano, demasiado terrenal y nada llamativo. Cocheros serán porque tiran de los caballos que nos llevarán al mar de la felicidad y el regocijo.  Es una moda. No hay día que no llegue a nuestros buzones de correo electrónico o a nuestras cuentas tuiteras alguna invitación en la que se nos conmina  a atrevernos.

Coachs los hay por toneladas. Y en muchas especialidades. Hasta para ejercer algo que ahora se denomina «coaching literario». Personas osadas que apenas haber publicado un breviario de cuentos o una modesta novela, o quizás después de haber obtenido algún galardón, pues a veces sin la más pura idea sobre el asunto, se disponen a enseñar a otros  —en supuestas «clínicas» líricas, narrativas, ensayísticas o de crónicas—, cómo hurgar profundo en sus neuronas si aspiran a la escritura de alguno de los géneros mencionados.

No es que esto sea nuevo, pero, ante la crisis y la escasez, la modalidad se ha venido haciendo cada vez más presente. Hace algunos años comenté por la prensa la frase con que una supuesta «escuela de escritores» de la época buscaba enamorar candidatos/as a plumarios/as a través de un lema tan provocativo como: ¿QUIERES SER ESCRITOR? VEN CON NOSOTROS. Y a propósito de discutir este tipo de llamados — precisamente en un taller literario al que estábamos asistiendo— nos comentaba en aquellos días el inolvidable José Vicente Abreu que, primero, no aprende a escribir literatura el que quiere. Y menos si atiende a un COCHERO  inexperto (aunque este se haga llamar coach).  No basta el deseo, decía el autor de la novela testimonial SE LLAMABA SN (1964). Y, segundo, previa licencia de pudibundos y puristas, me permito repetir y hacer mía la frase con la que el mismo Abreu remataba sus lecciones acerca de convertirse alguna vez en escritor: se requieren infinitas horas-nalga muy productivas para lograrlo. A veces ni siquiera una vida es suficiente. El ejercicio de la literatura no es una boutade; otro puede ayudarnos a desarrollarnos en ella, pero se necesitan ciertas condiciones previas; se precisa de una manera de ver el mundo y no necesariamente de momentos de iluminación o de las técnicas que puedan aportarnos otros.


Somos miles los que anhelamos llegar alguna vez a ser considerados escritores. Una ínfima minoría lo logra. Y de ello no nos enteraremos jamás, por mucho que algún cochero nos «autoayude». Deben pasar muchos años para que el señor tiempo nos asigne ese lugar, si es que llegáramos a merecerlo. 
  
@dudamelodica

Imagen: google images

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19 de abril de 2015)


Entre plagios y plagiarios



Ocupar el lugar de otro y sustituirlo no es tan sencillo. Se precisa que los demás crean de verdad que la usurpación del lugar ajeno tiene algún sentido. Copiar los modos como otra persona ha actuado o escrito suele ser mucho más complejo que la simple acción de desearlo o intentarlo.  No es sustituto quien quiere sino quien puede. Y más de una vez la presunta posesión resulta en caricatura, imagen risible, parodia mal programada. Plagiar la obra o la personalidad de alguien es también un arte. El origen del plagio suele ubicarse entre dos extremos que a veces se rozan: la admiración desmedida o la urticante envidia.

Hoy hablo de plagios y plagiarios a fin de honrar la memoria del todavía anónimo y espurio  escritor español del siglo XVII, Alonso Fernández de Avellaneda, autor de un Quijote apócrifo que circuló en España en 1614, nueve años después de la publicación de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605).  Creo que el mayor acierto de Fernández de Avellaneda no fue tanto escribir una supuesta segunda parte del Quijote, sino hacerlo con ese nombre como seudónimo y, la guinda de la torta, anotar su libro con un falso pie de imprenta. Lo que se diría un doble juego tan enigmático y magistralmente armado que todavía en este siglo XXI sigue dando de qué hablar. Es lo que demuestran tanto las traducciones a otros idiomas que de él se han hecho, como la reedición por parte de la mismísima Real Academia  Española, en este año 2015, de ese Quijote sustituto.

Mucho se ha dicho sobre quién pudiera haber sido el autor de aquel falso Quijote, pero, a decir verdad, no se ha logrado ninguna certeza al respecto. Entre otros, hasta al propio Lope de Vega (notorio adversario de Cervantes) se le ha atribuido alguna vez tan sortario desaguisado. El plagiario logró su cometido a plenitud porque original y copia han sobrevivido hermanadas. Y el efecto de la parodia fue tan certero que obligó al propio Cervantes a publicar la verdadera segunda parte de su obra  en 1615.

Soy admirador de los buenos plagiarios y suelo tener poca estima por aquellos «grandes escritores» que, jugando a la ignorancia de los demás, se dedican a copiar textos descaradamente, incluso de la prensa. Por ejemplo, de eso se acusó más de una vez al escritor peruano Alfredo Bryce Echenique. El alboroto generado por una serie de intelectuales mexicanos le impidió acudir a recoger el Premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2012, que vergonzosamente hubo de recibir en su propia casa, en Lima, debido, según palabras del propio acusado, a la posibilidad que había de que lo lincharan. Y agrego yo, no tanto por haber copiado sino por la manera tan burda de ejercer tal oficio. Es lo peor que le puede ocurrir a un escritor: encima de copista, mal falsario es como demasiado. Según sus denunciantes, a Bryce se le habían comprobado hasta ese momento más de 40 plagios y  16 multas certificadas por el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual (INDECOPI, Perú). Imitador más chimbo, imposible.


A partir de ese momento, le perdí el respeto y la admiración que alguna vez profesé al autor de Un mundo para Julius (1970). Hasta pensé en esos días sugerirle un imaginario taller literario con nuestro más ilustre e inteligente plagiario universal y ficcionauta recurrente: el invalorable Rafael Bolívar Coronado (1884-1924), brillante y más que respetable seudonimista venezolano que, para sobrevivir en este mundo de competencias desleales como es la literatura, se ocupó de suplantar a cientos de autores de diversas latitudes mediante el uso de unos 650 seudónimos. Lo reveló el historiador Rafael Ramón Castellanos en un libro imprescindible que es una rara avis de nuestra bibliografía local: Un hombre con más de seiscientos nombres. Rafael Bolívar Coronado (1993). Desde Andrés Bello hasta el mexicano Amado Nervo, hasta otros como Arturo Uslar Pietri, José Martí y Rubén Darío, anduvieron de la mano y pluma de Bolívar Coronado, con explícita intención y sin esconderse, con absoluta premeditación y éxito. Digno descendiente suramericano de Alonso Fernández de Avellaneda.

Fuente de la imagen: Google images

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (12 de abril de 2015)

Carlos Pacheco, caballero de las letras





No tengo memoria de la fecha exacta en que conocí a Carlos Pacheco (1948-2015). Apenas guardo de ese momento un fortuito cruce de manos en algún espacio del Instituto Pedagógico de Caracas, a mediados de los años ochenta.  En todo caso, quede ese encuentro como el primer chispazo de una amistad que se afianzaría en la Universidad Simón Bolívar durante esa misma década.

Lo que sí puedo asegurar es que la hermandad entre ambos llegó para quedarse. De nuestro inicial trabajo conjunto en la Universidad Simón Bolívar (Caracas), aparte de la amistad y eterna fraternidad,  nació el volumen Del cuento y sus alrededores. Aproximaciones a una teoría del cuento (1993, 1997). Mucho más adelante, hicimos equipo con Beatriz González S. para compilar, editar y publicar Nación y Literatura. Itinerarios de la palabra escrita en Venezuela (2006).  Entre esos dos proyectos comunes, y también después, sucedieron otros varios, pero  me limito a mencionar el último. Uno en el que decidimos juntar nuestros criterios con el de Carlos Sandoval para pasearnos por el cuento nacional. Resultado: Propuesta para un canon del cuento venezolano del siglo XX (2014).

No obstante, más allá de la comunión meramente universitaria, Pacheco fue mi hermano. Nos adoptamos como tales en el recorrido por pasillos universitarios, por eventos profesionales, por resquicios familiares ancestrales, por nuestras  biografías y pasiones en las que siempre apareció algún elemento común.

Pero Carlos Pacheco, mi compañero de aventuras, acaba de marcharse el pasado 27 de marzo, sin que ni él ni yo, ni nadie de nuestros entornos, lo esperáramos. Por ese motivo, hoy no queda espacio para ningún otro tema que no sea rendirle homenaje póstumo. Ofrezco disculpas a los lectores por ocupar con algo tan personal el precioso tiempo que generosamente dedican a pasearse por mis dudas.

Nos unieron muchas cosas: la docencia, la trujillanidad, la literatura venezolana, la lingüística, la crítica e investigación  literaria, la actividad editorial y la vida familiar. Tantas fueron nuestras coincidencias vitales que, incluso la semana pasada, al transmitir la noticia sobre su fallecimiento repentino en Bogotá, la prensa nos ha puesto a nacer el mismo, día 3 junio, aunque no fue así. En honor a la verdad, Carlos vino al mundo un tres de julio de 1948 en Caracas. Y el día 7 de diciembre de 2009 tuve además la honra de recibirlo como numerario de la Academia Venezolana de la Lengua. Hace apenas unos meses, también un 3 de julio (de 2014)  nos juntamos sus familiares, amigos y colegas en el paraninfo de la Universidad Simón Bolívar, a propósito del título de Profesor Emérito que le confiriera el Consejo Directivo de nuestra hoy golpeada y más que maltratada institución.

Pocos años hace que me correspondió además formar parte del equipo editor  de Alfaguara, en la revisión y producción del libro La vasta brevedad (2010), una antología del cuento venezolano del siglo XX, en cuyo proyecto participó Pacheco con los escritores Antonio López Ortega y Miguel Gomes. Su libro La comarca oral (1992, en proceso de reedición por una universidad colombiana, según me dijo el año pasado), ha sido una referencia de primera mano para estudiantes  interesados en los vericuetos literarios de Latinoamérica.

Difícil resumir en tan escaso espacio una trayectoria harto productiva, vasta y diversa como la de Carlos Pacheco. Firme en sus convicciones, seguro en sus ideas, caballero de la vida y de las letras, estudioso, universitario a toda prueba, podrían ser algunos de los rasgos para definir su personalidad, sus pasos más que fructíferos por el CELARG, por la Universidad Simón Bolívar, por la Academia Venezolana de la Lengua, sus disciplinados estudios de postgrado en Liverpool y Londres, sus pasantías por diversas universidades extranjeras. Y, lo más importante, su don de gentes y su don de aciertos, la lealtad hacia los amigos.

Obviamente, también tuvimos diferencias que no pueden pasarse por alto: en el carácter, en la estatura, en el número de matrimonios e hijos, y en muchas otras cosas que no viene al caso enumerar. Como diría el filósofo Edgar Morin al aludir al principio dialógico de la complejidad, ni iguales ni correspondientes, complementarios. Amigos incondicionales y eternos.  Además de haber publicado individualmente o en equipo más de una veintena de libros, Pacheco fue coautor (con Wilma Álvarez Esteves) de tres disciplinados y modélicos ciudadanos: Fianna, Milena y Andrés, testimonios evidentísimos de las buenas enseñanzas familiares que recibieron.  Compartió además un importante fragmento de su vida familiar y académica con la profesora y también entrañable hermana de ruta Luz Marina Rivas, investigadora dedicada a escudriñar documentos que la ayuden a demostrar la valía y dedicación literaria de las escritoras venezolanas. La fotografía retrata justo el día en que Lucía Fraca y yo apadrinamos esa boda.

No asimilo todavía que Carlos Pacheco se haya ido tan a destiempo. Prefiero acudir a mis inclinaciones por la ficción y construir una historia en la que un personaje llamado Carlos Pacheco se ha ido de viaje a Bogotá y allí será un paseante eterno, preocupado siempre por Venezuela, abrumado por un autoexilio que, sin embargo, no logró menguar ni su disciplina de trabajo ni su persistencia, haciéndose el trujillano (como lo fueron sus ascendientes), con plena conciencia de que todo proceso histórico es circunstancial y de que siempre vendrán tiempos mejores.

Fotografía:
[Diciembre de 2004]
Sentados: Lucía Fraca y Luis Barrera Linares / De pie: Carlos Pacheco y Luz Marina Rivas 

Publicado originalmente el 5 de abril de 2015 (www.contrapunto.com/ Opinión


viernes, mayo 01, 2015

El inquieto (ana)cobero*



El muy admirado escritor venezolano Salvador Garmendia publicó en 1975 un cuento magistral titulado El inquieto anacobero, cuyo único aparente pecado enjuiciable era contener algunas de esas palabrejas que los lingüistas pudorosos llaman «voces malsonantes». Español sucio o groserías  les dicen los más pudibundos. Con base en ese supuesto vocabulario soez utilizado en el cuento,  un tal Bloque de Prensa Venezolano incoó contra el autor una absurda demanda, fundamentada en la supuesta ofensa al  pudor y la moral de la época. Historias similares se han repetido centenares de veces en todo el mundo. No podíamos quedarnos atrás en Venezuela, donde, además, no era la primera vez que una obra resultaba censurada por una legión de castos y santos señores de esos que no orinan por donde la mayoría de la gente lo hace.

 En el pequeño y particular mundo de nuestra literatura, se rumoraba en esos días que, naturalmente, algo más habría de existir detrás de aquel reclamo. Quizás el ataque subyacente al perezjimenismo que contiene el relato. Tal vez el haber tocado un tema referido a cierta élite militar de la dictadura y sus patológicas aficiones burdelescas. Mientras acuden al velorio de un colega de farras y barras, dos amigos rememoran la época nocturna y truculenta de los cincuenta del siglo pasado. Aparte de algunas escenas con prostitutas y putañeros, un General gatillo alegre y la imagen subyacente del excéntrico cobero y anacobero Daniel Santos, no hay propiamente escatologías en el cuento, más allá de comodines lingüísticos tan desgastados como «vaina», «coño», «cojonuda», «comemierda», «jodiera» y alguna otra. Nada que ameritara santiguarse.

 Siempre me quedé con la duda acerca de qué podría haber detrás de la demanda a un escritor tan buena gente, inofensivo y grato como Salvador Garmendia. Era obvio que aquello le hiciera al relato mucha publicidad y ―como suele ocurrir con buena parte de las obras censuradas y bien escritas― lo convirtiera en lo que el texto es hoy: un clásico de la cuentística venezolana.


Es virtud de los textos clásicos reaparecer y seguir conmoviéndonos. Y justo ahora, en estos meses de marzo y abril de 2015, el cuento de Salvador ha resucitado de nuevo para sus lectores y admiradores. Hemos vuelto a evocarlo y releerlo a raíz del montaje teatral denominado precisamente El inquieto anacobero. De la mano y pluma de Federico Pacanins (quien, entre otras cosas, adaptó el cuento y dirige la obra) y Magdalena Frómeta (productora general), la imagen de Daniel Doroteo de los Santos Betancourt —ese era el nombre completo del cantante, rememorado mil veces en el relato de Garmendia— hemos asistido a una representación de lujo. Impecable. Según mi tía Eloína,  si de verdad «recordar es vivir», pieza con que concluye la obra teatral, lo único que quizás choca un poco contra nuestros recuerdos (en la obra, no en el relato) es escuchar a una fabulosa bolerista de otros tiempos —Mirna Ríos— interpretando con notorio esfuerzo vocal el bolero «Amémonos», otrora emblema y casi marca de su excelente repertorio juvenil. Afortunadamente, tratándose de un escenario botiquinero en el que necesariamente hay que libar y libar, también escuchamos en la obra la interpretación  coral de otra conocida canción que al final nos sirve para justificar cualquier involuntario desliz: «Borracho no vale». 

*Originalmente publicado en www.contrapunto.com (27 de marzo de 2015)
Fotografía: Salvador Garmendia (Google images)

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ENVIDIABLE CERVANTIADA*




Se dice que el Quijote es la obra literaria española más citada, leída, traducida y plagiada. Suele argumentarse  que apenas compite con la Biblia y que a veces se duda sobre cuál de esos dos libros ha sido traducido a más lenguas.  Lo que podemos asegurar es  que, después de más de cuatrocientos años de haber sido publicada, se trata de la novela más revolucionaria de nuestro idioma. No ha habido otra porque allí están todos los recursos pasados, presentes y futuros de la narrativa de ficción.  
Todo esto viene a cuento hoy porque está circulando la noticia según la cual un equipo de investigadores ha logrado encontrar en Madrid los restos óseos de Miguel de Cervantes Saavedra, justamente el autor de El Quijote.

No sabemos qué sería mejor: que siguiera dicha osamenta en el misterio o que realmente la hayan encontrado, mezclada con otra porción de huesos en la que, según los antropólogos y forenses, estarían los de Cervantes, pero realmente no están, dado que se hace difícil precisar cuáles eran realmente los suyos y cuáles pertenecían a las otras quince personas que, por varios siglos, han compartido la misma cripta en los recovecos túmbicos del convento de Las Trinitarias Descalzas. No habrá posibilidad de hacer estudios de ADN para verificar el hallazgo, debido a que —aunque mi tía Eloína lo dude— se presume que el autor no tuvo descendencia y apenas  se tiene conocimiento de una hermana suya cuyos despojos  descansan también  en un osario común de Alcalá de Henares. Una historia como para aquel médico de los muertos, protagonista de un  cuento del venezolano  Julio Garmendia.

Es decir, después de unos diez meses de excavaciones, podemos inferir que quedamos en las mismas. Se afirma que son los huesos de Cervantes, aunque no necesariamente. Podrían ser, sin embargo, no sabemos. Quizás sí, pero…  Según el informe, con Cervantes y su esposa (Catalina de Salazar) han cohabitado bajo tierra las osamentas de otros adultos: cuatro de ellos hombres, dos mujeres «y otros dos de sexo indeterminado»,  más cinco niños. Vaya usted a saber lo que era sexo indeterminado en el siglo XVI.

 En conclusión, nada en concreto, luego de haber gastado más de 130.000 lechugas imperialistas en la búsqueda. Queda además la duda melódica de si se podrán exhibir en algún museo para turistas necrófilos, porque cómo saber cuáles eran realmente los suyos a fin de poder decir que los hemos visto.


En consonancia con lo literario y la ficción, la historia semeja un capítulo más de El Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Casi una broma futurista digna de su eterno compañero Sancho Panza. Digamos, un sanchopanzazo. Una ironía de la ciencia en la que la ficción novelesca sigue imperando. Se me hace que es una venganza pensada de antemano por el mismo autor, para que no sigamos repitiendo aquella expresión tan de moda en nuestros recintos universitarios de finales de los sesenta del siglo pasado: «Cervantes, camarada, tu muerte será vengada». Para estar a tono con el hallazgo, habremos de cambiarla por «Cervantes, camarada, tus huesos serán otra quijotada ». Quizás otra envidiable cervantiada. Así son los escritores verdaderos: bromistas hasta la eternidad, incluso hasta varios siglos después de muertos. Vale por don Miguel.

*Originalmente publicado en www.contrapunto.com (22 de marzo de 2015)
Fotografía: Google images (Fernando Rey (Don Quijote) y Alfredo Landa (Sancho Panza) en una producción de RTVE)

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COSTUMBRISMO DEL SIGLO XXI*



Imagino la curiosidad que habrán de despertar dentro de unos cien años las evidencias gráficas y sonoras de la Venezuela de este incierto y angustiante tiempo venezolano. Biznietos y tataranietos se preguntarán sobre las razones por las que las agencias de viajes se convirtieron en gestoras de compras. Algunas de ellas cambiaron de ramo para programar tours nacionales en los que no hay visitas a museos, iglesias, o monumentos, sino a redes de supermercados en los que, si hay suerte, podría conseguirse algún producto básico.

 Inquieta adivinar en estos días lo que pasará por las mentes de nuestros descendientes al ver archivos de Whatsapp como los siguientes: Mi cajera confidente informa habrá azúcar mañana 12m. Corresponde hacer la fila a mamá. Fingir cojera severa.  Llevar bastón, cédula y huella digital chimbeadas.

Apreciarán la estampa costumbrista de cadenas de motorizados bachaqueros que, amparados por la anonimia de sus cascos negros, circulan por la ciudad con una oreja en el tráfico y otra en el manos libres del teléfono, pendientes de cuál habrá de ser la ruta de ese día para proveerse de los insumos que deben hacer llegar a los buhoneros, personajes  convertidos en los conversos robinjudes de la actualidad. Conversos porque, si bien Robin Hood quitaba a los pudientes para proveer a los menesterosos, en este caso, buena parte de tales héroes modernos acaparan productos para venderlos a sus propios congéneres a precios impensables.

Ni qué decir de la necesidad que tenemos hoy de portar rutinariamente una sombrilla, ropa adecuada, un botellín de agua (de chorro, de la otra no hay) y algunos medicamentos antiestrés, debido a que —aunque salimos de casa con algún rumbo predeterminado—, nunca sabemos dónde recalaremos realmente. Podría atravesarse en nuestro camino la sorpresa de que han llegado los pañales a algún establecimiento situado justo en algún punto de nuestra ruta:

—¿Viste lo que lleva ese viejito en las bolsas? ¡corre pallá, coño!

Puesto que, según los dueños de algunos supermercados, es delito de lesa patria fotografiar anaqueles vacíos o superpoblados de cualquier cosa (menos de las que realmente requerimos),  mi tía Eloína se ha dedicado a grabar las conversaciones que a diario pueden escucharse mientras «acampamos» en algún local, a la espera de cualquier vaina que a los gerentes se les ocurra sacar a subasta ese día. Ante la presencia de los agentes del orden (que por lo visto ahora solo cuidan establecimientos comerciales), sea por temor o por resignación, pocos ciudadanos, se atreven a quejarse de la situación. Más bien se dan a contar chistes o charlar sobre lo barata que estuvo la costilla de res de la semana pasada, aunque para obtenerla tuviéramos que consumir más calorías de las que logramos con lo adquirido.

En cuanto a las unidades de tiempo que utilizamos en esta época, quedará testimonio de que ya no son ni los días, ni las horas, ni los meses o años. Seguramente se pensará en el futuro en un desvarío colectivo. Porque nomás ver a algún conocido, llamarlo o escribirle un correo electrónico, lo primero que se nos ocurre son ciertas modalidades de saludo que ya se van volviendo hábitos:
            ¡Qué de colas que no nos veíamos!
            —Dentro de tres visitas al súper será mi cumple.

—¡Hace cinco filas que no consigo papel para el codo!

*Originalmente publicado en el diario digital www.contrapunto.com (15 de marzo de 2015)
Fotografía de Nelson González Leal

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