viernes, julio 28, 2017

Cuentos que son espejos (VI): los presagios de Cortázar




Cuentista de una indudable contundencia, el escritor argentino se adelantó a plasmar en sus cuentos imágenes que ahora se han vuelto cotidianas

En tiempos de vías públicas repletas de agresividad y hogares convertidos en presidios, Eloína no hace más que recordar al escritor  Julio Cortázar (1914-1984), quien tantas veces se opuso al peronismo y a los regímenes militares del Cono Sur. El autor alguna vez vino a Venezuela: autor y obra fueron celebrados por tirios y troyanos, gracias a su visión solidaria del mundo. Evoca mi parienta algunas de sus historias breves. Piensa además en su novela más importante (Rayuela,1963), cada vez que se asoma  por algún resquicio de sus evocaciones. El juego infantil al que remite el título de esa obra se le parece a nuestro modo de vivir contemporáneo: es el azar el que decide dónde pondremos el pie mañana por la mañana, si es que las circunstancias nos permiten salir.

 Azarosa es también la vida convulsa  de varias ciudades venezolanas de este tiempo. Su rutina simula  golpes recurrentes de flash que destellan violencia y convulsión. Vivimos en urbes que otrora fueron  espacios abiertos, aireados, algunas veces bucólicos; algo ruidosos, sí, tal vez casi surrealistas, pero siempre amables, pródigos y acogedores. Si confrontamos esas imágenes con  las catástrofes de ahora, captaremos lugares invivibles para muchos de sus habitantes, ruido de bombas, disparos que no son de salva, gritos de impotencia, moles de hierro que poco a poco han venido apoderándose del paisaje. Es tiempo de amenazantes bufidos, emitidos por bestias ferrosas, impenetrables,  que vomitan grandes chorros de agua picante, cuando no repetición de percutores. No cesa mi parienta de "nostalgiar" un pasado de lugares que alguna vez le parecieron idílicos y hoy simulan la escenografía de un eterno reverbero, un ambiente de batalla que no es de utilería; antiguos y paradisíacos puntos de luz de la geografía nacional han devenido en pequeños infiernos.

Cortázar acude entonces a la memoria en momentos en que las filas citadinas de carros simulan un larguísimo mercado de epitafios: autopistas y avenidas bloqueadas por "oscuras" paredes blancas o hileras de uniformes verdes. No hay modo de sacar del recuerdo aquel célebre cuento del escritor argentino intitulado La autopista del sur. Motivada por una tranca descomunal de vehículos cuyos conductores aspiraban alcanzar París,  en esa historia el tiempo detenido  parece apuntar hacia una despedida inevitable.  Cada conductor cavila ante los imponderables nacidos de la angustia y la incertidumbre generadas por un enigmático embotellamiento.  En dicho relato la vida se transforma en un larguísimo embutido de autos, metáfora de pasivo camposanto. Citemos un breve fragmento para que se aprecie mejor la fotografía visualizada por el autor:  

"...el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos..., brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr ".
Y, más aún, si algunos lograsen superar aquella injuria inmóvil de máquinas presuntamente diseñadas para rodar  -nunca para el estatismo-,  las secuencias finales  podrían conectarse con otro relato cortazariano emblemático que lleva por título Casa tomada. El principal foco temático de este último se refiere a la imposibilidad de habitar tu espacio de residencia; es decir, a ser prisionero forzado en tu propia casa, situación inducida por fuerzas extrañas. Aquellos suertudos  que milagrosamente sobreviviesen al misterioso y descomunal trancazo de las vías públicas no tendrán realmente oportunidad para salir del espanto vivido, por cuanto estarán obligados a ingresar en  las prisiones en que se han convertido sus lugares de habitación. Más allá de haber superado disparos,  gases,  ruidosos gritos e improperios, vendrá el dilema de tener que "pernoctar" en lo que alguna vez mereció ser nominado como "hogar" y, también por un extraño albur de inesperadas tempestades, ha mutado en cárcel, prácticamente tomada por todas partes, como en el cuento. Calles y casa  son entonces el símil de un encierro involuntario.
Al ciudadano no le queda  más salida que enclaustrarse en algún rincón todavía no invadido y esperar a que las fuerzas del mal se desgasten y los tomadores de la casa ( de la ciudad, del país) liberen los lugares ocupados, para que la película de la insensatez comience a rodar de nuevo mañana. Grande fue Julio Cortázar al prefigurarnos alguna vez estos escenarios que plasmó como ficción, sin saber que, a algo más de tres décadas de su visita al país, se convertirían en la dramática rutina de quienes vivimos hoy en estos convulsos espacios urbanos.   


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