Cuentista de
una indudable contundencia, el escritor argentino se adelantó a plasmar en sus
cuentos imágenes que ahora se han vuelto cotidianas
En tiempos de vías públicas repletas de
agresividad y hogares convertidos en presidios, Eloína no hace más que recordar
al escritor Julio Cortázar (1914-1984),
quien tantas veces se opuso al peronismo y a los regímenes militares del Cono
Sur. El autor alguna vez vino a Venezuela: autor y obra fueron celebrados por
tirios y troyanos, gracias a su visión solidaria del mundo. Evoca mi parienta algunas
de sus historias breves. Piensa además en su novela más importante (Rayuela,1963), cada vez que se asoma por
algún resquicio de sus evocaciones. El juego infantil al que remite el título
de esa obra se le parece a nuestro modo de vivir contemporáneo: es el azar el
que decide dónde pondremos el pie mañana por la mañana, si es que las
circunstancias nos permiten salir.
Azarosa es también la vida convulsa de varias ciudades venezolanas de este tiempo.
Su rutina simula golpes recurrentes de flash que destellan violencia y convulsión.
Vivimos en urbes que otrora fueron espacios abiertos, aireados, algunas veces
bucólicos; algo ruidosos, sí, tal vez casi surrealistas, pero siempre amables,
pródigos y acogedores. Si confrontamos esas imágenes con las catástrofes de ahora, captaremos lugares
invivibles para muchos de sus habitantes, ruido de bombas, disparos que no son
de salva, gritos de impotencia, moles de hierro que poco a poco han venido apoderándose
del paisaje. Es tiempo de amenazantes bufidos, emitidos por bestias ferrosas,
impenetrables, que vomitan grandes chorros
de agua picante, cuando no repetición de percutores. No cesa mi parienta de "nostalgiar"
un pasado de lugares que alguna vez le parecieron idílicos y hoy simulan la
escenografía de un eterno reverbero, un ambiente de batalla que no es de
utilería; antiguos y paradisíacos puntos de luz de la geografía nacional han
devenido en pequeños infiernos.
Cortázar acude entonces a la memoria en
momentos en que las filas citadinas de carros simulan un larguísimo mercado de
epitafios: autopistas y avenidas bloqueadas por "oscuras" paredes
blancas o hileras de uniformes verdes. No hay modo de sacar del recuerdo aquel
célebre cuento del escritor argentino intitulado La autopista del sur. Motivada por una tranca descomunal de
vehículos cuyos conductores aspiraban alcanzar París, en esa historia el tiempo detenido parece apuntar hacia una despedida inevitable. Cada conductor cavila ante los imponderables
nacidos de la angustia y la incertidumbre generadas por un enigmático
embotellamiento. En dicho relato la vida se transforma en un larguísimo
embutido de autos, metáfora de pasivo camposanto. Citemos un breve
fragmento para que se aprecie mejor la fotografía visualizada por el autor:
"...el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la
espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El
calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la
inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos
destemplados de los jovencitos..., brillo del sol rebotando en los cristales y
en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en
plena selva de máquinas pensadas para correr ".
Y, más aún, si algunos lograsen
superar aquella injuria inmóvil de máquinas presuntamente diseñadas para rodar -nunca para el estatismo-, las secuencias finales podrían conectarse con otro relato cortazariano
emblemático que lleva por título Casa
tomada. El principal foco temático de este último se refiere a la
imposibilidad de habitar tu espacio de residencia; es decir, a ser prisionero
forzado en tu propia casa, situación inducida por fuerzas extrañas. Aquellos
suertudos que milagrosamente sobreviviesen
al misterioso y descomunal trancazo de las vías públicas no tendrán realmente oportunidad
para salir del espanto vivido, por cuanto estarán obligados a ingresar en las prisiones en que se han convertido sus
lugares de habitación. Más allá de haber
superado disparos, gases, ruidosos gritos e improperios, vendrá el
dilema de tener que "pernoctar" en lo que alguna vez mereció ser
nominado como "hogar" y, también por un extraño albur de inesperadas
tempestades, ha mutado en cárcel, prácticamente tomada por todas partes,
como en el cuento. Calles y casa son
entonces el símil de un encierro involuntario.
Al
ciudadano no le queda más salida que enclaustrarse
en algún rincón todavía no invadido y esperar a que las fuerzas del mal se
desgasten y los tomadores de la casa ( de la ciudad, del país) liberen los
lugares ocupados, para que la película de la insensatez comience
a rodar de nuevo mañana. Grande fue Julio Cortázar al prefigurarnos alguna vez
estos escenarios que plasmó como ficción, sin saber que, a algo más de tres
décadas de su visita al país, se convertirían en la dramática rutina de quienes
vivimos hoy en estos convulsos espacios urbanos.
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