lunes, noviembre 27, 2017

Default anímico en Venezuela


Redes y medios venezolanos abusan en estos días de esta peligrosa y negativa palabra: "DEFAULT"


Según el Diccionario de inglés Oxford, default es palabra viajera: basada en el latín fallere (engañar, defraudar), pasó al antiguo francés como defaillir y de allí aterrizó en el inglés para convertirse posteriormente en un vocablo usual en otras lenguas. Como Pedro por su casa y aunque todavía no forma parte del Diccionario de la lengua española ni siquiera como préstamo, el término anda de fiesta en estos días en la prensa y redes sociales venezolanas. Posiblemente hay hablantes que aún  ignoran a qué alude exactamente; sin embargo, de un día para otro se ha popularizado y la tenemos hasta en la sopa. Se la escucha en la calle como si siempre hubiera estado entre nosotros, cual si fuéramos un país que lleva años gestando lo que tan curioso vocablo significa. Lo más gracioso que a ese respecto escuchara hace poco mi tía Eloína ha sido la bromista recriminación que un supuestamente desatendido caballero le hacía a su pareja: "te recuerdo que llevas varios noches en default conmigo".

En las ciencias económicas y jurídicas se la usa normalmente para aludir a la situación de mora en que incurre un deudor, cuando por cualquier motivo no puede cumplir a tiempo con las cuotas e intereses relativos a algún compromiso monetario adquirido. Más allá del uso técnico especializado que implica cesación o incumplimiento de pagos (default of payments), en  algunas comunidades de habla inglesa suelen aplicársele significados menos específicos: "defecto",  "falta" o "falla", por ejemplo. También podría utilizársela como sinónimo de  "quiebra", "bancarrota"  o "reticencia", entre otros. En informática alude además a alguna opción asignada de antemano (casi siempre por el fabricante o sus proveedores de software) para operar en un equipo o programa determinado. Lo cierto es que, aparte de esa acepción relacionada con la cibernética, toda su carga semántica parece sombría, oscura, tenebrosa. Posiblemente el hablante común desconozca la significación precisa y concreta de dicha voz en el complicado mundo de las finanzas, pero, de tanto escucharla o leerla en contextos negativos, intuye igualmente que cuando el río suena... pocas cosas buenas trae.

El vocablo aparece en la duda melódica relacionado con una pequeña historia que ha llegado a oídos de mi tía Eloína y vinculada con otro verbo, este sí español, que ya se ha convertido en cotidiano para nosotros: migrar. Diariamente, los noticiarios se hacen eco de  diversas circunstancias y aconteceres implícitos en esta nueva costumbre nacional que ha llevado a muchos venezolanos a poner en práctica la huida o a plantearse la posibilidad de alzar vuelo hacia otros espacios menos conflictivos y, teóricamente, oferentes de mejores condiciones de supervivencia.

Mi parienta es poco dada a mostrarse públicamente trágica o melodramática ante determinadas situaciones. Verbigracia, se rehúsa a agregar más ingredientes al clima recurrentemente adverso, oscuro, que, dentro o fuera del país,  ensombrece las conversaciones rutinarias de sus connacionales. No obstante, me ha solicitado que resuma este breve relato de hoy, ya que pudiera tener repercusiones profundas en relación con el concepto de  nacionalidad, además de las implicaciones cognitivas propias de un preocupante default peor que el económico: el anímico, y —hay que decirlo— no atribuible exclusivamente a sectores oficialistas.

 El protagonista es un niño de siete años que, en condición de inmigrante, ha cumplido con su primer día en una escuela básica de Santiago de Chile. Tomado de la mano por su joven madre, camina por un conocido bulevar del centro de la ciudad. Mantienen la siguiente conversación:

—¿Cómo te fue en la escuela? ¿Te gustó? —pregunta la señora en tono cariñoso.

—Bueno, la maestra me preguntó que de dónde era y le contesté que soy de Chile.

—¿De Chile? ¿Y por qué? ¡Si tú eres venezolano!

—No quise decir de Venezuela porque ya no quiero ser de allá; ahora soy de Chile. Venezuela es mala.

—¿Mala? —lo increpa la madre más que sorprendida— Hay personas que no la quieren, pero Venezuela no es mala. ¿Acaso son malos tus abuelos y tus tíos?

—Ellos no, pero los demás son malos, todos; no los quiero...

Imagine el lector cualquier final para el cuento y quede constancia de que, durante todo el recorrido,  la preocupada mamá continuó ofreciendo argumentos al pequeño para hacerlo reflexionar.  Lo importante de la charla es que evidencia que en esto de las migraciones parecen estar gestándose atrasos relacionados con otros tipos de deudas: aquellas  referentes a los modos de pensar, de ser y de estar en el mundo; las que se relacionan con unos intereses de mora mucho más preocupantes, porque amenazan con "quebrar"  el alma del país. Las que poco a poco nos van despojando del sentimiento nacionalista que, dígase lo que se diga, contribuye a fortalecer las raíces históricas y el sentido de pertenencia de cualquier población. Se trata de déficits que a la larga serán mucho más duraderos, casi impagables,  y más difíciles de "reestructurar" y "refinanciar", principalmente cuando los acreedores son las personas de menor edad.  Aquí la moratoria podría devenir  en eternidad y las generaciones causantes difícilmente podrán hacerse cargo de los intereses ni del capital.


Muy probablemente ese chiquillo de la historia está repitiendo frases escuchadas en algunas conversaciones cotidianas o en los medios de comunicación, pero además las está convirtiendo en conducta. Y cuando el lenguaje se convierte en actuación, las consecuencias son mucho más duraderas. Si son buenas, contribuyen a robustecernos como colectivo; mas si son negativas, pueden acarrear daños incurables. Caer en default con la parte más vulnerable (y también cognitivamente más permeable)  de la sociedad  podría acarrear la agrupación  en uno solo de todos los sentidos negativos de que se ha nutrido la evolución semántica de esa palabra.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (19-11-2017)
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Liquidación de palabras líquidas


Según una conocida canción, el amor se rompe "de tanto usarlo"; igual, las palabras se deterioran si se altera negativamente su significado primigenio

Si por necesidad, interés momentáneo o simple curiosidad, a alguien se le ocurre revisar la acepción inicial de la definición de "líquido, a" recogida en el Diccionario de la lengua española (DLE), probablemente no lo convenza demasiado o quizás le diga tanto que termine por no entenderla:

 "adj. Dicho de un cuerpo de volumen constante: De moléculas con tan poca cohesión  que se adaptan a la forma de la cavidad que las contiene, y tienden siempre a ponerse a nivel."

Más allá de tan particular explicación, por lo menos nos deja claro que  entra en la categoría de los adjetivos, uso habitual que se le da en algunos medios poco originales cuando en sus  titulares se alude al agua como el "vital líquido" (verbigracia, uno reciente de un periódico caraqueño: "Día mundial del agua: Cómo preservar el vital líquido"). En el ámbito de las ciencias económicas se utiliza la expresión "capital líquido" para aludir a aquellas cantidades no comprometidas con lo que suele conocerse como los "pasivos". De allí que los especialistas argumenten que, desde hace varios años, vivimos tiempos de escasez y carencia de efectivo porque el país carece de suficiente liquidez monetaria.  Agréguesele a eso que, en predios especializados como el de la fonética,  suele catalogarse a los sonidos representados por  la "erre" y la "ele" como "consonantes líquidas". Según eso, pareciera que "se dejan colar" por los laterales de la lengua cuando las pronunciamos. El mismo DLE  aclara al final que el vocablo puede utilizarse también como sustantivo. En cualquier caso, y para no enredar más el asunto, como que resulta más provechoso quedarse con la idea de que es líquida cualquier  materia capaz de fluir como el agua, siempre que el espacio circundante lo permita.

Todo este introito conduce a la duda de hoy porque  hay palabras que metafóricamente parecieran más líquidas que otras: algunos usuarios desubicados  las (entro)meten en cualquier conversación de tal manera que su significado original termina alterándose, convirtiéndolas así en lo que los lingüistas denominan "comodines léxicos". Sirven para designar tantas cosas diferentes y caben en tantos contextos que al final pueden volverse sal y "agua".

Ejemplos sobran en estos días de indefiniciones, discusiones bizantinas, culpabilizaciones y (contra)golpes de pecho y despecho. Es obvio, por ejemplo, que ya la harto repetida palabra "unidad" adquiere su sentido en el español venezolano de acuerdo con quien la utilice y a propósito de qué. Para el común de la gente (la que vota y la rebotan), ahora remite a una contradictoria "unión desunida"; para muchos otros, fundamentalmente políticos, se ha evidenciado que semánticamente parece referirse a "desastre", "anarquía" o "medalaganismo", cuando no a "dispersión", "insulto" , "traición" o "recule". Más evanescente y traslúcido no puede ser el término. Igual lo son voces como "diálogo", "paz" y "democracia"; cada cual las interpreta a su manera y las deja deslizarse, a veces caudalosamente, con marcada alevosía,  en llamativas declaraciones, como quien no quiere, pero siempre con sentidos subliminales, ocultos, difusos o, por lo menos, ambiguos.

Para sorpresa de los profesores de lengua, el diálogo  ya no necesariamente es una plática o encuentro cordial para ponerse de acuerdo en algo, sino un recurso (in)comunicativo de lanzamiento mutuo de improperios a diestra y siniestra. A lo que más se acerca esta nueva acepción es a la locución  "diálogo de sordos" (en el que los interlocutores se desescuchan mutuamente) o "diálogo de besugos" (aquel que se materializa mediante inexplicables incoherencias).

 Por mucho que la proclamen tirios y troyanos, ya la paz no es tampoco lo que imaginábamos; en absoluto refiere a "armonía", "acuerdo" o "tranquilidad";  más bien pareciera confundirse con la guerra, la cuchillada por mampuesto, la agresión y la trampa, aunque algunos saquen de vez en cuando una bandera blanca para proclamarla y defenderla.

En cuanto al término "democracia", poco sentido tiene ya adentrase en él. Habremos de pedir a quien corresponda una enmienda lexicográfica que la ponga en el nuevo pedestal al que la ha conducido nuestra cotidianidad política. Poco a poco, su significado primigenio se  ha venido desvaneciendo como el agua evaporada. Tanto se ha lidiado con este vocablo y con los anteriormente mencionados que su "liquidificación" recurrente, el hecho de tergiversarlos hasta el cansancio por quienes debieran utilizarlos adecuadamente, está contribuyendo a su inevitable liqui-dación.

Estas voces han sido líquidas hasta ahora porque cabían en cualquier circunstancia. No obstante, de seguir con estos usos inadecuados, poco falta para que pasen a convertirse en vocablos liquidados del repertorio léxico nacional.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (05-11-2017)
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"MATATIGRISMO"


Ser "matatigres" no es novedoso entre nosotros, pero, como era de esperarse, dicha actividad se ha potenciado en tiempos de crisis

Hace pocas semanas, un reconocido "terconomista" venezolano, de esos que vislumbran macrotragedias financieras a través de preocupantes micronoticias sobre lo que llaman el Producto Interno Bruto, recomendaba a los jóvenes y no tan jóvenes venezolanos que, aparte de ni siquiera plantearse en este tiempo aciago abandonar el empleo fijo, si lo tienen, se dedicaran a "matar tigres" como método eficaz para aumentar sus cada vez más pírricos ingresos. La declaración llamó la atención de mi tía Eloína, debido a que desconocía que una expresión como esa pudiera formar parte de lo que los lingüistas denominan el "tecnolecto" o lenguaje especializado de tales profesionales de las finanzas.

En Venezuela, el "matatigrismo"  ha sido desde antaño toda una institución; solo que su praxis ha venido reforzándose desde que estamos padeciendo esta situación de levantarnos cada día sin saber cuáles serán los precios de las cosas que por cualquier motivo debemos adquirir. De manera que se agradece al caballero el consejo, pero es obvio que, gracias a la  voracidad de algunos empresarios-comerciantes y al nacimiento y profesionalización del bachaqueo en todas las escalas sociales, deben ser poquísimos los venezolanos que, desde hace bastante tiempo, no hayan incurrido en ella.

"¿De dónde vendrá esa vaina?, ¿qué tienen que ver los jaguares con el trabajo ocasional?", pregunta mi parienta.  En realidad, no hay acuerdo acerca de su origen. Aunque se hace difícil saber si  alguna de ellas se ajusta o no a la verdad de los hechos, suele decirse que  proviene de dos particulares situaciones, por cierto muy poco relacionadas entre sí. Una de ellas la vincula con asunto fácil y rápido para obtener un beneficio económico, adicional a nuestros ingresos regulares; es decir, con algún "resuelve" circunstancial. Popularmente hay quienes afirman  que remite a una anécdota según la cual el patrón solicita a uno de su peones que, aparte de su faena rutinaria, salga de cacería y le traiga un cunaguaro (versión criolla del tigre) que anda merodeando por los alrededores de su propiedad. Una vez cumplida la tarea, el empleado comentaría a sus colegas haber "matado un tigrito", añadiendo que el hecho le había traído como compensación un dinerillo rápido, extra y fácil. Tiene cierta lógica, mas no es la única explicación.

Y no lo es porque la otra versión se relaciona más bien con dificultad y obligación. Remite al universo de la música y se remonta a los años treinta del siglo pasado. Se arguye que, por alguna razón, toda orquesta, grupo, conjunto, banda, e incluso cualquier humilde "ventetú" (reunión improvisada de músicos de distinta procedencia para algún sarao incidental),  estaban prácticamente obligados a agregar siempre a su repertorio la pieza jazzística Tiger rag. A pesar de que al parecer se trata de una interpretación difícil, no tenían más remedio que ejecutarla, por lo que se acostumbraron a comentar que cada vez  debían "matar al tigre", sin aviso y sin protesto. Presumiblemente, de allí, la expresión se amplió y extendió a otros campos. Y es muy cierto que todavía hoy forma parte del vocabulario cotidiano de muchos instrumentistas o cantantes, quienes usualmente argumentan "tener un tigrito" para referirse a toques o interpretaciones ocasionales y, en este tiempo de vacas flacas y funcionarios gordos, importantes al momento de estirar el presupuesto familiar.

No obstante, cualquiera que sea su génesis (si alguna lo fuere), actualmente nadie puede negar la existencia y expansión del matatigrismo en nuestro medio y más allá. Quizás con excepción de la política, al parecer, ya no hay profesión ni entorno en los que no se practique. Existen, incluso, quienes  han abandonado su oficio primigenio para dedicarse por completo a matar tigres aquí, allá y acullá.  Jóvenes y viejos, profesionales o no, activos y jubilados, empleados o desempleados  "matigrean" recurrentemente con el propósito de sobrevivir y desde mucho antes que cualquiera lo recomendara.

Tan arraigada está entre nosotros la actividad que, desde unos años para acá, se ha venido consolidando el proceso de exportación de la misma.  Actualmente hay connacionales que, por diversas circunstancias deben ejercerla en el extranjero. Muchas personas de las que han abandonado "esta tierra de gracia" para intentar hacer vida en otros países están demostrando cómo "matar al tigre sin tenerle miedo al cuero". No sería raro que dentro de poco comencemos a escuchar voces equivalentes y con el mismo significado metafórico en otras lenguas: "tigerkillers" o "tigerhunters" (en inglés), "chasseursdetigres" (en francés) o cacciatoriditigri (en italiano). Imagínela el lector en chino, en japonés, en árabe, en alemán o en ruso.


Lo que parecía entonces una mácula para la nacionalidad y a veces ha sido percibido como uno de nuestros  "defectos de fábrica" se ha convertido, dentro y fuera de las fronteras nacionales, en una virtud que, ante condiciones adversas, puede ser de gran ayuda, ya no necesariamente como labor secundaria y eventual. De allí que una expresión como "matar (hacer o tener) un tigre, o un tigrito" sea ya parte sustancial de nuestra idiosincrasia lingüística, de la economía doméstica cotidiana y del muy humano espíritu de supervivencia del que hemos debido revestirnos, independientemente de cualquier explicación que se intente acerca de su etimología. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (22-10-2017)
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El trimestre del conejo



No se contente demasiado si alguien quiere halagarlo indicándole que tiene usted los rasgos de un conejo o una coneja

Hay palabras curiosas, con buena o mala vibra pero  con  pegada renacentista y hasta con suerte. Voces que parecían extinguidas del vocabulario cotidiano y de pronto, recuperadas en la voz de algún hablante público,  salen de las catacumbas del olvido, florecen de nuevo y vuelven a estar en labios y letra de una multitud de hablantes. Por ejemplo, hasta hace varios meses usted se habría extrañado al encontrar el vocablo "conejo-a", o alguna de sus voces derivadas, en cualquier medio de comunicación o red social venezolanos.   Ni siquiera teniendo una pata de ídem, lograba conseguir algún referente relacionado con esto, una alusión que le recordara que el animalejo y su exquisita carne existen.  Ya ni se nombraba ese lugar enigmático que sirve de techo a buena parte del poder militar caraqueño  y que hasta finales del siglo pasado era conocido como Conejo Blanco.  Y ni hablar de conseguir en algún restaurante platos preparados con las piezas despostadas de lo que los glosarios científicos definen como  "mamífero logomorfo"; mucho menos, en la vitrina de alguna carnicería. Ni para remedio. Parecía una familia de palabras extinguida, al menos de las enigmáticas madrigueras idiomáticas nacionales.

No obstante, súbitamente, sin anestesia, una supuestamente milagrosa y reveladora iluminación  proveniente de algún recóndito recinto del  léxico nacional ha logrado sacar unos cuantos animalillos de esos de la chistera y el vocablo ha comenzado a resonar como si ahora estuviésemos viviendo de nuevo el lapso chino-venezolano  del conejo.   Según se anuncia, pasará poco tiempo para que, literalmente, los tengamos hasta en la sopa; hay un resaltante funcionario, excompañero de luchas estudiantiles de mi tía Eloína, a quien, debido a un notorio mechón blanco,  apodaban precisamente el Conejo.  Ahora es toda una celebridad, gracias a que algunas nuevas medidas de la política agrícola urbana  han revivido y puesto de moda el mote.  Solo que se lo han ampliado y ahora lo llaman el Conejo de la Suerte, porque será el encargado de montar con financiamiento oficial un criadero de sus congéneres. Antes casi se ofendía cuando lo tildaban de esa manera; ahora siente orgullo al saber que lo asocian con tan singular cuadrúpedo, principalmente porque —como se diría en español peninsular— supone que le permitirá "forrarse."

No obstante, le hemos recordado que no todo es felicidad total dentro de este renacimiento léxico. Pocos se han fijado que detrás del vocablo hay también un  costado menos halagador:  primero, porque  no faltan quienes siendo conejos se piensan a sí mismos como supuestas liebres  de la política (ojo, que ambas voces no siempre son sinónimos) y, segundo, debido a que hay los que consideran  estar devorándosela al ofrecer declaraciones y hacernos creer que todo lo relativo al mundo conejil es positivo.  Habría que recordar que, cuando en español  se dice  que alguien tiene "risa de conejo", se hace referencia a que por lo general esa persona ostenta una mueca forzada, fingida, cínica,  indicadora de que sabe de sobra  que con su discurso o su actuación (o con ambos)  está engañando a la humanidad entera y piensa narcisamente que no se le ven las costuras. Con cierto despropósito, ese mismo tipo de hablante suele considerar a todo un país como una cegatona manada de "conejillos de Indias".  Vive lo que se diría "conejeando", o sea, esquivando la realidad y negándose a apreciarla tal  como es.

Adicionalmente,  dentro del ámbito de lo sexual, en algunas regiones de España suele utilizarse la voz "coneja" como sinónimo de "vulva", motivo por el cual no es nada halagador que en esos lugares te digan que, cuando te enojas, tu rictus es de "conejita".  Pero hay más: en diversos espacios hispanohablantes una coneja es una dama que pare y pare sin ningún tipo de responsabilidad, principalmente si lo hace dentro de ese tipo de viviendas mínimas, hiperpobladas y antihigiénicas a las que suele denominarse "conejeras". Por ese motivo, mi parienta se asustó al leer hace pocos días la noticia según la cual hay un novedoso plan oficial que comenzará con "800 conejas".

 Más todavía, según el Diccionario de americanismos,  la palabrilla tiene significados negativos, o por lo menos despectivos, en varios lugares de América: por ejemplo,  en México se usa "conejo", para hacer referencia a un ladronzuelo de  baja ralea; en Guatemala, es sinónimo de "policía chimbo" y también de "tonto-a". El origen de la voz podría traer además bromistas reminiscencias fonéticas a algún tomador de pelo. Según el Diccionario de la lengua española (DLE) la voz proviene del latín  cuniculus, motivo por el cual no siempre se debe sonreír si alguien te dice que cuando declaras para la prensa se te ve clarísima la cara de cuniculus que asumes. Tampoco deberíamos alegrarnos mucho si se nos dijera a través de los medios de comunicación que el último de 2017 será el "trimestre del cuniculus" porque, de ser así, no presagia nada bueno.


No se precisa recordar además la fama de pícaro, tramposo y embaucador que tiene dentro del imaginario popular venezolano un personaje como tío Conejo. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (08-10-2017)
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Palabras traicioneras


El uso de determinados vocablos puede resultar más ofensivo de lo que creemos, principalmente si ignoramos su significado primigenio

Para no ofender su memoria, imaginemos que aquella señora se llamaba Martinita. Era mediados de los años sesenta. Ocurría en Los Puertos de Altagracia. Supongamos también que su único descendiente  llevaba por nombre Alciro. En ciertos casos, cuando alguien deseaba ofender a otro u otra, sencillamente le espetaba "¡no seas alcírico!". Al utilizar esta expresión, se buscaba apelar al interlocutor o a la persona referida como "tonto-a".  El recurso resultaba cruel  porque Alcirito no era un muchacho cualquiera. Estaba de moda una gaita intitulada "El bobo". Cada vez que se la escuchaba, corría el rumor de que la misma se había inspirado en la historia de Martinita y su hijo.  La gaita iniciaba como sigue: "El bobo, el bobo es / personaje de nobleza /madre, llena de tristeza / lo tiene que soportar..."

Alciro sufría lo que en medicina se conoce como el síndrome de Down. Esto lo hacía diferente de todos nosotros. No sin cierta vergüenza y melancolía mezcladas, la madre lo sacaba a pasear de vez en cuando. Debido a su comportamiento, se le consideraba como una persona con ciertas dificultades de aprendizaje. Nunca fue a la escuela, como sí fuimos muchos otros. En honor a la verdad, la gente que bromeaba con su situación y utilizaba la referencia a su conducta para burlarse de otros, lo hacía ignorante de que lo de aquel niño fuera un trastorno relacionado con la carga cromosómica. Su nombre era utilizado para aludir metafóricamente a quienes mostraban actitudes poco eficaces en el momento de resolver asuntos cotidianos y a la supuesta "impericia" para actuar como lo hacíamos los demás chicos. Sin embargo, tenía ciertas habilidades especiales para algunas cosas. Por ejemplo, entonaba canciones con mucha mejor melodía que otros y gozaba de una destreza asombrosa para inventar historias y oralizarlas. Pero eso parecía insuficiente para que algunos rasgos suyos no fueran objeto de chanza.

Reaparece esta breve historia a propósito del revuelo que hace pocos días alcanzara en las redes sociales la palabra "autista". Afortunadamente, hoy en día, la gente está mucho más pendiente de dar a ciertos términos la acepción adecuada. En esta época es más probable cerciorarnos de que, aun cuando a veces no los tengamos muy claros en nuestro repertorio léxico, pudieran resultar ofensivos y discriminatorios hacia quienes han nacido con alguna característica que implique verlos como personas distintas. En este campo léxico entra un amplísimo inventario de voces, todas insultantes e injuriosas —nada recomendables cuando se trata de respetar al prójimo—.  A modo de ejemplo, mencionemos algunas de las más conocidas: idiota, mongólico, retardado, subnormal, retrasado, anormal, cretino, oligofrénico, tarado y, por supuesto, "autista". Podríamos agregar otras de uso más general, pero no por ello menos zahirientes: imbécil, bruto, ignorante.

Tampoco deja de ser cierto que, si bien algunos de ellos provienen originalmente del campo de la investigación médica o psicológica, el uso rutinario ha venido resemantizándolos y asignándoles significados que ya no aluden necesariamente a quienes padecen ciertos síndromes. No obstante, diversas organizaciones sociales procuran llamarnos la atención acerca del uso de esta terminología en la que, a decir verdad, la escuela debería poner un poco de atención. Se precisa dar a conocer y alertar a quienes van a una institución a "educarse" sobre el valor social implícito en algunos vocablos que a veces, por su uso rutinario, parecen inocentes. Detrás de ellos podría esconderse todavía una intención agraviante hacia la condición de ciertos grupos de la sociedad cuyo comportamiento se sale de los parámetros habituales.


En esto también tenemos cierta responsabilidad los que por alguna razón actuamos como hablantes públicos. No está de más tener presente que cualquier expresión puede ser utilizada en contra nuestra y de allí la obligación de buscar y medir muy bien cada palabra que expresamos. Puede ocurrir que quien en la conversación cotidiana  hace esto en son de chanza —o con ánimo de descalificar— desconoce la carga ofensiva implícita en referirse a otro como "oligofrénico", "idiota", "mongólico, "bobo"  o "autista". Eso explicaría un poco aquella historia que hemos referido al inicio. Muchos puerteros eran inocentes de que incurrían en una agresión al utilizar "alcírico" tomando como referente la "extraña" conducta del hijo de Martinita. Actualmente, el radio de influencia de un acto verbal de esta naturaleza es mucho mayor si se hace a través de los medios. Hablar públicamente implica escoger con pinzas y con sumo cuidado cada cosa que vamos a decir. Si no lo hacemos, el discurso puede jugarnos una mala pasada y hasta llevarnos a emitir expresiones que denigren de quienes por alguna razón son diferentes.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (20-08-2017)
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TUITORREA


Con el envío,  reenvío y repetición incesante de un tuit, se corre el riesgo de simplificar el universo noticiable y reducir la información a doscientos ochenta caracteres

Me solicita mi tía Eloína que sugiera a quienes insisten en escribir "Twittear" y "Tweet", y adicionalmente reclaman a quienes los adaptamos a la grafía del español, que acudan a la más reciente edición del Diccionario de la lengua española (DLE, 2014) y se percaten de que aparecen registradas todas las formas posibles para el verbo "tuitear"  (y su hermano "retuitear") más los sustantivos "tuiteo", "tuit" y "tuitero". Por tratarse de una marca comercial, la única que no ha podido incorporarse a nuestro sistema grafemático es "Twitter". Socialmente la lengua avanza e, independientemente de las creencias de ciertos hablantes, adopta, adapta, acomoda, y/o pide prestadas de otros idiomas voces que jamás devolverá. Todo eso forma parte de su dinamismo. No obstante, tampoco vemos negativamente la opción del español de Colombia. No estamos seguros de que se trate de un uso generalizado, pero hay evidencias de que, al menos por testimonios de la prensa y otros medios de comunicación,  en ese país no tuitean sino que "trinan". Lo hacen apegados a la traducción del verbo del inglés (to tweet). Acá en Venezuela a veces también trinamos, pero con otro significado, a causa de la desazón que provocan algunos usos de esa red social.

En este tiempo no hay evento, proceso o circunstancia que no pase primero por el filtro del tuiteo. Una considerable multitud de personas tiene en este sistema su principal fuente para "buscar" y difundir la información. Twitter es la salvación de muchos que recurrentemente buscan ser los primeros, aunque esto sea un poco cuesta arriba, debido a la cantidad de mensajes transmitidos en apenas un minuto. Dicho medio ha sido llevado a un nivel tan sacrosanto que abundan los que ya ni se preocupan por darle a la noticia una forma diferente a la que refleja cualquier mensaje de esa red.

Hace algunos años, antes de la irrupción de esos templos que son las redes, un analista del discurso podía darse banquete jurungando e interpretando diferentes asunciones mediante la revisión de puntos de vista diversos sobre un mismo acontecimiento noticioso. Actualmente, la "tuitermanía" amenaza con una uniformidad informativa que te cansas. Antiguas nociones del argot periodístico para aludir a la noticia fiambre y a la repetición o acomodación de lo ya conocido ("caliche", "refrito", "fusil") son ahora el pan nuestro de cada día. Alguien pone a circular un tuit creyendo dar lo que se denomina un "tubazo" (una primicia, el "lomito") y resulta que no ha despegado los dedos del teclado cuando ya hay un centenar de reenvíos. La maraña y la confusión reinan hasta el punto de que se hace difícil saber cuál ha sido realmente la fuente original.

Otro síntoma de esta fiebre es la cantidad de veces que un emisor (individual o corporativo) envía y repite en diversos momentos un idéntico texto. Pasan los días y cada vez que suena el pitico de la notificación o procuramos buscar algo fresco, nos percatamos no solo de que la misma "exclusividad" ha sido replicada por una altísima cantidad de tuiteros sino que, además, algunos parecieran haber dejado pegado el dedo en "enviar enviar enviar...". Abrimos la mensajería de texto y, a modo de ñapa, caemos en idéntico foso. Acudimos al WhatsApp o al Instagram y... adivine. Te levantas al otro día, activas tu pantalla y, ¡zas!, más de lo mismo. Prendes la tele o la radio y certificas que ahora por lo menos no tienes que leerlo de nuevo; lo hacen por ti a través de los micrófonos o te lo ponen en la pantalla y además te lo deletrean otra vez. Hay incluso mensajes acerca de eventos ya superados que cada día son puestos en circulación como si aquello fuera a ocurrir de nuevo.

Para colmo, hay hablantes públicos que limitan sus declaraciones a lo que pueda decirse en ese reducido ámbito, ni más ni menos. Las convocatorias a los comunicadores han comenzado a extinguirse y, cuando alguien recurre a ellas, todo lo que se diga allí se resumirá en un "trinar y cerrar de ojos". Hasta los decretos, las leyes, los edictos, las decisiones más importantes, se hacen públicos por esa vía. En término de diseño periodístico, un mensajito puede constituir el titular, el sumario, el cuerpo y la conclusión de lo que se informa.  


Cómo denominar este curioso hábito comunicacional será una tarea importante para los comunicólogos y semiólogos. De momento, si de algo sirviera, podríamos agregar un nuevo vocablo a la familia de palabras referida al inicio: "tuitofilia". Esa no está en el DLE, pero estamos a punto de recoger firmas a través de Twitter para hacer la propuesta de que alguna vez la incluyan. Claro, en estricto apego a la realidad, y para describir lo que se siente cuando te invade el síndrome de estar leyendo, releyendo y volviendo a leer lo mismo, habría que agregar su antónimo: "tuitofobia". De no buscarse a tiempo un equilibrio, la "tuitorrea" podría perjudicar la efectividad informativa y, en lugar de seguir siendo una red, convertirse en una confusa tela de araña que amenaza con reducir todo lo noticiable a doscientos ochenta caracteres.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (06-08-2017). Actualizado para esta entrega.
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Pitonisos y ana-listos


Plantear posibles escenarios para la salida de una crisis es relativamente sencillo, principalmente cuando el proponente no deja fuera ninguna de las opciones

No entiende mi tía Eloína la razón por la cual el Diccionario de la lengua española (DLE) solo atribuye género femenino a la palabra "pitonisa". De acuerdo con lo que allí se especifica, sus únicos significados serían "adivinadora", "hechicera" o "sacerdotisa", siempre referido a féminas. Posiblemente esto tenga que ver con el origen del vocablo: su etimología se relaciona con una serpiente, la pitón, de donde a su vez proviene el nombre de la diosa de las pitonisas, Pitia. Y también la voz "serpiente" lleva nada más la marca "f". De acuerdo con la mitología griega, en el oráculo de Delfos solamente era posible obtener predicciones hechas por las integrantes del cortejo de dicha deidad, puras hembras. Como buenas cuaimas a quienes no se podía contradecir, se creía que jamás erraban en sus pronósticos, que eran infalibles. Si a raíz del resultado de una consulta se olía algo parecido a un yerro, pues se tapaba el hueco argumentando que ello obedecía a una equivocada interpretación de lo vaticinado. 

No obstante, a estas alturas, la entrada del Diccionario debería ser pitonisa, -so; igual que hay una para sacerdote, -isa. Así como las feministas reclaman a veces el machismo lingüístico implícito en ciertos giros de lenguaje cuya base referencial es exclusivamente masculina ("el hombre es mortal", "no hay dios que solucione eso", "toda sociedad tiene su patriarca" ), en aras de la igualdad de género, debería reconocerse que también hay en el mundo contemporáneo pitonisos a granel: caballeros dedicados a ofrecer constantemente hipótesis acerca de cómo terminará un proceso, una situación, un evento, una crisis. Ejemplos de uso, si fueren necesarios, sobran en estos convulsos tiempos venezolanos. Somos sin duda una comunidad repleta de adivinadores en pleno desempeño de su oficio. Basta afrontar cualquier publicación o red social para darnos cuenta de las muy diversas predicciones sobre el supuesto desenlace ante la calamidad por la que estamos atravesando.

Con permiso del DLE, asumamos entonces que, al menos en este tiempo,  el "pitonisismo" es un movimiento con militantes y "militantas". Un pitoniso o pitonisa actual es un(a) profesional a quien, para evitar malentendidos y desviaciones semánticas, los medios catalogan como "analista": alguien que observa minuciosamente la realidad, la escruta, la disecciona, la arma de nuevo y, ¡zas!, predice, presagia, anuncia lo que viene a continuación. Ante situaciones álgidas como la que vivimos, los oráculos crecen, florecen, recrudecen, aumentan, se incrementan, abundan, circundan... Se riegan por doquier como la verdolaga  y no pasa un día en que no leamos a alguno. No hay que ir demasiado lejos para encontrar ejemplos de esto relacionados con lo que viene ocurriendo en Venezuela desde hace ya casi cuatro meses.

La diversidad "pitonísica" nacional e internacional ha venido planteando lo que en ese terreno particular suele denominarse "escenarios". Con ello, cada adivino sazona su discurso de acuerdo con el área de las ciencias sociales a la que es afín. Unos buscan asidero en circunstancias históricas que guarden relación con lo que está ocurriendo. Otros se visten de datos para apoyar sus propuestas. No faltan los que, al momento de plantear las "salidas" posibles, recurren a los vericuetos de la sicología, a las diversas, marañosas  y profundas corrientes de la sociología o al  universo de la numerología y la estadística. Sin embargo, a veces plantean tantas y tan obvias posibilidades que con alguna de ellas habrán de acertar o acercarse a lo que pueda ocurrir.

Mi parienta no juzga esto negativamente. Sin embargo, opina que tampoco tiene mucho sentido proceder como lo hacía en los años sesenta un supuesto "brujo" de los Puertos de Altagracia, cuando una dama encinta acudía a su sabiduría a fin de que le predijera el género de su futuro retoño. Aquel chamán improvisado asumía pose de infalible Hipócrates frente a la consultante y, sin ningún tipo de incertidumbre, le espetaba: "hay un cincuenta por ciento de chance de que sea varón". Si se le preguntaba por el estado del tiempo para la semana, respondía con una sola, única, y definitiva palabra: "lloverá". Si la embarazada paría hembra, naturalmente, el vaticinio había acertado. Y si no llovía, ante el reclamo, el vidente esgrimía un argumento indiscutible para defenderse: "predije que llovería, no dije cuándo".


Más o menos en ese contexto hemos llegado al día de hoy, domingo 30 de julio de 2017. La lectura  de los "escenarios" diagnosticados por analistas (nacionales o foráneos) acerca de la confusa situación venezolana actual, que no concluye precisamente hoy,  guardan cierta similitud con la que hemos descrito en el párrafo anterior. Han ofrecido en sus diversos pronósticos tantas y tan evidentes posibilidades que casi resulta imposible que no hayan acertado con alguna de ellas. Y si ha ocurrido lo inesperado, seguramente algunos pitonisos acudirán  al recurso con que los griegos explicaban las equivocaciones de la diosa Pitia: errar una predicción no significa que tanto "ana-listo" se haya equivocado, sino que los hemos malinterpretado. Para no perder la costumbre, mañana comenzarán de nuevo los diagnósticos.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (30-07-2017)
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