jueves, julio 27, 2017

Súper ¿ventas?




Son varios los que alegan haber publicado el libro más “vendido” de la historia, sin que sepamos a ciencia cierta qué quieren decir con  eso

Si usted abre el Diccionario de la lengua española (2014)  y se detiene en la entrada “best seller”, se encontrará con que se la define como “libro o disco de gran éxito comercial”. Algo parecido conseguirá si va a la palabra “superventas”. De acudir al Diccionario panhispánico de dudas (2005), hallará casi lo mismo: best seller lo remite a “superventas” y, una vez instalado en esta última, se le aconseja utilizarla en lugar de la primera, por aquello de evitar el anglicismo cuando hay una voz que en español puede ofrecer el mismo concepto. Conciliemos y digamos que ambas expresiones son sinónimas y que ninguna de las dos ha logrado consenso al menos en el universo hispanoamericano.

 A decir verdad, lo relevante acerca del fenómeno no es cómo aludir al hecho y la forma de referirlo. Mucho más importante es lo que hay detrás del mismo. Leímos hace poco una gacetilla de la agencia Associated Press (reproducida por este y otros periódicos) en la que se informaba que Mi lucha (especie de clásico manifiesto ideológico escrito por el dictador Adolfo Hitler) se ha convertido en un nuevo “milagro alemán”, al superar las expectativas de los editores y alcanzar, al menos en ese país, un altísimo nivel de volúmenes comercializados. No extraña que dentro de poco se diga que se trata del título “más vendido” de la historia.

Si a ver vamos, cada quien le pone su grano a este asunto y pareciera existir una subyacente “Guerra Fría” cuyo foco principal de conflicto es quién vende más que quién y no qué sociedad tiene más lectores. Por ejemplo, dentro de esa misma tónica, en diciembre pasado, en un pomposo acto gubernamental,  los franceses ratificaron algo que, hechos los trujillanos, vienen repitiendo desde hace varios años: El principito (1943, de Antoine de Saint-Exupéry) es para ellos la obra más leída “en el mundo”, asunto que cierta prensa gala interesada  repite sin más ni más. Entre los chinos, no se quedan atrás quienes argumentan que ese puesto de primer superventas universal se lo lleva el Libro rojo, de Mao Zedong (1966). Y, por supuesto, algunas comunidades anglófonas no podían permanecer ajenas al halar la brasa hacia su sardina y argüir que el privilegio del “bestsellerismo” es exclusivo de El señor de los anillos (1954, de J. R. Tolkien). En nuestros predios hispanohablantes, estamos más que convencidos de que el primer lugar lo ocupa indiscutiblemente, y desde hace varios siglos  El Quijote (1604). Pero hay un lugar común en el que todos parecen confluir, sin mayores discusiones: ninguno de los anteriores supera en esto a la Biblia.

Considera mi tía Eloína que detrás de tales asunciones hay algo más que un capitalista apotegma comercial. No se trata solamente de quién gana más o gana menos dinero en esto de las ventas. Aquí subyace también  un asunto relacionado con intríngulis culturales, porque lo fundamental no es nada más la edición príncipe, sino también el número de idiomas al que cada uno ha sido traducido. Podríamos agregar un argumento no considerado y acotar que “más vendido”, “más traducido”, “más impreso” no necesariamente significan ni  “más leído” ni más arraigado en la memoria colectiva. Por estrictos motivos de divulgación religiosa, es posible que la Biblia sea el libro más reproducido de todos los tiempos, pero decir que se trata del “más vendido” podría ser improcedente, por cuanto son millones los que lo han obtenido de manera gratuita. Y, por supuesto, saquemos del inventario la cantidad de hogares, oficinas públicas o privadas y hoteles, en los que dicha obra es apenas un  (a veces polvoriento) volumen para adornar mesas de recibo, veladores o anaqueles. Aparte de que, con su distribución, el catolicismo siempre ha buscado ir mucho más allá de propagar las parábolas sagradas.  

Agreguemos que se hace difícil contabilizar el número de ejemplares circulantes de una publicación lanzada por primera vez casi en la época de los dinosaurios (70 d.C., la Biblia) o, más acasito, en 1605 (El Quijote) y compararlo con otra cuya primera aparición se dio apenas en 1943 (El principito) o 1954 (El señor de los anillos). Tampoco era lo mismo imprimir y/o distribuir o leer un libro hace muchos siglos —caso de los dos primeros— a difundirlo en este tiempo en el que un clic es suficiente para ponerlo a circular, adquirirlo u “(h)ojearlo”.

Viene por otro lado el asunto de la hegemonía idiomática buscada por quienes proclaman que el suyo es el best seller estrella. Vender” publicaciones no es solamente comercializar u obsequiar una historia o un conjunto de ideas. Implica penetrar adicionalmente esas realidades paralelas que son los idiomas e incrustar en ellos el imaginario, las costumbres, los hábitos y las representaciones simbólicas propias del tiempo y la lengua primigenia en la que se han editado. Digan lo que digan, lo vean como lo vean, y más allá de que lleve aproximadamente casi mil quinientas ediciones (en casi todas las lenguas del planeta) y quizás unas doce mil versiones diferentes, e independientemente del número de ejemplares impresos, vendidos, leídos o archivados en bibliotecas, aunque pueda parecer una “maracuchada” o una “argentinada”, pocos superarían en esto a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Tanto ha sido así que hay muchas otras culturas o países que bautizan a alguna de sus obras fundamentales anteponiéndole el mote de aquel “caballero de la triste figura”; por ejemplo, se habla del “Quijote chino”, el “Quijote árabe”, el “Quijote japonés”. Estando incluso dentro de la misma esfera cultural, no somos pocos quienes hemos repetido más de una vez que Cien años de soledad es nuestro “Quijote hispanoamericano”. Incluso en Venezuela nos jactamos de tener un particular héroe, antecedente, según algunos, del personaje cervantino: don Alonso Andrea de Ledesma, conquistador español cuya leyenda se gestó  también en el siglo XVI y a quien se conoce como el Quijote caraqueño.



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