jueves, julio 05, 2012

Censores filológicos, censuras ideológicas




Guerra avisada o nota previa para evitar interpretaciones malsanas:
Mosca, lectoras-es, de acuerdo con la venezolanísima "Ley Resorte" la siguiente duda  se ajusta a las siguientes condiciones: Lenguaje: C, Salud: B, Sexo: E, Violencia: D, para ser leída en "horario adulto", con tapones para oídos y vendas para ojos.
Advertencia: Se ha determinado que negar las escatologías, aparte de ser nocivo para la salud, embrutece.
Decida antes si acepta o no acepta esta lectura. De ser esto último, no siga leyendo...

Con el debido permiso de la “puritanía” nacional y extranjera, me permito comenzar esta duda recordando el texto de un letrero publicitario que escandalizó a mucha gente durante la exposición denominada El paquete erótico, coordinada en el año de 1980 por el artista venezolano Víctor Hugo Irazábal en la caraqueña Sala Ocre (1980). Inocente y colocadito allí como quien quiere y no quiere, el letrerito de marras rezaba lo siguiente: “No dejes para mañana lo que puedas mamar hoy”.
Aquel inocente avisito le movió el piso a más de un asistente. Aunque no decían “¡perro!", mostraban el tramojo.
Lo menciono de entrada porque suele decirse que en Venezuela jamás ha habido censura, así como se comenta generalmente que nunca antes hubo racismo ni discriminación. Pamplinas. Tonterías que entre trago y trago repetimos para sentirnos bien como  colectivo. En sentido contrario, mi tía Eloína suele jurar que, desde que somos una república “en busca del tiempo perdido”, la censura y la discriminación siempre han existido, entre nosotros,  lo que varía son los modos de ejecutarlas (a veces casi subliminales).

Y así es, no puedo dejar de darle la razón. Tanto la censura como la discriminación han sido axiales en nuestro desarrollo ciudadano. En este país, al que menos puja le brota un piano de cola.  Es posible que se las esconda, que se las disfrace, que se hagan las mil y una patrañas para disimular, por ejemplo, el modo como algunas personas, comunidades y grupos sociales miran de reojo a la gente que no comparte su color de piel, a algunos supuestamente “malvestidos”, a las personas con ciertos “kilos de más”, a sujetos y sujetas de otros países y nacionalidades. Etcétera.  

Y cuando ella dice “color de piel”, mi parienta no hace diferencia entre el modo como, desde cierta posición social,  se ve y se “admira” a una rubia, blanca, presuntamente aria, de estatura considerable y vestida con eso que llaman ropa de marca (como si no toda la ropa tuviera una “marca”) y la manera en que desde otras miradas más deprimidas se observan los movimientos, las cadencias, el lenguaje y los pareceres de esa otra entelequia que la costumbre suele marcar con el apelativo de “gente bien” o “personas acomodadas”. Los “menos” y los “más” se discriminan y se censuran mutuamente.
Valga el ejemplo de uno de mis compañeros de bachillerato: durante los legendarios años sesenta compartíamos en Los Puertos de Altagracia en un liceo público  porque no había otro a la mano, pero era obvio que sus padres tenían más dinero y privilegios sociales que la sumatoria de todo el resto del salón, así que, aunque no podía disimular su evidente  estampa “afrodescendiente”, nos veía a todos por encima de su hombro y se consideraba a sí mismo como la propia “pepa de Billy Queen”. Es decir, convivía con nosotros, pero obviamente se creía muchíiiisimo más que el resto de la humanidad. 
Lo contrario también es palpable en cualquier ambiente de los nuestros, pero como uno acude por lo general a lo que más conoce, podría yo decir que tengo una vecina que se dice “socialista convencida”, convencida de que nació para fuñir a los congéneres, porque es propietaria de diez apartamentos (que alquila mediante perversos contratos por sumas astronómicas) e igualmente cree (para mí equivicadamente) que toda la gente de pocos recursos es “malandra”.  No acude a playas públicas porque según ella allí “pulula el populacho”, sospecha de todas las señoras de servicio a las que, en contradicción con su “ideología”, contrata. Sin olvidar que piensa que las ramas menos favorecidas de su propia familia lo son por simples motivos “genéticos”. No sospecha que, cualquiera que sea el origen de sus arcas, todos  los ricos –o sus ancestros-, se han hecho ídem apaleando de distintas maneras a otros.
Así está el mundo, pues. Una cosa piensa el burro y otra el que lo está montando.

En tal sentido,  censura y discriminación terminan siendo dos variantes de un mismo y único vector: la aversión al contrario. Son “aversivas” las personas que, ora por el dinero que manejan, ora por la supuesta “cuna” de la que proceden, ora por haber estudiado algo más que los otros, ora porque tienen más habilidad verbal, se muestran como si no tuvieran ombligo o carecieran de cualquier tipo de orificio útil para expulsar excrementos. Diría Eloína sin ningún tipo de eufemismo y con una frase bastante fuerte: “¡es que se creen que no tienen canalillo en el trasero! 

A esto de las llamadas “frases fuertes” o voces escatológicas he querido llegar desde que inicié esta duda melódica. Porque en el lenguaje, en sus usos, en el modo como  afrontamos y juzgamos lo que dicen los demás, pues también incide la perversión, digo, la censura y la discriminación.
 Por fin  llego, pues, a donde venía.
El tópico ha sido motivado por una reciente visita a Maracaibo. Pasábamos mi esposa y yo por la Plaza Bolívar de esa ciudad una mañana de cuarenta grados a la sombra y otros pasantes se asombraron ante las risotadas que nos provocó la situación de un muy maracaibero caballero que, sin ningún tipo de pudor, discutía con un grupo de correligionarios de un partido político y los llamaba (pido licencia a los censores espontáneos para repetirlo sin anestesia) “¡mamagüevo’e perro!”. Mucho habíamos escuchado antes la primera parte de esa expresión (“mamagüevo”) y, en efecto, en el Zulia en general, no es difícil oírla. Pero agregarle la alusión canina en ese particular ejercicio de succión le daba a la ofensa una intensidad tan particular que no pudimos más que reaccionar ante lo sorprendente del asunto. 
De pronto nuestra sorpresa estaba siendo marcada por la censura y la discriminación  inconsciente que solemos practicar cuando percibimos algo que se sale de lo que la escuela nos enseñó como “políticamente correcto”.
 Y ante lo que te desubica, pues, como salida, te ríes.
Desde algunos espacios del centro del país, suele pensarse que hay regiones de Venezuela donde reina la escatología verbal incontenida. Pues, todos lo sabemos, el Zulia no escapa de esta  posibilidad. Y los zulianos andan tan orgullosos de que así se les considere que hasta han fraguado una popular gramática para el vocablo verga. Un término tan sencillo como verga (“pene” según el diccionario) se usa en predios zulianos para extremos semánticos tan lejanos como un introductor discursivo (para abrir una conversación: “¿sabéis una verga?”) hasta la manifestación de sorpresa (“¡a la verga!”) y la negación absoluta (“¡ni de verga!”).

Este liberalismo hacia ciertas voces llamadas por los puristas escatológicas, excrementicias o “malsonantes” ha servido para que se atribuya a los usuarios cierta fama (no siempre justificada) de “groseros”, “malhablados”, “bocasucia” y un largo etcétera. Censura y discriminación juntas.
Y allí hay que salir al paso a quienes se creen hablantes prístinos porque jamás recurren a las llamadas “palabrotas” para justificar una rabieta, una sorpresa o manifestar algún dolor o alegría súbita.
De mi parte, siempre he dicho a mis alumnos que las llamadas escatologías son intensas pero a veces necesarias. No es lo mismo "recordarle la progenitora" que "mentarle la madre" a alguien que ha ofendido tu dignidad. En ciertos contextos familiares puede resultar casi ridículo exclamar “¡outch!” cuando te has dado tremendo coñazo en la espinilla y solo te provoca gritar “¡coooño!”. Ni que fueras Batman o Robin.
Vuelvo y completo el cuento del señor maracucho a quien escuchamos en la plaza Bolívar de Maracaibo. El grupo con el que discutía lo estaba imprecando y a coro le decía “¡traidor,  coño’e tu madre!” Pues para él la salida más honorable fue llamarlos a todos “¡mamagüevo’e perro!”. Si se quiere, haberles respondido con un “¡imbéciles!”, "¡estúpidos!" o (incluso) "¡la tuya!" habría sido interpretado por quienes lo ofendían como torpe y hasta fuera e contexto, cuando no amanerado.
Porque hasta las escatologías tienen su contexto. Y no usarlas cuando se las precisa, puede resultar nocivo para la salud. En esto de los usos del lenguaje, a la gente que se cree más que los demás y que alega no usar ¡jamás! las llamadas groserías porque le resultan propias del vulgo (he allí la censura y discriminación solapadas), le parece gracioso y hasta totalmente permisible que en las películas gringas los personajes repitan hasta la saciedad  las expresiones shit,  fuck you, son of the bitch cada vez que se les antoje. Y si se trata del francés no digamos las veces que en  los coloquios parisinos se repiten las candentes voces ¡merde! o ¡connard! (equivalente francés al gilipollas peninsular, creo).

A veces a los puristas criollos hasta les suena chic o cool que los anglo y francoahablantes hablen de ese modo tan “gracioso”.
Y para no marchar tan lejos digamos que en situaciones informales los españoles “conjugan” las palabras mierda, culo y cagar en todas sus “acepciones posibles”. Así como tenemos una gramática zuliana del vocablo “verga”, muy bien pudiéramos hacer el mismo ejercicio con estos tres términos y sus usos en la península ibérica. Lo que diría un conocedor es que prácticamente las han resemantizado, ya no son escatologías, como quizás siguen siéndolo en algunos países hispanoamericanos. Por eso es casi una situación de chiste cuando los peninsulares expresan “hacer de(l) vientre” para referirse al acto de expulsión anal de los excrementos. O sea, luego de cagarse hasta en la virgen, pues dicen “hacer del vientre” cuando es la hora de acudir al váter. 
El DRAE cataloga  cagar como verbo intransitivo malsonante y agrega como su primera  definición: “evacuar el vientre”. Más adelante indica además que la locución que te cagas (también tipificada como malsonante) significa “muy bueno, excelente”: “esta paella está que te cagas”).
En otras entradas, el mismo DRAE alude a “exonerar el vientre” como “descargarlo de excrementos”, lo que también puede expresarse como “hacer de(l) vientre”, creo que la más usada al menos en predios castellanos.
En esto mi tía Eloína se la dio siempre de castiza. Cada vez que requería ir a la letrina  a defecar, solía decir que necesitaba  “hacer del cuerpo”. Debido a ello, una de mis primas (expósita, igual que yo) bromeaba cuando quería hacerla rabiar y se esmeraba gritando:

- “¡Ya vengo, voy al baño a cagar!

Mi parienta saltaba furibunda y le recriminaba:

-¿Mirá vergajita, coñita, cagoncita, mierdita!  Hay muchas maneras de decir que vais al sanitario sin utilizar esa palabra tan fea. ¡Cagar no es de muchachas decentes y  de clase como vos! Podéis decir defecar, deponer, ensuciar, hacer del cuerpo, hacer pupú, poner  la grande, agacharse... ¿qué sé yo cuántas más?, ¡pero no cagar, chica! ¡Las señoritas como vos no cagan!
 -¡Bueno –respondía mi prima con evidente sorna- pues entonces la próxima vez voy al baño, defeco, depongo, ensucio, hago del cuerpo, hago pupú, pongo la grande, me agacho...! Y… ¡ finalmente cago! ¿Te parece? 

Era muy particular mi parienta. Aunque de cada diez palabras que pronunciaba cinco eran de las catalogadas pudibundamente como  “groserías”, se empeñaba en enseñarnos que, debido a su condición de “madre superiora”, ella “tenía derecho” a  utilizar cuantas le diera su realenga gana, pero nosotros no. Por lo general, nos corregía cada vez que decíamos algo fuera de lugar y nos conminaba a utilizar algún eufemismo que reflejara nuestra condición de asistentes a la escuela.
Lo mismo ocurre con algunos hablantes puristas venezolanos,  “inmaculados” y cuidadosos ante el lenguaje de los que consideran por debajo de su “estatus social”, “posición económica” o “jerarquía escolar”.  Sin embargo, se despepitan de la risa cada vez que escuchan que un español que habla en la tele dice que lo tienen “hasta los huevos”, que se “caga en la leche”, o conmina a alguien “a tomar po’l culo”. Ergo, en otras latitudes, con otros hablantes de otras dimensiones u otros idiomas, hasta les resultan "musicales"  y chistosas algunas expresiones que dichas en nuestro humilde ambiente hispanomericano pueden hasta ser consideradas delitos de lesa patria lingüística. 
Así es esto del verbo. Así somos los hablantes, a veces sin saberlo. Contradictorios. Discriminadores. Censores agazapados en permanente vigilia ante lo que contradice nuestras creencias y preferencias.

¡Joder!


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