jueves, noviembre 29, 2012

El bautismo de un libro es un parto social






Años iniciales del siglo XXI.  Es jueves en Caracas. Son las seis de la tarde. Día y hora usualmente escogidos por los editores venezolanos para las presentaciones «en sociedad» de libros recién publicados. En Venezuela  suele hablarse de «bautizo», porque ya es tradición que el ritual implique verter sacramentalmente algún líquido (a veces licoroso, aunque no siempre) sobre el supuesto primer ejemplar de un libro.
Si el autor tiene ínfulas de pertenecer a la clase pudiente, la pócima preferida para el ritual es el vino espumante. A lo mejor champán o cava, caso de los escritores con mucho empuje económico. Así como suelen pagar o gestionar con poderosas palancas  la publicación de sus antojos literatosos, poco les importa a los muy ricos cualquier  minucia adicional que garantice la asistencia e intervención de la crítica.
El poetariado de las clases media y baja, por lo general,  se lleva mejor con algún vino blanco barato.
Con el tiempo, esta rutina bautismal etílica ha dado paso a algunos sucedáneos: por ejemplo, agua proveniente de alguna cascada mítica, pétalos de rosas recién cortadas, arena expresamente traída del mar de Tasmania. Alguna vez ha habido incluso la cursi escritora de novelas históricas que quiso rociar un ejemplar de su libro primogénito con orina de su también primogénita niña. La párvula tenía para ese momento dieciocho años y estuvo allí totalmente desconcertada, al enterarse del motivo por el cual su madre le había solicitado una porción de su «líquido excremento miccional», como lo llaman los bienhablados. Inolvidable será también el exjesuita refistolero que solicitó al editor que un sacerdote activo de su ahora excongregación arrojara una lluvia de polvo de hostias,  salutación sacra de por medio, sobre las páginas impresas de su primer poemario. Casi una extremaunción, pensaron algunos malintencionados asistentes, pero así son los antojos.
En fin,  para este tipo de bautismo, hay de todo en la viña literaria nacional.
Se  llama padrino o madrina a la persona seleccionada por el autor o autora para ejecutar el dictamen bíblico y ofrecer un discurso ante la concurrencia.  Ya con rostro severo, ya con una risita forzada que más bien parece mueca, el público asistente se aglomera frente a quien habla. Los más tienen los ojos pegadísimos en el micrófono como si escucharan con la mirada, como si auscultaran con morbo los arqueos sorprendentes de un falo descomunal.
El acto de por sí suele ser aburrido pero, a juicio de muchos, necesario.
—Me gusta bautizar mis libros para que comiencen a andar solos— eso habría declarado alguna vez el reconocido escritor Febricio Persa.
Los participantes invitados a la ceremonia van llegando graneaditos. Unos pocos —el autor, la familia, el editor y las parejas  secretas del padre o madre de la criatura— comentan alegres la fluidez del tránsito capitalino, lo que les ha facilitado arribar al evento con puntualidad de pensionado del Seguro Social. Ellos y los espontáneos son por lo general los únicos que aparecen temprano, perfumaditos, recién bañados, con los oídos dispuestos y la segura disposición para aplaudir. La mayoría  exige formalmente  ser disculpada por no haber podido estar a tiempo para el rocío de lo que fuere sobre el volumen recién nacido. Al contrario de los familiares y espontáneos, atribuyen siempre  su retardo al perenne tapón automovilístico.
Así es Caracas. Variopinta. Impredecible. Caótica. Bullanguera.
La única ciudad del mundo que ofrece diversas alternativas como excusas posibles para justificar la impuntualidad biológica de cada uno de sus habitantes. Una muy común ha sido la lluvia feroz y la negativa de los taxistas a hacer su trabajo, bajo la excusa de los atracones vehiculares.
Otros sencillamente recuerdan al resto de los asistentes que cada vez son más los asaltos a mano armada que impiden avanzar con la prisa requerida. Quizás haya marchas políticas, protestas o improvisadas guarimbas  que agravan el caos citadino y erosionan la rutina urbana. Atentan contra la literatura, murmuran algunos escritores presuntuosos.
 Pero, en el caso particular de los bautizos de libros, la realidad es que buena parte de los asistentes se ha demorado ex profeso, a fin de evitar los largos discursos, el ahuecamiento conductual y las escenas artificiosas que se esconden detrás de cada acto de esta naturaleza.
Porque, no se ha dicho, pero la presentación de un nuevo libro en Venezuela es mucho más que arrojar loas y enhorabuenanzas sobre el primer ejemplar.
Como ya se ha señalado, por lo general se antepone a la celebración un extenso discurso de alguien cercano al autor o autora. Y a veces, ante la carencia de afectos o de voluntarios para el parloteo, se encarga de tal misión a algún crítico que se supone será benigno en su cháchara.
Lo verdaderamente infaltable es que, las más de las veces, hay que escuchar un florido ramillete de loas, adulancias y amapuches verbales que —de acuerdo con el nivel de petulancia o timidez del escritor laureado-— unas veces lo hacen sonrojar y otras lo  obligan a intentar esconderse como un congorocho avergonzado, conmovido por las mentirillas que se permite la complicidad del presentante.
Puede además darse el caso de una serie de afirmaciones que nada o muy poco tienen que ver con el contenido de la publicación. Hacen esto último aquellos a quienes se ha encomendado la tarea de la presentación del nuevo retoño paginado pero, por desidia, por carencia de tiempo o por simple desgana, no han dispuesto del sosiego suficiente y necesario para leer el mamotreto que han de apadrinar.
 En tales situaciones, el orador discurre como en el chiste de la mosca y la vaca: se prepara el alumno para su examen de Zoología del día siguiente; sin embargo su acuciosidad apenas le permite estudiar durante toda la noche el tema de la mosca y los atributos que circundan a tan fastidioso animalillo. La sorpresa acogota al estudiante cuando al llegar al salón de clases se encuentra con que la cejijunta, muy estilizada y buenota profesora le ordena desarrollar un ensayo sobre la vaca y sus condiciones de vida. Sorprendido pero dispuesto, el chico no se amilana y comienza su primera línea: «La vaca es un animal usualmente perturbado por la mosca. La mosca tiene las siguientes características…» Y por esa trocha discursiva se dedica a contar las vicisitudes biológicas del fastidioso díptero que lo mantuvo despabilado durante la noche anterior.
Emulando a ministros y otros funcionarios públicos, así suelen hacer algunos presentadores de libros: antes que hablar del contenido del volumen, se dedican, por ejemplo,  a contar de su amistad de muchos años con quien lo ha escrito. El cuento resulta entonces más extenso que el libro. Y aprueban el examen de la concurrencia que, desesperada, a punto de asma, deja el alma y los aplaude furiosamente nomás escuchar las dos palabras mágicas finales: muchas gracias.
Entonces, quien hace de maestro de la ceremonia anuncia el esperado brindis con vino que nadie supo explicar nunca por qué es llamado comúnmente vino de honor. Más bien, en algunas ocasiones, la bebida obsequiada deshonra el bolsillo del pobretón escritor, debido a que no es extraño que el editor lo cargue directa o indirectamente a la faltriquera de los «derechos» de quien lo ha escrito.
Pero abundan las  sonrisas por doquier. La efusividad de la celebración se contagia.
 Hay también intrusos, a los que hemos llamado asistentes espontáneos; aquellos que acuden a todos los eventos de similar naturaleza sin que nadie los haya invitado. Curiosos señores y señoras de un solo traje, una sola corbata (en el caso de los caballeros) y una misma sonrisa, quienes siempre están allí y que incluso son más que bienvenidos cuando acuden muy pocos de quienes realmente han sido convocados. En el argot de los periodistas se les agrupa bajo las siglas SIPEM: Sindicato de Invitados Por Ellos Mismos. A veces se les censura subrepticiamente, entre chismes, como intrusos más interesados en el condumio y el bebumio que en el honor.
 Mas no deja de ser cierto que regularmente hacen su papel de atentos escuchas ante lo que esté diciendo el orador del día. No siempre entienden por qué los otros asistentes ríen o comentan algo, pero ellos se suman a las carcajadas y a los runrunes como si en eso les fuera la permanencia en el lugar. En ocasiones,  hasta se acercan a los escritores y escritoras a quienes tantas veces han visto en actos similares y que, por lo general, también son siempre los mismos. Los saludan y les hacen reverencias. Al margen de que jamás hayan abierto algún libro, después de la veneración forzada y la palmadita o apretón de mano, no dudan al expresar:
—Qué bueno su  libro, poeta. Se la comió usted con esos cuentos.
Obviamente, el  poeta nunca pregunta a qué libro se refieren. El albedrío de su egoteca lo lleva regularmente a fingir complacencia absoluta. No puede darse el lujo de mostrarse desestabilizado o dubitativo ante un lector desconocido y amable. Debe hacer demagogia literaria y agradecer el cumplido, a veces hasta con un «¡brindemos por ustedes los buenos lectores, carajo!». Pero no ha salido el plumista de su momentáneo regocijo egocéntrico, cuando escucha un grito que desde alguna otra parte de la librería lo apela:
         —¡Poeta, poeta, qué gusto, poeta! Te felicito por esa de hoy. Qué aciertos los de tu presentador. ¡Cuánto tiempo sin verte, caray!
—Gracias poeta, es que he estado encerrado, casi no salgo…
—¿Y eso, mi poetazo? ¿Como que estás envejeciendo? ¡Cuidado! Usted tiene mucho que dar todavía, poeta.
—No hombre, vale, ajustando mi libro número ciento cincuenta. Me trae de cabeza. Tú sabes que aspiro a llegar a los doscientos... Jeje, es broma, pero de verdad ¡pariendo, poeta!
—¿Otro libro? ¿Cuál, mi poeta? ¿El de la conspiración?
—Oye, vale, hace dos años te dije que no era sobre ninguna conspiración. Lo que he venido haciendo es una compilación de mis escritos de la prensa, com-pi-la-ción.
—Es verdad, poeta, disculpa mi desmemoria, cons-pi-ra-ción.
Y ha decidido marcharse ya el celebrado «poeta», a sabiendas de que su colega es sordo y por lo general adivina las palabras que lee en los labios del interlocutor. Y así el connotado vate, aunque no sea de verdad poeta sino narrador, a quien los verdaderos versificadores suelen calificar de bate quebrado, sigue recibiendo las felicitaciones de rigor.
 Mientras, casi en el limbo, presumiendo que de verdad ha reconocido los rostros de  cuantos le hablaron, el poeta que no es poeta, el eterno candidato a ganarse un concurso, sale del sitio con su  singular y reiterativo sueño, una única mirada dirigida a un solo punto, un propósito configurado desde hace varios años, un camino cuyo recorrido no ignora como borrascoso, serpenteante, adoquinado, pero siempre posible. Un punto de llegada donde predomina la bruma. Uno grande, abultado, sustancioso. Un premio de verdad. A eso es aspirante eterno.
 Camina, reflexivo, y está seguro de que respondió afablemente ante cada saludo, que tuvo la respuesta adecuada para cualquier pregunta, que en tanto aquí manoseó con fuerza un hombro de hombre, más allá  hundió sus amorosos dedos en una rígida cintura femenina.
  Cuando tuvo oportunidad, vio con atención desmedida los cuerpos sudorosos de los asistentes: una sola masa que ha sido multitud indiferenciada, mas, en apariencia, no indiferente ante su recorrido de escritor y su nuevo libro.
 Todos estaban allí y ahora vive de nuevo la incertidumbre que le rasga la egoteca después de cada bautizo de una novela suya. No  sabe realmente de qué se trata. Lo siente pero no lo define.  Nunca tendrá la certeza de reconocer esa cosquilla extraña que lo invade cada vez que ve el primer ejemplar. Suspira cuando vierten el líquido  y las hojas se humedecen.
Sin embargo, inevitablemente, el jueves de bautismo se diluye. No hay remedio. Cada ciclo tiene su cierre. Eso sí, sobrevive  en el autor la esperanza de que el evento se repita en cuanto concluya su nuevo proyecto y consiga al próximo editor. 
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Nota de Eloína:   reproducción del “Frontispicio” de la novela en crónicas Jueves de Cruz y Ficción, en proceso de escritura por mi sobrino.

jueves, julio 05, 2012

Censores filológicos, censuras ideológicas




Guerra avisada o nota previa para evitar interpretaciones malsanas:
Mosca, lectoras-es, de acuerdo con la venezolanísima "Ley Resorte" la siguiente duda  se ajusta a las siguientes condiciones: Lenguaje: C, Salud: B, Sexo: E, Violencia: D, para ser leída en "horario adulto", con tapones para oídos y vendas para ojos.
Advertencia: Se ha determinado que negar las escatologías, aparte de ser nocivo para la salud, embrutece.
Decida antes si acepta o no acepta esta lectura. De ser esto último, no siga leyendo...

Con el debido permiso de la “puritanía” nacional y extranjera, me permito comenzar esta duda recordando el texto de un letrero publicitario que escandalizó a mucha gente durante la exposición denominada El paquete erótico, coordinada en el año de 1980 por el artista venezolano Víctor Hugo Irazábal en la caraqueña Sala Ocre (1980). Inocente y colocadito allí como quien quiere y no quiere, el letrerito de marras rezaba lo siguiente: “No dejes para mañana lo que puedas mamar hoy”.
Aquel inocente avisito le movió el piso a más de un asistente. Aunque no decían “¡perro!", mostraban el tramojo.
Lo menciono de entrada porque suele decirse que en Venezuela jamás ha habido censura, así como se comenta generalmente que nunca antes hubo racismo ni discriminación. Pamplinas. Tonterías que entre trago y trago repetimos para sentirnos bien como  colectivo. En sentido contrario, mi tía Eloína suele jurar que, desde que somos una república “en busca del tiempo perdido”, la censura y la discriminación siempre han existido, entre nosotros,  lo que varía son los modos de ejecutarlas (a veces casi subliminales).

Y así es, no puedo dejar de darle la razón. Tanto la censura como la discriminación han sido axiales en nuestro desarrollo ciudadano. En este país, al que menos puja le brota un piano de cola.  Es posible que se las esconda, que se las disfrace, que se hagan las mil y una patrañas para disimular, por ejemplo, el modo como algunas personas, comunidades y grupos sociales miran de reojo a la gente que no comparte su color de piel, a algunos supuestamente “malvestidos”, a las personas con ciertos “kilos de más”, a sujetos y sujetas de otros países y nacionalidades. Etcétera.  

Y cuando ella dice “color de piel”, mi parienta no hace diferencia entre el modo como, desde cierta posición social,  se ve y se “admira” a una rubia, blanca, presuntamente aria, de estatura considerable y vestida con eso que llaman ropa de marca (como si no toda la ropa tuviera una “marca”) y la manera en que desde otras miradas más deprimidas se observan los movimientos, las cadencias, el lenguaje y los pareceres de esa otra entelequia que la costumbre suele marcar con el apelativo de “gente bien” o “personas acomodadas”. Los “menos” y los “más” se discriminan y se censuran mutuamente.
Valga el ejemplo de uno de mis compañeros de bachillerato: durante los legendarios años sesenta compartíamos en Los Puertos de Altagracia en un liceo público  porque no había otro a la mano, pero era obvio que sus padres tenían más dinero y privilegios sociales que la sumatoria de todo el resto del salón, así que, aunque no podía disimular su evidente  estampa “afrodescendiente”, nos veía a todos por encima de su hombro y se consideraba a sí mismo como la propia “pepa de Billy Queen”. Es decir, convivía con nosotros, pero obviamente se creía muchíiiisimo más que el resto de la humanidad. 
Lo contrario también es palpable en cualquier ambiente de los nuestros, pero como uno acude por lo general a lo que más conoce, podría yo decir que tengo una vecina que se dice “socialista convencida”, convencida de que nació para fuñir a los congéneres, porque es propietaria de diez apartamentos (que alquila mediante perversos contratos por sumas astronómicas) e igualmente cree (para mí equivicadamente) que toda la gente de pocos recursos es “malandra”.  No acude a playas públicas porque según ella allí “pulula el populacho”, sospecha de todas las señoras de servicio a las que, en contradicción con su “ideología”, contrata. Sin olvidar que piensa que las ramas menos favorecidas de su propia familia lo son por simples motivos “genéticos”. No sospecha que, cualquiera que sea el origen de sus arcas, todos  los ricos –o sus ancestros-, se han hecho ídem apaleando de distintas maneras a otros.
Así está el mundo, pues. Una cosa piensa el burro y otra el que lo está montando.

En tal sentido,  censura y discriminación terminan siendo dos variantes de un mismo y único vector: la aversión al contrario. Son “aversivas” las personas que, ora por el dinero que manejan, ora por la supuesta “cuna” de la que proceden, ora por haber estudiado algo más que los otros, ora porque tienen más habilidad verbal, se muestran como si no tuvieran ombligo o carecieran de cualquier tipo de orificio útil para expulsar excrementos. Diría Eloína sin ningún tipo de eufemismo y con una frase bastante fuerte: “¡es que se creen que no tienen canalillo en el trasero! 

A esto de las llamadas “frases fuertes” o voces escatológicas he querido llegar desde que inicié esta duda melódica. Porque en el lenguaje, en sus usos, en el modo como  afrontamos y juzgamos lo que dicen los demás, pues también incide la perversión, digo, la censura y la discriminación.
 Por fin  llego, pues, a donde venía.
El tópico ha sido motivado por una reciente visita a Maracaibo. Pasábamos mi esposa y yo por la Plaza Bolívar de esa ciudad una mañana de cuarenta grados a la sombra y otros pasantes se asombraron ante las risotadas que nos provocó la situación de un muy maracaibero caballero que, sin ningún tipo de pudor, discutía con un grupo de correligionarios de un partido político y los llamaba (pido licencia a los censores espontáneos para repetirlo sin anestesia) “¡mamagüevo’e perro!”. Mucho habíamos escuchado antes la primera parte de esa expresión (“mamagüevo”) y, en efecto, en el Zulia en general, no es difícil oírla. Pero agregarle la alusión canina en ese particular ejercicio de succión le daba a la ofensa una intensidad tan particular que no pudimos más que reaccionar ante lo sorprendente del asunto. 
De pronto nuestra sorpresa estaba siendo marcada por la censura y la discriminación  inconsciente que solemos practicar cuando percibimos algo que se sale de lo que la escuela nos enseñó como “políticamente correcto”.
 Y ante lo que te desubica, pues, como salida, te ríes.
Desde algunos espacios del centro del país, suele pensarse que hay regiones de Venezuela donde reina la escatología verbal incontenida. Pues, todos lo sabemos, el Zulia no escapa de esta  posibilidad. Y los zulianos andan tan orgullosos de que así se les considere que hasta han fraguado una popular gramática para el vocablo verga. Un término tan sencillo como verga (“pene” según el diccionario) se usa en predios zulianos para extremos semánticos tan lejanos como un introductor discursivo (para abrir una conversación: “¿sabéis una verga?”) hasta la manifestación de sorpresa (“¡a la verga!”) y la negación absoluta (“¡ni de verga!”).

Este liberalismo hacia ciertas voces llamadas por los puristas escatológicas, excrementicias o “malsonantes” ha servido para que se atribuya a los usuarios cierta fama (no siempre justificada) de “groseros”, “malhablados”, “bocasucia” y un largo etcétera. Censura y discriminación juntas.
Y allí hay que salir al paso a quienes se creen hablantes prístinos porque jamás recurren a las llamadas “palabrotas” para justificar una rabieta, una sorpresa o manifestar algún dolor o alegría súbita.
De mi parte, siempre he dicho a mis alumnos que las llamadas escatologías son intensas pero a veces necesarias. No es lo mismo "recordarle la progenitora" que "mentarle la madre" a alguien que ha ofendido tu dignidad. En ciertos contextos familiares puede resultar casi ridículo exclamar “¡outch!” cuando te has dado tremendo coñazo en la espinilla y solo te provoca gritar “¡coooño!”. Ni que fueras Batman o Robin.
Vuelvo y completo el cuento del señor maracucho a quien escuchamos en la plaza Bolívar de Maracaibo. El grupo con el que discutía lo estaba imprecando y a coro le decía “¡traidor,  coño’e tu madre!” Pues para él la salida más honorable fue llamarlos a todos “¡mamagüevo’e perro!”. Si se quiere, haberles respondido con un “¡imbéciles!”, "¡estúpidos!" o (incluso) "¡la tuya!" habría sido interpretado por quienes lo ofendían como torpe y hasta fuera e contexto, cuando no amanerado.
Porque hasta las escatologías tienen su contexto. Y no usarlas cuando se las precisa, puede resultar nocivo para la salud. En esto de los usos del lenguaje, a la gente que se cree más que los demás y que alega no usar ¡jamás! las llamadas groserías porque le resultan propias del vulgo (he allí la censura y discriminación solapadas), le parece gracioso y hasta totalmente permisible que en las películas gringas los personajes repitan hasta la saciedad  las expresiones shit,  fuck you, son of the bitch cada vez que se les antoje. Y si se trata del francés no digamos las veces que en  los coloquios parisinos se repiten las candentes voces ¡merde! o ¡connard! (equivalente francés al gilipollas peninsular, creo).

A veces a los puristas criollos hasta les suena chic o cool que los anglo y francoahablantes hablen de ese modo tan “gracioso”.
Y para no marchar tan lejos digamos que en situaciones informales los españoles “conjugan” las palabras mierda, culo y cagar en todas sus “acepciones posibles”. Así como tenemos una gramática zuliana del vocablo “verga”, muy bien pudiéramos hacer el mismo ejercicio con estos tres términos y sus usos en la península ibérica. Lo que diría un conocedor es que prácticamente las han resemantizado, ya no son escatologías, como quizás siguen siéndolo en algunos países hispanoamericanos. Por eso es casi una situación de chiste cuando los peninsulares expresan “hacer de(l) vientre” para referirse al acto de expulsión anal de los excrementos. O sea, luego de cagarse hasta en la virgen, pues dicen “hacer del vientre” cuando es la hora de acudir al váter. 
El DRAE cataloga  cagar como verbo intransitivo malsonante y agrega como su primera  definición: “evacuar el vientre”. Más adelante indica además que la locución que te cagas (también tipificada como malsonante) significa “muy bueno, excelente”: “esta paella está que te cagas”).
En otras entradas, el mismo DRAE alude a “exonerar el vientre” como “descargarlo de excrementos”, lo que también puede expresarse como “hacer de(l) vientre”, creo que la más usada al menos en predios castellanos.
En esto mi tía Eloína se la dio siempre de castiza. Cada vez que requería ir a la letrina  a defecar, solía decir que necesitaba  “hacer del cuerpo”. Debido a ello, una de mis primas (expósita, igual que yo) bromeaba cuando quería hacerla rabiar y se esmeraba gritando:

- “¡Ya vengo, voy al baño a cagar!

Mi parienta saltaba furibunda y le recriminaba:

-¿Mirá vergajita, coñita, cagoncita, mierdita!  Hay muchas maneras de decir que vais al sanitario sin utilizar esa palabra tan fea. ¡Cagar no es de muchachas decentes y  de clase como vos! Podéis decir defecar, deponer, ensuciar, hacer del cuerpo, hacer pupú, poner  la grande, agacharse... ¿qué sé yo cuántas más?, ¡pero no cagar, chica! ¡Las señoritas como vos no cagan!
 -¡Bueno –respondía mi prima con evidente sorna- pues entonces la próxima vez voy al baño, defeco, depongo, ensucio, hago del cuerpo, hago pupú, pongo la grande, me agacho...! Y… ¡ finalmente cago! ¿Te parece? 

Era muy particular mi parienta. Aunque de cada diez palabras que pronunciaba cinco eran de las catalogadas pudibundamente como  “groserías”, se empeñaba en enseñarnos que, debido a su condición de “madre superiora”, ella “tenía derecho” a  utilizar cuantas le diera su realenga gana, pero nosotros no. Por lo general, nos corregía cada vez que decíamos algo fuera de lugar y nos conminaba a utilizar algún eufemismo que reflejara nuestra condición de asistentes a la escuela.
Lo mismo ocurre con algunos hablantes puristas venezolanos,  “inmaculados” y cuidadosos ante el lenguaje de los que consideran por debajo de su “estatus social”, “posición económica” o “jerarquía escolar”.  Sin embargo, se despepitan de la risa cada vez que escuchan que un español que habla en la tele dice que lo tienen “hasta los huevos”, que se “caga en la leche”, o conmina a alguien “a tomar po’l culo”. Ergo, en otras latitudes, con otros hablantes de otras dimensiones u otros idiomas, hasta les resultan "musicales"  y chistosas algunas expresiones que dichas en nuestro humilde ambiente hispanomericano pueden hasta ser consideradas delitos de lesa patria lingüística. 
Así es esto del verbo. Así somos los hablantes, a veces sin saberlo. Contradictorios. Discriminadores. Censores agazapados en permanente vigilia ante lo que contradice nuestras creencias y preferencias.

¡Joder!


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martes, marzo 06, 2012

Entre lenguas y lenguaradas sexistas te veas







Como diría mi suegro catalán, se ha armado el follón. Mi tía Eloína solía expresarlo con más contundencia dialectal maracucha: “¡se formó el verguero!”. Es decir, se soltaron los demonios. Se destapó la olla del sexismo lingüístico. Bastó con que un informe de la Real Academia Española comenzara a circular para que las furias ocultas del sexismo lingüístico se (re)volvieran noticia. Se hizo público en marzo de 2012 y pareció encender de nuevo una chispa que no se apaga.
Un documento  presentado por el académico español Ignacio Bosque y refrendado en el mes de marzo de 2012  por un palmarés de 23 numerarios ¡y tres numerarias! de la RAE, más el añadido de siete miembros correspondientes, ha revivido la ya añeja conseja según la cual algunos movimientos feminosos acusan a la lengua española  de ser discriminatoria con el tratamiento genérico en masculino. Dicho sea de paso,  no solo hay genéricos masculinos, también existen en femenino, aunque pocos se refieran a ellos. Solo que como se les tilda de “genéricos” algunas terminan creyendo que no son “féminos”.
El documento de marras  se intituló Sexismo lingüístico e invisibilidad de la mujer y, para quienes no lo leyeron en su momento, está disponible en la web de la RAE (http://www.rae.es/rae/gestores/gespub000040.nsf/%28voanexos%29/arch50C5BAE6B25C8BC8C12579B600755DB9/$FILE/Sexismo_linguistico_y_visibilidad_de_la_mujer.pdf).
Desde que fuera yo un adolescente irreverente y mi tía Eloína una feminista consumada y todavía poco consumida, ella me insistía en que la lengua de por sí es machista-leninista cuando hace diferencias entre un varón al que apoden “el Zorro” y una fémina a la que cognomenten humorísticamente como “la Zorra”. Y se regocijaba citándome otros ejemplos de pares léxicos en los que las damas salen perdiendo: “mujer pública” / hombre público”, “Fulano es un lobo/ Zutana es una loba”, y etcétera para no abundar.
El rollo que se desató a raíz del informe suscrito por un pleno (¿o una plena?) de la RAE, tiene que ver con el hecho o la hecha de que algunas guías y guíos institucionales poco sabias y sabios en lenguaje y quizás muy doctas y doctos en asuntos políticos y asuntas políticas, siguen acosejando a quienes suponen como sus usuarios y usuarias que se dejen de sexismos y sexismas y diferencien en los usos de damas y damos, caballeros y caballeras a la hora de aludirlos y aludirlas en los textos y textas oficiales.
No diremos nada de la terrible confusión que tales propuestas promocionan entre lo que es género y lo que es sexo, o entre lo que es género gramatical y género social. Sólo agregaré que poco entienden de gramática, de lengua y de realidad quienes quieren obligar a los casi cuatrocientos cuarenta millones de hablantes de español a recurrir a usos que no han sido social y colectivamente aprobados por ese abrumante conglomerado. Más claro, los cambios lingüísticos no se decretan ni con guías de uso ni con alharacas, alebrestaciones y mítines.
Y agréguese esto: la invisibilidad de la mujer en diversos aspectos de la vida social no tiene relación directa con la lengua española. Primero porque si bien es innegable que existe, no sólo existe en español. Es un fenómeno social universal, más severo en algunas sociedades que en otras. Y no será un hecho tan simple como el decir “los niños y niñas” ( ¡o la niñez!) lo que sacará de la miseria y evitará el maltrato a los miles de “chavales y chavalas” del mundo. Moraleja: volver visible lo que ha sido socialmente invisible implica cambiar primero la realidad, modificar las fuertes implicaciones sociales de este asunto.
Usted puede empeñarse en diferenciar lingüísticamente “ciudadanos y ciudadanas”, pero poco habrá hecho si al conjunto (la ciudadanía) le niega sus derechos básicos; o si, sin querer queriendo, asume que esto solo vale para quienes estén de su lado. Una científica no es mejor científica por el solo hecho de que así se la aluda. Ni un médico será más connotado que una médica porque se le designe con el masculino.
Siempre se lo dije a mi parienta: la lengua no tiene la culpa. La historia de las mujeres de habla inglesa no será diferente si nos conformamos con que no debe aludírsela como history of women sino como herstory of women. La invisibilidad y el mal trato de la mujer no desaparecen en el transporte subterráneo (para no decir “el metro” porque puede ser malinterpretado como genérico masculino discriminatorio) una vez que la voz de la operadora dice dulcemente “se les recuerda a los usuarios y usuarias…”, ni tampoco consiguen trabajo digno y bien remunerado las damas que en una universidad son llamadas al estrado como “graduandas” o aludidas como “exestudiantas”.
Aparte de que también puede caerse en discriminación cuando se piensa que todas las damas del universo deben aceptar “sin aviso y sin protesto” (como en las letras y letros de cambio) que ellas son médicas, psicólogas, ministras, juezas, presidentas y un largo etcétera. Establecer la distinción únicamente a través del género gramatical no hace la diferencia. Porque de ser así, habríamos de protestar los caballeros cuando la lengua española se ha empeñado también en la terminación “de femenino” para cientos de palabras que designan a sujetas y sujetos de ambos sexos: atleta, víctima, colega, anacoreta, artista, auriga, esteta…
En conclusión, a dejar que sean los acuerdos colectivos los que cumplan con su deber social inconsciente y, una vez que cambie la realidad política, se modifique en el curso del tiempo lo que de la lengua haya que cambiar, pero a sabiendas de que eso no será suficiente para hacer visible lo invisible. La innegable invisibilidad política, económica y social de la mujer tiene causas mucho más profundas que una catorcera de pares léxicos.
Con esto de la “feminización” de lo invisible se han generado tantos malos entendidos que hasta se ha prestado para ejemplos como los siguientes, copiados de sedes parroquiales mexicanas:
  1. Estimadas señoras, ¡no se olviden de la venta de beneficencia. Es una buena ocasión para liberarse de aquellas cosas inútiles que estorban en casa. Traigan a sus maridos.”
  2. Recuerden que el jueves empieza la catequesis para niños y niñas de ambos sexos.”
¡Sin comentarios!

Nota bene: Y aquí debo agregar algo sobre el “casquillo” que alguna prensa venezolana poco responsable intentó darle al informe puesto en circulación por la RAE. No fue la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela el motivo principal ni el tópico central de la propuesta. Nada que ver. Quien se ocupe de leer con la debida calma y objetividad el documento (Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer), entre las páginas 10 y 11 encontrará que apenas se cita un ejemplo referido antes por otro autor (Ignacio M. Roca, 2009), en el cual se aludía a dos fragmentos de nuestra actual Constitución. Nada más. En el documento de la RAE no se la está criticando, ni evaluando, ni censurando.
Las academias no son cenáculos políticos o partidistas. Corporativamente, allí conviven y se confrontan diversas formas de pensamiento. Individualmente, cada quien puede hacer de su capa un sayo, sin pretender que su voz sea la del colectivo.  Y en cuanto a la carta magna nacional, es asunto única y exclusivamente nuestro –como lo es la de cada país- y su valor va mucho más allá de una discusión como la planteada.
 El informe sencillamente ha expresado que si bien hay quienes en blogs o en diarios aluden humorísticamente a la duplicidad lexical alusiva al presunto sexismo (ciudadanos y ciudadanas, diputados y diputadas, ministros y ministras etc.), también existen textos gubernamentales en los que la referencia alude y conmina a usos específicos. A mi entender, todo lo que algunos periodistas añadan, interpreten, opinen al respecto, estuvo fuera del propósito del informe aprobado por la RAE. No es sano convertir lo que ha sido un documento académico en un manifiesto político. ¿Será porque academia y constitución son palabras semánticamente femeninas?

Nota: actualizado en octubre de 2012.