viernes, julio 28, 2017

Señas de identidad (I): Nombres y apellidos





No somos responsables de nuestro nombre de pila; tampoco eso incide en el urbanismo o parroquia donde vivimos ni en el sector social o ideológico del que formamos parte

De sus tiempos de adolescencia, mi tía Eloína recuerda que muchos de los habitantes de Los Puertos de Altagracia llevaban curiosos nombres asociados con diversos asuntos. La influencia de algunas compañías petroleras condujo a que muchos se llamaran Esso (y Essa), Chevrón o  Shella. No había desaparecido el atávico acto de honrar a los griegos y en diversas familias se podía encontrar un Telésforo, una Artemisa  o un Anacimandro.  Tampoco faltaban los fieles a la antiquísima tradición del santoral ( Santa Rita, Espíritu Santo) o a la anglofilia  ( Joe, Yona, William, Gudbay, Leritbí, Mileidi)  ni  la tendencia a la composición, que no es tan reciente como algunos creen (Orlimar, de Orlando y Marta; Beralci, de Bernarda y Alciro).  Para no decir nada de otros algo llamativos (Abdenago, Diubigildo, Awilda, Geofista). Y esto era (y sigue siendo) independiente de la condición social o económica del nominado; nada tenía que ver con que hubieran nacido con inclinación a ser de izquierda radical, de izquierda "aderechada" o de derecha izquierdosa; que fueran católicos o protestantes, agnósticos, sectarios o fanáticos; que estuvieran destinados a vivir en el este o en el oeste del pueblo. Asumir que el nombre de una persona contiene las marcas de su futuro destino social, económico o ideológico, de si será rico o pobre, fascista, pacifista o terrorista (para usar palabras de moda), implica un profundo desprecio por el ser humano. Conlleva lo que se denomina ignorancia supina: la negligencia a aprender sobre algunas cosas antes de ponerse a comentar o escribir acerca de ellas.

Antroponimia se llama la rama de la onomástica que estudia los nombres y los apellidos de las personas.  Los seres humanos utilizamos el recurso de poner a los  hijos una marca identitaria que los diferencie de los demás. El modo como alguien decide que sea nombrado un descendiente es responsabilidad de ambos progenitores, de uno de ellos o de quienes, por alguna razón, ocupen su lugar. Con el apellido no hay escapatoria posible: nadie seleccionará cuál asignar; viene dado por la filiación del padre, la madre , o ambos; o por quien(es) declare(n) serlo.  Al contrario, si no estuviéramos  conformes con el nombre que nos correspondió,  existe en algunos países la posibilidad legal de cambiárnoslo. Sin embargo, aunque se dan casos, no es usual que una vez que llegamos a la mayoría de edad, tomemos la decisión de sustituirlo. A veces, por diversos motivos, buscamos que pase inadvertido para el común de la gente, sea a través de lo que se llama un hipocorístico (nombre o apodo cariñoso), sea mediante alguna otra estratagema con la que logremos que nos llamen de otra manera. Por esa vía, Emerenciana pasa a ser Mere;  Petronila, Petra; Anastasio, Tacho o Desiderio, Yeyo. No obstante, en la mayoría de los casos, el nombre se queda con quien lo ha recibido; será compañero inseparable para el resto de la vida.

Que se sepa, nadie nomina de mala fe a un hijo o hija; siempre hay detrás una intención que se supone buena de parte de quien lo ha seleccionado. Así, desde que comenzamos a tener razón de ser,  lo acogemos; nos sumergimos tanto en su contenido que terminamos asumiéndolo como parte de lo que somos. Va en los documentos con los que se nos identifica; nos acompaña a todas partes.  Nos gusta escucharlo cuando otros lo invocan; nos agrada que lo pronuncien cuando se dirigen a nosotros. A pocas personas les satisfaría que, en medio de una charla, las aludan como "este" o "esta". Habrá muchos otros que se llamen igual que yo —eso es verdad—, pero el o los nombres y  la asociación con lo que somos termina(n) volviéndose un todo indivisible, una entidad única cuya extinción solo se da con la muerte.  También caemos a veces en la tentación de garantizar su permanencia más allá del propio ciclo vital; asignándolo a nuestros hijos o nietos (si los padres lo permiten, por supuesto), o celebrando que alguien más lo use para algún descendiente. Este principio está basado en la necesidad ancestral de hacer que permanezca lo que un especialista en publicidad llamaría la "marca de fábrica" familiar.


Como no tenemos la culpa de llamarnos como nos llamamos, tampoco tiene que ver eso con la manera en que pensamos ni con el espacio o los espacios en los que habremos de habitar, trabajar o tener momentos de esparcimiento. El hecho de que, durante el acto de presentación ante las autoridades civiles, se decida que de ese momento en adelante llevaremos el apelativo de Alejandra, Wuilly, Plutarco o Percusia poco tendrá que ver con la cosmovisión que  posteriormente nos formemos para explicar(nos) nuestro modo de ver el mundo y la forma en que consideramos debe organizarse la sociedad. Eso de que si el nombre de una persona  es Yunáiker  o Gensimis estará condenada de por vida a formar parte de los estratos menos favorecidos no pasa de ser una simpleza generada  por la ignorancia sobre lo que significa la genealogía. Lo mismo aplicaría si alguien opinase que, por llevar nombres anglófilos  como Máikel, Richard o Jacqueline, sus portadores nacieron marcados para coincidir con quienes asumen la supuesta derecha como línea ideológica. Tampoco Lenín, Estalin o Kruskaia garantizan futuras posturas de izquierda radical. 

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