Si algunos hablantes conocieran el significado profundo de ciertas
palabras, jamás las utilizarían para ofender a los demás, porque haciéndolo se agreden
a sí mismos y a su progenie
No
hay que ser experto en lingüística o en comunicación para intuir que la lengua
es el más auténtico espejo de lo que constituimos como nación. Nos guste o no, el
idioma es la verdadera patria, el lugar sagrado donde reposa todo lo que somos
y pensamos. Habladas o escritas, las palabras de un país, de un sector social,
de un grupo, de un partido político, de un gremio o de cualquier otra
colectividad (pequeña o grande) son su
rostro ante el mundo. “Como hables, como escribas, así te juzgarán tus
semejantes” podría ser un adagio de alcance
universal. La forma en que una persona usa el más importante sistema humano de comunicación constituye un
fidedigno retrato acerca de lo que es y de cómo la perciben. No bastan la elegancia, los modos de vestir
ni la belleza física si las palabras de alguien facilitan borrar cualquier
atributo con que pretenda distinguirse o
mostrarse. “Con la lengua que midas, serás medido o medida” y “la lengua es
el castigo del cuerpo” son frases cuyo contenido no puede ser más preciso. Con tu
expresión inspiras respeto o irrespeto, rechazo o aceptación, amor u odio. Todo
lo dicho es válido para cualquiera, pero se potencia enormemente cuando se
trata de alguien a quien, por cualquier motivo, le corresponde actuar como
hablante público.
Gústele
o no, sépalo o no, esté consciente o no, un
presidente de un país es un hablante que como tal goza de privilegios ajenos a
muchos otros. En ocasiones, uno de los hablantes que mayor relevancia comunicativa
adquiere y también de los que mayores responsabilidades tiene frente a la
comunidad a la que dirige sus alocuciones. A su alcance están absolutamente
todos los medios de comunicación: públicos y privados, grandes, pequeños,
medianos, orales, escritos, impresos, digitales; puede dirigirse a su audiencia
a la hora que quiera, en el lugar que mejor considere, en cualquier
circunstancia y con cualquier excusa. De allí que la mayoría de quienes se
desempeñan en este rol tengan a veces la necesidad de asesorarse con especialistas
en comunicación. Nadie está exento de cometer gazapos comunicacionales, pero si
se asesora bien, esa posibilidad se atenúa considerablemente. Nada logrará, sin
embargo, si esos expertos comparten con él sus mismas creencias. No se trata de
“hablar bonito”; no es ser ceremonioso, formal y/o aburrido ni llenar los mensajes
de inútiles floripondios. Es tener plena conciencia de sus funciones, de su
modelaje y de la inevitable labor pedagógica que le corresponde.
Los
dos párrafos anteriores no pretenden ser lecciones de moral ni de educación
cívica, política o comunicacional, ni tampoco originales. Solo resumen
principios fundamentales de las teorías del discurso. Son lineamientos
universales, aunque a veces resulte farragoso repetirlos, recordarlos, traerlos
de nuevo al tapete. Un líder político que ocupa un cargo importante puede darse
el lujo de degradar o engrandecer la historia de un país; tiene la posibilidad
de voltear cualquier tortilla y de halar siempre la brasa para su sardina. No
obstante, cuando insiste en degradar el
lenguaje y llevarlo a su nivel más decadente, está desconociendo su propia
dignidad y la de sus correligionarios. En un momento particular, muchos lo
aplaudirán; le celebrarán los chistes o las alusiones escatológicas, y en
ocasiones homofóbicas, hacia quienes no comparten sus ideas. Sin embargo, los
mismos que celebran oportunistamente algunas expresiones fuera de lugar, se
burlan de ellas y de su autor o autora en privado; en la intimidad de sus hogares, de la familia,
de los amigos, convierten aquello en una chanza de muy mal gusto y manifiestan
su verdadero juicio acerca de quien haya incurrido en la inadecuación. Si de
verdad tienen conciencia del idioma, podrían ser conmilitones “carcajeantes” en
público pero lastimosos verdugos en privado.
Si alguien que ocupa una
posición muy importante apela y alude como “histérica” a algún opositor del sexo masculino, no agrede a esa persona nada más. Está ofendiendo a muchos de
quienes lo siguen porque, aparte del insulto que ya de por sí implica referirse
a otro como “histérico”, lo ha llevado al grado superlativo feminizándolo, con
ese piquete homofóbico que para nada lo deja bien parado, ni siquiera con sus adeptos,
entre quienes podría haber homosexuales. Y si le agregamos que con dicha alusión
manifiesta subliminalmente que la
histeria es cosa de damas, “peor que peor”, como diría Eloína.
Más
allá del significado actual de la palabra “histérico-a” (alusiva a excitación,
a nerviosismo, a desesperación), esta tiene un origen que inevitablemente la
vincula con la condición de la mujer, con el útero, si queremos acudir a su
etimología griega. Y el útero es el lugar de donde venimos todos, el único
espacio de procedencia que nadie puede negar (a menos que sea marciano, si es
que las marcianas no tuvieren dicho órgano); es el inevitable e inicial lecho
materno que nos trae a la vida. Eso podría aclararlo de un modo más preciso
algún médico, y si es siquiatra, mejor. Lo
mismo podría decirse de la palabra “malnacido” (si saliere de labios de otro “hablante
televisivo”). Inicialmente, la misma significa “indeseable”, pero, más allá de
eso, también remite a quienes te han dado la vida, a quienes, según la ofensa,
te ayudaron a “malnacer”.
Siempre
serán ofensivas, en cualquier circunstancia y acháquensele a quien sea. Sin
embargo, cuando, con visos de hacha de guerra, pretensión irónica y acompañadas
de una sonrisita, dichas expresiones salen de labios de importantes hablantes
públicos de un país, la agresión es múltiple y podría resultar un búmeran. Los asesores lingüísticos y/o publicitarios,
los poetas, los narradores, los ensayistas, los profesores de lenguaje, los
académicos que pululan alrededor de los centros del poder bien lo saben y
podrían aclarárselo a quien corresponda. No es asunto de refinamiento
verbal sino de inadecuación contextual y de respeto por ese cúmulo gigantesco
de potenciales interlocutores que tienen los que hoy, aun sin saberlo, hablan
para el planeta.
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