domingo, noviembre 28, 2010

Con “Uvre” de Vaca: la “nueva” ortografía







Anda alborotada mi tía Eloína. La trae de cabeza el haber leído que de un tiempo para acá tendrá que aceptar que vaca se escribe con Uve. La enrolla además el hecho de que dará lo mismo estar “solo comiéndose un cable” que estar “solo comiendo cable”. No le cabe en la testuz que en la escuela sus nietos tengan que aprender que la palabra “truhan” tiene una sola sílaba por muy bellaca que sea la persona a la que se atribuya tal calificativo. Lo de Sion, liais, fiais, Ruan, también sin tilde, le importa menos porque asegura que en su puritana vida jamás ha tenido que utilizar esos vocablos y menos lo hará ahora que, debido a la crisis económica, nadie “fía” y no te atreves a liarte con tus semejantes por el temor de que un malandro te deje en el sitio.
Total –según ella- eso de las tildes y los acentos a mansalva no ha sido más que un enredo de la lengua española.
Pero, toda la faramalla que ha armado se debe a que circula desde el año 2010 un nuevo manual académico que recoge algunas modificaciones atinentes a la ortografía de la lengua española. Como en la canción, lo que un día fue, (ya) no será.
Y de todas, la que más ha conmovido sus envejecidas neuronas es que lo que ella siempre llamó “Ve de vaca”, “Ve corta”, “Ve pequeña” o “Ve chiquita”, por lo menos en algunos países,  ya no será ni de vaca ni corta ni pequeña ni chiquita. Ha dejado de ser todo eso para pasar a ser “Uve”, como solía decirle su maestra-monja de tercer grado. Y, en consecuencia, la famosa “doble V”, pasará a llamarse “Uve doble”.
Le he manifestado a mi suspicaz parienta que eso que llaman la “nueva ortografía” trae diversas y nuevas simplificaciones para la escritura pero que de todas ellas la que más piquiña o escozor parece haber ocasionado es precisamente esa de la “Uve”. Porque obviamente no se leyeron el manual, ya son muchas las maestras de la escuela que incitan a los chicos a hablar de “uves” y no de “Ve corta”.  Las quejas son innumerables. Excesivo escándalo para el simple cambio opcional de nombre de una letra a la que seguramente varias generaciones seguiremos apellidando como nos enseñaron en la escuela. Hasta que la repetición alguna vez logre el sugerido cambio de cognomento.
Pero, vamos, no es para tanto. Toda propuesta de ruptura de una tradición suele ser traumática.
Mucho más importante que esas pequeñas reformas de las normas de escritura, es que la lengua, el idioma español, se haya convertido en motivo de discusión pública. Hartos como estamos de riñas de toda naturaleza, resulta muy sano que la gente se preocupe por los modos de utilizar oralmente y por escrito la lengua que nos hace ser una misma alma (y fíjense que escribí “una misma alma”), un solo conglomerado, aderezado con innegables y diversos aportes de nuestras lenguas indígenas, al menos en el caso de las variedades del español americano.
No ha olvidado Eloína la ridiculez de la cuña de una entidad bancaria en la que, acá en Venezuela, desde hace varios años, ya se ha intentado meternos en la cabeza que la “V corta” se llama “Uve”: en tanto la voz engolada del locutor nos invita a conocer el “BE-BE-UVE-A”, cuando lo requerimos, los venezolanos hemos acudido al “Banco Provincial” (antiguo nombre de la misma entidad). Digo, los nombres de las cosas solo cambian cuando lo decide e internaliza un colectivo.
En tono de chanza, le he referido a mi tía lo estrafalario que sonaría escuchar a un hablante de Los Puertos de Altagracia diciéndole a la “novia ocasional”:
-Ve, Chinca, gracias por tus servicios y haceme el favor de cobrar este cheque en el “bebeuvea”.
Es casi seguro que Chinca le responda “Vai pues, mejor me pagáis en efectivo.”
Dentro de esta misma dinámica social en la que son los hablantes-escribientes los responsables de los cambios, puede recordarse también el caso de algunos limeños que, regidos por esta misma regla, llaman sin complejos y abiertamente “Cochabán” al Scotiabank. Hay muchos ejemplos de esta supuesta terquedad lingüística socialmente acordada, pero evoquemos nada más el caso venezolano de “Mayami” (al menos en Venezuela, nadie ha sido capaz de obligarnos a decir Mi-a-mi, como sí lo hacen otros hispanohablantes y como debería ser si lo pronunciáramos en español).
Con esto sencillamente se demuestra que los cambios del idioma no se deciden a partir de decretos, edictos, leyes, manuales o reglamentos. Son los conglomerados de hablantes los que, con la paciente y muy ponderada lentitud implícita en los procesos lingüísticos, deciden el rumbo de la lengua que los agrupa y les da sentido de pertenencia social a una cultura. Y esto vale principalmente para la oralidad pero no es fenómeno ajeno a la escritura. No obstante, es necesario un razonable criterio de unanimidad que favorezca la comunicación y evite la anarquía. Si todos escribiéramos como “nos da la gana”, cundiría el caos.
Así mismo, por su naturaleza y para justificar su existencia, por mucho que se las critique y denueste desde otras esferas públicas, las academias también tienen derecho a hacer propuestas. Hasta que se demuestre lo contrario, estas instituciones están integradas por grupos de hablantes, con los mismos derechos de sugerir y las mismas posibilidades de “meter la pata” que otros. Pero no son la panacea. No imponen. Nunca impusieron, aunque se diga lo contrario. Sencillamente porque por mucho que se lo propusieran, el ritmo de la lengua lo lleva realmente el colectivo de hablantes. No son organismos dictatoriales. No decretan. Si alguna vez tuvieron vocación autoritaria, eso se ha quedado en el pasado. Ahora sugieren. Y, nos consta que, en el caso de la RAE, de un tiempo para acá, esta ha considerado que hay unas específicas formas americanas de hacer uso del español. En consecuencia, una vez que alguna institución de esta naturaleza sugiere alguna modificación, es asunto del resto de los hablantes-escribientes solidarizarse o no con las mismas. Y no es para armar tanto bochinche por unos cambios insustancialaes. Reforma de verdad es la que proponía Andrés Bello.
Así somos: vivimos quejándonos de las complicaciones de la ortografía del español y cuando se propone algo que se presume podría simplificarla, entonces hasta los más pacíficos nos volvemos furibundos talibanes lingüísticos y sacamos el hacha de la guerra. ¡Con mi lengua no te metas!
El meollo fundamental sobre este tipo de sugerencias vendría dado por el afán de algunos docentes en imponer de ahora en adelante unas normas por el solo hecho de que ya aparecen refrendadas por “la Academia”. Allí sí podría haber alguna incidencia negativa relacionada con estos cambios. Uno se imagina a ciertos profesores quitapuntos restando nota a quienes se atrevan a seguir hablando de una marca de automóviles como BMW (“Be-Eme-DobleVe”). Seguramente obligarán a los alumnos a decir “BE-Eme-Uvedoble”. Ni hablar del enredo de esos pobres locutores que a la hora de referir a páginas virtuales se esfuerzan en decir “triple doble ve” o “dobleve-dobleve-dobleve”. Ahora tendrán que partear con cesárea algo como “TripleUvedoble”, o al menos pronunciar rapidito “Uvedoble-uvedoble-uvedoble”, con lo cual correrán el riesgo de deformar sus órganos articulatorios.
Tanta miel se le ha sacado a esta propuesta de la “UVE” que no faltará el hablante anárquico y “medalaganoso” que proponga llamarla “UBRE” (y si se trata de la W, “Ubre doble”). Por lo que tendremos que comenzar a aceptar que “Vaca” se escriba con “Ubre”.
Hasta el pobre Jaimito, protagonista infalible de nuestros chistes populares, habrá de modificar sus hábitos verbales.
-Jaimito, ¡Estoy harta de sus faltas ortográficas! ¿Cón qué Uve se escribe viaje?
-Maestra, ya se lo he dicho: si el viaje es corto con Uve corta, si es largo, con “Ube” larga y si el viaje es de ida y vuelta con Uvedoble.

Referencia de la imagen: http://www.leyendascuentospoemas.com/moraleja-la-leche-derramada/2009


domingo, junio 13, 2010

¿(An)globalización?





He repetido en muchas ocasiones y en diversos lugares que, por muy experto y conocedor que sea, no hay hablante exento de usar inadecuadamente alguna expresión cuando hace uso del idioma nativo. Ni el más pintado o “sabihondo” de los que creen comérsela en eso de “hablar y escribir bien” se salva de que en alguna ocasión se le escape la liebre lingüística. Sin embargo, más que equivocarse, lo importante es no repetir el gazapo cuando alguien te lo hace notar o lo percibes por ti mismo. Pero hay quienes se empeñan en meter la pata y no sacarla nunca por mucho que se les haga conocer el desaguisado.
Digamos, por ejemplo, que existen en todo el mundo legiones de hablantes que suponen al inglés como la lengua “madre de toda civilización”, “la lengua de las lenguas”. Y también siempre lo he aclarado: nada tengo en contra de ese idioma como vehículo de cultura, no me ocupo de rechazarla por rechazarla. Pero de ahí a considerarla la reina de la globalización hay una diferencia notable.
No hay que olvidar que una cosa es la globalización, principalmente reforzada a partir del surgimiento de la Internet (innegable, indetenible, inevitable) y otra muy diferente esa tendencia hacia una supuesta ANGLOBALIZACIÓN con que algunos quieren convencernos de las bondades de la anglofilia acrítica y desbocada.
Produce cierto escozor escuchar a colegas, a comunicadores, a estudiantes que, buscando una pronunciación lo más ajustada posible a los requerimientos entonativos del inglés estadounidense se esfuerzan por decir “tuirer” (aludiendo al Twitter), con un retorcimiento de la punta de la lengua que amenaza con ensalivar el entorno de la conversación. Nada digo de otras pronunciaciones un tanto más ridículas tales como “tuitaar” “tuiterrr” y “tuíiiter”.
Y a propósito de este nuevo sistema (popularmente aludido por otros como “maicrobloging”), a veces causa risa el uso que le dan algunos hablantes públicos irresponsables, tan risible que uno no sabe si lo hacen a propósito o se están tomando las cosas en serio. No son extraños mensajes “tuiteros” -“tuits” les dicen algunos- como los que siguen:
“@hablanteperfecto. Orinando en cacaotales de Caucagua. No hay baños públicos en Barlovento”.
“@nomequivoco. Fin de semana ladrando. Me postergaron el pago de la quincena”.
Asuntos que solo pueden interesar a quienes los expresan y no a otros. Qué puede importarle a un seguidor de alguien que esté o no orinando entre matorrales o que no le hayan pagado el salario en la alcaldía donde trabaja. Se pierde con esto la función informativa que debería tener ese eficaz mecanismo rápido de comunicación.
También preocupa la insistencia de ciertos hablantes públicos en ridiculizar algunas expresiones provenientes del inglés, “espanglishadas” de tal modo que recurrentemente sólo le agregan leña al fogón de las confusiones. Una de ellas es la recurrente palabrita “UNDERSCORE”, para hacer referencia a esa pequeña raya que a veces se utiliza con el propósito de “subrayar” un espacio en blanco (“_”). No me canso de escuchar a locutores o conductores de programas de la tele que, buscando parecer más cultos de lo que realmente son, se afanan en diversas pronunciaciones como “Ánder-Escor”, “Únder-escore”, “Ónder-éscorrr”, entre otras. Sin olvidar a los que tratando de acercarse a alguna posibilidad del español ponen una torta similar mediante supuestas traducciones como “rayita de piso”, “piso”, “barra-piso”, “barra baja”, etc.
Manera peculiar de complicarse la vida y querer apostar a la sabiduría máxima, cuando sería tan sencillo hablar de un guion bajo o guion de subrayado, entre otras posibilidades. Se trata de una pequeña raya que se ha desplazado desde la posición media, donde ha cumplido tradicionalmente otras importantes funciones escriturales, hasta el borde inferior de la línea. No es una “barra”, la barra es distinta y alude a ese otro referente al que otros anglófilos se empeñan en denominar “ESLASH”. Una barra de esa naturaleza puede mantenerse en su forma totalmente vertical o inclinarse un poco cuando la necesidad lo precisa ( / ), pero no por ello deja de ser una B-A-RR-A para devenir en un(a) “eslash”.
No puedo olvidarme tampoco de quienes por una parte pronuncian cibernética y ciberespacio, pero por la otra parecieran torcer la vocal “i” de la primera sílaba cuando aluden a un “sáibercafé” o sencillamente a un “sáiber”. Algo luce aquí contradictorio. Inciden en esto asuntos ideológicos relacionados con el valor social de las expresiones. Ciertos “anglobalizados” fanáticos se sienten más cerca del cielo cuando practican estas extrañas maneras de comportarse lingüísticamente. El español les ofrece la misma oportunidad de lucirse pero parecieran rechazarla por extraños motivos.
Lo perjudicial de esta situación es que los hablantes comunes, los que no tienen acceso a los medios masivos de comunicación, terminan repitiendo lo que escuchan de aquellos que, a veces sin saberlo, hacen de hablantes públicos. Tampoco se trata de llegar a los extremos de un tozudo vecino nuestro que alguna vez nos aseguraba ser adicto a una bebida escocesa cuya “marca” era- según él- “Juancito el caminador”. Se refería a la marca de güisqui “Johnny Walker”. Ni calvo ni con bisoñé. No obstante, sí creo que quienes, por alguna razón, somos hablantes públicos, debemos tener conciencia de nuestras funciones como multiplicadores del lenguaje. Y también de que podemos contribuir a difundir lo bueno, lo malo, lo mediocre y lo adecuado de la lengua que hablamos o en la que escribimos.
A veces los hablantes públicos que creen sabérselas todas, se convierten en difusores de gazapos o de expresiones inadecuadas, fácilmente sustituibles con recursos del español. Imposible no recordar en tales casos el viejo chiste del maestro que, en la seguridad de estar cumpliendo con su labor pedagógica, corrige a un alumno al escucharlo pronunciar la palabra “culantro”.

-¡“Culantro” es un vulgarismo, Leonardo! Se dice “CI” en lugar de “CU”, “cilantro”. ¡CI-LAN-TRO!

Obediente ante la enseñanza de su profesor, el chico sorprendió a todos los compañeros de clase al día siguiente.
Llorando sin parar, el niño no cesaba de repetir lo que muy pocos entendían.

-¿Qué te ha ocurrido? ¿Qué pasó? ¿Qué dices? ¡Habla claro!

-¡Una cilebra, maestro! ¡Una cilebra me mordió en el cilo

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Referencia de la imagen: www.gaturro.com

lunes, abril 26, 2010

Luchar contra el "sistema”






A  Cigilberto Ramírez, quien alguna vez  intentó "hablar con el sistema".


Los primeros encontronazos con esa oscura entidad nombrada “sistema” los tuve durante mis tiempos de bachillerato. Eran mis reuniones primerizas con algunos “dirigentes políticos” de los partidos de izquierda de aquella época. Los escuchaba vociferar y discutir sobre las condiciones del “sistema opresor” y la necesidad de luchar contra él (o ella, porque a veces el sistema tiene rostro de mujer).
 Envuelto en mi ingenuidad, no estaba yo seguro de que “aquello” a lo que aludían fuera gramaticalmente “masculino” o “femenino”. Si me atenía a las clases de castellano de mi primer año en el liceo, debía haber concluido que “si termina en a” debería ser femenino, aunque la anteposición del artículo masculino me indicara todo lo contrario. Una verdadera contradicción, según mi lógica adolescente.
Reflexiones algo absurdas de un imberbe estudiante de secundaria, que a nada llegaron porque, “asexuado y desgenerado”, el fulano sistema seguía allí, inamovible, muy a pesar de que quienes hacían de orientadores ideológicos insistían en que la “guerrilla” (en pleno auge), la lucha de clases, la conciencia revolucionaria y otros aditamentos se habían venido fortaleciendo justamente para acabar con el “sistema imperante”.
Pamplinas.
Pasó el tiempo y el fulano sistema se mantenía incólume. Total, me decepcioné de varios de aquellos “dirigentes” que comenzaron dándonos lecciones con una supuesta mano izquierda que no pocas veces devino a la posteridad en una “siniestra derecha”. Incomprensible, pero así es. Nunca entendí los acomodos ideológicos y más tarde confirmé que en efecto si eres político, hoy puedes estar de frente contra “un sistema” y mañana harás todo lo posible para que “se mantenga sin mantenerse”. Cantinflas dixit. Dialéctica, acomodo, reajuste, sinergia, conveniencia, oportunismo... Asígnele el lector o lectora la mención que mejor le corresponda.
No obstante, digamos que nadie daba explicación sobre lo que era el “sistema” aludido, pero todos intuíamos de qué iba la cosa. Aparte de que en otras clases habíamos oído hablar de “sistema o aparato digestivo”, “sistema o aparato respiratorio”, “sistema nervioso”. Y, por supuesto, en Matemática, del “sistema métrico decimal”. Sin olvidar en otros campos el sistema judicial, el sistema planetario, el sistema solar, las lenguas como “sistemas” y muchos etcéteras.
Todos aparentemente claros, con referentes medianamente definidos, concretos, aunque no es así en estos días de clima tan poco sistemático. Hoy día el sistema es algo más complicado que cualquiera de las acepciones referidas.
Sin saber por qué, y para buscar explicación al cambio de significado, he recordado una anécdota de finales de los setenta. Tiene que ver con la ocasión en que se me ocurrió aceptar que, como decía la propaganda oficial, “cualquier ciudadano venezolano” tenía derecho a solicitar una beca de estudios en el extranjero ante la recién instaurada Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. Pues, como “cualquier ciudadano” que yo era, me atreví a hacerlo, sin tener padrinos políticos ni burocráticos, únicamente amparado en lo que yo suponía era un aval: mis calificaciones de pregrado.
Equivocación total
Cuando correspondió, leí en el diario la lista de becas asignadas para estudios de postgrado y constaté que a lo mejor aparecían muchos “cualesquiera ciudadanos” allí, pero mi nombre no figuraba por ninguna parte. Nada. Decidí entonces acudir a la sede de la Fundación a solicitar la razón para que se me hubiese excluido y la palabrita “sistema” volvió a golpearme sin piedad.
La coordinadora del programa era una señora robusta, de cachetes inflados y voz de soprano decadente, para mi asombro con acento y apellido portugueses (Soares). Sin anestesia y sin ninguna clase de remordimiento ni pudor, la doñita me respondió en una especie de portuñol mezclado con dialecto maracucho:
-Tiene buenas notas, pero no es culpa nuestra, la beca se la ha negado el sistema.
Días después, para “desafiar al sistema”, mi esposa y yo habíamos tomado la decisión de que nos iríamos en viaje de estudios, aunque en mi caso hubiera de hacerlo a expensas de nuestros menguados ahorros. Así lo hicimos y, oh sorpresa, un año y medio después me encontraría de nuevo a la señora Soares. Andaba de “ronda supervisora” por toda Europa “visitando” a los becarios de la Fundación. Es decir, favorecida por el sistema de mis tiempos de bachillerato, la señora llevaba dos meses haciendo “turismo académico y sistemático”. Como ni siquiera me reconoció, no tuve ocasión de preguntarle si también su alianza con el sistema incluía los boletos y estada de la familia que la acompañaba (esposo y dos hijos adolescentes), pero intuí la posible respuesta como positiva.
En mí se fundieron y confundieron entonces dos conceptos de sistema: el viejo, al que aludían los dirigentes del liceo (el que apoyaba a la señora Soares para viajar con su familia en nombre y a expensas del gobierno) y el nuevo (al que ella había aludido para explicarme por qué yo había quedado fuera de la lista de becarios).
Desde ese día comencé a preguntarme cuál de los dos sistemas será más perverso, si el político o el informático. Y lo digo porque ahora, en tiempos de teclados, claves, pines y pantallas, todo es sistemático, menos los sistemas.
Para ratificarlo, no tiene usted más que hacer una llamada telefónica y basta. O visitar alguna institución que opere con cualquier tipo de máquina distinta de un ábaco. Entre las respuestas consuetudinarias que puede obtener quien hace la llamada, la visita o la consulta vía Internet están:
-Disculpe, no puedo darle la información porque no hay sistema.
-Llame un poco más tarde, el sistema está muy lento.
-Sus datos no aparecen en el sistema.
-El sistema esta “colapsado”, inténtelo en otro momento.
-Error del sistema, consulte más tarde.
-Su nombre ha sido rechazado por el sistema.
-Le avisaremos cuando haya sistema.
-Clave de acceso al sistema, negada.
-El sistema no está operativo.
-Hay incompatibilidad entre su sistema y el nuestro.
-Lamentablemente, su solicitud sobrepasa las posibilidades de nuestro sistema.
De modo que el bendito sistema de este tiempo es una superpoderosa entidad, sin rostro, sin voz, sin cuerpo, solo con un inmenso cerebro capaz de controlarlo todo, sin cuyo apoyo y soporte uno prácticamente es nadie. No se trata de las tres divinas personas sino de mucho más que eso. El sistema es responsable directo (pero invisible) de cualquier cosa que pueda ocurrir en el mundo moderno. Todo se le achaca a él, sin dudas de ninguna naturaleza. Es capaz de todo y de nada. Y ni siquiera podemos insultarlo, agradecerle o halagarlo.
El sistema va, viene, se oculta, regresa, se esfuma, no responde…
Tanta es su injerencia en la vida contemporánea que nada seríamos sin él, pero también nos hace sentir mínimas partículas del universo. Somos humillados, alabados, felicitados, congratulados por algo que tiene nombre pero no es cosa, no es cuerpo, no es materia. Ni ser ni ente, como diría un profesor de filosofía. No es gaseoso, ni líquido ni sólido. Etéreo es un vocablo muy elegante para designarlo, pero por ahí va.
El sistema es un misterio insondable que está en cada mínimo recodo de nuestra vida. Hasta el punto de que mi tía Eloína, arriesgada y emprendedora incluso ante lo enigmático, llamó hace poco a la central de reservaciones de una línea aérea, con el propósito de ratificar que viajaría al día siguiente en el vuelo para el cual había adquirido un boleto.
Después de cuarenta y cinco minutos repartidos entre frases como “espere un momento, por favor, señora”, “gracias por esperar en línea, señora”, “deme su nombre completo de nuevo, señora”, “repítame el localizador, señora”, “¿en qué agencia adquirió el boleto, señora?”, la conclusión no pudo ser más contundente.
-Señora Padrón, gracias por su paciencia y le ruego, señora, que disculpe, pero su reservación no aparece y no se puede hacer nada.
-¿Cómo que no se puede hacer nada? ¿Y de quién es la culpa?, ¿Mía? ¡Páseme con la Gerencia, por favor!
-Lo siento, señora, disculpe, en la Gerencia no hay nadie, la licenciada “gerente” está de viaje, pero le adelanto que tampoco ella podría hacer nada. Es culpa del sistema.
-Pues entonces, carajo, ¡páseme al sistema!, ¡quiero hablarle!

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Referencia de la imagen:
http://www.canalred.info/public/Fondos_Pantalla/Abstractos/Espiral%20del%20sistema.jpg