jueves, octubre 23, 2014

Se abrevia DILE. Se llama Diccionario de la lengua española






El Diccionario de la lengua española (DLE) constituye para el grueso de los hablantes nativos escolarizados una especie de documento infalible, incuestionable, en el que supuestamente reposan «todas» las palabras «existentes» de nuestro idioma. A veces lo es también para muchos lectores profesionales, incluidos docentes, críticos, escritores, periodistas y ―muy importante― académicos. Tampoco excluye esto a los hablantes de otras lenguas cuando requieren de una fuente confiable sobre cualquier vocablo referente al español.
Quiérase o no, se esté de acuerdo o en desacuerdo con esta situación, ello convierte  al DILE* ―como aceptamos abreviarlo de aquí en adelante, de acuerdo con las declaraciones del nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva―  en una especie de autoridad única universal a la hora de dirimir cualquier asunto referente al idioma y a sus interioridades (en este caso léxicas).
Para el común de los hablantes, una palabra «no tiene vida» en tanto no esté registrada en el DILE. Tan arraigada está esa condición en la inmensa masa de hablantes de nuestra lengua que es muy popular en cualquiera de nuestros países la expresión «si no está en el Diccionario, esa palabra no existe». Y cuando se dice «Diccionario» se hace referencia casi exclusiva al DILE.
Con defectos o sin ellos, más allá de las insuficiencias que pueda contener, independientemente de aciertos, de definiciones desajustadas o muy certeras, de carencias y excesos o de cualquier otro aspecto, suele atribuírsele al DILE casi un carácter mítico, bíblico si se quiere ser más extensivo. Para una considerable mayoría de  usuarios, es la verdadera casa de las palabras del español.
Imposible también evitar que, luego de una curiosa tradición de varios siglos, se le atribuya la supuesta «posesión» de ese documento casi de modo exclusivo a la Real Academia Española. No pocas veces, al aludir al DILE, la propia RAE ha adoptado las siglas DRAE para sí y lo hace ver en buena parte de su documentación oficial y publicitaria. Probablemente esto tenga su origen en lo que rezaba en la portada y portadilla del llamado Diccionario de Autoridades, en 1726: «Diccionario de la lengua castellana. Compuesto por la Real Academia Española» (subrayado de mi tía Eloína).
El DILE ha devenido entonces en la palabra final sobre la legitimación institucional del idioma. Y para efectos de una orientación común, ante la necesidad de algún ente regulador que sirva de árbitro, incluso en casos de disquisición jurídica, comercial o administrativa, esto puede constituir una gran ventaja para la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE). Sin embargo, se trata también de un privilegio y una posición que  deben ser manejados con mucha prudencia, con sindéresis. Olvidarse, por ejemplo, de que la norma sobre cómo debemos expresarnos la debe imponer un solo país  o determinado grupo social. Ni España ni ninguna nación hispanoamericana. Ni los académicos de ningún país en particular.  Nuestro idioma ―y escribo «nuestro» con plena conciencia del posesivo― no es una lengua que alguien nos «prestó», que España nos cedió como un favor, y, en consecuencia, debe imponernos cómo utilizarlo. Nos pertenece a todos los que lo hablamos y somos todos quienes debemos buscar consensos para su uso adecuado.
El español fue la lengua de España (o de algunos de sus reinos) hasta 1492. A partir de esa fecha se inició su expansión hasta convertirse en el idioma de muchos otros espacios, principalmente americanos. En la actualidad, la mancomunidad de la lengua española constituye una congregación cuyas necesidades y requerimientos se ramifican a lo largo de una extensión territorial de más de veinte países y cuatro continentes, sin contar aquellos espacios geopolíticos en los que ya se le considera una segunda lengua de importancia capital (los Estados Unidos de Norteamérica y Brasil, por ejemplo).
En suma, más allá de los complejos, independientemente de cierto resentimiento histórico que pueda sobrevivir en algunos de los países hispanoamericanos donde el español es lengua oficial única, lengua cooficial o lengua nacional, la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) y el DILE son las instancias finales de arbitraje lexical para el mundo hispánico. Y cuando aludimos a la ASALE, obviamente incluimos a la RAE y a las otras diecinueve academias de  Hispanoamérica (que le son correspondientes), más la filipina y la norteamericana.  En mayor o menor grado, todas son corresponsables y coautoras del DILE, cuya vigésimo tercera edición acaba de aparecer.  
Esto debe ser entendido así, independientemente de que todavía prevalezcan en el DILE algunos aspectos  que parecieran privilegiar a lo que hemos dado en llamar español peninsular. Detalles que si bien se han ido subsanando en las más recientes ediciones, otros seguramente lo serán en un futuro. El español es la lengua de un aproximado de quinientos millones de almas, de las cuales más o menos unos cuatrocientos cincuenta millones la usan como idioma de comunicación fuera del territorio de la península ibérica.
Preciso es reconocer también que la compilación de los distintos datos del idioma que actualmente son fuente primordial para conformar el DILE ha incorporado muchas palabras del español americano. Lo que además no implica que falten bastantes. Siempre faltarán, debido a las dimensiones de Hispanoamérica y a las dificultades para dar cuenta de nuestro vocabulario común.  Y hay que añadir que la RAE ha insistido suficientemente en buscar datos americanos que faciliten alcanzar alguna vez un nivel aceptable de equilibrio. También es bueno aclarar que el actual  DILE es una obra que registra usos. No intenta imponerlos. Se presume que todas las palabras que contiene han sido extraídas de documentos que las refrendan (libros, prensa, Internet, lengua oral, gacetillas, etc.). Y a veces, el hecho de que registre usos y no imponga normas tiene también sus detractores.
Por ejemplo, el periodista español Alex Grijelmo lamenta que, en contraposición con su inicial carácter prescriptivo, el DILE haya derivado en un «diccionario de uso». En su libro La punta de la lengua, publicado en 2004, se refiere Grijelmo al hecho de que «La Academia y muchos magníficos filólogos han dado en bendecirlo todo o casi todo, y cualquiera puede parecer ya un purista sin serlo.» (p. 19). Esto pareciera razonable y suele ser uno de los argumentos más frecuentes en cualquier hablante común. El usuario que no es filólogo o lingüista, pero es docente, principalmente de primaria o secundaria, ha tenido en el DILE su mejor soporte lexicográfico para generar confianza en sí mismo o en sus estudiantes, por lo menos en cuanto a una normativa general mínima. Igual que para el hablante común que recurre a una fuente que considera segura y confiable, la ambigüedad es mala compañera de la docencia en esos niveles de la educación. El alumno procura certeza y el maestro debe ofrecérsela con base en una documentación que se la garantice. El maestro requiere trabajar con reglas claras; las ambigüedades no son buenas compañeras en algunos casos. 
Un estudiante debe tener muy claro que si bien las palabras vídeo [bídeo], chófer [chófer], periodo [periódo], icono [ikóno] y adecua [adékua] se escriben y se pronuncian de ese modo en España, nosotros en América decimos video [bidéo], período [período], ícono [íkono] y adecúa [adekúa]. Y así debemos escribirlas y pronunciarlas. Igual que en Venezuela  y otros países llamamos «corta» o  «pequeña» a la letra V; nada de UVE, porque esa denominación es ajena a nosotros.
Además, todos los países donde se habla español han contribuido con su enriquecimiento. Cuarenta y siete millones  de hablantes,  la población aproximada de España,  es diferente de quinientos millones de almas regocijándose con un mismo idioma. Y si no, que se les pregunte a los publicistas o a los demógrafos. El español es hoy  la segunda, tercera o cuarta  lengua del planeta (según se vea) y el mayor porcentaje de esos hablantes, casi un noventa por ciento,  está en Hispanoamérica.
Si en 1726 el primer documento oficial de registro del léxico del español, intitulado Diccionario de la lengua castellana,  aclaraba en su portada «Compuesto por la Real Academia Española», ¿por qué no pensar  ―doscientos ochenta y ocho años después―  en la posibilidad de uno que se titule  Diccionario de la lengua española, cuyo subtítulo indique «Compuesto mancomunadamente por las academias de la lengua española». Nada cuesta intentar iniciar una nueva tradición que haga ver que no se trata del Diccionario de la Real Academia Española o DRAE, sino de un diccionario integral del idioma. Un DILE que sea reflejo fiel de la comunidad hispánica que somos todos.
Y voy cerrando. No dejarán de existir los hablantes particulares o grupos de ellos (e incluso académicos, grupos sociales o países)  que aspiren a que lo «general» del idioma incluya cosechas particulares de sus hablas individuales o colectivas, o que hasta soliciten (a las academias) que se  «apruebe» alguna palabra porque «la necesitan» o «la utilizan mucho» en sus comunicaciones cotidianas o profesionales. Podría relatar casos de algunos grupos profesionales venezolanos que han solicitado, tanto a la Academia Venezolana como a la RAE, que se «apruebe» determinada palabra porque «la necesitan» o porque «desean» rendir homenaje a algún personaje famoso creando un adjetivo a partir de su nombre (ej.: De Asclepio àasclepiano, para ser utilizado entre profesionales de la salud y rendir culto al dios de la medicina y la salud). Esa voz entrará en los diccionarios una vez que la investigación lexicográfica documente que es usada y aceptada por el colectivo.
  Quienes solicitan inclusiones es obvio que tienen una intención grupal encomiable, mas ignoran que la organización actual de un diccionario académico general opera de otra manera. En este tiempo habrá que convencerlos de que el contenido de un diccionario como el DILE se limita a ratificar usos comunitarios debidamente documentados. Un diccionario general no necesariamente contiene lo que yo como hablante particular o integrante de un grupo social o profesional necesito. Tiene lo que la comunidad de hablantes utiliza en la oralidad y en la escritura. Un diccionario general como el DILE no complace deseos individuales ni regionales;  refleja usos colectivos. Y siempre traerá fallas. Pero ellas disminuirán en la medida en que todos estemos pendientes de sus contenidos.

Concluyo: la vigésimo tercera edición del Diccionario de la lengua española está en la calle. Según se ha informado públicamente, en unos tres meses estará disponible su versión en línea. Trae cerca de noventa y tres mil artículos, doscientas mil acepciones, diecinueve mil americanismos (voces propias de América, compartidas por lo menos por tres países) y unos dos mil venezolanismos,  que todavía es poco, pero ahí vamos. En la medida en que han podido, las academias americanas han colaborado con su contenido. No es solamente el Diccionario de la Real Academia Española. Es el de todos los hispanohablantes, aunque obviamente es imposible que complazca individualmente a tan amplio y variado espectro geográfico .  Siempre será mejorable porque todo diccionario está en permanente hacerse. Pero es mejor tenerlo que no tenerlo. Y para evitar algunas confusiones generadas por la tradición, de ahora en adelante abreviémoslo DILE, como debe ser.
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*Nuestra propuesta inicial ha sido ajustarse a las normas de la abreviatura correspondiente a las siglas  y convertirlo en DLE (como verdaderamente se titula; Diccionario de la Lengua Española), es decir: DE-ELE-E. No obstante, aceptando la dificultad de reproducir fonéticamente en español el conjunto como [dle], nos unimos al pedimento de varias academias americanas de convertirlo en DILE, propuesta además avalada por el nuevo director de la RAE, don Darío Villanueva, según puede leerse en este enlace. Este cambio a DILE tiene además las ventajas nemotécnicas que suelen acarrear los acrónimos. Por ello, donde inicialmente escribiéramos DLE en esta crónica, hemos realizado la sutitución por DILE.

@dudamelodica

viernes, junio 27, 2014

COLAS EN EL BAR DE LA FELICIDAD











―¿Sabes para qué será esa cola de personas?
―No, pero igual hagámosla, por si acaso.


Mi inefable tia Eloína ha sido siempre aficionada a seguir eso que los terconomistas llaman «el pulso de la intrahistoria». O sea, tomar nota de los cambios (aparentemente imperceptibles, pero reales) que día a día van incidiendo en nuestra cotidianidad y nos van obligando a modificar hábitos, costumbres, actitudes. Historia pequeña, diaria, rutinaria,  en la que los de a pie somos protagonistas.

Según ella, en este tiempo en el que escasea hasta la lluvia, no nos hemos cerciorado pero andamos inmersos en un eufemismo llamado por ella «el bar de la felicidad».

 ―¿Qué vaina es esa , Eloína? le pregunto ―. Y se despatilla de la risa al ripostarme que soy tan caído de la mata que no me he percatado de que los venezolanos de hoy (junio de 2014) somos muy diferentes a los de hace una década.

―Nos estamos comportando como los borrachos de un bar ―me aclara―, somos felices en el botiquín hasta que pedimos la cuenta.

Por ejemplo, nos sentimos complacidos y sonreímos (para no llorar), al descubrir que hemos agudizado hasta umbrales impredecibles el arte del escaneo visual a distancia. Como los propios bolsas, nomás vemos a alguien caminando por la calle con unas ídem en la mano y casi instintivamente nos volteamos a hacerle el correspondiente paneo,  a fin de verificar el contenido de lo que cuelga de sus manos. Como si hiciéramos una veloz radiografía instantánea. Muy buena puede estar la chica o el chico portador-a de las marusas, pero poco nos interesa el cuerpo; nuestro objetivo fundamental ahora se focaliza en lo que la persona lleva dentro de aquellos paquetes. Primero, para verificar qué contienen; segundo, para husmear a qué supermercado pertenecen. La razón es muy sencilla; precisamos de tal información para apurarnos a hacer la cola en el sitio y  proveernos de lo mismo.

Esa misma actitud ha despertado nuestro neofanatismo por las filas. No hemos tenido ninguna guerra que nos obligara a convertirnos en filófilos, como dice la historia que ocurrió en algunos países europeos. Es la carencia, el permanente vivir en un constante «NO HAY»,  lo que nos ha obligado a estar conscientes de que ahora existen por lo menos cuatro o cinco colas en nuestra diaria rutina. Aparte de que hemos tenido que  aprender a determinar  dónde vale la pena hacerlas y dónde no.  Lo que no excluye que haya también otros que se meten en cualquier fila que ven por la calle, sin importar si de verdad les interesa. Son los que se incorporan a ellas «por si acaso». Tanto comienzan a gustarnos que ahora hasta hacemos una hilera fuera de los establecimientos antes de que abran sus puertas.

La  situación ha traído consecuencias para nuestra cultura culinaria. Ya no se come lo que se desea sino lo que se ha conseguido para el día. El correo electrónico, el  Tuíter y  el wasap  se han convertido en nuestros incuestionables aliados: los vecinos que viven en condominios, por ejemplo, han creado unas verdaderas redes sociales mediante las cuales el primero de los integrantes de la comunidad que localiza algún producto en el supermercado más cercano se dispone a informar al resto ―a la brevedad mínima y con el menor número posible de caracteres―sobre tal descubrimiento:

  vcns, arina n l uniKS, krrn krjo»
 [Vecinos, hay harina en el UNICASA, ¡corran, carajo!]

 No menos hemos hecho dentro de las propias familias. Ya nuestros hijos no nos mensajean para pedirnos la bendición o consultarnos cómo anda nuestro colesterol; el saludo filial más común de estos tiempos se limita a informarnos que llegó el desodorante, el papel higiénico o el lavaplatos a la perfumería tal:

  papl y kf a ls 2c  dnd l chino, msk mm!
 [Papel, pollo y café a las doce donde el chino, ¡mosca mamá!]

 Mi sardónica parienta suele comentar que para qué tanto buscar papel sanitario si el que  no come tampoco canta.

Ahora tenemos además varias obligaciones financieras que jamás imaginamos antes: por ejemplo,  los chicos/chicas que hacen de cajeros-as o  envuelven las compras de supermercados ya no están interesados en las pírricas propinas que les dábamos antes de que se pusiera de moda el bar de la felicidad; celulares en mano,  han devenido en centros de información desde los cuales notifican a sus «suscriptores» acerca de la llegada de algún producto al establecimiento para el cual trabajan. Y por ello, naturalmente, debemos pagarles una mensualidad. De vaina no nos piden que los incluyamos en el Seguro Social.

 Sin decir nada de otras nuevas especialidades laborales surgidas a partir de esta nueva realidad. Verbigracia, los «guardacolas»: mediante otro nada módico pago, hacen por ti  la cola en la caja mientras acudes a toda velocidad a esculcar las rumas de alguna novedad que haya llegado al súper. Y cuando decimos «novedad», no nos estamos refiriendo al jamón de bellota o las alcaparras de la isla de Santorini; estamos hablando simplemente de leche, vulgar líquido perlino alimenticio  extraído de las ubres de las vacas; estamos aludiendo a la pasta,  al jabón de baño, a la crema dental, el aceite, la carne, los  pañales. Ni siquiera condones hay para evitar la natalidad en estos tiempos en los que parece mejor no practicar el sexo si no se quiere aumentar el número de bocas. Como en los tiempos de mi infancia, las damas habrán de volver a los lavados vaginales con tanino en polvo.

Los viejos gestores, los intermediarios de las oficinas públicas, los buscapalancas vinculados a organismos públicos y privados siguen existiendo, por supuesto, pero son ya antigüallas frente a la nueva claque profesional generada por el ejercicio del «derecho a la alimentación». Hacerle a alguien la segunda en el abasto se ha convertido en nueva rutina  ¡Qué segunda! La segunda, la tercera, la cuarta y todas las que hagan falta con tal de proveernos de algún producto de primera necesidad. Y eso sin añadir que, aparte de comprar alimentos por estos irregulares y alcabalosos caminos de perversión, ahora necesitas además contratar  a algunas personas para que te escolten y protejan mientras llegas a casa, como si llevaras en las bolsas lingotes de oro o kilos de azafrán. Es decir, comer en el bar de la felicidad ha pasado a costar más que un ojo para un tuerto.

En fin, no basta con la inflación, que ya no es tal; más bien debe pasar a llamarse inflamación.  Todo se complementa en este tiempo venezolano para que, cuando se consiguen, los productos valgan ahora cinco o diez veces más de lo que costarían en situaciones normales, en países normales, donde la vida  transcurra como debe ser. «Y pensar que hay familiares nuestros ―dice Eloína―, parientes, amigos, colegas,  que aun comiendo piedras  imaginan que es lomito».

―¡Caramba ―cierra Eloína su queja―, si así es el bar la felicidad, ¿cómo será el botiquín del sufrimiento?!». 

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Ref. de la imagen: http://www.lahora.com.ec/home/goAnterior/Loja/2011-11-23
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lunes, enero 06, 2014

AFERRARSE A LA VID




Para Rubén Álvarez y Tahís Niño, consecuentes amigos y abstemios eneriles


En medios oficiales y privados de Venezuela ―básicamente entre noviembre y diciembre del año que ya cerró―,  circuló con mucha fuerza el vocablo hidratar más algunos ramalazos semánticos derivados del mismo: hidratos etílicos, hidratadera, hidrucción, hidridación. Hasta llegar finalmente a un nuevo concepto de hidratación. Este último es el eufemismo  más usual de este tiempo para referirse al consumo de bebidas espirituosas. Resulta que por alguna disposición celestial que mi parienta y yo desconocemos, parece censurable hablar ahora de brindis, refrigerios húmedos, hartazón de alcohol, bebedera de caña, ingesta de etanol,  expresiones que antaño se usaron para invitar a los concurrentes a algún evento o reunión a «refrescarse» en los intermedios o cierres. A ello se alude actualmente como presunto lapso de hidratación para los invitados. Ya no se consumen bebidas alcohólicas en las reuniones sociales o celebraciones venezolanas de cualquier naturaleza, ahora simplemente se alude a «hidratar» el cuerpo.

Aparte de ello,  enero parece ser para algunos el mes oficial de la «deshidratación». Treinta y un días durante los cuales algunos mortales se autoimponen la penitencia de no consumir ni un mililitro cúbico de cualquier bebida que huela a etanol. Y mucho menos ahora que los «jugos de uva», la «merengada escocesa», el «zumo de cebada» y el «ron perigñón» se han vuelto tan incomprables como la leche, la harina de maíz y el papel higiénico. Bromeaba yo hace poco con uno de mis más caros amigos, ocupante de un cargo público, y casi le imploraba que intercediera para que se ponga en marcha una especie de  “misión etanol” cuyo lema principal sea “¡beberemos y venceremos!”.

La misma conversación nos llevó al infaltable tema de los supuestos “conocedores” de lo que beben. Esos señores y señoras capaces no solo de detectar las virtudes o defectos de la «popular bebida escocesa» apenas se ponen una gota en sus papilas, sino también de saber si se trata de una botella «puyada» o falseada de cualquier otro modo. Yo particularmente los admiro y los envidio por sus habilidades para reconocer ―sin haber visto la etiqueta o la botella― la marca de lo que están degustando. Tan sagaces son con la lengua que en teoría hasta se dan el lujo de distinguir si se trata de un bebedizo nacional (hecho en Cabudare, por ejemplo) o importado (de las montañas del norte del Reino Unido). En fin, a veces nos resultan ridículos-las pero no dejan de divertirnos con las demostraciones de experticia de que hacen gala durante las celebraciones. Se jactan de saber distinguir entre un vulgar vaso de güisqui (nacional, por eso la grafía) y un trago de genuino whiskey escocés (importado). Por lo menos con el primer y segundo trago así parece. Después del tercero les sirves gasolina de 91 octanos y ya son capaces de atribuirle las virtudes de esa categoría que el saber popular venezolano categoriza como “mayor de edad” (para referirse al escocés de 18 años en adelante).

Nada diferente de la situación de los sommeliers domésticos de cualquier país. Los expertos en vinos. Esas personas pretenciosas, pedantonas y sabihondísimas que se dan el lujo de hacerte sentir un monotrema o un platelminto al hablarte de cosechas, categorías de uvas, añadas, mezclas, taninos, cepas y otras menudencias vitivinícolas, sin pestañear ni tener confusiones articulatorias. No vacilan. Se ven seguros, exactos y correctos, como profesores de Matemática o Física. Es graciosísimo observar el modo en que hacen girar la copa para «airear» el líquido, huelen, rehuelen y olisquean; acercan la narizota al tinto como si de un inhalador nasal se tratase (lo «naricean» dice mi tía) y finalmente suspiran y dicen ¡aaahhh! (si todo es positivo) o emiten un pujidito agringado, ¡outch! (si el ejercicio les ha resultado desagradable). Entre lo más resaltante que le ha ocurrido a mi parienta en tales situaciones no ha olvidado el caso del experto cobero que intentaba convencerla de que los sabores «afrutados» de los vinos se deben a que, durante la fermentación, se agregan trozos de frutas a los barriles. Otra doña,  supuestamente educada en Francia, le aseguró alguna vez que es imposible obtener vinos blancos de uvas rojas, asunto que según hemos leído no es cierto.

Y es que en esos terrenos cada quien puede decirte lo que se le ocurra, pero si quieres alejarte de la polémica estéril, silencioso deberás permanecer por ignorar las verdades, mentiras, mitos y manías de la «paligrafía» güisquera y vinícola. Ante tanto conocimiento, debes hacerte el trujillano y seguir la corriente, porque principalmente en el mundo de los «cañeros automáticos» lo mejor es callar ante las profundidades de que se jactan. A veces te encuentras con grandes «habladores de pepas» que ostentan mucho más de lo que realmente conocen. Nada más tienes que aprender a reconocerlos e insinuarles «perro que no conozco, no le jurungo la cola». Si no quieres generar descontentos, debes mantenerte dudoso casi siempre, ignorante, desinformado, pero serio y crédulo, incluso cuando estás frente a alguien que ha escrito libros sobre tales temas, por mucho que hayan publicado al respecto. En ese universo de lo etílico también hay innumerables gatos fanfarrones que fungen de liebres consultoras.

Ya me lo confesó alguna vez un enólogo argentino cuando le preguntaba cómo determinar realmente la calidad de un vino ante la sugerencia de un experto hablador de pendejadas o un buchipluma. «Puedo hablarte del “mejor vino” ―me dijo― pero no de los fanfarrones porque abundan los soretes en ese terreno.» Uno de los significados de «sorete» en Argentina es mentiroso, farsante, aunque también significa «excremento». «Lo del vino es muy fácil, me aclaró después: cada quien puede escoger el suyo sin complejos ni falsas premisas. El mejor será siempre el que a vos más te guste, che,  independientemente del precio, el color, la uva, el año,  la botella,  el viñedo y otras boludeces». Clarísimo. Gracias, amigo.

De manera que, el asunto de la «cañicultura» y  la vid-orria no depende del modo como uno aprenda o finja el arte de mover el dedo dentro del vaso de güisqui o  girar la copa de vino en círculo. Hablemos principalmente de los vinos porque es el terreno donde más abundan los “conocedores”. Después de haber probado los de piña, de mora, de parchita y otras especies que fabrican en algunos lugares del país, la deducción definitiva de Eloína es que la sensación de agrado o de rechazo de una bebida de esa naturaleza puede estar sujeta a las condiciones del gaznate, al entorno; puede tener que ver incluso con  la persona con la que lo estés consumiendo, puede depender hasta de la porosidad de la piel de quien te hace compañía, de cualquier mínimo detalle. O de la comida con la que lo “marides”, como suelen decir los especialistas.

En conclusión, si le agrada,  si el presupuesto le da, si usted se sometió  a la penitencia de la abstención eneril, una vez que concluya ese martirio voluntarioso, asuma de nuevo y sin complejos  su rutina de hidratación pero no abuse con su cuerpo cobarde. Y, mosca, mucho juicio, mucha cordura, mucho fundamento, eluda si quiere las achacosas provocaciones de los supuestos «expertos». No deje que decidan por usted. Lo dice mi médico imaginario: en situaciones de estrés, de tensión, de pasión,  una copa de vino o un breve güisqui (aunque sea nacional y “menor de edad”) pueden ser tan efectivos como un fármaco, una tableta de supervivencia. Deje de lado los consejos de los lenguaraces, los que desean impresionar con su sapiencia lingüística y, cual si se tratase de un auténtico cinturón de seguridad, tome su decisión usted mismo y aférrese a la Vid.