jueves, julio 27, 2017

“Bien o mal, pero hablen de mí”





Hay publicistas y/o asesores políticos que, a propósito, nos ponen a comentar cosas  que supuestamente han sido “prohibidas”

Aquel señor parecía no tener nombre ni apellido para nosotros.  Era el portero de la institución en la que estudiábamos. Dentro de nuestro grupo lo apodábamos sencillamente Cabezevaca (así como suena, con la expresión sincopada). Si se quiere, un mote benigno de nuestra parte, considerando que para otros los teníamos peores.  Un día, el susodicho presuntamente se hartó de ser el blanco de nuestras burlas y lanzó una pública arenga, colocándose en el pecho el siguiente letrero: “El que me diga Cabezevaca le caigo a golpes”. No obstante, aunque parecíamos pendejos, no lo éramos tanto. Sospechamos que lo que estaba buscando era todo lo contrario, que el mote se hiciera público y contribuyera a levantarle la egoteca, convirtiéndolo en centro de cualquier conversación.

Desconocíamos su nombre de pila, pero no queríamos caer en la treta. Por mucho que preguntamos, nadie supo revelárnoslo. Era el encargado de abrir todos los días los portones. Según las enseñanzas de la docente de Formación Social, Moral y Cívica, aparte de los profesores, teníamos que saludar al resto de los empleados mediante el tratamiento de “señor” o “señora” más su nombre y/o apellido. De modo que la ya rutinaria  frase que le susurrábamos cada mañana (“buenos días, señor Cabezevaca”) llegaba a su extinción, sin que supiéramos cómo nos dirigiríamos a él a partir de ese momento. Fue entonces cuando, en conciliábulo de aburrida tarde de domingo, tomamos la decisión de que al día siguiente llegaríamos al liceo y, para desviar su propósito oculto,  le diríamos efusivamente “¡buenos días, señor y amigo!”.

Nada ocurrió al comienzo. Para disimular, el caballero respondía sonriente, suponíamos que lamentándose por dentro de que el tiro le hubiera salido por la culata. Sin embargo, nomás entrar el último de nuestra pandilla, avanzando todos rumbo al salón, escuchamos sus gritos, volteamos y lo vimos venir furioso hacia nosotros, vociferando y levantando los puños en señal de bronca. La juventud nos ayudó a correr más rápido que él para salvarnos de la tunda con que nos amenazaba, mas, al final de la mañana, no pudimos escapar del llamado de atención del director, quien nos había “invitado” a visitar su oficina.

—Lamentablemente debo citar a sus representantes por haberle faltado el respeto al señor Puche —por fin nos enterábamos de su apellido y simultáneamente descubríamos que el profe era tan rebuscado como el acusador—. Él alega que lo de “amigo” ha sido ironía de ustedes para apodarlo indirectamente Cabezevaca. Y no le falta razón, porque “amigo es el ratón del queso, el queso se hace con leche y la leche proviene de la vaca”. Fuimos sancionados “sin aviso y sin protesto”. Puche había logrado darle la vuelta al plan de no seguirle la corriente. Adicionalmente, le había hecho conocer al “dire” nuestro apodo secreto, con lo cual seguramente se extendería entre todo el personal y el alumnado. Era obvio que el bedel deseaba convertirse en el foco de los comentarios, aunque fuera mediante un mote que no le hacía honores.

Aquella muy rebuscada inferencia vuelve a la memoria en estos días en que mi tía Eloína hace ficción e imagina que podría aparecer alguna vez un edicto gubernamental que, aparte de todo lo que ya no puede hacerse en Venezuela, estipule que sea delito “hablar mal de alguien”. Contemplaría el decreto de marras que en cada oficina pública deba colocarse un letrero, legible, claro y concreto, que rece “Prohibido hablar mal de Fulano o Zutana”. Si a eso le sumamos las dificultades para tener acceso a alguna serie televisiva que “casualmente” sea puesta al aire en tiempo de vacas flacas, pues habría razones para sospechar que  con ello se pretenda convertirla también en eje del discurso cotidiano del país y más allá.

En la rumorología popular venezolana se dice que hubo algún político del siglo pasado que, cuando alguien le comentaba que en la calle estaban hablando horrores de él, sonreía abiertamente y expresaba complacido: “No importa si bien o mal, lo relevante es que hablen de mí”. Según mi parienta, eso es precisamente lo que se perseguiría tanto con el ficticio mandato de marras como con la “prohibición” de alguna serie: que se siga “cuchicheando en voz alta”, aunque sea mal, de alguien que ya ha comenzado a ingresar en el olvido del imaginario nacional. Y como que no le falta razón. Si regresamos a aquel final de nuestra anécdota con Cabezevaca, podría deducirse que expresándonos mal de alguien estamos haciendo exactamente lo contrario, porque mantenemos su protagonismo. Y si nos negamos a caer en el juego y buscamos una alternativa para nombrar lo supuestamente innombrable, seguro que algún filólogo improvisado le dará la vuelta para argumentar que igual lo estamos haciendo. Diría, por ejemplo, que no le estamos diciendo perro pero le estamos mostrando el tramojo.



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