viernes, junio 26, 2015

Alexis Márquez Rodríguez, palabras mayores



Con la lengua, la columna más conocida del Maestro Alexis Márquez, constituye una magnífica colección de acercamientos al movimiento lento y  perpetuo del idioma, a la diaria y a veces imperceptible pero constante revolución que ocurre silenciosamente en el cuerpo de esa maravilla que distingue al ser humano del resto de la escala zoológica.

Siempre que la leía recordaba yo los consejos de un muy fraterno amigo suyo con quien también tuve el privilegio y la honra de compartir espacios que fueron desde lo académico universitario hasta aquellos en que fluyen espontáneamente y con mucha fuerza los lazos de admiración y amistad. Me refiero al recordado profesor José Santos Urriola, quien solía decirnos que el que se mete a redentor del lenguaje corre el riesgo de ser recurrentemente crucificado por lectores o escuchas.

Gregorio Alexis Márquez Rodríguez (1931-2015), el profesor de Psicología cuya voz firme, segura y regañona escuché por primera vez siendo yo todavía un imberbe estudiante de bachillerato del Liceo Andrés Bello (1968), se quedó para siempre en mi memoria y en mi futura vida profesional, hasta tener yo la magnífica honra posterior de compartir con él y con otros admirados docentes las discusiones de la Academia Venezolana de la Lengua.  

Fui testigo de las muchas veces que, ante cualquier duda, por distintas vías, la gente acudía a consultarlo como si se tratara de un médico del lenguaje. Y no les faltaba razón para pensar que podían encontrar en él la respuesta adecuada y contundente ante sus angustias verbales. Primero, porque no dejaba argumento sin conclusión. Segundo, porque era indiscutible su facilidad  para regodearse por  los diferentes pasillos idiomáticos sin volverse ni pesado ni aburrido. Cada crónica suya constituía una explicación clarísima, aderezada a veces con su respectivo basamento documental en los más reconocidos autores,  diccionarios y gramáticas. Tercero, porque abunda en su legado escritural la evidencia de que claridad, sencillez y densidad pueden aglutinarse sin contradicciones dentro de un mismo y único discurso que en este caso va dirigido a lectores de muy distintas categorías.

Tanta era su pegada comunicacional que hasta supe alguna vez de cronistas celosos por la relación simbiótica que se generó entre él y sus lectores, sus escuchas o sus televidentes. Una demostración más del misterio afectivo y comunicativo que puede surgir a partir de la columna de prensa, cuando esa escritura logra cumplir con un cometido tan loable y complicado como es divulgar asuntos gramaticales sin caer en abstracciones ni complicaciones técnicas. 

 
Su labor docente se multiplicó a través de las notas dominicales que cada cierto tiempo recogía en libros. Siempre llamó mi atención que, ante la insistencia y el llamado recurrente que hacía a sus alumnos, esparcidos dentro y fuera del país, hubiera personas que le escribían indicando que habían sido discípulos suyos y nunca lo fueron. Por ejemplo, el caso de una dama que en una ocasión le pidió consejo ante varios detalles gramaticales y fonéticos,  «recordándole» que había sido su alumna en la Escuela de Filosofía de la UCV, donde—según nos comentó sonreído— Márquez  jamás dictó clases. El misterio viene quizás por la parte afectiva que se genera entre el comunicador eficaz y los destinatarios.


En tantos escenarios manifestaba Alexis Márquez Rodríguez sus puntos de vista sobre el español que hablamos en Venezuela, que ya parece que hubiera sido profesor de cualquier habitante del país, aunque algunos no hayan coincidido con él en las aulas. Igualmente, todos se sentían llamados a poder consultarle y las pruebas están en los distintos tipos de emisarios que, por vía postal, telefónica, electrónica o personal,  acudían a solicitar ayuda en asuntos propios del lenguaje. En todo caso, me parece un mérito muy bien ganado para quien, siendo autor de más de quince libros fundamentales para la historia de la cultura nacional, supo ser fiel y vertical en pensamiento y acción, aparte de persistente.   Segura paz tendrán sus restos, y más que grata resultará la tertulia celestial al lado de sus grandes amigos Alejo Carpentier, Oscar Sambrano Urdaneta y Manuel Bermúdez.     

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (17 de mayo de 2015) 
Imagen de Alexis Márquez Rodríguez aportada por www.contrapunto.com     

Eduardo Liendo, homenajeado


Con el homenaje a Eduardo Liendo durante el recién concluido séptimo Festival de la Lectura del municipio Chacao (Caracas, 30 de abril al 10 de mayo de 2015), nos honraron también a muchos de sus lectores. Agradezco públicamente que se me haya invitado a hablar acerca de su persona y su obra. Eduardo figura entre nuestras lecturas preferidas desde que, en 1973, apareció su breve novela El mago de la cara de vidrio, cuyo personaje más relevante es el maestro Ceferino Rodríguez Quiñones.

Ceferino  estaría loco, enmanicomiado y obseso, pero también muy claro en lo que debe ser la literatura. Cuando apareció entre nosotros, todavía privaba en la narrativa de la época la premisa según la cual mientras más te entiendan eres peor escritor. Y, por supuesto, su versión contraria: serás mucho mejor apreciado —por la crítica y los congéneres— en la medida en que los lectores padezcan más para entender lo que escribes. Tanto el personaje como el autor se han suscrito desde siempre a la primera premisa. Y eso es más que obvio en las trece obras narrativas que Liendo ha publicado desde 1973 hasta 2014.

Si un lector requiere de una aparataje cognitivo como el de Superman o el Hombre nuclear para entender lo que le estás proponiendo como literatura, lo mejor será desistir y buscarse otra obra que no te haga padecer tanto. El secreto para que la mayoría de las novelas de Liendo haya tenido aceptación de público y de crítica radica precisamente en que sus textos son poco pretensiosos en rebuscamientos y torceduras. Desde la sencillez estilística, ha logrado imponerse como escritor. Memorables son Mascarada (1978), Los platos del diablo (1985), El cocodrilo rojo (1987), Si yo fuera Pedro Infante (1989), Contraespejismo (2007). También es autor de Las kuitas del hombre mosca (2005), El último fantasma (2008) y Contigo en la distancia (2014).



Los platos del diablo fue llevada al cine (1995), bajo la dirección de Thaelman Urguelles, también coautor del guión cinematográfico con el narrador y dramaturgo Edilio Peña. Actuaciones estelares de Mimí Lazo (Sindia), Gustavo Rodríguez (Ricardo Azolar) y Julio Sosa (Daniel Valencia). Novela y película tratan el problema del escritor y su circunstancia. Como en casi toda la narrativa de Liendo, nos encontramos en esa obra con el rollo del «ser el otro», en la variante del robo de una obra literaria. Se trata de la vida paralela de dos narradores y sus trayectorias cruzadas. El primero, bastante mediocre y acosado por el afán de dinero y de trascendencia, lucha incansablemente con un obsesivo complejo por la gloria. Esto lo lleva al extremo de asesinar y plagiar al otro autor (famoso, arrogante, adinerado por herencia, no por la literatura, y «pantallero»), para asumir su obra y su aureola.

Siempre he lamentado que el Premio Rómulo Gallegos no haya recaído en su momento sobre El round del olvido (2002). Con esa novela, Eduardo no solo se sacó el clavo que la tradición le había asignado como autor de «novelas breves». A mi juicio, es una narración tan extensa en páginas como intensa y corta en la lectura. Hay que ser de verdad un mago muy disciplinado para lograr un texto narrativo tan sólido, compacto y fácil de leer, sin que el autor haya sacrificado ningún recurso.  

Dado que el lema del Festival de Lectura de Chacao ha sido LEER FUTURO, en el porvenir me ubico.  Es muy posible que dentro de 26 años, si todavía vivo y me invitan de nuevo a rendir tributo a Liendo, acuda yo complacido a manifestarle que: en mayo de 2015 yo pensaba que El último fantasma fue una novela publicada antes del tiempo en que le correspondía ser conocida, pero, hoy, futuro 4 de mayo de 2041, acudo al homenaje en el que —por haber llegado a los cien años de edad y estar en pleno proceso de producción— el trigésimo tercer Festilectura Chacao ha querido de nuevo rendirle tributo. Debido a mi avanzada edad, expresaré en pocas palabras lo que sigue y jugaré con algunos de sus títulos:


«Si yo fuera Pedro Infante, no dudaría que —gracias a los presagios de una novela de Eduardo Liendo—, un nefasto personaje de la historia (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin), no solo fue El último fantasma de una época sino que, disfrazado de cocodrilo rojo, participó en El (último) round del olvido de su paso por este mundo, y bajo los efectos de un mago con Mascara(da) de hombre mosca, se convirtió en alimento de Los platos del diablo.» 

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (10 de mayo de 2015)
Imagen aportada por www.contrapunto.com

Mensajes y masajes de texto



Es la moda. Muchos estamos en ella, pero, según mis alumnos,  ya parece asunto solo de la generación intermedia. Mientras los más chicos están deslumbrados con el WhatsApp, el chateo en vivo, el «eskaipeo» y otros recursos menos tardíos, otros estamos todavía en la etapa de los mensajitos de texto.  El verbo mensajear se ha vuelto cotidiano en nuestras vidas:

—Quiero que nos veamos hoy por la tarde —le dice  un colega a otra, antes de salir de la oficina— tenemos que ponernos de acuerdo a ver si  esta semana conseguimos café.

—Tranquilo— responde ella— te mensajeo antes de salir de casa. A mi terminal de lotería, perdón, de cédula,  le corresponde el día martes.

Y ese «mensajeo» no es cualquier tipo de comunicación. Alude exclusivamente al hecho de posar el dedo pulgar sobre las teclas del teléfono móvil, elaborar un breve mensaje de texto (incluidas abreviaturas, reducciones y emoticones) y  hacer clic en enviar. A ese uso del pulgar se le llama pulgarización. Dicen los expertos en estas cosas que, de seguir como vamos, el llamado dedo gordo de la mano se alargará en el ser humano y en no pocas generaciones ya no se le podrá llamar Pulgarcito, sino Pulgarsote.

No son pocas las personas que a diario observamos pulgarizando, en cualquier parte y en diferentes momentos del día. Quién no ha visto a la cajera o el cajero del supermercado con la mano derecha titiritando bajo el mesón, mientras con la izquierda va desplazando por el sensor de precios lo poco que hemos encontrado en los anaqueles.


A quién extraña que el mecánico pulgarice sobre su celu, mientras, totalmente engurruñado debajo de nuestro destartalado automóvil, revisa si fallan los tripoides o el árbol de leva. Con una mano va palpando las piezas del coche, con la otra presiona incómodamente las teclas. Y con la boca se recrea blasfemando porque no se consiguen repuestos

Otra escena rutinaria de este tiempo es la del jinete motorizado que  usa  simultáneamente dos teléfonos. Zigzagueando como si nada, entre los carros, e increpando a los conductores que osan atravesarse en «su camino», con uno de ellos va haciendo uso del manos libres, mientras con el otro no cesa de mensajear a los múltiples  contactos que, en la red de distribución de alimentos, ha establecido para desempeñar su función socialista de bachaqueo.

Hay muchas más escenas de esta naturaleza, pero, para no cansar, permítaseme mencionar finalmente al policía de tránsito que, en pleno centro de la intersección de dos vías, intenta orientar con su pito y su manoteo a la transgresora red de conductores que por allí circula. Mientras, con un ojo hacia el horizonte, simula ver el tráfico,  con el otro, dirigido al piso,  está pendiente del teléfono portátil que subrepticiamente descansa en la palma de su mano derecha.

Hace poco acudió mi tía Eloína a una reunión de condominio. Se proponía ofrecer una charla sobre cómo sustituir el papel higiénico por lajas de río. En lugar de sillas, los habitantes del edificio utilizan pupitres para sus actividades de esta naturaleza. Me relata la mayoría de los asistentes la miraba alelado y posaba un brazo sobre la mesa del pupitre, mientras el otro se percibía desaparecido. Como si de una colectividad de amputados se tratara. Mas no era así. Las invisibles extremidades eran utilizadas para masajear ocultamente las pantallas y los teclados que cada cual tenía en su mano.


                En fin,  todavía los mensajitos de texto acosan cotidianamente la testa de muchas personas. Parecen servir de masajes ante la adversidad.  Hay adictos incapaces de vivir sin ellos. El mundo se nos está volviendo mensaje y masaje: pantalla, teclados y claves hasta en la sopa.

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (3 de mayo de 2015)
Imagen aportada por www.contrapunto.com (Google Images)


Todos los libros son digitales




Tengo todavía fresco en la memoria el día que mi hijo menor me dijo:

—¡Te salvaste, puedes eliminar los libros de la lista de útiles. Pide que nos amplíen el ancho de banda de Internet y perros a cantar!

Angosto de banda y de entendimiento me quedé, luego de la explicación con que argumentó aquella solicitud. Según él, lo que no está en la Internet no existe. Y si algo hay en ese submundo llamado ciberespacio son libros de toda naturaleza. Libros impalpables, insaboros, pero libros. Los llaman virtuales, aunque —todo hay que decirlo— no siempre son ejemplares virtuosos.  No obstante, nada distinto de cualquier otra biblioteca. La ventaja más notoria: en un mínimo lugar llamado chip caben cientos o miles de ellos. Una desventaja extrema: la incertidumbre de no saber si siempre estarán allí. Son inmunes a los ácaros pero no a los virus.

Después de una larga conversación, hube de aceptar que, para muchos lectores jóvenes, los anaqueles y la acumulación de grandes lotes de volúmenes impresos en papel comienzan a ser escenarios de otra época. Estampas costumbristas que huelen a pasado.

Sin embargo, es un hecho que la publicación de libros físicos sigue siendo un negocio lucrativo para las editoriales y una necesidad cultural de la que no será fácil desprenderse por mucho tiempo. Se dice que, desde que apareció el cibermundo, creció exponencialmente el número de las publicaciones en papel. Las cifras de la UNESCO reflejan que en un promedio de 124 países del mundo se imprimen por los métodos convencionales más de dos millones de títulos al año.

Después de la invención de la imprenta, el libro tradicional fue convertido en un fetiche, una especie de tótem al que le hemos rendido culto y al que casi le rezamos oraciones. Hay quienes le han atribuido la virtud de depositario infalible de información que —al aparecer impresa y certificada por un autor o autora— se convierte en verdad definitiva. Tampoco faltan los que creen en eso que mi maestra de segundo grado llamaba el placer de la lectura, los libros recreativos. Y muchas otras categorías que omito para abreviar.

Pero todo comenzó a volverse confuso cuando llegó la Internet. Nos guste o no, la web apareció para cambiar el curso normal de la existencia. El ciberespacio se ha posesionado de nuestra cotidianidad. Los adolescentes a los que llaman nativos digitales ya no diferencian entre aquel y  el espacio físico. Y, naturalmente, dentro del mismo combo se ha instaurado la aparición de los libros virtuales. Imposible oler la tinta con que han sido impresos (en bytes), a veces puedes simular que pasas las hojas una a una pero ello es solo una sensación. No obstante, son también libros.

Hay múltiples interpretaciones acerca de estos «libros intocables». Los lectores más tradicionales viven quejándose. Los más osados, los aplauden. Tampoco faltan quienes ya predicen una catástrofe mayor que la que estamos viviendo en Venezuela con la escasez de alimentos. Sin olvidar, por supuesto, aquellos que les tienen pánico por considerarlos una especie de maldición diabólica que acabará con la lectura. Suele ocurrir. Cada vez que surge alguna innovación tecnológica, se apodera de nosotros el miedo ante lo desconocido. La idea de que algo desaparecerá para dar paso a lo que está naciendo. Pero también sabemos que no siempre es así.

Sin embargo, nada ha ocurrido. Vivimos ahora tiempos en los que ambos formatos, el libro físico y el libro virtual, se han amistado entre ellos y —ajenos a los temores humanos— hasta conviven. Tan amigos son que hay algunos que aparecen en ambos formatos: los puedes adquirir en la librería o descargarlos a tu equipo.  A los agoreros espontáneos anunciadores de biblicidios masivos hay que pararles el trote: el libro, ese imbatible y mágico fetiche de la cultura escrita, sigue ahí. Solo que a veces cambia de traje: un día se baña de tinta y se engalana de papel; el otro, pues, se adorna de bytes para lucirse en nuestras pantallas. Siempre a la espera de ese otro de quien sí dependerá por siempre su existencia: el lector.


Y si la palabra dedo viene de dígito, pues, a decir verdad, todos los libros son digitales, según mi tía Eloína: unos porque nos ensalivamos el índice para pasar las hojas de papel, otros porque sin dedos es más difícil manipular el teclado o activar los comandos de una pantalla.

Publicado originalmente en www.contrapunto.com (26 de abril de 2015)
Imagen: agregada por www.contrapunto.com (de Google Images)