miércoles, enero 31, 2007

Críticos crónicos de la crítica












De cualquier naturaleza que ésta sea, una de las tareas más complicadas de la escritura latinoamericana es hacer crítica literaria. Por ejemplo, para no abandonar una tradición que ya ocupa más de dos siglos, los escritores venezolanos hemos sido (y seguimos siendo) reacios a los juicios adversos. Si a un lector cualquiera se le ocurre manifestar su disgusto o desacuerdo con los contenidos de un libro y se atreve a manifestarlo públicamente, pues es muy probable que salga o el autor mismo o algunos de sus acólitos anónimos (y también los conocidos) a ejercer una especie de “derecho a la defensa” que termina convirtiéndose en un atajaperros sazonado por dos extremos: halagos gratuitos o improperios difamantes.

Y esto ocurre porque algunos no han logrado (o no desean) entender que si bien los autores somos libres de escribir como se nos antoje y sobre lo que nos dé la gana, hay otro mundo (el de los lectores, que entre nosotros no es tan numeroso como quisiéramos, pero existe) cuyos habitantes son libres de opinar acerca de lo que publicamos. Si es lógico que nos guste lo que hacemos y queremos mostrar a los demás, también es previsible que a otros les satisfaga o no lo que hemos hecho. Elemental.
Y, atención, como diría el crítico español Juan Luis Alborg, cuando digo "lectores" incluyo a todos aquellos "que no viven de enseñar [o escribir] literatura, y muchísimo menos de enredarla".


Es muy natural que al escritor le complazca que lo halaguen y le manifiesten que como él no hay dos. Para esos casos, siempre habrá un anaquel disponible en la egoteca. Sin embargo, la dulzura se vuelve amarga cuando el juicio del lector no es favorable. Y nunca ha entendido mi tía Eloína ese afán de algunos autores por querer contradecir los juicios de los lectores. La lectura libre, voluntaria y espontánea de un texto literario no es ni una discusión de tesis académica ni un juicio sumario con derecho a la defensa por parte de quien se sintiere agraviado. Es una de las actividades humanas más cercanas al ideal de libertad.

Si escribo y publico, mis destinatarios tienen derecho a manifestarse al respecto. Ni siquiera a quienes por alguna razón ejercen de “lectores profesionales” (los investigadores de la literatura, por ejemplo) se les puede recriminar que hagan un trabajo que resulte en supuesto perjuicio para algún autor. Porque ésa sería una manera de ejercer la intolerancia que, al parecer, y según algunos, sólo es censurable cuando la practican otros.


Algunos escritores hemos ejercido el trabajo crítico por imperativo de nuestra profesión, pero eso no es motivo suficiente para que quienes se sienten solamente "narradores puros", "poetas excelsos" o "ensayistas angelicales" nos den órdenes de “hacer nuestro trabajo” y nos dediquemos a comentar con vacía adulancia cuanta obra se publica en el mercado.

En ocasiones sobran quienes se sienten pedantonamente consagrados desde el primer libro que publican. Y hasta sin haberlo publicado. O abundan los que padecen el síndrome del abuelo, el niño y el burro: si el hombre va sobre el asno, censuramos su descaro de dejar al pobre niño a pie; si es el chico quien hace de jinete, pues mire usted que la juventud de hoy no tiene compasión con los ancianos. Como se les ocurra montar ambos al burro, ¡malvados, no tienen compasión del pobre animal! Y si ambos van andando al lado del jumento, ¡vaya que son idiotas!, cansarse caminando cuando pudieran evitarlo.

Lo mismo ocurre a veces con la literatura. Si la crítica no dice nada, es malvada porque “no hace su trabajo”; si reseña con múltiples halagos, no ha dicho lo suficiente; si el juicio es adverso, “¡carecemos de crítica literaria!”. Y si se comenta algo bueno, positivo, interesante, más algo negativo, no convincente, pues el autor se pasará la vida explicándole al crítico cómo leerlo ya que no ha ocurrido lo que esperaba. Conclusión, aparte de ser suicida, la crítica literaria parece ser un callejón sin entrada.

miércoles, enero 24, 2007

Ni purismo fanático ni anglofilia incondicional




Sin duda que uno se vuelve viejo, fanático, achacoso y chauvinista cuando le pica la mala lengua. Una mañana llego a la universidad donde trabajo y leo en una pancarta Welcome visitors. Aunque creo que todavía somos hispanohablantes, por ninguna parte observo la contraparte, es decir, el mismo letrero en español, que es lo que esperaría mi tía Eloína.

Llamo por teléfono a casa de mi vecina carupanera para solicitar que me devuelva la herramienta que le he prestado y me dice “Okey, te la mando con Yesaidú Guatabaut o con "Yoncito Williams”. María, mi amiga de la adolescencia, prefiere hacerse llamar “Mery”, Isabel, “Elízabeth” (cuando no “Ely”) y Miguel no es Miguel, se llama “Máikel” o, mejor, “Máicol”. “Full trabajo” rezaba una inmensa valla que promocionaba a un joven político de Vargas en alguna contienda electoral.

Algunos de mis alumnos se asombran cuando escribo “güisqui” para referirme a la bebida escocesa. Entonces bromeo y les digo que me refiero al “whisky” nacional, el que se hace en Cabudare. No les parece que tal palabra pueda adoptar los rasgos del español, como también se niegan a escribir “bluyín” porque les suena a pantalón vaquero de mala calidad. No sabía yo que la calidad de las prendas se mida por la lengua en que se escriba su nombre. Prejuicios que se relacionan con la valoración social que a veces, sin darnos cuenta, le damos al español.

La radio me ensordecía hace poco con los gritos de un par de locutores venezolanos, jóvenes y sifrinos. Los animadores se trataban unos a otros de “gays” (a veces se equivocaban y se decían “gueis”), promocionaban un horno “fullpotente” que sirve para defrost y se referían a su propio discurso como un “speech” que les permite anunciar al final a sus “sponsors”.

La cotidianidad del país transcurre espanglosamente y cada vez uno se vuelve más un pureto purista del lenguaje. Sin anestesia, se nos mete la lengua anglosajona hasta en la respiración. Taguaras, botiquines y ventas de parrilla de mala muerte en plena carretera de oriente se autodenominan Pub and Grill. La empleada del banco me conmina a elaborar un “voucher” cuando debo hacer algún depósito. No hay modo de que un mensaje de “correo electrónico” no sea un “e-mail”. Cualquier revista pirata se autocalifica de “journal”. Me sonrío cuando escucho a algún colega que olvidó las interjecciones del español y, cada vez que se equivoca o se asombra, apenas es capaz de gesticular ridículamente un “¡Ou nou, guarapiri!” (¡Oh no, what a piti!, ¡qué lástima!). Y eso cuando no se le hace difícil encontrar el vocablo adecuado y debe decirlo en inglés: “¡Oh Gosh! se me olvidó cómo se dice esa fucking palabra en español”.

Al menos en mi universidad, se presentan trabajos de ascenso escritos en inglés, porque al parecer ningún reglamento obliga a la traducción en un país cuya lengua oficial mayoritaria es el castellano (según la Constitución, yo prefiero hablar de español, por ser este el nombre más universal de nuestra lengua). Leo una revista de lingüística supuestamente venezolana y me encuentro con que más de la mitad de su contenido aparece en inglés, presuntamente para hacerla más “universal”. Y no hablo de los resúmenes o abstracts. Me refiero a los artículos completos. Pero como en eso de la valoración la pelota no es redonda, pues si soy yo quien aspira a publicar en una revista foránea, estoy obligado a enviarlo escrito en la lengua oficial de la publicación.

Se invita a un profesor gringo a dictar cursos en el país y buena parte de las veces hay que utilizar ese odioso recurso de la traducción diferida o resumida, con su dosis de presupuesto y aburrimiento adicional, porque el sabio lecturer sólo habla inglés y de vaina. Voy a su país a hacer lo mismo y tengo que chapucear lo que deba decir en mi mal pronunciado y ridículo “espanglish” maragocho, porque allá las normas indican que debe hacerse en la lengua nacional.
Es decir, lo ancho de la lengua inglesa para los otros, lo presuntamente angosto de la lengua española para nosotros

Todavía recuerdo la imagen de un colega universitario a quien alguna vez me encontré en un supermercado. Hacíamos las compras respectivas en dos estilos totalmente diferentes. Mientras, para ayudar al presupuesto, yo buscaba las ofertas y los productos genéricos, pues él iba empujando el carrito como un autómata, sin mirar lo que compraba. Y lo hacía de esa manera porque daba la impresión de estar hablando solo. Caminaba de modo mecánico y movía los labios constantemente, mirando al techo. La curiosidad me obligó a acercarme con la excusa del saludo rutinario y entonces, al preguntarle acerca de “sus rezos”, me comentó el motivo de su levitación: repetía de memoria los pasajes de una ponencia que leería en inglés “machucado”, durante un congreso “sobre la lengua española”. En aras de la “internacionalización” de sus presuntos hallazgos había adoptado la pose del niño caletrero. El que va y viene repitiendo como loro las frases.  A eso lo obligaba la organización del evento, que tendría lugar, no en China, tampoco en Japón ni en Estados Unidos, mucho menos en África o en Nueva Zelanda. El congreso de marras se celebraría ¡en la isla de Margarita!, aquí mismo, en la Venezuela anglófila. Y la razón era más que sencilla –según me explicó-: la mayoría de los invitados internacionales eran “hispanistas” de habla inglesa, lo que, en el léxico de su gramática puertera, mi tía Eloína llamaría un “anacoluto patético”. Sin comentarios.

No creo sinceramente que sea necesaria demasiada erudición gramatical o porrones de teoría lingüística para suponer que así como es el castigo del cuerpo, la lengua es el espejo de lo que somos y deseamos ser. Todos en su propio terreno -estadounidenses, británicos, mongoles, franceses, portugueses, italianos, chinos, alemanes- defienden hasta donde pueden las suyas; nosotros menos que los otros. En tanto algunos países penalizan los nombres comerciales en lenguas foráneas y los calcos injustificados, aquí se les valora como emblemas de categoría y distinción. Y no me refiero a los préstamos lingüísticos (a veces necesarios e inevitables). Cualquiera sabe, intuye, que uno puede mirar en la lengua materna las hendiduras de su propio ombligo cognoscitivo. Y no por ser fanáticos espanglosos estamos más cerca de la gloria y la civilización.

Ya Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática española, se adelantó en 1492 y nos dijo que la lengua es compañera del imperio. Y ahora también lo es de los arreglos con el FMI, diría mi tía Eloína. Digo yo, aquí entre nos, es preferible llegar a la puretad lingüística que creer que el universo perfecto se reduce al idioma en el que La Casa Blanca ordena invasiones e intervenciones donde no la han llamado.

Y aclaro, por si las dudas. El inglés me parece una lengua necesaria, como cualquiera otra. No tengo nada contra ella ni creo que no deba enseñarse en la escuela. Tampoco me opongo a que le solicitemos prestadas algunas palabras que, por cierto, jamás le devolveremos. Todavía me pregunto por qué se les llama “préstamos”. Me luce mejor la denominación de intercambio. Y ese intercambio, que es natural entre todas las lenguas en contacto, forma parte de la dinámica lingüística. También del español les hemos cedido centenares de voces a los anglohablantes. Vale.

Pero de ahí a considerar que así como “sin tetas no hay paraíso”, “sin inglés no hay vida”, mi criterio es otro. Difiero. Disiento. Discrepo. Una cosa es conocer y reconocer la importancia actual de una lengua y otra es ser anglófilo fanático y desbocado hasta el punto de aventúrate muchas veces a hacer el… (¡”Upps”, se me olvidó cómo se dice “ridículo” en español!). 

miércoles, enero 17, 2007

Las voces secretas: entre lectores te creas

Por muy cursi y poco original que parezca la expresión, mi tía Eloína no se cansa de repetir que los escritores nos debemos a los lectores: para ellos debemos escribir. No entiende a esos plumarios a quienes tiene sin cuidado la existencia de aquellos para quienes supuestamente escriben. "Quien no publica con la aspiración de que lo lean -dice- debería tomar sus textos y solazarse con ellos frente al espejo, repetírselos en solitario hasta el cansancio, pero jamás publicarlos; es decir, en lugar de escritor, debe ser un narciso hermafrodito compulsivo que redacta para sí mismo".

Esto viene a cuento porque en diciembre pasado me topé con una interesante cháchara bloguera en la que se comentaba (y se sigue comentando) ,de manera muy sincera y directa, la reciente antología de cuentos venezolanos Las voces secretas, compilada por el también narrador venezolano Antonio López Ortega (Caracas: Alfaguara, 2006).

El blog o bitácora en que se comenta la selección se titula DE MALA MADRE y la reseña específica sobre el libro “Caerse a cuentos”. Desde la nota jocosa, precisa, contundente, sincera, muy directa y bien argumentada de la autora o autor del blog hasta los múltiples comentarios que la misma ha generado, me parecen un excelente ejercicio de libertad para opinar sobre lo que leemos. Es posible que muchos de los allí mencionados (compilador, autores incluidos, otros escritores aludidos) no se hayan visto retratados como ellos desearían verse siempre. Pero precisamente ésa es la independencia y la única arma de la que puede disfrutar un lector libre, sin compromisos.

Lo primero que debemos asimilar como trasfondo de esta circunstancia es que ahora la Internet ofrece precisamente la posibilidad de asumir nuestros comentarios de lectura como si estuviéramos en una franca y abierta conversación de café, de bar, de botiquín, de esquina, envueltos en una atmósfera en la que nuestras opiniones entran en juego y se confrontan con las de los otros, sólo como producto de nuestra convicción acerca de lo que hemos leído. No hay condicionamientos académicos de ninguna naturaleza, y mucho menos cuando en la red tenemos la oportunidad de enmascararnos, si lo deseamos, bajo la tutela de un seudónimo o de participar simplemente como “anónimos”.

Sin compartir todo lo allí expuesto por los participantes, coincidiendo en algunos casos con la escogencia espontánea de lo que algunos juzgaron como los mejores cuentos de lo que no es precisamente una “antología” (por tratarse de relatos expresamente solicitados a los autores), quiero decir que la nota y los comentarios a los que hoy remito, no sólo despertaron mi admiración sino que también me permitieron ratificar la importancia de escribir y publicar para que otros lean.

El grupo ha discutido sin prejuicios y sin ataduras de amistad sobre la calidad y/o nivel de varios de los relatos (por ejemplo, los de Alberto Barrera, Salvador Fleján, Armando Coll, Milagros Socorro, Roberto Echeto), ha argumentado sobre la relación entre un texto y la persona que lo escribe (Salvador Fleján), ha disertado acerca de las “mafias” (sic) o grupos literarios y sus movimientos (Federico Vegas, Rodrígo Blanco, Antonio López Ortega), ha calificado un cuento como lleno de "lugares comunes" (el de Juan Carlos Chirinos), ha expresado que si fuera por ellos sacarían a algunos de los textos incluidos (por ejemplo, el de Karl Krispin) e incluirían otros faltantes (no los mencionan), y ha manifestado que las supuestas “voces” no son tan “secretas” como lo expresa el título. En fin, se han tomado la tarea no sólo de leer detalladamente el libro, sino también de manifestar sus impresiones muy espontáneas acerca de los contenidos. ¡Una muy respetable actitud de lectores que opinan libremente! Para quienes deseen conocer la interesante disertación e incluso participar con sus opiniones, aquí los enlazo:
http://demalamadre.blogspot.com/2006/12/quealgoqueda-caerse-cuentos.html Vale la pena.

miércoles, enero 10, 2007

Sobre héroes y tombos

Debió llamarse James Bond o Superman. Baste para corroborarlo la lectura de su única “novela” autobiográfica, que actualmente circula en el mercado venezolano.

El súper héroe, paladín impoluto, inmaculado, transparente, incorruptible, adivino, intuitivo, definitivo, nos cuenta en esta obra su avatar político desde la temprana militancia en el pueblo natal hasta su múltiple actuación clandestina o pública, sin obviar los ramalazos que lo traen hasta la actual situación política del país.

Cual titán holiwoodense, ha logrado salvarse múltiples veces de los más difíciles atentados fraguados por sus enemigos: Lex Lutor, Gatúbela, El Acertijo... . Se autopostula como YO, el supremo de la historia venezolana contemporánea, el máximo, el único, el invencible, el Mesías, antes, durante y después. Clon aglutinante de Francisco de Miranda, El Hombre Araña, Simón Bolívar, El Conde de Montecristo, Batman, El Zorro, Linterna Verde y Aquaman.

Estamos así frente a la fábula de este César tropical en un momento en que, por lo visto, pocos se atreven a la réplica ni a las aclaratorias, aunque acusa a muchos de temerosos, adulantes, ambiciosos, corruptos, etc. Sus relatos están plagados de nombres importantes, querellas, chismes, traiciones e infidencias de “notables” personajes públicos y héroes nacionales de antes y de ahora.

Esta novela infinita de casi quinientas páginas podría considerarse la mayor egoteca publicada a lo largo de nuestra vida política y literaria. Con su astucia y pericia de Mandrake, todo lo sabía, todo lo controlaba, sin que se le escapara ni un solo detalle. A decir suyo, acabó con cuanto grupo se le opusiera y, también según él mismo, fue el máximo artífice de las luchas de los sesenta. Todo, sin haber hecho ni un solo disparo, a pesar de andar siempre con un revólver terciado en la cintura o una ametralladora en su maletín. Mejor la hubieran titulado del modo como el personaje se describe a sí mismo en la página 147: [mis adversarios] “Me convirtieron en un machazo”.

Frase para un grafito: “El 27 de febrero [de 1989]…no es un hecho que tenga que ver con mi gobierno…” (p. 334). ¡¿?!

Axioma filosófico para la historia: “Las reacciones de los gobiernos de Estados Unidos dependen del tipo de presidente.” (p. 164) ¡¡!!
A medida que leía, Eloína fue evocando allanamientos, triquiñuelas, zancadillas, repitiendo para sí misma apellidos de políticos y familias “ricas de cuna”, recordando apresamientos, persecuciones, acosos, confrontando al narrador de la ficción autobiográfica que relata sus propias aventuras con el tombo de aquella cotidianidad angustiosa de los sesenta, con el faraón de los setenta y su fastuosa doble coronación.

Ya usted lo conoce, pero aclarémosles a los lectores extranjeros. Se trata del libro Carlos Andrés Pérez: memorias proscritas (Ramón Hernández y Roberto Giusti, Caracas: Los Libros de El Nacional, 2006). Un auténtico manual de egolatría desenfrenada.

miércoles, enero 03, 2007

Charleros y charlatanes




La lengua puede ser el mismísimo castigo del cuerpo, por muy cobarde que este sea. Escuchando los discursos de Año Nuevo de varios hombres y mujeres del mundo, conversaba sobre asuntos del lenguaje con mi tía Eloína y ella, quisquillosa e hiriente como suele ser, me comentaba que desde hace algún tiempo se ha puesto de moda entre los jóvenes venezolanos la palabra “charlero” (versión mejorada y postmoderna del clásico “charlatán”). La utilizan los chamos y no tan chamos para referirse a aquellos hablantes que no cesan de “hablar pepas” o que hablan “más que un radio prendío” (como se dice en Trujillo) sin expresar absolutamente nada.
Y con “hablar pepas” se refieren al acto de pasarse larguísimos períodos expresando carretillas interminables de vocablos orales o escritos sin que se le vea el queso a la tostada de la realidad comunicativa. Mucho verbo y poca o ninguna acción, cero resultado.
“¡Fulano es un charlero!” Exclama mi parienta cada vez que observa que algún hablante público de cualquier país declara a principios de año, por la tele por la radio o por la prensa escrita, haciendo sus promesas de Año Nuevo.
Y que conste que no considera mi tía que este sea un asunto exclusivo de Venezuela. La cháchara charlera y chateante es universal. Hasta en esos supuestos países idílicos en los que suele decirse que la gente se suicida de tanto orden y pulcritud se cuecen habas lingüísticas de esta naturaleza.
El paso siguiente a la clasificación de los charleros es la categorización de alguien como “chaborro” (neologismo impuesto por los hablantes jóvenes, que además puede significar “descuidado”, “mal vestido”). Individuos o individuas que, con toda la rimbombancia propia de los hablachentos incontenibles, recurren a vocablos como, por ejemplo, “posicionarse” y “aperturar”, o a expresiones como “yo pienso de que…”, “los consumidores se comportaron tímidamente este fin de año”, “No vendí nada, solo reduje mis inventarios al mínimo” o “no habrá inflación sino ajuste de precios”, cada vez que desean confundir a la audiencia que los escucha o lee sus declaraciones. El primer impacto de esta clase de intentos comunicativos generalmente es exitoso. “¡No lo entiendo, pero habla arrechísimo!”, suelen expresar los escuchas inicialmente. No obstante, igual que con cualquier actividad humana, la repetición sostenida de tales actos no hace más que contribuir al desgaste de lo manifestado.
Es posible que al comienzo la audiencia piense que se trata de un orador o una oradora “espectacular” (para recurrir a otro término en boga), pero ese amor es como el de la verdolaga, lo arrojas a un lado cuando ya se te pasa la emoción. Entonces la emisora o emisor de tales chácharas se convertirá para los destinatarios en un verdadero hablante “pichache”, una persona a quien los demás oyen con la seguridad de que no afirmará nada novedoso y de que cualquier cosa que diga será auténtica “retórica pajística”. De manera que una vez que en privado se les pregunte a los implicados si no piensan que la discurseadera de Fulano o Fulana de Tal es una verdadera caravana de pichacherías, no vacilarán en responder inmediatamente: “¡Total!”.
Porque utilizar adecuadamente los recursos del lenguaje para nada significa que te esmeres en un rebuscamiento perenne de citas, frases retorcidas o gastadas e incomprensibles expresiones. Es probable que, siendo el hablante de mayor peso dentro de un grupo social, todos tus acólitos (anónimos o conocidos) sean incapaces de hacerte notar los gazapos y atajaperros lingüísticos en que incurres, porque momentáneamente la relación de dependencia o la posición que ocupan dentro de tu tablero de ajedrez comunicacional los obliga a permanecer silentes.
O sea, no replican absolutamente nada porque les interesa cuidar lo que tienen. Callan porque se lo dicta la necesidad de supervivencia y no porque de verdad crean que te la estás devorando con tus trapisondas verbales. Todo oyente subordinado suele ser obediente y no deliberante (Eloína dixit).
De allí que su rostro, su sonrisa “escondevergüenza”, su presunta actitud conforme para tolerar las chapucerías, los obligue a apretar muy bien los glúteos y a responderte recurrentemente con otra frase calcada del inglés que sin duda está de moda, puesto que ya la utilizan hasta los ministros, banqueros, profesores, comunicadores en general, empresarios y hasta académicos: ¡Eso es correcto!
No obstante, la venganza lingüística tarda pero no olvida. Es casi seguro que tus súbditos comunicacionales se atreverán a decir públicamente que eres un hablante chocarrero y chocante una vez que por cualquier motivo queden fuera del juego y salgan de tu radio de influencia. Hombre, que también el estómago y el dinero condicionan las reacciones verbales.
Moraleja: no hables demasiado cuando el  silencio sea más efectivo que tu verbo.


Referencia de la imagen: www.crieriohidalgo.com