miércoles, noviembre 26, 2008

DE LAS ACADEMIAS, LÍBRANOS, SEÑOR





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De tantas tristezas, de dolores tantos,
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfonos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias de horribles blasfemias
de las Academias, líbranos, señor.
De rudos malsines, falsos paladines
y espíritus finos y blandos y ruines,
del hampa que sacia su canallocracia
con burlar la gloria, la vida, el honor,
del puñal con gracia,
¡líbranos, señor!
[Rubén Darío: “Letanía a nuestro señor Don Quijote.]”



No ha sido Rubén Darío el único poeta que alguna vez aludió paródicamente a las academias y sus alrededores. También se sabe del enfrentamiento recurrente entre Ramón del Valle Inclán y la Real Academia Española, hasta el punto de que también ese autor hiciera gala de su ingenio para mofarse de aquella institución en su Farsa de la enamorada del Rey (1920). Bien sabido es que esas instituciones que se llaman Academias de… han recibido recurrentemente innumerables críticas, sobre todo de aquellos que las miran desde fuera como templos dedicados a la holgazanería o a la adulancia colectiva entre sus miembros. Muchas leyendas se han elaborado en torno de lo que son no solo las academias, sino también los académicos.
Dicha situación de leyenda, de fábula, de imaginería, ha contribuido a crear la imagen que usualmente tiene la gente común de lo que es un académico. Me referiré exclusivamente a los académicos de la lengua, por ser el terreno con el que he mantenido mayor contacto.
Es usual que la gente idealice a un ACADÉMICO como un centenario anciano sabio, calvo (o con peluca o cabello teñido) que casi masca el agua y utiliza para ver unos lentes de cristal muy grueso, si todavía no lo ha vencido la presbicia o, en su defecto, una inmensa lupa con la que es capaz de percibir hasta los gazapos idiomáticos del Papa. Se trata de un señor que supuestamente sabe absolutamente TODO acerca de la lengua y/o la literatura.
Su papel fundamental pareciera ser el de una especie de gendarme lingüístico de mucha experiencia cuya palabra sobre lo que se dice o escribe y lo que se debe decir o escribir es definitiva. Incontestable.

“Cazadores de gazapos que se amuchiguan en lenta turbamulta”, decía el venezolano Jesús Semprum de los críticos. Lo mismo podemos decir que piensa el común de las personas que son los académicos de la lengua.
Su presunta sabiduría es tanta que supuestamente conoce todas y cada de las palabras que han existido, existen y existirán en la lengua de la cual es académico. O sea, una mezcla de superhombre verbal, hombre biónico gramatical y mujer maravilla lexicógrafa cuya fuerza total reside en la lengua.
Cada vez que alguien confronta un dilema de tipo lingüístico, cada vez que el chamo no sabe cómo responder a la tarea de Castellano y Literatura, cada vez que algún gobernante comete algún desliz (o algo que se considere un “presunto”desliz), pues no queda más remedio que acudir al académico más cercano para solventar el asunto.
Tanto es así que la gente cree sin temor a dudas que un académico de la lengua es un señor que, como dice el ya anciano lema de la Real Academia Española:
“Limpia, fija y da esplendor”.
De acuerdo con esas creencias (a todas luces imaginarias, míticas), un académico debería ser más efectivo que un detergente, un lavaplatos extrafuerte: casi un infalible e irrefutable quitamanchas: “Limpia, fija y da esplendor”.
Esa misma tradición hace que un académico viva en permanente riesgo de que cualquier cosa que haga, diga o juzgue pueda ser utilizada contra él mismo.
No importa el lugar o el medio donde se encuentre, un académico puede ser víctima del acoso generalizado por parte de cualquiera que albergue alguna duda sobre el uso del idioma. Si va al dentista, por ejemplo, no es extraño que mientras le taladran una muela o le jurungan una dolorosa caries, al odontólogo se le ocurra preguntarle:
-¿Por qué en Venezuela decimos diábetes y no diabetes?
Con qué cara puede responderse a esa pregunta por muy académico que se sea, sobre todo en tan humillante y comprometedora situación como la de tener que dejarse enloquecer por el repugnante chillido de un taladro.
En el supermercado u otros espacios, nunca falta la cajera, el ama de casa, el vecino o el profesional amigo que, nomás avistar a algún académico conocido,  lo increpen con sus dudas. Nadie le pregunta por la familia o por los amigos comunes, sino por el lenguaje.
Es usual además que los demás crean que los académicos no asistieron a una escuela normal, de esas donde los chicos hacen diabluras con el lenguaje. Suponen que en esa escuela particular y casi única a la que supuestamente asisten los futuros académicos de la lengua les enseñan a ser siempre eufemísticos (palabra dominguera). Y no siempre se puede. A veces es necesario ser absolutamente disfemístico (otra palabra más dominguera todavía).
¿Por qué? Porque por muy “eufemístico” y por muy académico que se sea, no hay nada más cursi y más ridículo que utilizar algunas palabras fuera de contexto, cuando las situaciones reales y concretas implican sacar a flote las que realmente se necesitan. Acudamos a los ejemplos:
¿Qué pensaría usted de algún señor académico que en su caminata cegatona tropieza con el filo de alguna pared, se lleva un terrible golpe en la frente marchita e imitando a Batman y Robin exclame:
-¡Oucht!, ¡córcholis!, ¡sambombas!, me he lesionado la parte que cubre el lóbulo frontal de mi cavidad craneana.
O, que el mismo señor llegue a su casa, abra la puerta, ponga rostro serio y, con entonación de actor de telenovela de los años sesenta, y ante la sospecha de la doña le está montando los cuernos acudiendo con su amante a hoteles de estancia corta, le reclame a la dama que convive con él:
-Querida cónyuge: me dirijo a ti formalmente con el propósito de participarte que no estoy contento con que por las noches estés visitando lugares de hospedaje ocasional con otros caballeros.
En fin, posiblemente esa es la imagen con la que se ha idealizado tradicionalmente a los académicos. Seres imperturbables que presuntamente siempre hablan con el diccionario y la gramática en la mano y jamás como lo hace la gente común en todas partes.
Acompaña a esa imagen errada el hecho de que, además, la gente piensa que un académico debe ser más serio que una estatua o que una foto de papel moneda, que se le han secado las neuronas de la risa de tanto pensar en los asuntos de la lengua y, en consecuencia, se ha distanciado de la cotidianidad de las demás personas.
Y la realidad es que una persona que por alguna razón ingresa a una academia no deja de ser lo que ha sido durante su vida previa. Al contrario, si se toma esta nueva función como debe ser, creo que se le potencian las facultades para la escritura, sigue siendo un hablante-escritor cualquiera que posiblemente ahora está más pendiente de algunos asuntos a los que antes prestaba poco interés. Por ejemplo, vivir permanentemente pegado de un diccionario buscando palabras raras para no pasar por ignorante o al menos sorprender cuando alguien le pregunte sobre términos como “mordaga”, “sinecura” “mastaba”, “pavitonto” o “supercalifragilisticoespialidoso”.
Un académico o académica de la lengua de esta época es alguien que cree en la creatividad del lenguaje y no critica a los hablantes cada vez que, ante cualquier pregunta, responden “¡Sí va!” o “¡Dale, dale, pues!”; que no percibe como aberraciones lingüísticas esos mensajitos de telefonía celular que parecen códigos cifrados, en los que los usuarios despachan buena parte de las vocales y convierten todo en una secuencia de puras consonantes, a veces incomprensible para otros, pero efectivísimas como mensajes de emergencia; que no se asombra cuando algún pescador del oriente del país le dice con plena sonrisa que el político Fulano de Tal es un “picardioso”, porque no sólo es pícaro sino también tramposo. En fin, un académico es una persona de mente siempre joven que cree, como diría Aquiles Nazoa, en los “poderes creadores del pueblo” y disfruta al escuchar que un popular vendedor de refrescos de malta fría, se comporta como un creativo publicitario cuando, para promocionar su producto, va por toda la calle gritando a todo pulmón:
-¡Toma malta, maltirízate!
Un académico de este tiempo es alguien que se asombra cuando algún orador improvisado, médico, abogado, profesor de sociología o de lingüística, está explicando el asunto más enrevesado del mundo, con un vocabulario y una sintaxis que no comprende nadie, y termina su discurso diciendo: “¡Eso es todo, así de sencillo!”
Un académico moderno, abierto, humilde, es aquel que se preocupa por cada aspecto de la lengua, pero también disfruta cuando lee o escucha frases como las siguientes:

 Letrero en valla publicitaria de bebida alcohólica:
 “Disfruta de los mejores momentos de la vida sin excesos. Sólo si eres mayor de edad” 
[Aviso en baño de bar de carretera]:
Aviso en baño de bar de carretera:
“Favor bajar la palanca hacia arriba
[Declaración de ministro]:
Declaración de ministro a la prensa:
“No hay desabastecimiento sino distorsión en la cadena de distribución”.
[Lema de mi tía Eloína]
Lema de mi tía Eloína:
“Que un hombre de noventa años orine sin quejarse, es casi “micción imposible”