miércoles, noviembre 29, 2006

Directo a la red en taxi electrónico



Hace más o menos unos treinta años, siempre que tenía necesidad de tomar un taxi, estaba ya acostumbrado a la cara de sorpresa de parte del conductor, quien se encogía de hombros y sonreía al obtener respuesta a la pregunta inicial de siempre:
      -¿A dónde vamos, joven?
El tratamiento de “joven” no era una gentileza del taxista porque yo lo era y muy poco se había impuesto su equivalente de hoy: “chamo”. Recuerdo la longitud con la que yo me veía obligado describir el lugar preciso hacia donde debería dirigir el auto, pues usualmente tomaba los taxis cuando, al final de la tarde, deseaba regresar a casa de una manera más cómoda y costosa, harto de aquel desastre urbano que ya era Caracas.
Acostumbrado a que los taxistas me “ruletearan” a su antojo con la excusa de la disparatada geografía y señalización urbana de esta ciudad de los “lechos rojos”, me veía obligado a explicar mi dirección física muy bien y con lujo de detalles. Aprendidas de memoria mis particulares señas de habitación de aquellos tiempos, respondía con seguridad:
      -Voy a la Av. Puente Nueve de Diciembre, Prolongación de la Avenida Washington, Conjunto Residencial El Paraíso, Primera Etapa, Torre A, Ala Izquierda (y dije ALA, señor, y no A-LA), detrás de la venta de helados Crema Paraíso, frente al Hotel Imperio, entrando por la derecha, a cincuenta metros de la Clínica Paraíso.

También recuerdo que algunos de mis amigos del extranjero se habían burlado más de una vez de la particular extensión y complicación de las direcciones de nuestra capital, a lo que suele sumarse la cantidad de detalles de ubicación a que debemos aludir si queremos asegurarnos de que alguien llegue a su destino (pasando un árbol, allí don verás un carro azul, muy cerca de la estación de gasolina, más allá de la bodega “mi querido Funchal”…), pensando en las dificultades de la particular topografía capitalina y en nuestros muy particulares o inexistentes sistemas de señalización y orientación vial.
Seguro estoy de que no he sido el único que haya vivido esta experiencia.
Pero la anécdota es útil para introducir esta duda melódica por lo que ya ha significado y seguramente significará la implantación del sistema de direcciones cortas e infalibles que se denomina correo electrónico.
 Ya no hay duda acerca de lo que este nuevo mecanismo comunicativo ha significado hasta hoy, aunque ya se esté prediciendo su cercana desaparición, frente a novedosos sistemas supuestamente más efectivos, rápidos y económicos. Poco hemos reflexionado acerca de lo que significará luego en el ámbito de la conducta comunicacional de los ciberciudadanos del siglo XXI. Casi creo que muy pronto los gobiernos de nuestros países latinoamericanos habrán de crear planes robinsonianos que contribuyan a sacar del cibernalfabetismo a quienes continúen empeñados en vivir fuera de ese universo.
Viejos, jóvenes y no tan jóvenes tendrán rigurosa necesidad de perder ese pánico casi genético que algunos sienten por las redes internéticas, a menos que desestimen quedarse fuera de la cultura, lo que de hecho en esta época implica quedarse al margen de la rotación del mundo.
Para diversas comunidades, la Internet se ha convertido en parte de la cotidianidad, y no solo como herramienta probadamente efectiva de trabajo, sino también como sistema abierto a toda hora para cualquier requerimiento comunicacional, desde el simple comentario de rutina con colegas, amigos, familiares y vecinos, hasta las serísimas reuniones virtuales y la elaboración de documentos formales de cualquier categoría. E incluso para evitar salidas que nos obliguen a tomar taxis.
Para quienes alguna vez padecimos la longitud casi mítica y no pocas veces simpática de las clásicas direcciones postales caraqueñas, el paso del patrón comunicacional ortodoxo a los sistemas regidos por la comunicación electrónica ha significado mucho más que una simple alineación a los patrones de la tecnología más reciente.
En mi caso particular sigo utilizando taxis cada vez que puedo o cuando deseo dejar de ser carne de cañón de la infinita fauna de conductores de motos y vehículos que pulula en la Caracas de este tiempo. Pero igual, ahora que, para ciertas diligencias, puedo tomar esa vía más corta, más cómoda y más breve que me brinda la red, no dejo de pensar en mi venganza para con aquellos taxistas y amigos que con cinismo criticaban mi detalladísima dirección postal de mediados de los ochenta del siglo pasado.
 Mi sed por la revancha espera pacientemente el momento en que tenga la oportunidad de simplificar la respuesta de aquellos días. Por razones obvias, ya el chofer no se dirigirá a mí como “chamo”. Las “nieves” que han comenzado a “platear mis sienes” le harán verme, si acaso, como “señor”, quizás como “doctor” (si llevo corbata, pues todo el que en Venezuela la lleva aparentemente lo es), o lo más seguro es que, para no generar malos entendidos, me llame simplemente “maestro”:
-¿A dónde vamos, maestro?
En realidad me importa poco cómo me vaya a tratar. Lo fundamental es que añoro tener la oportunidad de simplificar aquella larga respuesta de hace tres décadas y decirle simplemente:
        -Por favor lléveme a http://barreralinares.blogspot.com 
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Fuente de la imagen: http://es.123rf.com/photo_3669611_concepto-de-ordenar-un-taxi-en-linea--taxi-conectado-al-raton-del-ordenador.html  

miércoles, noviembre 22, 2006

Eduardo Liendo: El diario de un tirano

En la duda de hoy me limito a recomendar la relectura de la novela Diario del enano, del venezolano Eduardo Liendo. Luego de haber sido editada por primera vez en 1995 (por Monte Ávila Editores), reaparece ahora en las librerías caraqueñas reeditada por Alfaguara y ampliada en una nueva versión de su autor.
En esta novela se cruzan como temas recurrentes el poder y las ambiciones desmedidas en el ejercicio de la política por una multiplicidad de individuos que, por el azar de la farsa circense, devienen de un día para otro en poderosos hombres de mando, encabezados todos por un tirano de ficción llamado José Niebla.
En sus capítulos iniciales, la novela permite la visualización de un espacio de aventuras, en las cuales un mismo personaje (Julián) cambia de apellido en la misma medida en que va entrando en escenarios históricos diferentes. Y resalta en los capítulos de la segunda parte la presencia del personaje principal (José Niebla), escudado por una corte de adulantes, ayudantes y colaboradores que apoyan incondicionalmente y refuerzan su práctica gubernamental, todos salidos de la actividad teatral para desempeñarse en el mundo político. Algunos de ellos son: El enano Matatías (trucado por la ficción en Canciller), Renzo Pompilio (designado Jefe de la Policía), Demetrio Dumas (quien pasa de Dramaturgo a conspirador), Benito (de peluquero a “perfecto cabrón”), etcétera. En cuanto al ambiente literario, imposible obviar la mención a un curioso y particular personaje de nombre Mamerto Galardón, irónicamente apodado “el poetica”, cuyas características hablan por sí solas: revolucionario arrepentido, romántico, ambicioso, experto en hilvanar discursos porque todos sus sueños se volvieron “paja” (“...un buen cagatinta...que sabe decir cosas que empalagan como la miel de oro”)
Esta novela de Liendo es así una sucesión de máscaras para referirse al poder de un iluminado surgido de una representación teatral, sus peripecias y atrocidades políticas. Todo narrado desde las notas de un diario llevado por un enano que casi no se percibe dentro de la historia, pero está presente en cada página de la novela. Una narración sobre lo teatral del poder de la tiranía y sus perversiones carnavalescas. Vale la pena volver a sus páginas.

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El autor:Eduardo Liendo Zurita nació en Caracas el 12 de enero de 1941. Su propia trayectoria vital constituye el curioso periplo de un personaje atractivo para cualquier narrador. Militante y activista subversivo durante la década de los sesenta del siglo XX, no ha sido ajeno en ningún momento a la problemática sociopolítica del país. En los convulsos años de la guerra de guerrillas padeció el encarcelamiento y el exilio políticos (1962-1967), compartiendo sus estadas en el Cuartel San Carlos y la isla de Tacarigua, con un espacio que también había servido de presidio al Generalísimo Francisco de Miranda (el Fortín Colonial El Vigía, en La Guaira). Seis años después de su regreso al país (1970), se incorporaría como empleado de la Biblioteca Nacional de Venezuela (1976). Allí permanecerá por un extenso período que culminó con su jubilación como Director de Extensión Cultural, en el año 2001. Es autor de una amplia obra de ficción. Otras novelas relacionadas con este tema del poder absoluto y sus consecuencias son: El mago de la cara de vidrio (1973), Los topos (1975), Los platos del diablo (1985), El round del olvido (2002).
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miércoles, noviembre 15, 2006

Renato Rodríguez, topo de la narrativa venezolana





Renato Rodríguez ha sido en mi labor de escritor e investigador de nuestra literatura un autor y personaje infaltable desde que leí su primer libro (Al sur del Equanil, 1963). Siempre he considerado que pudiera ser el escritor venezolano más sortario de todos, por cuanto ha tenido la dicha de personificar una luminosa vida de narrador casi clandestino que al mismo tiempo pudiera ser útil para contextualizar una excelente novela de aventuras. No tuvo necesidad de inventarse persecuciones, exilios o censuras para tener algo que contar. En esto lo comparo con otros dos autores nuestros que padecieron de similar síndrome, aunque en distintas direcciones: Julio Garmendia y Rafael Bolívar Coronado.
Admirado desde hacía tiempo por lo que para mí y para mi tía Eloína había significado esa magistral novela, estuve indagando hasta que lo pude conocer personalmente en 1985, en Mérida (por intermedio de ese otro infatigable y urticante escritor que es Alberto Jiménez Ure) y luego alternamos un par de correspondencias. En esos días me percaté de que en verdad Renato semejaba la estampa de un personaje de sus propias novelas. Perdí su pista personal, mas no literaria, una vez que tomó la decisión de mudarse al estado Aragua, donde lo encontró en el año 2006 el Premio Nacional de Literatura.
Podría aludir aquí a dos percepciones distintas por las que desde un principio acaparó mi atención la novela Al sur del Equanil. Una tiene que ver con mi actividad como docente de literatura, la otra con mi concepción de lo narrativo y mi libertad de lector.
Para explicar la primera percepción, podría decir que es esa una de las primeras novelas venezolanas contemporáneas que se toma en serio ese fenómeno que después de los años ochenta comenzaría a llamarse pomposamente “metaficción”. Una de las variantes de esa modalidad se relaciona con el juego de la ficción dentro de la ficción. Y Renato la practicó desde los tempranos sesenta.
La segunda percepción, la más libre si se quiere, la de escritor y de lector silvestre, es consecuencia de la que acabo de referir. Se relaciona con los vínculos entre el escritor de ficción que fue Renato y la ficción escritural con la que logró construirse a sí mismo. Entre lo que contaba oralmente y lo que aparece escrito en sus novelas, siempre parecemos estar en la frontera exacta entre lo real y lo ficcional. “Autoficción” la llaman en estos días.
Admiro profundamente a quienes han sido capaces de tomarse la creación narrativa como parodia de la existencia, como contrapartida de la formalidad y rigidez que ha caracterizado a buena parte de nuestros escritores, como algo que va más allá de lo acartonado si se trata de cautivar lectores. Y eso, precisamente, es lo que me ha impactado siempre de la narrativa de Renato Rodríguez. Igual que lo he percibido en otros dos narradores venezolanos: Francisco Massiani y José Rafael Pocaterra.
Por eso he creído que Renato personificó uno de los proyectos literarios venezolanos más auténticos. Recordemos que, según su propia confesión, Al Sur del Equanil se pudo haber llamado Al sur del Ecuador. Y no olvidemos que el Equanil es un medicamento antidepresivo, también conocido como Meprobanato y que, aunque aparece referido en la novela, Ecuador muy poco nos habría dicho; de allí la ganancia del título que llegó por azar, según nos contó alguna vez Salvador Garmendia. Tampoco puedo imaginar que hubiera podido titularse Al sur del Meprobanato o Al norte de París. Creo en la magia y creo que los textos literarios, cuando están destinados a la permanencia, buscan sus propios títulos hasta que los encuentran, sin que ni siquiera sus autores debamos entrometernos.
Nada más leer aquella contraportada de la (re)edición de su primer libro en la que no había juicios o alabanzas, sino antejuicios y presuntos rechazos hacia el autor y su obra, escritos con sorna por él mismo; nada más saber que alguna vez, en su labor de artesano y para un desfile, elaboró Renato una cabeza de dragón que luego, con ayuda de sus amigos, hubo de sacar por la ventana, desde una altura de tres pisos, porque no cabía por la puerta; nada más saber que su padre acudió a la escuela primaria con el poeta Andrés Eloy Blanco y que el propio Renato compartió con Julio Cortázar, con Vargas Llosa y con tantos otros escritores que han logrado la más absoluta notoriedad mientras él casi ha permanecido (por voluntad propia) en la penumbra; pues basten estos pocos “nada más saber” para expresar mi admiración total por un escritor venezolano que vino a ver la luz después de haber tenido que publicar artesanalmente, y a sus propias expensas, buena parte de sus libros.
No quiero decir con esto que  necesariamente deba uno escribir sobre lo que ha vivido. Pero sí me parece que uno de los logros más importantes de la literatura es que el escritor termine pareciéndose a los personajes que crea y no al revés (es decir, y no que los personajes tengan algo nuestro). Lo segundo es más fácil. Y para que pase lo primero, es decir, para que el autor termine pareciéndose a sus personajes, creo que hay que hacer un mayor esfuerzo creativo. Me parece muy atractiva la idea de que los lectores terminen preguntándose sobre la posibilidad de existencia real de los personajes a quienes da vida el escritor. Por eso disfruto cuando los lectores me preguntan si mi tía Eloína existe o no existe, asunto que a estas alturas ni yo mismo he resuelto. Y a mí me ha ocurrido siempre como lector de Al sur del Equanil. Nunca he estado seguro de si David (el protagonista) o alguno de sus heterónimos se salió de esa novela para volverse Renato Rodríguez o de si Renato se cansó del mundo exterior y decidió meterse a vivir en esa o alguna otra de sus novelas.
Mi estimado y admirado Renato se marchó a otros lares menos mundanos en junio de 2011.
Aquí lo presento para quienes no lo conocieron  durante su estada entre nosotros, como personaje y como autor:
René Augusto Rodríguez Morales, escritor nacido en Porlamar, isla de Margarita, Venezuela, América del Sur , en 1927, creador del personaje-escritor Renato Alberto Rodríguez (RAR), editor forzado de algunos de sus propios libros bajo la firma editorial Libros RARos, ha sido una especie de topo de nuestra literatura que por fin, emergió a la superficie. Pero, cuidado, no por voluntad propia, ni porque hubiere buscado a sus “amigos” periodistas para que le sirvieran de aparentes paparazzi y lo catapultaran antes de tiempo. Emergió empujado por el impacto de sus cuentos que casi son novelas, razón por la cual las denominaba Quanos (Quasi Novelas, 1997), y por la maravilla narrativa de sus textos más extensos como El Bonche (1976), ¡Viva la pasta! (1984), La noche escuece (1985), Insulas (1996), El embrujo del olor a huevos fritos (2008). Así, llegó por su propio peso y valía a donde tenía que llegar: al Premio Nacional de Literatura de Venezuela. Celebro entonces que el personaje haya salido alguna vez de sus novelas para regocijo de muchos lectores.


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Foto de Renato Rodríguez: www.letralia.com
Texto actualizado por el autor: 31-10-2012

miércoles, noviembre 08, 2006

Buenos y nuevos aires para la narrativa venezolana




No son pocas las veces que mi tía Eloína y yo hemos aludido a la repetición periódica de un ya longevo y recurrente “lamento borincano” que ha caracterizado a la literatura venezolana desde los inicios. Una buena parte de nuestros narradores, poetas, ensayistas y críticos se han pasado la vida (y la escritura) percibiendo y/o divulgando las quejas y llantos apagados pero punzantes sobre la otra mala parte. Parafraseando y deformando un título del poeta español Miguel Hernández, en nuestra historia literaria el llanto acerca de la “invisibilidad” de la narrativa local ha sido un verdadero “rollo que no cesa”. Y el afinque es con la novela y el cuento, en tanto el ensayo y la poesía han sido apreciados con mayor benevolencia.
Hemos sido entonces un país de quejosos impenitentes, curiosamente apenas conocidos (que no reconocidos) en el espacio latinoamericano porque algunos de nuestros historiadores, analistas, críticos y profesores de literatura se han empeñado en mostrar aquello que no somos. Extraña manera de presentarse ante el mundo pero así ha sido. Como en muchos otros aspectos de la vida nacional, hemos asumido el hábito de autodefinirnos resaltando nuestras carencias.  Creo que fue José Balza quien alguna vez habló sobre ese proceso en general y lo describió con una magnífica metáfora: “la literatura de la Atlántida”, hundida por su propios cultores en lo más profundo de los océanos, invisible en la superficie. Por supuesto, de vez en cuando algunos de los detractores se postulan ellos mismos como el mesiánico Aquaman  que ha llegado listo para sacarnos del marasmo. Llamémoslo individualismo egoletrado para catalogarlo de alguna manera. Como quien dice: me rodea todo lo negativo pero soy yo la flor que dará frutos y cambiará esa situación.
Tal vez sea, precisamente eso, lo primero que deberíamos haber asimilado ante tanta negatividad: que una literatura fuerte, sólida, visible, se construye solamente a partir de un colectivo. No de individualidades.
En ese maremágnum de despojos y antojos, para el resto del universo hemos devenido en un espacio latinoamericano sin aparente rostro literario propio. Una de las principales razones aducidas ha sido que nuestro proceso interno es débil y muy limitado a lo nacional.
Somos muy “locales", se dice. Tenemos pavor a lo “universal", se agrega. No somos suizos, ni suecos, ni mexicanos, simplemente venezolanos. Presuntamente, no escribimos para el mundo, sino para nosotros mismos. Un poco más ampliamente, antes he tratado ese tema en mi libro La negación del rostro (Caracas, Monte Ávila, 2005). De modo que solo lo asomo aquí como asunto introductorio y hasta allí lo dejo, precisamente para evitar nuevos lloriqueos y reprimendas.
Sin embargo, hay que decir también que en estos momentos de convulsión política y social, no nos alcanza el tiempo ni siquiera para leer toda la narrativa escrita por venezolanos que se ha venido publicando en el país y fuera de él. Pero como cualquier cosa que digas será utilizada en tu contra, aparecen de nuevo los agoreros con la máxima y definitiva conseja: “cantidad no es calidad”. Siempre habrá una excusa interesada para llamarnos “chimbos”.
No obstante, como que soplan en estos días buenos y mejores aires para nuestra novelística y cuentística. Sin extenderme, a manera de pequeños ejemplos quiero  recordar algunos indicios en esta duda melódica.
Sin ser determinista ni numerólogo, podría decir que se inició una aureola positiva en torno de los años 2005-2006. Y no ha cesado hasta hoy. Daré muestras de algunos de sus chispazos.
Dos de nuestros más importantes y casi relegados narradores han sido distinguidos hace poco con el Premio Nacional de Literatura: Renato Rodríguez y Francisco Massiani.
Aunque algo tardío, porque lo merecía desde hace mucho tiempo, el Premio Nacional de Literatura (2005) para Renato Rodríguez fue el reconocimiento a una silenciosa labor de escritura absolutamente ajena a cualquier pretensión de gloria ni búsqueda de notoriedad. Lo he dicho en otras ocasiones, Rodríguez fue el topo de nuestra narrativa, autor silencioso (y silenciado) de una obra legible en cualquier espacio latinoamericano: plena de un humor y sarcasmo que ya quisieran para sí muchos otros escritores. Vale la pena releer y reeditar en estos tiempos su obra, de la cual recomiendo especialmente las novelas Al sur del Equanil (1963), El bonche (1976), ¡Viva la pasta! O las enseñanzas de Don Giuseppe (1984) y La noche escuece (1985).
La primera vez que puse a circular esta duda, Renato todavía estaba entre nosotros. Se marchó del mundo físico en 2011 y, para los incrédulos, nos dejó estas palabras memorables: "Uno tiene que saber cuándo hacer mutis. El actor que sigue hablando después que le toca hacer mutis, mete la pata. Entonces yo no me voy a poner a fabricar obras para mantener un prestigio de escritor".
El Premio Nacional de Literatura a Francisco Massiani es más reciente (2012). No tengo dudas de que Massiani es de la misma estirpe de Rodríguez. Me lo ha confirmado mi tía  Eloína, su más ferviente lectora. Suelo incluso ubicar a ambos en el mismo grupo de José Rafael Pocaterra: los une la libertad para ejercer el sarcasmo, el modo como se burlan de la “culta literatura”, la manera de abordar el humor y el carácter autoficcional, ameno y muy reflexivo de muchas de sus obras.
 De Massiani supe la primera vez, mientras terminaba mi bachillerato, a través de su novela axiomática Piedra de Mar (1968). Más adelante conocí de él un libro de cuentos que, debido a la osadía y novedad, descolocó a mi parienta (El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes, 1975) y la adhirió definitivamente a su pléyade de fans de todas las edades. Y  aquí hay que agregar algo: debido al éxito de Piedra de mar entre los jóvenes lectores de educación media, se ha querido catalogar a Massiani como escritor de textos para adolescentes. Y no lo es sencillamente porque si logró convencer a esa población de su contundencia literaria, es obvio que lo lograría con cualquier otro tipo de lector (de cualquier edad, sexo, nivel social y etcétera). En esto me luce que se ha confundido “escribir sobre adolescentes” con “escribir para adolescentes”. Muy distinto. Y si no que se me diga si el cuento Un regalo para Julia (cuyo personaje central es precisamente un joven estudiante) no es digno de cualquier antología del cuento universal. De sus libros más recientes, me quedo con Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2006).
Debo decir además que la obra  de este venezolano universal que es Massiani ha sido sin saberlo él y sin que lo haya buscado, guía literaria de una generación de nuevos escritores venezolanos, principalmente surgidos a inicios de este siglo XXI. Son varios y no podría yo referirlos a todos, pero me permito recordar cinco nombres con cuya obra también me identifico y en los que veo señas particulares de los nuevos y buenos aires: Fedosy Santaella, Roberto Echeto, Héctor Torres, Enza García Arreaza y Rodrigo Blanco Calderón. Justamente a este último se debe un magnífico cuento homenaje al Massiani escritor: los gol(p)es de la vida (con el que su autor resultó ganador del Concurso de Cuentos del diario El Nacional, 2006). Precisamente, en directa consonancia con la obra de Massiani, un cuento revelador de la fortaleza que ha venido adquiriendo la narrativa nacional, con muchos de los ingredientes a que (a mi inmodesto juicio) debe aspirar toda buena literatura: amenidad, humor, cinismo, reflexión sobre la escritura, libertad discursiva y desguace consciente del idioma.
Continúo con los indicios para agregar que no sé si pueda afirmarse que el Premio Herralde otorgado a Alberto Barrera Tyszka en el año 2006 fuera la señal de que estábamos comenzando a abandonar la cojera opinática y la llorantina. Si no lo hubiere sido, digamos que al menos permitió que comenzáramos a mirarnos de otra manera menos cruel, más razonable. En todo caso, abrió un poco más la pequeña ventana hacia el mundo editorial extranjero para que se viera uno más de nuestros autores. Podría habernos sorprendido tal vez el reconocimiento de un autor local fuera de nuestras fronteras, mas no su dedicación y compromiso con la narrativa.
 Dejando aparte el premio otorgado a Rómulo Gallegos en España, 1929 (por Doña Bárbara), y también el periplo de la literatura para niños y jóvenes,  al menos con las características de este galardón no habían ocurrido hechos similares desde los ya lejanos años setenta y ochenta. En los setenta, recordamos todavía el impacto generado por la premiación en Cuba de Luis Britto García por un impecable compendio de narraciones breves, Rajatabla (Casa de las Américas, 1970). Y en los ochenta,  también las miradas de dos jurados foráneos  se posaron sobre la escritura desbocada, desenfadada, única en su estilo, de ese portento de palabras que fue Denzil Romero (La tragedia del generalísimo, premio Casa de las Américas, 1983, La esposa del doctor Thorne, Premio La sonrisa vertical, 1988).
Como se ve, han venido ocurriendo cosas, pequeñas cosas, es verdad, pero allí han estado y, entre un juicio negativo y otro, casi nos hemos negado a verlas como guiños importantes.
Y ya entrado el siglo XXI, mientras muchos pensaban que de algún modo se había dedicado exclusivamente a la escritura para la televisión, Barrera Tyszka dejaba reposar y macerar lo que continuaba haciendo en la novela y el cuento. Cómo no decirlo: el reconocimiento que se le hizo fue sencillamente una recompensa a la perseverancia, a su callada actitud de permanente trabajo, sin alharacas ni artificiales poses divescas, sobre todo, en un país que cada vez que puede -y por razones ya casi genéticas- desprecia su propia literatura. Este nuevo premio para nuestra narrativa, además nos recordó en su momento los tiempos fulgurantes en que Adriano González León, también en España,  logró el Seix Barral con su ya clásica novela País portátil (1968).
Este tipo de reconocimientos  seguramente comenzaron a facilitar en cada ocasión una vuelta de mirada de la crítica internacional hacia nuestro pequeño territorio literario, mirada que debería estar despojada de los roces y cercanía de las percepciones y aberraciones locales, no pocas veces suspicaces y perspicaces, como suele ocurrir en todos los países.
En narrativa, Barrera Tyszka, que no es pariente como yo de mi tía Eloína, pero sí muy admirado por ella, había publicado previamente un magnífico libro de minicuentos (Edición de lujo, Caracas, 1990) y -hay que repetirlo sin complejos-  digno integrante de la prosapia y maestría que en este renglón ocupan los textos de Augusto Monterroso y Juan José Arreola. También había publicado antes otra interesante novela (También el corazón es un descuido, Plaza y Janés, México, 2001). Y después de eso, no solamente se ha ganado la afición de miles de lectores de la prensa, con una columna semanal en la que también demuestra su pleno dominio de la escritura de la crónica, sino que ha agregado otros dos atractivos volúmenes a su bibliografía: un libro de relatos “duros de matar”, cuyo eje estructurador es la violencia, manifiesta de diversas formas (Crímenes, 2009) y una tercera novela, Rating (2011), en la que se sumerge en unos vericuetos que muy bien conoce desde dentro: las telenovelas, lo perverso, lo superficial y  lo implacable que las caracteriza.
Sumemos a esto que ese mismo año 2006 dos reconocidos periodistas y narradores ganaron sendos importantes certámenes nacionales de novela, que también rinden tributo a los epónimos que les dan nombre: Salvador Garmendia y Adriano González León. Respectivamente fueron Eloy Yagüe (con su novela Cuando amas debes partir) y Héctor Bujanda (con la obra La última vez), ambas coincidencialmente ambientadas en acontecimientos de nuestra más reciente historia política: una alude a los hechos del “Caracazo” (1989) y la otra se vincula con el intento de golpe  de 1992 por parte del actual presidente. La primera fue publicada por Planeta, la segunda por Norma. Aparte de varios libros de cuentos, de Yagüe ya teníamos dos “pitazos” previos: el premio Juan Rulfo (1998) al mejor relato policial con el cuento la inconveniencia de servir a dos patronos y una novela anterior, protagonizada por el mismo personaje de Cuando amas…, Fernando Castelmar, y de título revelador para nuestros tiempos: Las alfombras gastadas del gran hotel Venezuela (1999).
Otras obras que habremos de revisar, publicadas alrededor de esos años, y deslastrándonos de los prejuicios, son las novelas Corrector de estilo (Milton Quero Arévalo, 2005), Crónica Caribana (Mercedes Franco, 2005), Los cristales de la noche (Carlos Noguera, 2005), La dama del segundo piso (Cristina Policastro, 2006), No habrá final (Roberto Echeto, Alfadil, 2006), La balada del bajista (Judit Gerendas, 2006) y  Latidos de Caracas (Gisela Kozak Rovero, 2007), entre otras.
Y no podría dejar fuera dos antologías de excepción: La primera recoge a un grupo de escritores y escritoras que se estrenan con el mejor de los augurios en el oficio narrativo:  Narrativa venezolana de la urbe para el orbe (Ana Teresa Torres y Héctor Torres, compiladores, 2006); la otra es la imponente selección de veinte escritores nacidos en la década del sesenta, compilada por Antonio López Ortega: Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano (2006). Esta última fue tan notoria que ocupó un interesante espacio de polémica en los medios digitales por un buen tiempo. Y en literatura eso  indica mucho.
Lo que ha venido después ha sido tan abundoso e interesante que serían necesarias varias dudas melódicas para referirlo. Pero, entre nuevos y no tan nuevos, por favor mucha atención a los nombres de Rubi Guerra, Juan Carlos Méndez Guédez, Eduardo Sánchez Rugeles, Carolina Lozada, Norberto José Olivar, Gustavo Valle, Miguel Hidalgo Prince, Carlos Ávila, Keyla Vall, Gabriel Payares, Mario Morenza, Salvador Fleján, Roberto Martínez Bachrich, Jorge Gómez Jiménez, Adriana Villanueva, Miguel Gómez y Sonia Chocrón. Van a echar vainas y no de las que los peninsulares llaman judías y los colombianos habichuelas, sino productivas vainas literarias;  vienen por sus fueros, son algunos de los herederos, aunque  ellos mismos no sepan todavía qué han heredado, como en esos mensajes de correo electrónico que recibimos con frecuencia, en los que nos indican que fuimos los beneficiarios de una fabulosa  herencia en Tucusiapón.
Pues indicios existen y ya no son pocos. Si no deseamos verlos, eso es otro tema. 

Nota del autor: Duda actualizada en octubre de 2012