sábado, junio 10, 2023

LA DUDA MELÓDICA. CRÓNICAS MALHUMORADAS (2017) 

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jueves, diciembre 23, 2021

Lenguaje: ¿inclusivo o excluyente?

 

El lenguaje inclusivo o incluyente sigue generando polémicas. Cada vez surgen más propuestas relacionadas con el tema y no deberíamos pasarlas por alto. No importa cuál sea nuestro criterio respecto de su (im)pertinencia, hay que verlo como un asunto que se relaciona con ese valioso patrimonio comunitario que es el idioma. Todo lo que lo afecta debe ser visto con respeto y sin adelantar (pre)juicios que no conducen a nada. Tampoco debemos persistir —como hacen algunos hablantes públicos— en tomarlo a modo de chanza para hacer caricatura de quienes están a favor de unas u otras alternativas. Sin embargo, mi tía Eloína diría que ni tanto ni tan poco. Con esto alude a que algunas ideas sobre el tema podrían generar efectos contrarios a los buscados.

Por ejemplo, hacer propuestas extremistas, a veces insólitas, desconcertantes, o fuera de lugar, implicaría el acarreo de consecuencias contraproducentes. Los extremos pueden ser interpretados más como parodias que como alternativas serias para mostrar lo que podría estar oculto. Esto vale de lado y lado. Veamos.

Caso 1, Francia:  por mucha influencia gubernamental o “peso público” que detente, un ministro de Educación no tiene potestad para prohibir el uso de lenguaje de género en las escuelas a cargo de su despacho. Transgrede con esto el principio de la democracia implícito en el dominio de un idioma: no es propiedad individual suya ni del Gobierno al cual representa. Lo más que puede hacer es normar las comunicaciones oficiales y académicas, pero eso no basta para que lo sigan quienes, en otros contextos,  deseen recurrir a opciones que consideran verdaderamente inclusivas.

Caso 2, Chile: un Parlamento legisla, es cierto, pero no debería hacerlo para estimular reformas constitucionales o supuestas leyes que superen la libertad de los hablantes en cuanto a formas de expresión. La excusa es que algunas opciones inclusivas constituyen “una ideología perversa”. Posiblemente, quien apoya este tipo de propuestas ha entendido mal un precepto harto repetido por la lingüística: “La lengua es un código”. Sin embargo, nadie ha dicho que fuera un código civil o un código penal que pueda modificarse cada vez que algunos diputados o diputadas lo consideren conveniente. En ocasiones, el lenguaje de algunos hablantes públicos también contribuye con la desnaturalización lingüística y a veces pocos legisladores lo notan.

 Ocurriría lo mismo que con el caso francés: los límites de este tipo de propuesta no deberían pasar de la exigencia de un lenguaje oficial que, por lo demás,  para el caso chileno, entraría en contradicción con los lineamientos del Mineduc, debido a que este último promulgó hace varios años un manual con orientaciones para el uso de lenguaje inclusivo. Para esta fecha, el español tiene aproximadamente 585 millones de “parlamentarios”, responsables en su conjunto de lo que ha sido, lo que es y lo que será nuestra lengua.

Caso 3, Canarias: un grupo cristiano está en su derecho de elaborar una versión en lenguaje inclusivo del Nuevo Testamento. Sin embargo, no parece haber tomado en cuenta que muy posiblemente haya personas de su misma religión que no coincidan con este punto de vista. ¿Qué ocurrirá con otros cristianos que creen todavía en la posibilidad del masculino genérico?, ¿deberán acudir a la celebración de los ritos propios del caso y ser obligados a leer o pronunciar aquello con lo que, como hablantes autónomos, no concuerdan? Con esto se alimenta un razonable argumento esgrimido por las academias: una minoría intenta, sin mucho sentido, obligar a una mayoría en el uso de formas gramaticales con las cuales no necesariamente está de acuerdo.

Caso 4, Inglaterra: aunque debe estar muy atenta para defender los derechos de sus miembros, una organización LGBT+ pareciera extralimitarse en sus propósitos al exigir a las empresas que, en algunos índices de igualdad en el trabajo se obvie la palabra madre y se la sustituya por “progenitor que da a luz”. Parece una broma, mas no lo es. Esto se ha solicitado para el inglés, pero, si se trasladara al español, no faltará quien, en otros ámbitos, termine exigiendo “formas nuevas” como ‘heroínas de la matria’ (por heroínas de la patria), ‘matrimonio’ (en lugar de patrimonio, como “conjunto de bienes”), ‘matria potestad’ (cuando deseemos aludir a la patria potestad) o ‘matriota’ (como sustituto de patriota), solo por el hecho de que en dichas palabras persista una “huella” semántica de masculinidad.  Ante esto, podríamos imaginar que todas las Patricias aspiren a cambiarse el nombre, al pensar que pueda tener alguna relación con pater.

Ni qué decir de otras voces como ‘homenaje’, término que, a juzgar por los criterios extremistas,  no podría ser aplicado cuando se quiera rendir honor a damas o personas no binarias, por cuanto contiene ‘homo’ (hombre) en su raíz. Ya es historia el desproporcionado intento de cambiar la palabra inglesa  ‘history’ por herstory, cuando se sabe que la sílaba inicial ‘his’ nada tiene que ver con el pronombre masculino singular en esa lengua.

Como siempre, toda situación polarizada termina ocasionando sus propias contradicciones. Estén en uno u otro lado, yerran quienes creen que, por muy poco razonada que sea, cualquier propuesta de inclusión o exclusión resultará admisible y podría ser implementada. Al contrario, algunas comienzan a generar rechazo, debido a que, a veces, casi rozan el sinsentido. El uso de formas de lenguaje incluyente o del masculino genérico debería ser asunto exclusivo de quienes usamos el idioma. Pretender convertirlas en normas obligatorias para toda la colectividad solo consigue debilitar los argumentos serios y formales en pro de la discusión de este controversial tópico.

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Publicado originalmente el 22-06-2021 en

 https://opinion.cooperativa.cl/opinion/educacion/lenguaje-inclusivo-o-excluyente/2021-06-22/143923.html 


Mascarillas, mascaretas y sospechas

 

El rostro es mucho más que caras más o menos bonitas o sonrisas espléndidas. Es casi como el alma física del cuerpo. Eliminarlo o anularlo en alguien podría implicar el despojo de su personalidad, de la conexión con el mundo. Por su rostro los conoceréis, podría decir la antigua conseja bíblica. En la faz parece descansar todo lo que somos, principalmente en esa zona que va de la raíz o vértice de la nariz a la barbilla.

Si deseamos ocultar nuestras buenas o malas intenciones, nos cubrimos la cara y ya. Es cierto que a veces la mirada habla por sí sola, sin que digamos nada, pero si dejamos al descubierto solo los ojos y tapamos el resto, generamos dificultad en las demás personas para que se nos reconozca.

No en vano, los delincuentes utilizan pasamontañas y, en el momento de cometer fechorías, solo dejan al descubierto la mirada. Si recordamos las viejas películas del oeste estadounidense o sus réplicas en otras culturas como la italiana, evidenciamos que, para asegurarse de no ser descubiertos, los asaltantes de caminos y los cuatreros protegían su identidad con un pañuelo.

Es un misterio para mucha gente, pero no hay duda de que el burka, esa curiosa pieza de tela que invisibiliza casi todo el rostro de las mujeres islámicas, se ha prestado para diversas interpretaciones. Tal vez una de las más comunes se relaciona con un estado de sumisión a Alá, a los reyes o a los hombres en general. 

Todos los ejemplos señalados conducen inevitablemente hacia aspectos de carácter negativo. Se oculta la parte inferior de la cara en función de algo prohibido que, incluso, si no se le juzga como delito, podría implicar al menos una penalización.

Reaparecen estas imágenes en el momento en que, sin que sepamos por cuanto tiempo, se ha instalado en nuestras vidas ese singular adminículo conocido como mascarilla. Probablemente, en armonía con otros como webinar, emprendimiento, reinventarse, incertidumbre, vacuna y contenidos,  el término forme parte de los más populares y repetidos durante los pandemiado 2020 y 2021 que, más que un año, fue una total y absoluta calamidad mundial.

Tan popular ha devenido la palabreja que, a pesar de que en enero de 2020 era apenas una referencia que asociábamos con quirófanos, médicos y odontólogos, o con alguien a quien, por algún motivo de salud, se le habría prescrito y la llevaba para circular por los grandes y bastante contaminados centros urbanos, hoy es una prenda más popular que los teléfonos celulares.

Para esta fecha, es extraña la persona que no la lleva y que, además, tiene una colección de ellas; tanto, que nos asombramos y hasta devenimos en censores irrestrictos y condenatorios jueces, si nos damos cuenta de que alguien en la calle ha transgredido esa nueva regla asociada con la vestimenta.

Ha pasado a constituirse, incluso, en un nuevo filón para el comercio. Las hay de todas las formas, colores y diseños, con y sin aditivos, como respiradores, narices artificiales (principalmente para los infantes) y dibujos caricaturescos o de héroes de películas. Cuales intrusas más que bienllegadas, se han aposentado en nuestra cotidianidad, como imprescindibles compañeras en las que hasta buscamos cierta armonía para con el resto de nuestra ropa.

Su sinonimia es variada y, en algunos países hispanos, hay preferencias por una u otra opción: tapaboca(s), barbijo, barboquejo, bozal, cubreboca(s), nasobuco, aunque estas dos últimas todavía no aparezcan integradas al Diccionario de la lengua española. Eso, sin contar que falta poco para que se popularicen otros nombres más coloquiales, bromistas, humorísticos y menos formales como tapajeta, cubrebemba, tapahocico, mascareta, carantamaula, carátula, carantoña, ocultamorro,  entre otros.

En fin, haciendo honor a su simbología, el 2020, año chino de la Rata, cerró con todos los espacios públicos y privados repletos de mascarillas para todos los gustos. Incluso, cuando un gobernante no quiere que los especialistas “descifren” en su rostro alguna malsana intención, aparece en la tele, solo aislado, pero enmascarado (valga la rima).

Asociemos la situación con lo dicho en los primeros párrafos. Como efecto derivado de la pandemia, hemos devenido colectivamente en sospechosos permanentes, transgresores sin culpa, presuntos delincuentes sin delito. Para comprobarlo, basta con hacer lo siguiente. Aunque sea protegiéndose y cuidando del debido respeto y cortesía hacia las otras personas, en caso de alguna situación sobrevenida, una emergencia respiratoria o alimenticia, por ejemplo, pruebe a despojarse de su tapabocas en un lugar público e intente toser, carraspear, estornudar, escupir o limpiarse la nariz.

Según le haya ido, envíe los resultados de su experimento a mi tía Eloína o, sencillamente,  coméntelo aquí. 

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Publicado originalmente el 15-01-2021 en https://pasionpais.net/2021/01/15/opinion-10/


Webinario en cuatro sesiones

 


El término purismo alude a pureza en muchos sentidos y se refiere a situaciones y estados en los que priva lo inmaculado, impoluto, inamovible, a veces con muy pocas opciones para el cambio no justificado. En filología y lingüística se utiliza purista para referirse a quienes, con la excusa de abogar por la hipotética  “pureza” del idioma, rechazan cuanta innovación lingüística aparece. Viven anclados en un muy ideal pasado en que una lengua resulta estancada, inmodificable, perfecta. A veces sin proponérselo, niegan el proceso evolutivo, natural en una actividad humana tan sustancial como el lenguaje. Entre los hispanohablantes, hay los que, por ejemplo, detestan las palabras provenientes de otras lenguas, muy especialmente si vienen del inglés, y a todas les niegan la posibilidad de ser incorporadas al inventario del español.

Primera sesión: no todo lo que viene de otras lenguas es negativo. Así como no hay razas puras, tampoco hay lenguas que lo sean. Todo idioma es mestizo.

Cuando un sonido, un vocablo,  una frase o estructura sintáctica cualquiera se escapa de su presunto lugar materno, o sea, el idioma en el que tiene un uso habitual, y busca instalarse en otro diferente, suele hablarse de préstamo. Mi tía Eloína suele decir que hay en esto un contrasentido, porque, muchas veces,  una lengua está prestándole a otra algo que, si llega a arraigarse, jamás será devuelto. Así, los idiomas en contacto viven haciéndose “préstamos” unos a otros. A quienes protestan constantemente en contra de los anglicismos que cada día nos invaden por todas partes, habría que recordarles que también el español le hace “préstamos” a largo, corto y mediano plazo al inglés.  Sin embargo, también es cierto que en determinadas ocasiones el liberalismo extremo (aceptar todo) puede ser tan negativo como el purismo fanático.

Segunda sesión: no tenemos por qué aceptar acríticamente cuanto nos llegue de otro espacio lingüístico e inmediatamente incorporarlo a nuestros usos cotidianos. Principalmente, si tenemos cómo decirlo en español. No se trata de que ciertos términos sean “feos”, “malos”, o “incorrectos”. Es que hay algunos que no encajan. Son inadecuados y lucen como parches en la comunicación.

La pandemia ha traído cambios diversos en nuestra rutina. Uno de ellos se relaciona con la necesidad de convertirnos de un día para otro, por ejemplo, en teleciudadanos,  teletrabajadores, teleprofesores y telestudiantes. Actualmente formamos parte de una telesociedad o de una comunidad involuntariamente teleadicta. Mucho de lo que hacemos en este tiempo de cuarentena se relaciona con tele-. Nada que decir, pues ese prefijo tiene un arraigo más que justificado en nuestra lengua desde hace tiempo. Aparte de que habitualmente se utiliza para aludir recortadamente a la televisión (la tele), el Diccionario de la lengua española (DLE) registra múltiples palabras asociadas con él (telebanco, telediario, teléfono, telecomunicación, etc.)  y lo relaciona con “hacer algo a distancia”. Si fuera un “préstamo”, el “prestamista” fue el griego, con el cual, por razones más que conocidas, tenemos una muy antigua, rica y afortunada deuda.

Tercera sesión: el griego antiguo no solo nos hizo préstamos a nosotros. Ocurrió lo mismo con muchas otras lenguas, entre ellas, el inglés. De manera que, cuando añadimos tele- a cuanto hacemos en este tiempo,  no estamos rindiendo tributo al inglés, sino a una de nuestras lenguas abuelas.

Todo lo anterior ha sido una larga y necesaria vuelta para llegar a una palabra que en estos días también ha invadido múltiples espacios de la televida, principalmente en los ámbitos empresariales y académicos. Llegó y, sin mucho esfuerzo, también se ha “pandemizado”, aunque de modo menos lesivo que la COVID-19, es verdad. A diario la vemos y/o escuchamos en las redes y en los medios. La palabreja invasora nos llega incluso sin anestesia a través de comunicaciones formales. Acosa. No hay modo de que no nos topemos con ella consuetudinariamente y con esto se hace presente el riesgo de que pronto se vuelva “natural” y la adoptemos o la asumamos como préstamo definitivo.

Se trata de WEBINAR, en alusión a algunas reuniones académicas o corporativas a través de Internet. Se ha llegado incluso al nivel de pluralizarla: webinars. Falta poco para que aparezcan formas derivadas y hasta ahora impensables como webinarista, webinareando, webinareado,  entre otras. Es entonces cuando reaparece un poco el purista moderado que llevamos agazapado en nuestra conciencia de hispanohablantes y pedimos algo de prudencia en esto de aceptar cualquier préstamo de manera súbita y acrítica. Ha sido tan invasiva que hasta la misma Fundación para el Español Urgente (conocida como @fundéu) casi le ha otorgado licencia para circular, aunque ya no como webinar,  sino como  seminario web o  webinario. En este último caso, peor el medicamento que la enfermedad; casi como mezclar manzanas del inglés con peras del español. Pensemos nada más en una pronunciación relajada en la que aparecerán extrañas implicancias fonéticas, al menos en Hispanoamérica:  Ayer asistí a un “güebinario”. Un güebinario es una reunión académica o empresarial de…

Cuarta sesión: si ya teníamos seminario para decir lo mismo, ¿por qué tanto webinarear? De no gustarnos seminario, porque no expresa exactamente lo mismo, ya que omite el medio (Internet), ¿qué impide decir teleseminario (con ese prefijo tan productivo en español) o, incluso, otras variantes como ‘ciberseminario’, ‘seminario virtual’ o ‘seminario en línea’?

Esperemos entonces que la desescalada se lleve préstamos pandémicos como este, en una sola cuota y sin intereses, y que en el futuro cercano hablemos de TELESEMINARIO o de un equivalente más acorde al español.

De seguir así, algún purista de corazón castizo podría reclamarnos: ¡Parad el webinareo, por favor!

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Nota 1 : publicado originalmente el 30-06-2020 en

https://opinion.cooperativa.cl/opinion/cultura/webinario-en-cuatro-sesiones/2020-06-30/101338.html

Nota 2: El vocablo webinario ha sido incorporado al Diccionario de la lengua española (DLE), en su actualización 23.5 (diciembre de 2021), como fusión de webinar + seminario, y con significado de "seminario web".

sábado, abril 11, 2020

Virus y virulencias




Solía contarme mi sabia y reflexiva tía Eloína de un fenómeno similar al que estamos padeciendo en estos días, relacionado con la famosa gripe española, que puso al mundo entero en vilo, debido a la cantidad de personas que fallecieron durante el lapso en que no había manera de detenerla. Según un informe de la Organización Colegial de Enfermería del país ibérico, esta gripe pandémica, esparcida notoriamente a partir de los meses de abril y mayo de 1918, acabó con más de 50 millones de personas en el planeta. En aquel tiempo no se hablaba tanto de virus o expansión viral para referirla, pero es obvio que se trató de una calamidad similar a la que hoy padecemos, con muchos menos recursos científicos para enfrentarla y en pleno proceso de posguerra. Hoy se llama coronavirus y esperemos que no haga tanto daño como aquella. Decía mi parienta que, en su infancia y adolescencia, para responder a alguien que te hubiese ofendido, sobrevivió como frase hecha la expresión “¿eres peor que la gripe española!”.

Para efectos de la lexicología, lo más relevante de esto es que, cuando, por alguna razón se vuelve imprescindible en la comunicación cotidiana, el uso de algunos vocablos se distribuye a velocidades inusitadas, precisamente como lo hace un virus, principalmente si es de naturaleza biológica. Los llamados virus informáticos, esos que a veces se filtran en nuestros equipos y podrían llegar, incluso, a destruir la información que allí tengamos acumulada, ya tienen bastante tiempo instalados en el lenguaje habitual, desde la implantación de los ordenadores en nuestras rutinas. Voces sinónimas o similares como troyano, gusano y caballo de troya salieron hace tiempo del ámbito especializado para instalarse en el habla diaria de quienes manipulan o trabajan con computadores. Eso ha hecho que términos relacionados como antiviral o antivirus formen ya parte de nuestro vocabulario activo.
Ahora, ante lo que estamos padeciendo, nos vemos en la necesidad de aclarar a nuestros interlocutores de qué tipología viral estamos hablando en un momento determinado: si nos referimos a la que nos tiene encerrados en casa o a aquella a la que debemos temer cada vez que activamos nuestro equipo de computación.

Un recuento de frecuencia de uso del vocabulario de estos meses seguramente nos aportará vocablos relacionados con esta pandemia como los más frecuentes en todos los formatos y registros actuales, y ya no solo en español, sino en muchas otras lenguas en las cuales se usa la palabra, independientemente del modo como se pronuncie [bírus, váirus, vrros, virrús, víros, vígrus, etc.]´.  Con ella se ha exacerbado, por supuesto, la utilización de voces asociadas o derivadas: virulencia, virosis, adenovirus, retrovirus, retroviral, virología, antivírico (distinto de antivirus, que se usa más en relación con algún software). Ojalá que pronto podamos comenzar a hablar del síndrome posviral (aunque sabemos que acarreará otras consecuencias psicológicas y conductuales inesperadas).

Biología e informática coinciden en el uso de algunos términos comunes con significados similares: la propia palabra virus, por supuesto, además de virulento y viral. Esta última como adjetivo, pero a veces con significados diferentes: si se aplica a las redes sociales, un efecto viral significa “rápida y muy amplia difusión de un mensaje”; en biología, en cambio, adquiere el sentido de “asunto referente a los virus”.  Hay que tener cuidado, porque en la abundante comunicación periodística diaria (infodemia, se llama) a veces la prisa articulatoria conduce a algunos términos fonéticamente parecidos, pero que nada tienen que ver con ello: viril, virolo, virilidad, virilismo, virilizarse y viruta, por ejemplo. “La epidemia se ha virilizado”, escuchamos decir hace poco a un apresurado reportero de televisión. Aunque no discriminan por género, por edad ni por estatus económicos, los virus no tienen sexo, no pueden “virilizarse”.

Adicionalmente, como era de esperarse, han renacido también vocablos asociados a esta condición de planetaria casa por cárcel por la que estamos atravesando, afortunadamente transitoria. Algunos de ellos son epidemia y, mucho más, pandemia (“epidemia extendida”), además de cuarentena, aunque el encierro dure más de los cuarenta días implícitos en el significado originario de esta palabra. Junto con esta última han aparecido ampliaciones semánticas que aluden a que la cuarentena puede ser social, preventiva, total, general, dinámica, entre otras. El verbo cuarentenar tiene muchas posibilidades de quedarse entre nosotros. Posiblemente también tomarán mayor fuerza términos como confinamiento, encierro y contagio.

Por supuesto que quedará grabada en nuestra memoria la voz que se ha utilizado para referir a la molécula que, según los expertos, dio origen a este descalabro. ¡Cómo olvidarla! Posiblemente hasta lleguemos a utilizarla para referirnos a algunos de esos gobernantes, parlamentarios, políticos y comerciantes o empresarios que se han valido de esta penosa situación para sacarle provecho proselitista o comercial, con lo cual están demostrando que podrían llegar a ser tan peligrosos o dañinos como el coronavirus (con minúscula, que mayúscula no merecerán jamás). No hay duda de que actúan con auténtica virulencia.

Otras curiosidades léxicas, principalmente para quienes no somos ni de la generación milénica ni nativos digitales, son términos como virtualidad, videollamada y, tal vez la más llamativa, porque a estas anteriores ya nos habíamos acostumbrado, teletrabajo. Muchos de nosotros nunca imaginamos que “en más de la mitad del camino de la vida” —como habría dicho Dante Alighieri si tuviera que reescribir hoy La divina comedia—  viviríamos alguna vez la experiencia de coincidir  con casi cuarenta estudiantes, también cuarentenados, en una sala virtual, donde, a pesar de la alta dosis de energía que todavía estamos consumiendo en el aprendizaje de la parte tecnológica y de educación a distancia, hemos debido actuar cuales improvisados teleprofesores, huyendo de un virus químico, pero también con el temor de que otro, de naturaleza informática, invada el espacio virtual y acabe con las videoclases.

Ni satanizar el masculino “incluyente” ni sacralizar el femenino “excluido”




En este artículo desarrollaré algunas ideas sobre un tema tan controversial como atractivo: el lenguaje inclusivo. Antes requiero hacer dos aclaraciones. Primero, escribir y reflexionar sobre esto no significa asumir posiciones irreconciliables. Se trata de acercarse al tópico de manera desapasionada y sin los prejuicios con que (hombres y mujeres) pudiéramos haber sido inoculados en la casa, en la familia o en la escuela, principalmente dentro de una concepción bastante androcentrista y patriarcal en todos los aspectos. Segundo, este no es asunto de ideologías, de partidos o de falsas y acomodaticias poses, ni tampoco de feminismos extremistas o machismos exacerbados.
Se trata de interacción lingüística con las demás personas y eso es más que relevante. Quienes tenemos algún vínculo profesional con el lenguaje y/o el habla pública no podemos pasarle de lado y arrellanarnos en la normativa gramatical ortodoxa, para quedarnos acríticamente en el axioma según el cual no hay nada que ocultar en lo que gramaticalmente se denomina “masculino genérico no marcado”: el que, teóricamente, sirve para referirse a ambos géneros; por ejemplo, “aquí escriben escritores de varias generaciones” o “estamos celebrando el mes del deportista”. No es poco que las academias, las universidades y diversos organismos públicos y privados se vengan ocupando del asunto desde hace algún tiempo, aunque no siempre se logre coincidencia en cuál ha de ser la salida consensual. Continuar asumiéndolo con sorna, con rabietas inexplicables o con actitudes paródico-jocosas (postureos que implican una toma de posición) no parece lo más adecuado. No tienen ningún sentido las asunciones maniqueístas, que solo persiguen polarizar, debido a que siempre son riesgosas.
Dicho eso, inicio este acercamiento intentando una definición. Inclusivo o incluyente es aquel lenguaje que, intencionalmente o no, obvie cualquier señal que (tácita o expresamente) implique concepciones, prejuicios o estereotipias que, por su significado, puedan resultar, encubridoras, reductoras, ofensivas, discriminatorias o separatistas hacia personas, grupos, sociedades e, incluso, hacia oficios, razas, sectores geográficos, estratos sociales, formas de pensamiento, naciones o continentes.


Sobre esa base, podría esgrimirse que no siempre acertamos en la inclusión de la mujer con el masculino genérico, aunque venga de una antiquísima tradición idiomática y haya sido explicado y clarísimamente argumentado por profesionales, como lo han hecho integrantes de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Por mucho que así lo establezca una norma atávica, no siempre es incluyente, como se creyó hasta hace algún tiempo. Y no lo es porque algunas frases que lo contienen podrían resultar ambiguas para determinados grupos de oyentes o lectores/as. Dos ejemplos sencillos, para no abundar: “Debido a la severa crisis, quedan pocos científicos en Venezuela”; “Un grupo de sabios economistas debería buscar salida inmediata a la hiperinflación”.  Si las lee o escucha alguien ajeno al tema, posiblemente asuma que las expresiones pocos científicos y sabios economistas aluden tanto a caballeros como a damas. Pero podría haber quienes solo perciben en ellas la inclusión de hombres. Igual que resulta complicado que la gente no asocie términos como genio, futbolista, carnicero y chofer solo con hombres. Y, claro, quizá ello se deba a que somos parte de una cultura en la que los referentes mayoritarios a los que se aludía con esos vocablos eran hasta hace algunos años fundamentalmente caballeros (‘memoria social’). 
Si bien es verdad que a veces el contexto o la situación nos ayudan a comprender algunas expresiones, ello no ocurre siempre.  Ni la lengua en general, ni la gramática, en particular, son entidades aisladas de quien las utiliza; no son independientes de cómo pensamos. Cuando me comunico, actúo como vocero de unas premisas, valores, que son los de mi grupo social. Aunque intuitivos para la gran mayoría, los principios de un idioma constituyen un “conocimiento” que obliga a ver el mundo de una manera y no de otra. “Un idioma es el universo traducido a ese idioma”, escribió magistralmente el poeta José Antonio Ramos Sucre. Lo sugería el lingüista estadounidense George Lakoff en 1987: Los marcos referenciales del lenguaje parecen invisibles, pero están detrás de nuestras concepciones, valores, cosmovisión.
Así, la discusión sobre si este recurso es a veces inclusivo o a veces excluyente está al orden del día. Hay muchas personas e instituciones interesadas en discutirlo y parece necesaria la conciliación entre dos opiniones encontradas: una sostiene que aquel es suficiente y pertinente (e intocable) cuando se hace referencia a ambos géneros; otra, que bajo el amparo gramaticalista se pretende seguir invisibilizando, ocultando, encubriendo, la existencia y el valor de lo femenino. A juzgar por lo que está ocurriendo, posiblemente, la solución más razonable será la convivencia mesurada: ni satanizar una (que no podrá ser eliminada) ni sacralizar la otra (que en algunos contextos será necesaria).

Alternativas para el uso de un lenguaje verdaderamente inclusivo.
Cualquiera que se detenga desprejuiciadamente en esta cuestión detectará que las propuestas para atenuar el carácter encubridor implícito en su uso son diversas. Van desde la clásica diferenciación léxica referida a la ocupación de cargos por las mujeres (juez/jueza, presidente/presidenta, alcalde, alcaldesa) y el llamado desdoblamiento (niños y niñas, ciudadanos y ciudadanas), pasando por posibilidades intermedias, como la coordinación de artículos (los y las funcionarias), el uso de sustantivos metonímicos (la dirección, la secretaría), la utilización de sustantivos colectivos o epicenos (el profesorado, las personas), hasta otras que, un poco más radicalmente, sugieren intervenir el sistema morfológico de la lengua y crear una nueva marca neutra incluyente. Estas últimas han sido las más controversiales y poco exitosas, por cuanto proponen crear lo que en lingüística de denomina un nuevo morfema que realmente favorezca incluir sin diferenciar. Más que conocidas son las propuestas de inserción del asterisco (diputad*s), la arroba (ministr@s), la ‘x’ (compeñerxs), el signo de igual (l=s trabajador=s) y, por supuesto, la más relevante, la ‘e’ (todes les alumnes son niñes). Se las denomina morfológicas, porque afectarían la estructura interna (formal) de las palabras y son las que mayores reticencias han ocasionado.
Otras veces se ha acudido a sustituciones que, sin perjudicar demasiado el discurso, resalten la diferencia con paréntesis —lectores(as) motivados(as)— o barras oblicuas (el/la chico/a). Del conjunto de ellas, algunas otras han sido objetadas por los especialistas. Unas veces porque causarían “ruidos” en cuanto a la transgresión del llamado principio de la economía; otras, debido a lo farragosas que pudieran resultar (todo ciudadano o ciudadana detenido o detenida, y antes de ser procesado o procesada, tiene derecho a comunicarse con su abogado o abogada a fin de ser notificado o notificada de su situación).
Con excepción de la ‘e’, el resto de las propuestas morfológicas solo “solventaría” el problema en la lengua escrita; las otras se harían oralmente impronunciables (y si no, inténtelo con este ejercicio:  lxs compañerexs delegadxs acudieron dispuestxs y complacidxs al evento). En lugar de aportar soluciones, empeorarían la situación.  Lingüísticamente, hay que decir que la opción de la ‘e’ es posiblemente la que mayor posibilidad téorica de éxito ofrece. Tendría incluso la virtud de romper con la obsesión binaria (hombre/mujer), bastante cuestionable en este tiempo.  No obstante, también precisa modificar desde fuera el sistema de la lengua, asunto que, por muy sencillo que parezca, es complicado.
 “Borrar” de la conciencia psicolingüística de una comunidad de más de 580 millones de hablantes que tiene instaurada en su memoria una regla gramatical milenaria precisa de mucho más que un decreto o de la voluntad de ciertas organizaciones. Intervienen además asuntos relacionados tradicionalmente con el poder, el prestigio y el imperio del androcentrismo: pensemos, si no, en las médicas, psicólogas y magistradas que prefieren ser referidas como la médico, la psicólogo, la magistrado, opciones en femenino que mantienen la marca de masculino (machismo femenino, lo llaman).   Otras veces, desde el propio sector de las damas, se perciben despectivas apelaciones como poetisa, bachillera, jefa, gerenta, fiscala, sargenta, gobernanta, entre otras, a pesar de que hace tiempo fueron incorporadas al Diccionario.
 Como cuerpos vivos, las lenguas cambian constantemente, pero alterarlas no depende de iniciativas individuales o de los deseos de alguna corporación o movimiento. Un idioma es patrimonio colectivo y solo ese colectivo tiene el privilegio (a veces inconsciente e intuitivo) de transformarlo. No es inalterable ni inamovible, pero el sistema de una lengua cambiará solo cuando la totalidad de sus condómines asuman esa decisión, siempre con respaldo inevitable del uso generalizado. No obstante, el masculino genérico no desaparecerá, porque sigue siendo necesario en algunos contextos. Como hemos dicho arriba, prevalecerá tal vez su convivencia con algunas fórmulas alternativas.
Posición actual de las academias
La Real Academia Española y algunas de sus correspondientes hispanoamericanas han ofrecido argumentos lingüísticos para explicar la no procedencia de determinadas sustituciones del masculino genérico y la dudosa pertinencia de algunas de ellas. Para no mencionar documentos anteriores, hay que aceptar que el informe dado a conocer este año 2020 ha sido determinante. A propósito de la solicitud de la vicepresidenta del Gobierno de España para revisar la Constitución de ese país y dar cuenta de sus contenidos sobre lenguaje inclusivo, la RAE ha formalizado desde varios puntos de vista (histórico, gramatical, semántico…) los motivos para la existencia y usos adecuados del masculino genérico. Ha admitido, además, que en determinados contextos sería razonable acudir a ciertas expresiones que faciliten la visibilidad de la mujer (femeninos de oficios, desdoblamiento razonable, desambiguación, entre las más resaltantes). Acepta también que hay expresiones verdaderamente sexistas, pero señala que se trata de “sexismo de discurso” y no de “sexismo de lengua”, más responsabilidad de quien habla o escribe que del medio a través del cual lo hace (el idioma). No niega la existencia de ciertas asimetrías que realmente reflejan creencias y valoraciones negativas, despectivas, hacia el sexo femenino (hombre público/mujer pública, zorro/zorra, solterón/solterona, hombrezuelo/mujerzuela, etc.). Con esto, abre la posibilidad de una discusión del asunto, ajena a sentimentalismos o emociones, a caprichos y a posturas extremas.
Hay que decir también que las propuestas para disminuir, atenuar o evitar las ambigüedades generadas por el uso del masculino genérico no siempre partieron de argumentos lingüísticos. Ni tampoco han circulado con la formalidad requerida. Como viéramos antes, eso mismo ha hecho proliferar tantas propuestas que a veces conducen a la confusión y, tal vez sin mucha conciencia, se hace uso de unas y otras indistintamente, sin criterio de adecuación, incluso por parte de instituciones públicas y privadas. Y ello a su vez genera supuestas salidas burlonas, a veces motivadas por la ignorancia o una supuesta omnisapiencia; otras, por la candidez o la repetición automática.
 Dejando de lado el detalle de no haber logrado hasta ahora una vía homogénea y coherente, en cuanto a la defensa orgánica y bien documentada de fórmulas inclusivas, así como hemos aludido al informe de la RAE, también podríamos referir tres importantes libros dedicados a argumentar seriamente sobre los supuestos significados detrás del llamado masculino genérico. Sus títulos hablan por sí solos: Género gramatical y discurso sexista (María Márquez, 2013. Madrid: Síntesis), Lengua y género (Mercedes Bengoechea, 2015. Madrid: Síntesis) Ni por favor ni por favora. Cómo hablar en lenguaje inclusivo sin que se note demasiado (María Martín, 2019. Madrid: Catarata). Todos dedican sus páginas a contrargumentar y a discutir los criterios académicos. Los dos primeros posiblemente sean todavía los más exhaustivos en torno a algunas inequidades en el uso de dicho recurso. Más allá de sus atractivas observaciones y ejemplos, el de María Martín tiene la particularidad de demostrar que se puede desarrollar un volumen de 125 páginas utilizando medios sustitutivos sin caer en excesos, en expresiones cacofónicas o en repeticiones farragosas, lo mismo que hemos intentado en este artículo.
Ya para cerrar, esperamos dejar claro que, aunque posible, el reemplazo de la fórmula inclusiva ortodoxa no será tan sencillo ni tan rápido como se quisiera. Primero, porque, si procede, debería partir de la escuela y de políticas de planificación lingüística coherentes. Segundo, no hay todavía consenso social para que ese cambio ocurra. Nos guste o no, la totalidad de personas que hablamos español lo llevamos instaurado en nuestra competencia lingüística (incluidas las personas que lo critican negativamente). Esto implica que no será fácil erradicarlo de un plumazo y desterrar su uso de un día para otro, porque pertenece al sistema de la lengua. Pero igualmente las formas inclusivas reemplazantes son ya cotidianas. Además de aparecer en múltiples documentos de diferentes formatos (artículos, libros, series de TV, etc.), en países como Argentina y España, hay niños que ya utilizan algunas opciones sustitutivas con una fluidez asombrosa.  Es decir, los usos alternativos están en el ambiente y alguna consecuencia habrán de traer; principalmente, una vez que el tiempo decante la proliferación de soluciones y se opte por las más adecuadas.
 Finalmente, se requiere aceptar que, aparte del componente léxico, los sistemas lingüísticos son rígidos, cerrados, y su transformación requiere tiempo. No son, sin embargo, inexpugnables ni petrificados para la eternidad. De otro modo, este texto estaría circulando en protoindoeuropeo o, por lo menos, en latín.
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 Publicado originalmente en Papel Literario, Caracas, 31-03-2020

LÉXICO DE LA PROTESTA CHILENA




Más allá de lo nefastas y perjudiciales que puedan resultar, las crisis sociales y políticas suelen implicar también miradas diferentes y revitalizaciones en muchos aspectos. Uno de ellos es el lingüístico. Florecen de nuevo y se vuelven parte del lenguaje cotidiano vocablos y/o expresiones cuyo nivel de frecuencia de uso es muy inferior en épocas más rutinarias. En este sentido, mucho léxico ha resurgido con fuerza en este tiempo de convulsión social chilena (entre octubre y diciembre de 2019). Quisiéramos mencionarlo, recogerlo, agruparlo todo, pero aquí el espacio disponible no lo permite. Veamos apenas algunas de esas palabras que desde el pasado 18 de octubre son inevitables en la conversación diaria, en los medios, en las redes y en los múltiples letreros que leemos en las calles.  No es que antes no las mencionáramos; es que ahora aparecen cada día en cualquier evento comunicativo.

Balín. Se llama así a un pequeño proyectil esférico disparado con una escopeta de aire comprimido. También es conocido como perdigón, pero este último suele ser de plomo. El que podría recibir cualquier manifestante, por muy pacífico que sea, es conocido en el léxico técnico policial como “herramienta no letal antidisturbio”. Solo hay que haber recibido alguna vez uno de ellos para darse cuenta de que, si fuera cierto que son de goma, deben ser de goma “aplomada”. Y lo de “no letal”, depende, principalmente si, a consecuencia del impacto, pierdes la vista u otro órgano.

Carabinero/a. En el Diccionario de Americanismos (2010), se registra como voz del español americano, utilizada en Colombia, Bolivia y Chile. Genéricamente, alude a cuerpos de policía encargados de resguardar el orden público y se les relaciona con el tipo de armamento que, teóricamente, portan, la carabina. También se registra para Chile el uso de carabitate, como voz popular y festiva, quizás sinónimo de paco o paquito. En cuanto a países no hispanohablantes, son más que conocidos los temibles carabinieri italianos. Alguna información de prensa mexicana ha hecho ver que hay un proyecto de creación de una fuerza que se denominará Carabineros de México, inspirada en los de Italia, y, por qué no, rememorando un conocido corrido de la revolución mexicana, Carabina 30 30, popularizada en Chile por el grupo folclórico Quilapayún.  Una curiosidad final relacionada con este vocablo es una copla mencionada por el folclorista y bibliógrafo chileno Ramón A. Laval (1862-1929), en su libro Del Latín en el Folklore Chileno (1910): Levántate sancte meus / Siéntate en tu potestate / Ponéte tus childos mildos / También tus carabitates / Véritas y veritates.  Según el autor los childos nildos aluden a los calcetines, pero de carabitates no asegura que se refiera a los zapatos, como alguien le comentara. Lo que sí parece obvio es que, en esos versos, carabitates no aludía a los uniformados a quienes tanto vemos en la calle en este tiempo, porque para ese momento no existían; se crearon en 1927. Lo que sí hemos visto en la tele es que algunos carabitates tienen mucho dominio de sus botas cuando reducen a algunos manifestantes en el piso.  Misterios de la etimología.

Paco/a.  Relacionada con el concepto de carabinero/a, no hay duda de que, independientemente de su muy discutida etimología, el uso del vocablo paco se ha multiplicado actualmente, y no para bendecirlos o agradecerles. Podría decirse que se ha extendido por buena parte de Hispanoamérica para designar despectivamente a los oficiales de policía. No obstante, son tan “admirados” que, además, varios países los han bautizado con denominaciones populares como para un estudio léxico amplísimo: botones, cerdo, chapa, chepo, chonte, chota, guindilla, jura, madero, pasma, picoleto, pitufo, tira, tombo, verde, yuta, etc. En algunos lugares, varios de esos apelativos aluden más a la institución que a los individuos; por ejemplo, pasma, yuta, chota, jara, tira. De lo que no hay duda es de que, sea corporativa o individualmente, siempre se usan despectivamente y, no importa cómo se llamen oficial o popularmente, al menos en Latinoamérica, los cuerpos de policía gozan de muy escaso aprecio social, principalmente cuando hay protestas. No en vano, en estos días aparecen letreros que los recuerdan en diversos muros de la ciudad: paco bastardo, paco jalero, paco milico y, por supuesto, no podía faltar el más festivo, en lenguaje inclusivo, pacx qlx… El trato despectivo chileno se extiende incluso a los vehículos en los que se movilizan: guanaco, zorrillo, micro verde, entre otros.

Guanaco. Si del guanaco-animal se dice que es de los pocos animales capaces de consumir agua salada y expeler largos escupitajos, del guanaco-vehículo destaca el rechazo que despierta entre los manifestantes, debido a que su “saliva” es picante y aderezada con otros desconocidos ingredientes nada benignos que, incluso, suelen generar alergias en la piel. Casi resulta un eufemismo decirle formalmente ‘carro lanza agua’. Mejor quedaría nominarlo ‘agua-naco repelente’.

Zorrillo. Vehículo lanza gases cuya designación proviene de su “semejanza” con el animal del mismo nombre (también conocido como mapurite, mofeta o chingue). Ambos expelen gases. Los del zorrillo-animal provienen de sus glándulas anales y la fetidez es tanta que suele alejar a cualquiera que intente acercarse; los del zorrillo-vehículo proceden de una cisterna o balón, pero cumplen el mismo papel del anterior. Por muy pacífico que sea, no debe haber manifestante que no haya tenido alguna ingrata experiencia con el zorrillo-vehículo. Con el otro, no lo sabemos.
Gasear. Verbo que se utiliza como sinónimo de ‘gasificar’. El Diccionario de la lengua española es muy claro al definirlo: “someter [a la gente que protesta] a la acción de gases asfixiantes, tóxicos, lacrimógenos, etc.” Es decir, alude a la sustancia que arroja el zorrillo-vehículo, no importa si en forma global, desde una cisterna, o en “pequeñas dosis” como las contenidas en las bombas lacrimógenas disparadas con una escopeta.

Lacrimógena. Se trata de un adjetivo que algunas veces se usa como nombre (lanzaron varias lacrimógenas).  Etimológicamente proviene de la forma latina lacrĭma. Aunque se escucha mucho e incluso se lee en algunos diarios, no es adecuada la forma *lagrimógena (con ‘g’). Nadie duda de que sacan lágrimas (y no precisamente de cocodrilo), pero no por ello debe asociarse fonéticamente con ‘lagrimeo’.

La lista es más extensa, por supuesto, pero se agota el espacio.

ESA ESCUELA QUE ES LA HISTORIA




Comenzaré con un hermoso lugar común que alguna vez escuché a mi maestra de vida, la tía Eloína: la historia es el alma de una nación. Posiblemente no haya sido muy original al decirlo, pero en todo caso me lo manifestó como una lección definitiva. Conocer la historia de tu país, de tu región, de tu ciudad, de tu barrio implica conocerse uno mismo, saber de dónde vengo, dónde estoy y hacia dónde voy. Incluso, alguna vez la propia historia, o como diría don Miguel de Unamuno, la intrahistoria, esa pequeña parcela de hechos cotidianos que no parecen históricos, pero lo son, nos da señales de que algo negativo podría llegar y hacemos caso omiso de tales advertencias. Si no, veamos la Venezuela de hace 30 años —fuerte, vigorosa, plena de salud, pero ya con ciertos amagos sobre lo que devendría si no se atendían algunos asuntos urgentes— y el desastre en que ese país ha devenido desde principios de este siglo.

En la historia patria no están solo los grandes héroes y las heroínas (que, por supuesto, lo merecen si de verdad actuaron como tales); también ocupan un espacio fundamental las costumbres, las creencias, los valores que hemos heredado o en los cuales nos hemos formado.

La historia de un país son los hábitos, los ancestros, las formas de ser y actuar, los fallos y los aciertos. Muestra el camino a seguir, ofrece alternativas para la enmienda. No hay lugar sin historia, aunque algunas veces existan quienes deciden borrarla de un plumazo y convertirla en algo circunstancial (como ha ocurrido precisamente en Venezuela). Ninguna historia de ninguna parte comienza ni termina con nosotros, por mucho que a veces creamos que es así. Hacerse de esa idea no pasa de ser un gesto de vanidad que solo es útil para alimentar la egoteca de quien se lo cree.  La historia es una escuela, un modelo de vida, una manera de ser, un cúmulo de riqueza que se da la mano con el sentido de pertenencia a un espacio determinado.

No puede borrarse la historia por mucho que se desee. No es posible evadirse ni de lo malo ni de lo bueno de ella. Lo negativo de la historia es sencillamente una advertencia para corregir gazapos, desaciertos, metidas de pata que no debieron ocurrir. Implica convertir los infortunios en lecciones positivas, aprovecharlos para no repetirlos. No eliges la historia; no te pertenece, es ella quien te elige a ti, te integra, te incorpora a su devenir, te hace ser. Como ocurre con el idioma o los idiomas nativos que hablamos desde niños. No somos dueños individuales ni de la historia ni de la lengua o lenguas que nos han legado nuestros ascendientes. Igual que no podemos levantarnos un día y decretar no hay más idioma, tampoco tenemos el privilegio de decidir no hay más historia, hasta aquí llegó. Aunque se trata de dos senderos aparentemente distintos, ambos, historia e idioma(s) están en nuestra genética cultural; determinan nuestro ser de hoy, aquí. Y, claro, el idioma es parte sustancial de la historia de los pueblos. Tenía razón mi tía Eloína. Si el idioma es el alma del pensamiento, como han demostrado los grandes lingüistas, la historia es la vestimenta de la identidad.

martes, septiembre 18, 2018

EL GOLAZO DE ADÁN A EVA




La palabra 'fútbol' —proveniente de las voces inglesas foot (pie)y ball (pelota, esfera)— constituye lo que los lingüistas y terminólogos denominan un "préstamo" (aunque ya sabemos que se trata más bien de expropiaciones, porque son palabras que se adoptan y jamás serán devueltas).  Comenzó a utilizarse en el ámbito hispano como foot-ball, lo que en términos lexicológicos se llama un "extranjerismo crudo", es decir, el que se incorpora a una lengua con grafía y pronunciación idéntica a la del idioma original.

En los inicios se aconsejaba transcribirla y pronunciarla como 'fúdbol', aunque a partir de 1902 terminó imponiéndose tal y como la conocemos hoy. Sin embargo, no tienen sentido las discusiones bizantinas acerca de cuál es la forma "correcta" de escribirla. Su grafía actual, adaptada al español, fue incorporada al Diccionario de la lengua española en 1927 y ratificada en sucesivas ediciones. Desde 1936, se ofrecen como aceptables dos opciones de escritura y pronunciación: fútbol y futbol. Escoja usted la que más le guste, pero si es de los que les tienen tirria a los extrajerismos muy evidentes,  intente un saque de esquina, pasando por bola el anglicismo y, aunque ya lo use muy poca gente,  diga sencillamente 'balompié', que viene a ser lo mismo. Ambas se alternan y conviven sin problemas desde que la segunda ('balompié') fuera propuesta por el periodista y escritor español Mariano de Cavia, también a inicios de la primera década del siglo XX (1908). 

No obstante, tampoco se crea que fue sencillo aceptar esta última, por cuanto más de uno decía que si a la primera se la tildaba de anglicismo, la sustituta constituía un cuasi  galicismo, debido a que balón  es palabra de origen francés.  Frente a este dilema,  se proponía entonces que, en "auténtica" lengua española,  el deporte de marras debía llamarse más bien "pelota-pie", opción que,  como es evidente, no utilizan ni siquiera los puristas más recalcitrantes.  Lo que no resulta adecuado es incorporarle una "e" intrusa y decir o escribir  "futebol", porque no sería ni chicha ni limonada, ya que esa forma corresponde al portugués.  Ahora, si quiere verlo en pequeño formato, con menos jugadores, pelota de menor tamaño y en canchas de dimensiones más chicas, pues suele hablarse de 'futbolito' o 'futbolín'. Pero también se alude con estos dos últimos nombres a la versión que se juega en una mesa, para la cual hay, en ciertos países, denominaciones populares; por ejemplo, 'fulbito', 'metegol', 'futmesa', 'fulbote' y 'tiragol', aunque no todas aluden a la versión clásica.

Por mucho que les duela a los súbditos de la reina Isabel, el origen real y verdadero  de este deporte  es incierto.  Los británicos se precian de haber sido sus creadores y, para evitar las dudas, hasta le ponen una fecha, 1863, año en que se funda la Football Association. Y si, con ese argumento, no logran golearnos en el primer tiempo, lo intentan  en el segundo,  aduciendo que el nacimiento del juego se remonta a siglos anteriores, pero siempre en alguna de sus islas.  La verdadera situación acerca de esto es que se manejan cuatro hipótesis.  La primera es esta a la que ya nos hemos referido.  La defienden, por supuesto, los habitantes y aduladores del Reino Unido, según ellos mismos, aficionados desde tiempos de la Edad Media a resolver todos sus asuntos dándole patadas a una bola. Y nada mejor que ese deporte para lograrlo.

La segunda remonta el hecho al siglo XVII y  se relaciona con un antiguo juego practicado por  los indios guaraníes. Se dice que, en lo que hoy es Paraguay, existió una muy antigua misión jesuita  llamada San Ignacio Guazú,  cuyos indígenas masculinos y machotes solían salir de la misa de domingo,  dividirse en dos grupos y, sin importar quién estuviese en la portería del templo,  dedicarse a  patear un balón de goma que nunca podía dejar de saltar sobre el piso.  Los defensores de esta posibilidad  asientan el origen del deporte en tierra americana y se pasan por el arco lo que puedan argumentar los ingleses.

La tercera y más general explicación es la de mi tía Eloína, quien supone que la praxis del balompié debe ser más antigua que el frío, por cuanto son muchas las personas que en cualquier parte del globo, y en muchos momentos de la historia, podrían haberse dedicado a patear las esféricas de un oponente.  El deseo de chutarle una pelota a quien por cualquier motivo no cesa de meternos zancadillas es una tentación muy explicable, y más que justificada cuando se trata de quienes cada día lo hacen con saña y sin escrúpulos. Quien lo haya hecho primero debería ser considerado el fundador.
 En cuarto lugar, si viajamos hasta el origen de los tiempos, también es factible esgrimir que el fútbol  nació el mismo día en que una serpiente que hacía las veces de árbitro quiso amonestar a Eva por infractora. Una vez comprobada la falta, la improvisada jueza decretó un penal o penalti que facultó a Adán para que cobrara e intentara meterle el primer golazo a su pareja.  No se sabe cómo, pero se rumora que, después de este avento en que la guardameta fue incapaz de impedir el paso de la bola,  la pareja fundadora  decidió poner en práctica el tiro libre y, en consecuencia, no pasó mucho tiempo para que ella decidiera dejar su portería totalmente desprotegida y, durante el período de descuento,  nacieran Caín,  Abel, Set y, con ellos, todos los que vendríamos después.

Nota: Con esta crónica, publicada el 10 de junio de 2018 en el diario digital Contrapunto, La duda melódica salió de circulación en la prensa nacional venezolana por cuarta vez. Para no entrar en detalles desagradables, solo hay que decir que ni la ética, ni la dignidad ni la libertad  han dejado de ser el norte de mi tía Eloína y su sobrino. Agradecemos a Nelson González Leal el espacio que nos bindó en ese diario y la generosidad y respeto que siempre mostró hacia nosotros.

TWITTER: @dudamelodica


SOLEDAD COLECTIVA




El poema Soledades (1613) del poeta español Luis de Góngora tiene como personaje principal a un náufrago que ha sido rescatado por unos criadores de cabras. Y, aunque él no lo haya hecho explícito, no hay situación de solitud más conmovedora que el naufragio. Estar en medio del mar y saber que el infinito te rodea por todas partes debe ser pavoroso.  Gabriel García Márquez nos dejó testimonios más que evidentes de cómo el aislamiento (voluntario o no) puede incidir en la vida interior de las personas. Tres obras suyas aluden directamente a este tema: Relato de un náufrago (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y, naturalmente, Cien años de soledad (1967). Un ya clásico bolero, de autoría atribuida al argentino Palito Ortega e inmortalizado por el cantante cubano Rolando La Serie, se titula precisamente Hola Soledad. Sus versos iniciales son de antología: "Hola Soledad / no me extraña tu presencia/ casi siempre estás conmigo / te saluda un viejo amigo / este encuentro es uno más".

Mi tía Eloína conoce de esto porque ella misma es en realidad una solitaria empedernida. Desde joven lo ha sido de modo voluntario, pero, además, la padece ahora por doblete, debido a que  todos sus familiares, jóvenes y no tan jóvenes, se han ido del país. Vive la triste realidad que ya es un lugar común entre nosotros: quienes han podido  concentrar su vida pasada, presente y futura en dos maletas no lo han dudado; mas los que por alguna razón no pueden optar a esa salida, han comenzado a vivir en un país en el que cada individuo se está convirtiendo en una isla. Pero hay más: aparte de esa particular situación sociopolítica, que seguramente alguna vez superaremos, ya que nada es eterno, vivir encriptados dentro de sí mismos parece la opción de quienes, a veces embelesados por la novelería, han reducido su existencia a la dependencia de las llamadas "nuevas tecnologías.  Mi parienta está convencida de que, por ejemplo, los teléfonos inteligentes a veces embrutecen a sus portadores.

Y es que, sin duda, la soledad es realmente un problema del mundo actual. Lo único que parece motivar a muchos es estar  (des)conectados. Ya son clásicas las escenas en las que grupos de amigos que se han citado en un café están  más pendientes del cliqueo sobre la pequeña pantalla que de aquellos a quienes  tienen enfrente y con los que supuestamente están "compartiendo". Vas en el metro o en autobús y son pocos los pasajeros  a quienes  te puedes dar el lujo de preguntarles algo; los que no van embobados con el tuiteo o el "guasapeo" llevan las orejas taponadas con  audífonos, estrategia mediante la cual, obviamente, buscan vivir separados del resto. Contradictoriamente, andan en medio del colectivo pero escondidos, una nueva modalidad a la que podríamos llamar  "polizones cibernéticos". 

Una reciente campaña realizada en el Reino Unido dio como resultado que el 56 % de los adultos de esa región confesó sentirse "más solos que la una".  El rollo de estar con mucha gente y tener la sensación de que realmente no andan contigo es tan complejo que, incluso, en dicha campaña se detectó también que muchos británicos se escapan de su trabajo y solicitan alguna cita médica para poder conversar al menos con su matasanos particular. Esto ha llevado a la señora Teresa May a crear un Ministerio de la Soledad.  Cómo será de peliagudo este asunto que hasta los hijos de la Gran Bretaña se sienten solos. De modo que ya los habitantes de la otrora "fiera Albión"  intentan resolver este asunto por la vía gubernamental. Tienen ahora una ministra que, imaginamos,  apoyará alguna legislación que busque imponer multas a todo aquel que de alguna manera estimule estados de aislamiento, venda equipos que los propicien o aúpe reuniones en las que cada quien ande por su lado. Lo malo de todo es que, muy acorde con la labor de su ministerio, también la han dejado  sola.
Nadie parece escucharte si  entras, por ejemplo, a  un ascensor con mucha gente  e intentas saludar. Al parecer, en este tiempo, la cortesía es más un insulto que una virtud. A veces, cuando ocurren estas cosas, siempre recuerdo una anécdota de Eloína relacionada con esto de sentir que, aún formando parte de una aglomeración, estás íngrimo en algún lugar.

El escenario fue una reunión de los integrantes del condominio en el que convive. De acuerdo con la hora fijada en la convocatoria, ella llegó algo retardada  y ya la sala escogida para el evento estaba repleta; casi todos los convocados habían hecho acto de presencia. La mayoría de ellos picoteaba con el índice las pantallas de sus teléfonos, como si fueran gallinas escarbando. Entró  corriendo; se sentó en la única silla disponible, en medio del salón,  e intentó una gentileza con la que buscaba liberarse de culpa: "buenas noches, vecinos, ofrezco excusas por llegar tarde".  No obstante, fue como no decirlo; ni un solo concurrente se molestó en responderle. Estaban todos sentados allí pero ausentes, absortos en su soledad compartida.  Enojada ante la carencia de urbanidad del colectivo, mi parienta decidió que, quisieran o no, les haría notar que ella sí estaba allí y que se sentía agraviada ante la indiferencia con que habían recibido su saludo. Ahora sí, todos levantaron el rostro y pusieron cara de asustados, al escucharla gritar con mucha contundencia:

                —¡Llegué tarde porque tengo diarrea y unas flatulencias intolerables hasta para mi propia nariz. Como supuestamente estoy sola porque nadie contestó, a lo mejor se me escapa una!
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