viernes, julio 28, 2017

Señas de identidad (IV): La voz




La llevamos como una marca de lo que somos. Si se interrumpe su desarrollo, podría perderse una parte de nuestra identidad

El momento preciso de la aparición de la voz humana es todavía uno de los misterios de la civilización. Por mucho que antropólogos, lingüistas, fonetistas y tantos otros investigadores se hayan empeñado en ubicarla, cualquier fecha concreta es imprecisa y discutible. Más que una aparición repentina, se trató de un largo proceso de acomodación anatómica, social y cognitiva. Es tan importante que, ante dificultades para hacer uso de ella, el hombre ha creado mecanismos sustitutivos; por ejemplo, las lenguas de señas para los sordos. Va ineludiblemente unida al único medio que nos hace distintos del resto de las especies: el lenguaje. Es tal el milagro de la fonación humana que incluso se ha llegado a afirmar que genéticamente traemos equipo de repuesto. Se alude con ello a las denominadas "falsas bandas vocales" —ubicadas a los lados de las "originales"—. Teóricamente, las mismas podrían activarse mediante ejercitación dirigida por un especialista, en caso de que las otras por alguna razón fallaran.

Es obvio que en esto cumple papel fundamental el cerebro, pero demos eso por sentado para focalizarnos en lo que significa valerse de los distintos órganos que participan en la producción de sonidos lingüísticos. No hay que ser foniatra ni músico para reconocer que existen diferentes tipos de voz. Aunque no sea un imperativo, los mismos guardan una estrecha relación tanto con el grosor de las cuerdas o bandas vocales como con la conformación de lo que se denomina el "sistema fonador": pulmones, laringe, cavidades bucal y nasal.

La voz es una especie de cédula de identidad, en ocasiones tan importante, o tal vez  más, que las huellas dactilares. ¿Quién dudaría que cada voz es diferente del resto? No es norma taxativa, pero la tendencia del timbre masculino va hacia lo grave, en tanto las damas se acercan más a las modalidades agudas. Entre esos bromistas que nunca faltan, son objeto de chanza la mujer de tono muy "grueso" y el caballero de exagerado matiz agudo.

 Con el modo particular de nuestra voz somos capaces de generar cercanía afectiva o rechazo; podemos valernos de ella para seducir, para cautivar, para generar afectos y afinidades. Y, naturalmente, también lo contrario. Es, sin duda, una de nuestras principales cartas de presentación. Una vez que en la adultez se hace definitiva, la llevamos orgullosos cual marca indeleble, símbolo distintivo que permite reconocernos en cualquier circunstancia; es "documento" principal de nuestra personalidad y rasgo inconfundible de lo que somos.

A propósito de todo lo dicho, mi tía Eloína recordará siempre una experiencia que la hizo reflexionar sobre lo importante de la voz como sello identitario.  Era principios de los sesenta del siglo pasado. Invitada por la directora del coro del liceo donde había estudiado, escuchaba cantar a un caballero muy alto y robusto, cuya melodía resaltaba por su extrema agudez en todos los espacios del teatro Baralt de Maracaibo. No entraba en su cabeza que, siendo ya un adulto de cierta edad, aquel corpulento señor cantara con un tono más "femenino" que el de muchas damas. Machista irreductible, aquello le resultaba tan extraño que llegó a creer que se trataba de un bromista o de una cantante lírica disfrazada de varón. Mas no era ni una cosa ni la otra. Mediante técnicas vocales modernas, había sido entrenado para aquello y se dedicaba a actuar como un falso castrato. Se trataba realmente de un contratenor.

Una vez concluida la función, intentaron jugarle una mala pasada y  le inventaron una historia acerca de aquello que había presenciado. Le expresaron que se trataba de alguien que, siendo todavía un niño, había sido sometido a un proceso quirúrgico, a fin de que conservara de por vida su encantatoria y preciosa voz infantil. Quedó estupefacta cuando le aclararon el procedimiento para lograrlo.

—O sea, que lo caparon como a un torete y además de su voz de mujer no podrá tener hijos —inquirió.

—No tanto —le acotó la exdirectora del coro liceísta— solamente le quitaron las bolitas. Tiene su pene como cualquier hombre.

A juicio de mi parienta, aquello era el acabose. Primero, porque privar a alguien de lo que para ella significaba su "masculinidad" le resultaba, si no un crimen, por lo menos una barbaridad. Y, segundo, pensaba que, con tal acción, habían impedido que alguna vez esa persona tuviera personalidad propia como adulto. Para ella, interrumpir tempranamente el avance de lo que sería posteriormente su propia voz, uno de los distintivos de su ser, prácticamente lo dejaba en condiciones de no saber jamás cuál sería su verdadera identidad.


No le faltaba razón. Sin embargo, una vez consciente de que se trataba de una broma, nadie le aclaró que aquella antiquísima técnica había sido real en el pasado. Y persistió por lo menos en algunos coros eclesiásticos hasta finales del siglo XIX. En aras de mantener alguna tesitura infantil privilegiada, se interrumpía mediante cirugía el desarrollo natural de la voz. Se dice que el último de los castrati fue el italiano Alessandro Moreschi (1858-1922),  a quien, con la excusa de extraerle una hernia inguinal, despojaron  de sus testículos a los ocho años de edad. Fue famoso, sin duda, pero un famoso sin voz adulta propia. Aquí remito a un enlace de Youtube por si quieren escuchar sus tonalidades y sentir algo parecido a lo que dejó pasmada a mi tía aquella tarde marabina.  

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