miércoles, noviembre 14, 2007

¿Des-abastecimiento o des-ajuste?

Siempre he sospechado de aquellos sujetos y sujetas que utilizan el lenguaje para impresionar a los demás. A veces no saben ni siquiera lo que están diciendo, pero lo dicen abierta y públicamente. Sin anestesia. Quienes escuchamos nos quedamos ora impresionados, ora sospechosos, casi siempre patidifusos, a veces incluso imposibilitados de reaccionar. Se trata de ciertos profesionales a quienes les corresponde hacer de hablantes públicos, pero desconocen las normas implícitas en tal actitud comunicativa.

Un hablante público es una persona que habla para muchos, a veces sin saber exactamente quiénes son o serán los integrantes de su audiencia. Eso implica una responsabilidad que, si no se asume como lo que es, puede provocar efectos perversos. La gente suele aceptar y repetir, incluso sin estar conciente de ello, mucho de lo que escucha o lee de quienes desde importantes posiciones públicas hablan o escriben para grandes audiencias.

Aunque parezca demasiado pronto, dentro del contexto del comercio venezolano han comenzado las encuestas prenavideñas a los dueños de supermercados, en relación con las expectativas hacia lo que esperan del mes de diciembre. Nunca hemos escuchado o leído que algún comerciante tenga esperanzas positivas en torno a esto, pero esta vez la situación se pinta patética. Siempre en dichas encuestas hay reporte de escasas ganancias, cuando no de pérdidas, incluida la posibilidad de quiebra. No obstante, a toda hora, usted ve cada local repleto de gente.

Hay además un fenómeno muy particular al que en ese ambiente suele denominarse “ajuste de precios”. Motivado por la inminente llegada de un anunciadísimo proceso de reconversión monetaria, los precios han venido cambiando hacia arriba semana a semana. En el comercio nacional, nadie ha conocido jamás ajustes hacia abajo. Para un consumidor cualquiera, todo “ajuste” proveniente de la macroeconomía constituye sencillamente un desajuste de su microeconomía. Por el contrario, ajuste en términos de quien invierte para obtener ganancias exorbitantes significa no sacrificar en lo absoluto esos márgenes.

Me motiva esta duda el hecho de que, aparte de los ya inevitables ajustes pre-decembrinos, ahora complementados con los pre-reconversión, nos estamos acostumbrando en Venezuela a la ausencia de productos que no son precisamente alimentos de lujo. No es que no hay caviar o salmón ahumado. No es que se consigan ingredientes para preparar un fondue o unas codornices en sarcófago. La “escasez”, el “desabastecimiento” o el “acaparamiento” (todo depende de quien responda la encuesta) está muy cerca de nuestra necesaria alimentación cotidiana. En cuanto a la leche, se argumenta que ahora la culpa es de los chinos, nación que según parece ha decidido contratar todas las ubres del mundo entero, sin importarle que quede algo para el resto de los niños del universo. Parece más bien un cuento chino porque basta con viajar a otros países de la región y ver los anaqueles repletos.

No faltará el encuestado que dentro de poco salga a demostrarnos que la carencia de huevos es asunto de gallos y gallinas en huelga de sexos caídos o bajas en la libido de las ponedoras. En cuanto a las sardinas, se dirá que su ausencia en el mercado se relaciona con que los pescadores no reciben dólares para adquirir los “insumos” con que alimentan a los peces. Y, claro, no hay azúcar porque no hay caña y no hay “caña” porque escasea el güisqui. ¿Cuentos de camino?.

Lo curioso de esto es que la publicidad cotidiana, que no cesa, insiste en que comamos huevos, en que la leche es necesaria para el crecimiento y las sardinas son las mejores amigas del colesterol malo, al tiempo que la carencia de glucosa en el cuerpo, implica poca energía y, si no hay energía, pues no se podrá pasar del dicho al lecho.

El colmo de esta situación es que la conseja permanente de la calle es: ¡ Pssss!, ¡hey! ¡compren comiiiida!”.

Ley de la comunicación de la que al parecer se valen quienes quieren hacernos creer que, como en el mundo bizarro de las historietas de Superman, si todo funciona al revés, es posible que terminemos creyendo que es así por naturaleza. No hay, pero igual usted debe consumirlos.

miércoles, octubre 24, 2007

¿Se llamaría de verdad Rafael Bolívar Coronado?




“El lenguaje del llanero es uno de sus muchos detalles pintorescos. Y gentiles. En esto es marcadamente andaluz, sus exageraciones, sus embustes, su propensión a la burla y la guasa, delatan a leguas el abolengo de los vaqueros de las riberas del Guadalquivir”.

Esta cita corresponde a la segunda edición (1944) del libro El llanero (Estudio de Sociología Venezolana), publicado por primera vez en España (editorial América, volumen 24 ¿1918?), cuyo entusiasta propietario fuera el escritor, editor y diplomático venezolano Rufino Blanco Fombona. Dicho volumen aparece firmado por el escritor venezolano Daniel Mendoza.
La misma editorial “reeditó” un libro intitulado Letras españolas, primera mitad del siglo XIX (volumen 43), firmado por el ilustre académico venezolano Rafael María Baralt, primer hispanoamericano que ingresó a la Real Academia Española como individuo de número. El volumen 25 de la Biblioteca de Ciencias Políticas y Sociales corresponde a las Obras científicas de Agustín Codazzi.
En realidad, ninguno de los tres escritores referidos arriba era el autor verdadero (o al menos no el autor del contenido total) de los citados volúmenes. Detrás de cada autoría (re)conocida en esos libros, y en muchos otros, estaba la sombra (perversa para algunos, genial para otros) de quien ha sido a mi juicio uno de los más originales y menos (re)conocidos escritores de la literatura venezolana. Un hombre que, a lo mejor, sin proponérselo, desveló para nuestra historia literaria el misterio de la importancia de la literatura para la vida pública: si no eres nadie dentro del mundo literario, poco puedes hacer para ser visto por los demás como escritor. De ese modo, a través de esos mismos recursos de lenguaje con que caracteriza al llanero venezolano (con “sus exageraciones, sus embustes, su propensión a la burla y la guasa”), el verdadero autor de tales volúmenes pondría en tela de juicio la noción del escritor que desahoga su ego a través de la literatura. Y lo haría mediante la parodia de proponerse a sí mismo como el único escritor venezolano “con más de seiscientos nombres”. Así lo ha bautizado Rafael Ramón Castellanos en su libro sobre este curioso personaje, publicado en 1993.
Treinta y nueve años de “ruidosa” vida fueron entonces suficientes para que Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) ocupara el espacio escritural de 656 heterónimos o seudónimos.
En honor a la verdad, aparte de habérsele reconocido después de muchos años su autoría de la letra de lo que popularmente se conoce como nuestro segundo Himno Nacional, el joropo Alma Llanera (parte de la zarzuela del mismo nombre, con música de Pedro Elías Gutiérrez, pieza musical consagrada por la sabiduría popular para despedir a los últimos borrachos de las fiestas), nuestra canónica y siempre cuidadosa y conservadora crítica literaria ha soslayado su nombre. Lo ha mostrado más bien como un farsante o timador de identidades, baluarte venezolano de la literatura apócrifa.
 No es entonces un escritor conocido por la vía de lo que sí podemos suponer como obras propias, que también las tuvo (Corazón. Memorias de una niña rubia, 1918; Memorias de un semibárbaro, 1919) sino como el primer burlista de algunos de nuestros más connotados hombres públicos de la letras. Y esta actitud rebasa a mi juicio los límites de la guasa y la charlatanería, porque implica una severa crítica al establisment político de su momento y sus particulares maneras de consagrar a los escritores a través de la adulancia, cuando no de los cargos diplomáticos, hábito muy común durante la dictadura de Juan Vicente Gómez, tiempo en el cual le correspondió actuar a Bolívar Coronado.
Apreciemos su justificación ante tal actitud: “Como yo no tengo nombre en la República de las Letras, he tenido que usar el de los consagrados, porque yo no puedo darme el lujo de que me salgan telarañas en las muelas”. Quiso decir: o escribo con pomposos nombres ajenos o me muero de hambre; o me apropio de la fama y reconocimiento de otros o perezco. Asunto de supervivencia, literaria y de la otra, la que más te afecta. Y para corroborar tan sencillo argumento, asumió para sí la función de ficcionauta recurrente; sujeto social que vive por, para y dentro de la ficción. Una maravilla, pues, un pequeño salto hacia estos tiempos en que vivir dentro de la ficción se ha vuelto tan real que ya no sabemos si vivimos en la red o fuera de ella.
Espíritu absoluto de rebeldía, luego de obtener un poco relevante premio literario local, Bolívar Coronado se marcha a España estimulado por el gobierno del bagre dictador y, una vez allí, lo primero que hace es volverse opositor del régimen venezolano y aliarse con el sindicalismo de la izquierda española. No obstante, para sobrevivir económicamente, otra vez debe valerse de sus dotes de escritor genial y es cuando, aupado por la editorial América, inicia su mejor etapa de farsa para comenzar a escribir con nombres prestados. Sus escritos calzarán entonces la firma de múltiples autores, algunos vivos, pero no más vivos que él, otros fallecidos, muchos inventados, inexistentes. Valga mencionar solo otros de los tantos nombres públicos locales de que se valió: Andrés Bello, Francisco Lago Martí (sic), Enrique Soublette, J.A. Pérez Bonalde, Jacinto Gutiérrez Coll, Joaquín Antonio Crespo, Juan Santaella, Juan Vicente Gómez, Pío Gil, José Antonio Calcaño, Arturo Uslar Pietri.
A su propio editor, Rufino Blanco Fombona, nada menos que al coterráneo regente de la editorial América, lo parodió mediante diversos apelativos como Fomborino Blanco Rufián, Rabino Fombo Blancona, Rufino Mata Blanconi, Rufino Negro Assesin, Ventura Blanco Fombona. Por cierto, se cuenta que Blanco Fombona anduvo en busca del plagiario con intenciones de enviarlo a apropiarse de nombres de escritores del otro mundo. Afortunadamente nunca lo localizó. Y esto sin decir nada de los nombres de escritores extranjeros con que también se cubrió, como para coger palco y sentarse a aplaudirlo: Cervantes, Unamuno, Sor Juana Inés, Ricardo Palma, Amado Nervo… O del modo como parodió al cónsul venezolano en Barcelona, adulante de Juan Vicente Gómez, Alberto Urbaneja, quien lo persiguió incansablemente y acusó de conspirador ante las autoridades españolas de la época (Urbano Cabroneja, Alberto Mierdaneja, Alberto Cabroneja).
Fuera del campo literario, Bolívar Coronado aportó unas apócrifas crónicas sobre la conquista y colonización de América y las atribuyó a heterónimos como Juan de Ocampo, Mateo Motalvo de Jarana y F. Salcedo Ordóñez.
Apreciemos lo que sobre el “cronista” Juan de Ocampo, presunto maestre y jesuita español, expresan  dos  reconocidos investigadores venezolanos:
“El maestre Juan de Ocampo escribió varias obras referentes a Venezuela. A pesar de su lenguaje cargado de exageraciones, a veces sus referencias coinciden con las de autores fidedignos… Declara haber basado su trabajo sobre Guaicaipuro en otro cierto abate Moulin, del cual nada hemos podido averiguar.” (Miguel Acosta Saignes, 1946)

“El biógrafo de los caciques heroicos, el maestre Juan de Ocampo, nos dejó un cuadro de la naturaleza venezolana, mezclado de leyendas, geografía e historia…
¡Qué fresco corre el estilo para pintar las excelencias de nuestra naturaleza tropical!” (Ismael Puerta Flores, 1964).

De manera que sus parodias autorales fueron tan ajustadas que logró incluso que algunas de “sus obras” fueran referenciadas por importantes investigadores posteriores, hecho que condujo a la conversión de la ficción en verdad pública. Así, Bolívar Coronado hizo gala de su sátira total hacia la institucionalidad literaria.
Pero hay más: su arremetida no solo iba dirigida a los escritores de cuyos apelativos se apropió, también los editores estaban en su mira: “Ellos necesitaban nombres famosos: yo necesitaba trabajar para salir de apuros que comenzaban a hacerse también famosos”.
En las bibliotecas españolas todavía pueden consultarse “sus obras”. Y en el universo de la literatura venezolana todavía hace falta fijarse, no solo en su capacidad para la apropiación de nombres ajenos, sino también para estudiar su inmersión desenfadada en la fantasía, la burla y la farsa con que asumió el rol utilitario de la literatura. Todo con el fin de sobrevivir dentro de un universo en el que un escritor ignorado, desconocido y genial, un autor que no ejerció ningún cargo en la administración pública ni fue un político relevante, igual ocupó los puestos de muchos otros de quienes se burló.
Esto puede gustar o no, pero casi me atrevería a decir que se trata de un caso único en el mundo.
Rafael Bolívar Coronado es entonces un nombre para recordar en estos tiempos en que la red de redes ha puesto en peligro las vanidades egocéntricas propias de la autoría individual y el celo indiscutible y desbocado de muchos autores para que sus nombres se vuelvan famosos  y brillen. Un auténtico y genial escritor de ficción que bien merece ser tomado en cuenta a la hora de estudiar la relación entre literatura y vida pública. Hoy ni siquiera estamos seguros de que su nombre verdadero fuera Rafael Bolívar Coronado. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo no caer en la tentación de que ese fuera otro heterónimo? La sustitución de múltiples identidades, la tendencia casi natural a “fabricarse” sus propias máscaras a expensas de otros, hacen percibirlo como un autor identificado plenamente con  lo que hoy es posible a través de la Internet: aparecer ante los demás mediante el diseño de una personalidad fingida, elaborada únicamente con un propósito de supervivencia discursiva. Sin embargo, jugar al juego de las múltiples identidades a través de la red es, si se quiere, una estratagema mucho más sencilla que la que él asumiera como conducta de vida. A fin de cuentas, el universo virtual es un entorno en el que todos  tenemos acceso a la misma estrategia de disfrazarnos sin demasiados riesgos.  Por el contrario, los riesgos de Bolívar Coronado llegaron a implicar incluso la posibilidad de la pérdida de su vida. No es aventurado creer que un engañado Rufino Blanco Fombona, más que conocido por sus arrebatos emocionales y enfrentamientos, quisiera en algún momento cobrar las afrentas a que públicamente lo sometiera aquel simpático farsante profesional.
Pero, aparte de eso, hay un hecho relacionado con la vida de RBC que igual ha llamado nuestra atención. Durante su estada en Madrid, Bolívar Coronado fue también protegido por el poeta español Francisco Villaespesa (1877-1936), autor de una vasta obra lírica y quien alguna vez visitó Venezuela. Entre nosotros, el dictador Juan Vicente Gómez encargó a Villaespesa la puesta en escena del drama Bolívar. Este hecho aparece reseñado en las Memorias de un venezolano de la decadencia (de José Rafael Pocaterra). Allí, con  una pluma tan urticante como la de Bolívar Coronado, Pocaterra alude a la presencia del poeta español entre nosotros y lo hace sin ninguna simpatía hacia él. Lo califica de “poeta grasiento de medio pelo”, “rimador acatable”, “poetón sucio y rastrero”.
Así que Bolívar Coronado trabajaba en el exterior para un autor extranjero adulador de Gómez. Hay aquí un curioso cruce de dos escritores venezolanos, hasta cierto punto parecidos en su actitud  y estilo literario, y de comunes sentimientos hacia el dictador.  Una misteriosa coincidencia que posiblemente fuera ignorada por los tres, principalmente por aquel poeta, protector de uno, defenestrado por el otro. Queda pendiente esa indagación, pero bien pudiéramos pensar que Bolívar Coronado pudo haber sido un personaje digno de la obra testimonial de ese otro escritor insigne, el autor de los Cuentos grotescos (1922), también considerado algunas veces como segundón por la tradición crítica nacional.
Cada lapso histórico, gubernamental o ideológico, ha buscado sustentarse y apoyarse a partir de la figura de escritores emblemáticos. E igual, cada vez parece haber existido el parodista que se burle de tales aspiraciones. El mismo José Rafael Pocaterra publicó en 1913 una novela intitulada Política Feminista. Más adelante cambiaría ese título por el de El Doctor Bebé (1918), en directa alusión paródica al apellido de un gobernante gomecista de nombre Samuel Eugenio Niño, médico, compositor y político tachirense (1869-1941), adulante del dictador Cipriano Castro y después de Juan Vicente Gómez. El llamado “Gomecismo” prácticamente adoptó como política de Estado rodearse de un conjunto de escritores importantes, casi todos afectos al modernismo, nombres ilustres de plumarios que de alguna manera dieran “brillo” y lavaran el rostro manchado de la más extensa de nuestras dictaduras (ejemplos hay de sobra, pero limitémonos a tres que no dejan lugar a dudas: César Zumeta, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll). No obstante, tampoco faltó un poeta y humorista genial como Leoncio Martínez (Leo, 1888-1941), autor del célebre poema “Balada del preso insomne”, quien sufriera cárcel por sus atrevidas críticas a las políticas públicas de Juan Vicente Gómez. Baste citar aquí los versos con que cierra aquel luminoso poema: ¡Ay, quién sabe si para entonces, / ya cerca del año 2000, /  esté alumbrando libertades / el claro sol de mi país!
Tal vez sea un azar, pero también fue Martínez (en 1914) el autor de la escenografía para la zarzuela Alma llanera, cuyo autor de la letra fuera precisamente el mismo Rafael Bolívar Coronado. Como en la canción Pedro navaja, la vida te da sorpresas. Dios los cría en la literatura y ellos se juntan en la parodia.

Nota: modificado por el autor, 01-11-2012

sábado, septiembre 29, 2007

Felipe Pirela, BOLERISTA DEL UNIVERSO








Muchos de mis amigos más cercanos saben que soy adicto convicto y confeso a la música de rocola, que no tengo vergüenza al expresar mis gustos por lo popular (el lenguaje, la música, la cultura en general) ni por esos cantantes que sin mucho esfuerzo aparente se van volviendo parte de nuestra vida. Con ellos vivimos, padecemos, soñamos y pensamos el mundo. Y si alguien me forzara a escribir tres nombres venezolanos ineludibles en ese inventario, pues respondería sin ambages que son FELIPE PIRELA (en el más alto pedestal del podio), ALFREDO SADEL Y LILA MORILLO. Palurdeces o aberraciones de clase de las que no he podido desprenderme, pero que además proclamo con orgullo. En el caso de la música, soy rocolero obsesivo compulsivo ¿y qué?.



Hoy confieso que admiro mucho más a Felipe Pirela, que me he metido en su vida y he rememorado los tiempos en que aspiraba a escribir una novela o un cuento que lo fijara definitivamente en la memoria de este país. Que le dijera a otros de lo que se han perdido quienes no lo han escuchado o no se han familiarizado con los boleros que consagró esa voz mágica, maravillosa, misteriosa, envolvente, única. Gracias Felipe.



También he creído siempre que, como a los escritores, a cada cantante popular que ha sido marginado por sus propios congéneres, le llega su sábado. Y al menos yo creo que estamos disfrutando hoy la plena hora de Pirela. Gracias Luis Ugueto, aunque no nos conocemos, creo que la admiración por “Pipito” (como le decían familiarmente a Pirela) nos acerca.



Aterrizo entonces con esta duda melódica para manifestar, sin importarme si resulto cursi, estrambótico o hiperbólico, la plena satisfacción y contentura que he respirado desde que (en agosto pasado) comencé a leer el libro “Lo que es la vida” Felipe Pirela (Caracas: El perro y la rana, 2006). Me lo obsequió mi entrañable amigo y compañero de andanzas Cigilberto Ramírez, auténtico y muy sincero cultor de (y por) lo venezolano. Y desde que lo hizo, no hemos hecho más que comentar a nuestros amigos el acierto fabuloso de su joven autor, Luis Ugueto, a quien tenemos que agradecer las 319 páginas sin desperdicio ninguno en las que, a partir de una incuestionable y amplísima investigación documental, nos muestra completa, sin fisuras, sin complejos, sin compromisos, con altos y bajos, la vida de “El bolerista de América”.



El autor del libro se ha metido de verdad en la trayectoria vital de este innegable ídolo nuestro (nacido en Maracaibo, en 1941, y lamentablemente asesinado por una oscura y, a mi juicio, todavía misteriosa mano, en Puerto Rico, 1972). Ugueto ha colocado a Felipe en el justo sitial de gloria que como héroe musical nuestro le corresponde. El libro despierta inquietudes, gratifica, incita a la curiosidad. La manera como presenta la secuencia de entrevistas realizadas a diversos personajes que conocieron de cerca a Pirela le otorga a su escritura una atmósfera de narración majestuosa de la que se hace difícil desprenderse.



Y si a eso se le suma la profusa y muy bien hilvanada documentación de prensa, pues nada, el libro se vuelve una fuente inagotable de presencias de Felipe. Su veloz y muy exitosa carrera como cantante se nos confunde con una vida accidentada, marcada por la envidia y cierto egoísmo de un contexto en el que marcó pauta frente a otros grandes cantantes, signada por la fatalidad de un matrimonio a todas luces infeliz, impregnada por múltiples desprecios y agravios sufridos dentro del patio, salpicada de algunas actitudes sospechosas en el entorno del cantante, y también, claro, de voces y presencias amigas que contribuyeron a su éxito. Aparte de aludir a las preocupaciones recurrentes por el destino de su hija Lennis Beatriz Pirela (en la foto, con el autor del libro), de sus hermanos y de su madre coraje, doña Lucía Morón González, desde siempre confiada en la voz privilegiada del hijo.



Pero Ugueto no ha escrito sólo la vida de un cantante al que admiramos y hacemos más nuestro en la medida en que vamos avanzando en los capítulos del libro. Ha mostrado además la aureola de falsedades, las pequeñeces de algunas personas de nuestro ambiente musical y político, ha desvelado algunos entretelones del mundillo venezolano d ela farándula, cuando no una radiografía de traiciones, zancadillas y ratapeludeces emanadas del entorno. Y, sobre todo, ha consagrado para las futuras generaciones, la figura majestuosa, imponente, de nuestro mejor bolerista, requeteadmirado e idolotrado en otras latitudes (Puerto Rico, México, Colombia, por ejemplo) pero, vaya paradoja, no pocas veces dejado de lado hasta ahora entre nosotros. Gracias, Luis Ugueto, con investigaciones obsesivas e impecables como la suya, se contribuye de verdad a configurar una imagen realista, sin tapujos, del país que hemos sido, somos y podremos ser.



Lo que es la vida, mi admirado Felipe, qué maravilla que entre nosotros haya comenzado a llegar por fin tu sábado. No me cansaré de repetir y reiterar mi agradecimiento por ese sendero hacia la ruta vivencial de ese héroe musical en el que logra sumergirnos el libro. De ahora en adelante habremos de llamarlo a grito sostenido y con orgullo sincero El BOLERISTA DEL UNIVERSO.


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Nota: La fotografía inserta en esta duda procede del blog del autor del libro (http://elboleristadeamerica.blogspot.com/). La dirección he localizado a través de la publicación de una entrevista en el semanario Todos adentro. Caracas, 28 de julio de 2007, p.7.



jueves, agosto 16, 2007

Torturas aeroportuarias del siglo XXI


Fuente de la imagen: http://diario-de-alas97.blogspot.com/2010/11/clamor-en-eeuu-contra-los-porno.html

 Viajar por avión en estos tiempos se ha convertido en un verdadero martirio porque, al parecer, principalmente algunas tipologías de pasajeros nos hemos vuelto sospechosos de cualquier cosa, sin saberlo.
Día a día salen nuevas normas impuestas desde los centros corporativos donde se gerencian las supuestas medidas de seguridad de la aviación comercial.

Así, para algunas personas, cada vez se vuelve más incómodo atravesar las entradas de los aeropuertos. Sobre todo, si tienen aspecto de indígena, piel de color o facha de árabe en fuga. En promedio, las medidas van desde quitarte los zapatos, el reloj, el cinturón, los abrigos, y cuanta prenda de vestir pueda generar resquemor en alguno de los (generalmente) poco amables funcionarios de seguridad. Y como si eso no fuera suficiente, después de la desvestida inicial y del pornoescaneo total de tu cuerpo cobarde y del equipaje, te confronta un señor o señora que con rostro bastante duro y actitud de mandón te conmina a ponerte “manos arriba” (como en las series de televisión) y rastrea todo tu cuerpo con un aparatito de forma fálica que más bien parece haber sido elaborado para probar el umbral de tus cosquillas.

Viene luego el susto mayor. Algún policía ubicado justamente a la entrada de esa especie de chorizo acordeonado que conduce hacia la nave te pasa de nuevo las manos por todo el cuerpo y, dependiendo de su “intuición”, te obliga o no a acudir a una solitaria habitación en la que te conmina a desvestirte de nuevo totalmente.
No obstante, cuando crees que han concluido todas las sobadas y humillaciones posibles, aparece de nuevo el fantasma de la requisa en el momento de llegar a tu aeropuerto de destino. Pareciera que a todos los funcionarios de inmigración se les ha educado para que sospechen que acudes a otro país con la finalidad de convertirte en inmigrante ilegal o que eres un terrorista camuflado de ciudadano convencional. De modo que nunca falta el largo cuestionario que debes responder, en el que incluso hemos vivido la fantasía de que se nos inquiera si alguno de nuestros abuelos habla o hablaba inglés o, en el caso de llegar a algún aeródromo antillano, si sabes dónde quedan en Caracas las esquinas de Madrices y Sociedad.
A veces me ha provocado gritarles a tan particulares gendarmes que vivo en un país de donde, al menos hasta ahora, no deseo marcharme y que jamás me ha tentado la marruñequería de ser tildado de extranjero en otro lugar o de creer ingenuamente en la presunta felicidad total que se logra siempre en ciertas “naciones desarrolladas”.
Algún misterioso decreto ha dejado muy claro que cualquier objeto que portes durante el vuelo puede convertirse en una peligrosa arma para someter a la tripulación. De allí la nueva modalidad según la cual no puedes llevar contigo pasta dental, desodorantes en crema o gel, jabón, afeitadoras de cualquier naturaleza ni ningún tipo de líquidos. Uno se imagina a algún humilde pasajero amenazando con saña al piloto mientras le coloca en frente una pasta de jabón al tiempo que le indica: ¡Si no desvías el avión, te obligaré a bañarte durante una semana completa!. O agarrando a la azafata y apuntándole con el envase de desodorante: ¡O te lo pones en tus axilas o te bajas del avión!
En relación con esto, me correspondió padecer alguna vez una extraña situación relacionada con este afán de la hiperseguridad. Ocurrió en el aeropuerto de Lima.  Primero, porque, según los funcionarios de Alan García (el presidente de ese momento), durante el paso por las casetas donde con máquinas y manos te revisan hasta el codo, los viajeros no pueden portar botellines de agua para calmar su sed, aunque curiosamente sí pueden comprarlas a un muy alto costo cuando están dentro de la zona de embarque.
Pero esa vez apareció una guinda que coronaba el pastel, la excusa perfecta para una duda melódica de tiempos vacacionales. La re-cuento:
Tanto mi esposa como yo llevábamos sendos frascos de perfume en nuestros respectivos equipajes de mano. Pues, les cuento que un policía macho masculino, cruce de quechua originario con entonación argentina porteña, decomisó el mío, pero no el de ella y me indicó que para poder pasarlo debía transportarlo en una “bolsa de ziploc”. Para quienes no lo saben, Ziploc es una de las marcas de esas bolsitas que tienen una especie de cierre hermético que puedes abrir de manera muy fácil. Por eso nunca comprendí la razón por la cual el portar un perfume deja de ser sospechoso si lo llevas metido en un empaque de esa naturaleza. Ni tampoco por qué la bolsa debe ser de esa marca. Asuntos del capitalismo y los tratados comerciales, supongo. Pero viviré toda la vida con esos enigmas porque nadie supo ofrecerme razones valederas.
Y por supuesto que tampoco sabré jamás por qué la regla aplica al perfume masculino y no al femenino. A menos que dependa del sexo del guardia que revise tu equipaje.
No he dicho que (con mucho orgullo) tengo estatura y rasgos indígenas que heredé de mi madre, mi abuela, mi bisabuela y mi tatarabuela timoto-cuica. Y, al parecer, ello me convierte en sospechoso recurrente para cualquier tombo del mundo universo. Pero igualmente, también heredé de dicha etnia el arte de insistir mentalmente en reiterados deseos para alguien que (de cualquier manera) nos ha ofendido o maltratado.
 Por eso mismo, desde aquel ya lejano día de mi regreso a Caracas, he estado imaginando recurrentemente  la escena de un policía peruano que se pone lo que fue mi perfume (decomisado por él) antes de salir a ver a su novia. De acuerdo con mi visualización, aquella fragancia le ocasiona una picazón alérgica que no le dejará vivir en paz durante varios días. Sin saber por qué, se le formarían unos inmensos rosetones y llagas que le harán recordar mi porte de timoto-cuica sonriente. Que así haya sido, señor gendarme del altiplano.