miércoles, abril 25, 2007

Crítica literaria y llanto literatoso

Los PerdomoLos últimos días se han tornado verdaderamente interesantes para reavivar el proceso de nuestra siempre vapuleada crítica literaria local. Se retoman las discusiones de siempre y casi regresamos al mero principio de los comienzos. La crítica seria y responsable se confunde con el lamento borincano de los criticones. La chispa de una discusión que ya es cíclica y recurrente en Venezuela, se ha disparado otra vez debido a la presencia de un nuevo intento por hacer comentarios críticos acerca de la literatura local.

Todo comenzó hace ya unas tres semanas, cuando un mensaje de correo electrónico invitaba a la visita de una nueva página virtual dedicada a la crítica literaria. Me refiero a Los Perdomo C.A. Bienvenida toda iniciativa que aspire a poner orden en este berenjenal en el que –ya lo he dicho antes- se ha venido repitiendo hasta la saciedad que no hay crítica, que todo se limita a la “fastidiosa pedantería académica para especialistas”. Mas cuando alguien intenta otra posibilidad, aparecen nuevos motivos para perpetuar el llantén de los llorosos. Por eso he dicho otras veces que la crítica es una familia suicida. La aniquila el chingo y la remata el sin nariz.

Apenas ingresé en el blog me encontré con dos tipos de opiniones bastante contrapuestas. Unas muy ponderadas (positivas o negativas, no importa) y otras más bien dedicadas a la ofensa gratuita, al descrédito y hasta a la descalificación de los propósitos, cuando no a la chanza de algunos “opinantes anónimos” que no escriben ni sobre las reseñas ni sobre los libros reseñados, sino sobre otros asuntos muy personales.


Hay incluso un comentario que en tono de broma intenta mezclar a mi tía Eloína en la discusión. Nada podemos decir ni ella ni yo a su autor o autora anónimo-a. Lo aceptamos porque mi parienta es un personaje público y nadie la ha mandado a meterse en este boscaje confuso, brumoso y polémico que es el mundillo de la literatura. Además, no sabemos quién es el o la comentarista: “Perro que no conocemos, no le jorungamos la cola”.

La última vezCon otros cuatro escritores, dos de acá, dos extranjeros, participé como jurado en la última versión del Premio Adriano González León. Justamente, ése en el que, por la vía del seudónimo, se premió la novela La última vez, que resultó ser del periodista Héctor Bujanda y que ahora ha publicado la editorial Norma. Si a ese resultado llegamos como colectivo y yo lo suscribí complacido y sin ningún tipo de miramientos, pues no puedo estar de acuerdo con los juicios emitidos en Los Perdomo acerca de la novela. Aunque creo que es su derecho formularlos. Pero tampoco la defenderé, como esperan algunos, porque La duda melódica no es una defensoría de nada. No me corresponde. Sólo soy vocero de Eloína Padrón. Y de vaina. De nadie más.

No comparto los argumentos, insisto, pero eso no me impide reconocer que son coherentes, hilvanados, pensados. Bastantes veces he repetido (incluso en esta misma página) que los escritores venezolanos, sobre todo los que sólo se sienten “escritores de ficción” –aunque “matan tigres” con otros géneros y con otras actividades- han pasado la vida clamando por la existencia de la crítica literaria.

Y en cuanto a si la crítica se hace anónima o no, mediante seudónimo o firma explícita, pues son opciones que ofrece la red y cada cual tiene derecho a escoger la suya. Lo que sí es cierto es que, desde esta casi milagrosa blogósfera, ha surgido una posibilidad de distanciamiento entre el crítico y los autores u obras que se comentan y ello, sin duda, promete un desarrollo interesante para fortalecer la evaluación y divulgación de la literatura. Sobre todo, con escasos compromisos afectivos o personales. Para la crítica, la anonimia o seudonimia posibles en la red han facilitado el oficio de los suicidas del pasado desde dos perspectivas contrapuestas: un sano, responsable y (hasta donde se puede) equilibrado anonimato, o una reprochable y deshonesta actitud de retaliación. Si por cualquier razón se desea ser invisible, esperemos que prevalezca la primera.

Creo que eso nos interesa a todos, incluido ese colectivo lloroso y quejoso que, explícita o implícitamente, se ha pasado la vida negando a la crítica.

miércoles, abril 11, 2007

¿Quién corrige a quién cuando hablamos o escribimos?








Aprovechemos que, gracias a que falta poco para que se cumpla el tercer centenario de la Real Academia Española (1914), la lengua de Cervantes está de moda en el mundo. Y lo está además porque anda cercano a la minucia de 440 millones de hablantes, aparte de ser ya la segunda lengua  del mundo. Según reporte del proyecto El valor económico del español, octubre 2012, ya no manda el mandarín y aunque en expansión geográfica el inglés nos sigue acoquinando, la pelea como lengua fuerte estamos dando.
 Eso autoriza a Eloína para (entro) meterse en asuntos propios del español que hablamos en Venezuela. Y lo hace a partir de una pregunta recurrente de amigos y estudiantes: ¿Cómo actuamos lingüísticamente los venezolanos cuando hacemos uso del español?
Pues nada diferente de como lo hacen otros grupos sociales, incluso aquellos que hablan otra lengua o una variedad distinta de la nuestra. Si posteriorizamos (“aspiramos” dicen algunos) las eses a final de sílaba o de palabra, a veces en exceso, es cierto, ( “laj cosaj ejtán bajtante mejorej”) o algunos de nuestros hablantes abusan en ocasiones de las llamadas muletillas (“o sea”, “okey”, “digamos”, “¿sabes?”), no se trata de fenómenos exclusivamente nuestros.
 ¿Quién se preocupa por la tendencia de los galohablantes a omitir las vocales de final de palabra o por la frecuencia con que los anglohablantes contraen las frases y a veces reducen sus expresiones a conglomerados de puras consonantes que casi parecen mensajes de esos que se escriben ahora a través de los teléfonos móviles o celulares?
Lo que sí abunda en todas partes son los correctores espontáneos. Sin ver el techo de vidrio en el que cobijan su habla particular, son muchos los hablantes públicos de nuestro medio (escritores, docentes, comunicadores sociales, políticos, gobernantes, parlamentarios, etc.) que se quejan recurrentemente de lo mal que hablamos y de la manera en que presuntamente contribuyen “los otros” a deteriorar el idioma. Incapaces de mirar su propio techo de vidrio, usualmente se limitan a mirar nada más la paja en el ojo ajeno.
Si en realidad existiera de nuestra parte, como colectivo, una tendencia al desgaste, a la descomposición del español, la responsabilidad no solo recae en quienes han tenido menos acceso la educación formal. Muchos podríamos ser los implicados y no sólo aquellos que no están de nuestro lado o no utilizan el lenguaje como esperamos que lo hagan.
Entre quienes se rasgan las camisas y las comisuras “defendiendo el cuerpo herido del idioma”, no es difícil detectar hábitos verbales que distan mucho del uso adecuado. Cito ejemplos que he atrapado al azar en la prensa, la radio, la televisión, la publicidad y la lengua oral cotidiana: entre otras cosas, abunda el abuso de las eses exageradamente pronunciadas (para contraponerlas precisamente a las “esesss possssteriorizadassss”). Por otra parte, pareciera que en las escuelas de teatro, locución y comunicación social sobrevive algún duende oculto que insiste en que se pronuncia “labidentalmente” toda palabra que comience por V (vida, voy, venga…), articulando así un segmento fónico inexistente en el español. No es errado pronunciar esa v corta (o “uve” como le dicen en otros países hispanoaheblantes) como [b]. La falla más bien radica en insistir en una forzada y artificial pronunciación que casi obliga a quien intenta pronunciarla a morderse el labio inferior. En términos serpentiles el fenómeno podría denominarse “mordedura labiodental”.
Recordamos además la intromisión recurrente de una [k] en palabras como “piscina”, “absoluto”, “etcétera” y “escena” (que muchos gratuitos correctores suelen pronunciar como [piksína], [aksolúto], [eksétera] y “[ekséna”]. Por otra parte, expresiones como “darse cuenta que”, “pensar de que”, “motivado a”, “habemos”, “haiga” y “vinistes” (algunas de ellas censuradas por unos y aceptadas por otros) se han vuelto parte del habla la cotidiana de muchos de nuestros hablantes públicos. Gente muy importante, inflada y egocéntrica, que habla a través de los medios audiovisuales y de la que los oyentes van asimilando pronunciaciones que terminan repitiendo sin darse cuenta. Sin decir nada de giros y palabras tan comunes en la oralidad de estos días como “dividí” ( digital video disc ) y “cidí” (compact disc), “timoshon” (Text-motion), “pendraiv” (pen drive), “full empleo” (empleo total) “jaquear” y “desjaquear” (del inglés hacker).
Hay otros ejemplos que, por haber sido escuchados de hablantes públicos irresponsables (muchas veces hipercorrectores gratuitos), se extendieron originalmente como bromas populares y han comenzado a escucharse o leerse cual si fueran auténticas frases originales. Por ejemplo, “popol vuh” (por vox populi ), “mato grosso” (cuando se quiere presumir del latinazo grosso modo), “equidistante” e “inverosímil” (en lugar de “equivalente” e “indiferente”):
-¿Prefieres el tren o el autobús?
-*Me es “inverosímil”
Mención aparte merecen los lugares comunes de algunos redactores de noticias. No son pocos los que insisten en repetir expresiones harto gastadas y a veces hasta redundantes como “testigo ocular”, “vital líquido”, “tricolor patrio”, “imágenes elocuentes”, “lapso de tiempo”, “mortal suicidio” o “sucesos de proporciones incalculables”. Y ni hablar de aquellos que ante cualquier expresión que los complazca, cuando desean asentir, solo pueden expresar “¡Eso es correcto, mi hermano!”. No es extraña tampoco la tendencia a “masculinizar” a través de los medios algunos sustantivos que aluden a profesiones ejercidas por damas: “ella es sicólogo”, “La médico forense”, “una ministro muy enérgica”. Luego de una ardua y muy razonable lucha por la igualdad de género en todos los aspectos, hay incluso damas de notable influencia pública que no aceptan que sus oficios sean expresados con terminación en femenino. Es verdad que hay oficios y profesiones que en femenino suenan casi como malas palabras (miembra, fiscala, concejala, ingeniera, médica), pero seguirán siendo extrañas al oído mientras más se las rechace.
Y, cuidado, no me refiero a lo que sí pudieran ser consideradas creaciones propias del (in) genio de los hablantes. He escuchado con grata sorpresa como un lúcido pescador del oriente del país, cuando desea expresar que alguien además de pícaro es tramposo, lo llama “picardioso”. Así mismo, algunos jóvenes de hoy utilizan el verbo “mensajear” para referirse exclusivamente a la acción y efecto de remitir notas a través de teléfonos celulares. Igual que me parecen dignas de estudio desprejuiciado esas instantáneas y hermosas respuestas que muchos hablantes de hoy ofrecen ante las interrogantes o peticiones, como “Sí va” o “¡Dale, pues!”.
Aparte de eso, la mitificación histórica de nuestra actividad como profesores o investigadores del lenguaje ha contribuido a crear la idea de que estamos en la obligación de conocer absolutamente todo lo que tenga que ver con su uso, desuso y abuso y, por supuesto, a no equivocarnos jamás. Casi como asumir que los médicos no tienen derecho a enfermarse o que los dentistas están exentos de caries.
Quienes por alguna razón vivimos de la lengua, tenemos también “mala lengua”, aunque estamos en permanente riesgo de que, como en las películas gringas, cualquier cosa que hagamos, digamos o juzguemos, pueda ser utilizada contra nosotros mismos. Hasta cuando vamos de consulta médica, terminamos siendo consultados. Se nos pregunta usualmente si tal vocablo existe o no, como si fuéramos dioses para pronosticar o promulgar la “existencia” de los vocablos. Toda palabra tiene existencia desde el momento en que se la utiliza. En el supermercado u otros espacios, nunca falta la cajera, el ama de casa, el vecino o el profesional que nos increpa con sus dudas: ¿Por qué los jóvenes de ahora dicen tanto “cartelúo”, “demasiado buena”, “arrugar” y “burda de”?; ¿cómo hago para que mi hermano no repita tantas veces “coye” o “bicho y bichito”?, ¿qué me querrá decir mi hija cuando me reclama que la observo con mirada ‘puntofijista’?”, “profesor, cómo hace un viejtito para irse demasiado?”  A ese respecto mi tía Eloína suele decir que los chamos de ahora pertenecen a la generación VON-ICO: casi todas las frases de conversación entre ellos comienzan o terminan en “güevón-a” (pronunciado informalmente como “guon”) o “marico-a”. (¡No güevón, sí márico!). Y son tan cifradas, que solamente las entienden los interlocutores:
 -¡Marica, ¿qué te pareció la vaina?
 -¡Arrechísima, espectacular, güevona!
En fin, aunque siempre debemos tener cuidado sobre dónde, para qué y con quien utilizamos el idioma, no ganamos nada cultivando irreflexivamente la creencia según la cual los hablantes del español de Venezuela somos como colectivo los peores del ámbito idiomático hispano (a veces autoexcluyéndonos individualmente y con cierta pedantería como la excepción de la regla, creyéndonos los únicos chéveres e infalibles del conjunto corrupto y pervertido). Cuando casi gritamos que los venezolanos “hablan mal”, ni de vaina aceptamos que formamos parte de ese grupo. Y la única y auténtica verdad verdadera es que hay hablantes “eficientes” y “deficientes” en todas partes, en todas las lenguas y en todos los estratos socioeconómicos. Y no siempre algunos procesos idiomáticos son propiamente deformantes o “destructores” del idioma; pueden obedecer a mecanismos naturales de reajuste, al modo como va cambiando la cultura: porque las lenguas no son cuerpos inertes ni cementerios de palabras y frases a las que podemos embalsamar, resucitar o sepultar cada vez que individualmente se nos antoje. Cuando del idioma se trata, ahí sí es verdad que el soberano somos todos. Se hace difícil lanzar la primera piedra.

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Referencia de la imagen: http://5maristastoledo.wikispaces.com/LENGUA+ESPA%C3%91OLA
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