jueves, noviembre 29, 2012

El bautismo de un libro es un parto social






Años iniciales del siglo XXI.  Es jueves en Caracas. Son las seis de la tarde. Día y hora usualmente escogidos por los editores venezolanos para las presentaciones «en sociedad» de libros recién publicados. En Venezuela  suele hablarse de «bautizo», porque ya es tradición que el ritual implique verter sacramentalmente algún líquido (a veces licoroso, aunque no siempre) sobre el supuesto primer ejemplar de un libro.
Si el autor tiene ínfulas de pertenecer a la clase pudiente, la pócima preferida para el ritual es el vino espumante. A lo mejor champán o cava, caso de los escritores con mucho empuje económico. Así como suelen pagar o gestionar con poderosas palancas  la publicación de sus antojos literatosos, poco les importa a los muy ricos cualquier  minucia adicional que garantice la asistencia e intervención de la crítica.
El poetariado de las clases media y baja, por lo general,  se lleva mejor con algún vino blanco barato.
Con el tiempo, esta rutina bautismal etílica ha dado paso a algunos sucedáneos: por ejemplo, agua proveniente de alguna cascada mítica, pétalos de rosas recién cortadas, arena expresamente traída del mar de Tasmania. Alguna vez ha habido incluso la cursi escritora de novelas históricas que quiso rociar un ejemplar de su libro primogénito con orina de su también primogénita niña. La párvula tenía para ese momento dieciocho años y estuvo allí totalmente desconcertada, al enterarse del motivo por el cual su madre le había solicitado una porción de su «líquido excremento miccional», como lo llaman los bienhablados. Inolvidable será también el exjesuita refistolero que solicitó al editor que un sacerdote activo de su ahora excongregación arrojara una lluvia de polvo de hostias,  salutación sacra de por medio, sobre las páginas impresas de su primer poemario. Casi una extremaunción, pensaron algunos malintencionados asistentes, pero así son los antojos.
En fin,  para este tipo de bautismo, hay de todo en la viña literaria nacional.
Se  llama padrino o madrina a la persona seleccionada por el autor o autora para ejecutar el dictamen bíblico y ofrecer un discurso ante la concurrencia.  Ya con rostro severo, ya con una risita forzada que más bien parece mueca, el público asistente se aglomera frente a quien habla. Los más tienen los ojos pegadísimos en el micrófono como si escucharan con la mirada, como si auscultaran con morbo los arqueos sorprendentes de un falo descomunal.
El acto de por sí suele ser aburrido pero, a juicio de muchos, necesario.
—Me gusta bautizar mis libros para que comiencen a andar solos— eso habría declarado alguna vez el reconocido escritor Febricio Persa.
Los participantes invitados a la ceremonia van llegando graneaditos. Unos pocos —el autor, la familia, el editor y las parejas  secretas del padre o madre de la criatura— comentan alegres la fluidez del tránsito capitalino, lo que les ha facilitado arribar al evento con puntualidad de pensionado del Seguro Social. Ellos y los espontáneos son por lo general los únicos que aparecen temprano, perfumaditos, recién bañados, con los oídos dispuestos y la segura disposición para aplaudir. La mayoría  exige formalmente  ser disculpada por no haber podido estar a tiempo para el rocío de lo que fuere sobre el volumen recién nacido. Al contrario de los familiares y espontáneos, atribuyen siempre  su retardo al perenne tapón automovilístico.
Así es Caracas. Variopinta. Impredecible. Caótica. Bullanguera.
La única ciudad del mundo que ofrece diversas alternativas como excusas posibles para justificar la impuntualidad biológica de cada uno de sus habitantes. Una muy común ha sido la lluvia feroz y la negativa de los taxistas a hacer su trabajo, bajo la excusa de los atracones vehiculares.
Otros sencillamente recuerdan al resto de los asistentes que cada vez son más los asaltos a mano armada que impiden avanzar con la prisa requerida. Quizás haya marchas políticas, protestas o improvisadas guarimbas  que agravan el caos citadino y erosionan la rutina urbana. Atentan contra la literatura, murmuran algunos escritores presuntuosos.
 Pero, en el caso particular de los bautizos de libros, la realidad es que buena parte de los asistentes se ha demorado ex profeso, a fin de evitar los largos discursos, el ahuecamiento conductual y las escenas artificiosas que se esconden detrás de cada acto de esta naturaleza.
Porque, no se ha dicho, pero la presentación de un nuevo libro en Venezuela es mucho más que arrojar loas y enhorabuenanzas sobre el primer ejemplar.
Como ya se ha señalado, por lo general se antepone a la celebración un extenso discurso de alguien cercano al autor o autora. Y a veces, ante la carencia de afectos o de voluntarios para el parloteo, se encarga de tal misión a algún crítico que se supone será benigno en su cháchara.
Lo verdaderamente infaltable es que, las más de las veces, hay que escuchar un florido ramillete de loas, adulancias y amapuches verbales que —de acuerdo con el nivel de petulancia o timidez del escritor laureado-— unas veces lo hacen sonrojar y otras lo  obligan a intentar esconderse como un congorocho avergonzado, conmovido por las mentirillas que se permite la complicidad del presentante.
Puede además darse el caso de una serie de afirmaciones que nada o muy poco tienen que ver con el contenido de la publicación. Hacen esto último aquellos a quienes se ha encomendado la tarea de la presentación del nuevo retoño paginado pero, por desidia, por carencia de tiempo o por simple desgana, no han dispuesto del sosiego suficiente y necesario para leer el mamotreto que han de apadrinar.
 En tales situaciones, el orador discurre como en el chiste de la mosca y la vaca: se prepara el alumno para su examen de Zoología del día siguiente; sin embargo su acuciosidad apenas le permite estudiar durante toda la noche el tema de la mosca y los atributos que circundan a tan fastidioso animalillo. La sorpresa acogota al estudiante cuando al llegar al salón de clases se encuentra con que la cejijunta, muy estilizada y buenota profesora le ordena desarrollar un ensayo sobre la vaca y sus condiciones de vida. Sorprendido pero dispuesto, el chico no se amilana y comienza su primera línea: «La vaca es un animal usualmente perturbado por la mosca. La mosca tiene las siguientes características…» Y por esa trocha discursiva se dedica a contar las vicisitudes biológicas del fastidioso díptero que lo mantuvo despabilado durante la noche anterior.
Emulando a ministros y otros funcionarios públicos, así suelen hacer algunos presentadores de libros: antes que hablar del contenido del volumen, se dedican, por ejemplo,  a contar de su amistad de muchos años con quien lo ha escrito. El cuento resulta entonces más extenso que el libro. Y aprueban el examen de la concurrencia que, desesperada, a punto de asma, deja el alma y los aplaude furiosamente nomás escuchar las dos palabras mágicas finales: muchas gracias.
Entonces, quien hace de maestro de la ceremonia anuncia el esperado brindis con vino que nadie supo explicar nunca por qué es llamado comúnmente vino de honor. Más bien, en algunas ocasiones, la bebida obsequiada deshonra el bolsillo del pobretón escritor, debido a que no es extraño que el editor lo cargue directa o indirectamente a la faltriquera de los «derechos» de quien lo ha escrito.
Pero abundan las  sonrisas por doquier. La efusividad de la celebración se contagia.
 Hay también intrusos, a los que hemos llamado asistentes espontáneos; aquellos que acuden a todos los eventos de similar naturaleza sin que nadie los haya invitado. Curiosos señores y señoras de un solo traje, una sola corbata (en el caso de los caballeros) y una misma sonrisa, quienes siempre están allí y que incluso son más que bienvenidos cuando acuden muy pocos de quienes realmente han sido convocados. En el argot de los periodistas se les agrupa bajo las siglas SIPEM: Sindicato de Invitados Por Ellos Mismos. A veces se les censura subrepticiamente, entre chismes, como intrusos más interesados en el condumio y el bebumio que en el honor.
 Mas no deja de ser cierto que regularmente hacen su papel de atentos escuchas ante lo que esté diciendo el orador del día. No siempre entienden por qué los otros asistentes ríen o comentan algo, pero ellos se suman a las carcajadas y a los runrunes como si en eso les fuera la permanencia en el lugar. En ocasiones,  hasta se acercan a los escritores y escritoras a quienes tantas veces han visto en actos similares y que, por lo general, también son siempre los mismos. Los saludan y les hacen reverencias. Al margen de que jamás hayan abierto algún libro, después de la veneración forzada y la palmadita o apretón de mano, no dudan al expresar:
—Qué bueno su  libro, poeta. Se la comió usted con esos cuentos.
Obviamente, el  poeta nunca pregunta a qué libro se refieren. El albedrío de su egoteca lo lleva regularmente a fingir complacencia absoluta. No puede darse el lujo de mostrarse desestabilizado o dubitativo ante un lector desconocido y amable. Debe hacer demagogia literaria y agradecer el cumplido, a veces hasta con un «¡brindemos por ustedes los buenos lectores, carajo!». Pero no ha salido el plumista de su momentáneo regocijo egocéntrico, cuando escucha un grito que desde alguna otra parte de la librería lo apela:
         —¡Poeta, poeta, qué gusto, poeta! Te felicito por esa de hoy. Qué aciertos los de tu presentador. ¡Cuánto tiempo sin verte, caray!
—Gracias poeta, es que he estado encerrado, casi no salgo…
—¿Y eso, mi poetazo? ¿Como que estás envejeciendo? ¡Cuidado! Usted tiene mucho que dar todavía, poeta.
—No hombre, vale, ajustando mi libro número ciento cincuenta. Me trae de cabeza. Tú sabes que aspiro a llegar a los doscientos... Jeje, es broma, pero de verdad ¡pariendo, poeta!
—¿Otro libro? ¿Cuál, mi poeta? ¿El de la conspiración?
—Oye, vale, hace dos años te dije que no era sobre ninguna conspiración. Lo que he venido haciendo es una compilación de mis escritos de la prensa, com-pi-la-ción.
—Es verdad, poeta, disculpa mi desmemoria, cons-pi-ra-ción.
Y ha decidido marcharse ya el celebrado «poeta», a sabiendas de que su colega es sordo y por lo general adivina las palabras que lee en los labios del interlocutor. Y así el connotado vate, aunque no sea de verdad poeta sino narrador, a quien los verdaderos versificadores suelen calificar de bate quebrado, sigue recibiendo las felicitaciones de rigor.
 Mientras, casi en el limbo, presumiendo que de verdad ha reconocido los rostros de  cuantos le hablaron, el poeta que no es poeta, el eterno candidato a ganarse un concurso, sale del sitio con su  singular y reiterativo sueño, una única mirada dirigida a un solo punto, un propósito configurado desde hace varios años, un camino cuyo recorrido no ignora como borrascoso, serpenteante, adoquinado, pero siempre posible. Un punto de llegada donde predomina la bruma. Uno grande, abultado, sustancioso. Un premio de verdad. A eso es aspirante eterno.
 Camina, reflexivo, y está seguro de que respondió afablemente ante cada saludo, que tuvo la respuesta adecuada para cualquier pregunta, que en tanto aquí manoseó con fuerza un hombro de hombre, más allá  hundió sus amorosos dedos en una rígida cintura femenina.
  Cuando tuvo oportunidad, vio con atención desmedida los cuerpos sudorosos de los asistentes: una sola masa que ha sido multitud indiferenciada, mas, en apariencia, no indiferente ante su recorrido de escritor y su nuevo libro.
 Todos estaban allí y ahora vive de nuevo la incertidumbre que le rasga la egoteca después de cada bautizo de una novela suya. No  sabe realmente de qué se trata. Lo siente pero no lo define.  Nunca tendrá la certeza de reconocer esa cosquilla extraña que lo invade cada vez que ve el primer ejemplar. Suspira cuando vierten el líquido  y las hojas se humedecen.
Sin embargo, inevitablemente, el jueves de bautismo se diluye. No hay remedio. Cada ciclo tiene su cierre. Eso sí, sobrevive  en el autor la esperanza de que el evento se repita en cuanto concluya su nuevo proyecto y consiga al próximo editor. 
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Nota de Eloína:   reproducción del “Frontispicio” de la novela en crónicas Jueves de Cruz y Ficción, en proceso de escritura por mi sobrino.