jueves, agosto 16, 2007

Torturas aeroportuarias del siglo XXI


Fuente de la imagen: http://diario-de-alas97.blogspot.com/2010/11/clamor-en-eeuu-contra-los-porno.html

 Viajar por avión en estos tiempos se ha convertido en un verdadero martirio porque, al parecer, principalmente algunas tipologías de pasajeros nos hemos vuelto sospechosos de cualquier cosa, sin saberlo.
Día a día salen nuevas normas impuestas desde los centros corporativos donde se gerencian las supuestas medidas de seguridad de la aviación comercial.

Así, para algunas personas, cada vez se vuelve más incómodo atravesar las entradas de los aeropuertos. Sobre todo, si tienen aspecto de indígena, piel de color o facha de árabe en fuga. En promedio, las medidas van desde quitarte los zapatos, el reloj, el cinturón, los abrigos, y cuanta prenda de vestir pueda generar resquemor en alguno de los (generalmente) poco amables funcionarios de seguridad. Y como si eso no fuera suficiente, después de la desvestida inicial y del pornoescaneo total de tu cuerpo cobarde y del equipaje, te confronta un señor o señora que con rostro bastante duro y actitud de mandón te conmina a ponerte “manos arriba” (como en las series de televisión) y rastrea todo tu cuerpo con un aparatito de forma fálica que más bien parece haber sido elaborado para probar el umbral de tus cosquillas.

Viene luego el susto mayor. Algún policía ubicado justamente a la entrada de esa especie de chorizo acordeonado que conduce hacia la nave te pasa de nuevo las manos por todo el cuerpo y, dependiendo de su “intuición”, te obliga o no a acudir a una solitaria habitación en la que te conmina a desvestirte de nuevo totalmente.
No obstante, cuando crees que han concluido todas las sobadas y humillaciones posibles, aparece de nuevo el fantasma de la requisa en el momento de llegar a tu aeropuerto de destino. Pareciera que a todos los funcionarios de inmigración se les ha educado para que sospechen que acudes a otro país con la finalidad de convertirte en inmigrante ilegal o que eres un terrorista camuflado de ciudadano convencional. De modo que nunca falta el largo cuestionario que debes responder, en el que incluso hemos vivido la fantasía de que se nos inquiera si alguno de nuestros abuelos habla o hablaba inglés o, en el caso de llegar a algún aeródromo antillano, si sabes dónde quedan en Caracas las esquinas de Madrices y Sociedad.
A veces me ha provocado gritarles a tan particulares gendarmes que vivo en un país de donde, al menos hasta ahora, no deseo marcharme y que jamás me ha tentado la marruñequería de ser tildado de extranjero en otro lugar o de creer ingenuamente en la presunta felicidad total que se logra siempre en ciertas “naciones desarrolladas”.
Algún misterioso decreto ha dejado muy claro que cualquier objeto que portes durante el vuelo puede convertirse en una peligrosa arma para someter a la tripulación. De allí la nueva modalidad según la cual no puedes llevar contigo pasta dental, desodorantes en crema o gel, jabón, afeitadoras de cualquier naturaleza ni ningún tipo de líquidos. Uno se imagina a algún humilde pasajero amenazando con saña al piloto mientras le coloca en frente una pasta de jabón al tiempo que le indica: ¡Si no desvías el avión, te obligaré a bañarte durante una semana completa!. O agarrando a la azafata y apuntándole con el envase de desodorante: ¡O te lo pones en tus axilas o te bajas del avión!
En relación con esto, me correspondió padecer alguna vez una extraña situación relacionada con este afán de la hiperseguridad. Ocurrió en el aeropuerto de Lima.  Primero, porque, según los funcionarios de Alan García (el presidente de ese momento), durante el paso por las casetas donde con máquinas y manos te revisan hasta el codo, los viajeros no pueden portar botellines de agua para calmar su sed, aunque curiosamente sí pueden comprarlas a un muy alto costo cuando están dentro de la zona de embarque.
Pero esa vez apareció una guinda que coronaba el pastel, la excusa perfecta para una duda melódica de tiempos vacacionales. La re-cuento:
Tanto mi esposa como yo llevábamos sendos frascos de perfume en nuestros respectivos equipajes de mano. Pues, les cuento que un policía macho masculino, cruce de quechua originario con entonación argentina porteña, decomisó el mío, pero no el de ella y me indicó que para poder pasarlo debía transportarlo en una “bolsa de ziploc”. Para quienes no lo saben, Ziploc es una de las marcas de esas bolsitas que tienen una especie de cierre hermético que puedes abrir de manera muy fácil. Por eso nunca comprendí la razón por la cual el portar un perfume deja de ser sospechoso si lo llevas metido en un empaque de esa naturaleza. Ni tampoco por qué la bolsa debe ser de esa marca. Asuntos del capitalismo y los tratados comerciales, supongo. Pero viviré toda la vida con esos enigmas porque nadie supo ofrecerme razones valederas.
Y por supuesto que tampoco sabré jamás por qué la regla aplica al perfume masculino y no al femenino. A menos que dependa del sexo del guardia que revise tu equipaje.
No he dicho que (con mucho orgullo) tengo estatura y rasgos indígenas que heredé de mi madre, mi abuela, mi bisabuela y mi tatarabuela timoto-cuica. Y, al parecer, ello me convierte en sospechoso recurrente para cualquier tombo del mundo universo. Pero igualmente, también heredé de dicha etnia el arte de insistir mentalmente en reiterados deseos para alguien que (de cualquier manera) nos ha ofendido o maltratado.
 Por eso mismo, desde aquel ya lejano día de mi regreso a Caracas, he estado imaginando recurrentemente  la escena de un policía peruano que se pone lo que fue mi perfume (decomisado por él) antes de salir a ver a su novia. De acuerdo con mi visualización, aquella fragancia le ocasiona una picazón alérgica que no le dejará vivir en paz durante varios días. Sin saber por qué, se le formarían unos inmensos rosetones y llagas que le harán recordar mi porte de timoto-cuica sonriente. Que así haya sido, señor gendarme del altiplano.