domingo, julio 10, 2016

RENUNCIACIÓN



A veces es imprescindible renunciar a ciertas apetencias y caprichos personales para que otros no tengan que abandonar su casa

Un conocido bolero ranchero del compositor mexicano Antonio Valdez Herrera (1922-2007) se titula Renunciación. Muchos lo han interpretado, pero pocos dudan que fuera consagrado por ese inolvidable cantor que fue Javier Solís (1931-1966). Cito de entrada la primera estrofa para que sepamos de qué va:
No quiero verte llorar
no quiero ver que las penas
se metan en tu alma buena
por culpa de mi querer.

El argumento de la pieza es relativamente sencillo y, si se quiere, en términos de lo que es una pasión amorosa, bastante lugar común: ante la sospecha de malquerencia de parte de su pareja, con dolor, con tristeza, con cierto dejo de despecho, la otra parte decide dejar el sendero libre. Ante tal situación, si nos ponemos en su lugar, renunciar es lo más fácil, lo más normal y sensato. No me quieres, me marcho para que ambos podamos tomar la mejor decisión acerca de nuestro destino.
Si acudimos al Diccionario de la lengua española (DLE)  en busca del término “renunciación”, la entrada remite a “renunciamiento” y este a su vez nos lleva a donde queremos llegar, a “renuncia”. Esta última tiene por lo menos cuatro acepciones: dejar voluntariamente algo que se tiene, desistir de algún proyecto, privarse de algo e, incluso, lo que mi tía Eloína llamaría “pasar agachado”. En síntesis, renunciar es dimitir para facilitar la solución pacífica, sana y civilizada de un asunto.
No se entiende que alguien que esté perturbando una determinada situación, y hasta empeorándola cada vez más, no tenga la suficiente entereza, el necesario coraje e inteligencia para permitir que su relación tormentosa con la contraparte fluya y las consecuencias no recaigan sobre terceros. Suficientemente conocida es la frase atribuida a Rómulo Betancourt: “Ni renuncio ni me renuncian”. Analizada desde la distancia, es obvio que se trata de una expresión que a todas luces denota soberbia política. Esto puede gustar o no a sus partidarios, pero no es el asunto como para haberse sentido orgulloso de ella.
Lo expresó el poeta Andrés Eloy Blanco en uno de sus poemas más conocidos: “Cuando renuncie a todo seré mi propio dueño…/ La renuncia es el viaje de regreso del sueño.” Hay eventos inesperados ante los cuales la mejor salida, la más honorable, es la renuncia. Si estorbo en medio de alguna relación que ya no es fluida, si me constituyo en un obstáculo insalvable para la otra parte, me crezco cuando acepto que no soy monedita de oro y decido tomar las de Villadiego. Son muchos los seres humanos que han pasado por esto y nos han dejado la lección de tener un alma grande, bondadosa. Forzadito por solicitud popular, lo hizo Vicente Emparan, precisamente, un 19 de abril de 1810. Pero lo hizo.  En fecha más cercana (febrero de 2013), también nos dio el ejemplo el anterior papa Benedicto XVI. Mucho se discutió y se intentó adornar el hecho con que no se trató de una renuncia sino de otra figura, la dimisión. Para efectos de lo que significa reconocer(se) y agigantar la consagración, da lo mismo. Cansado, hastiado, descorazonado o lo que fuera, tomó la decisión de dejar la vía libre a quien muy dignamente lo ha sucedido. Han renunciado presidentes, reyes, emperadores, grandes cacaos, damas ejemplares, empresarios exitosos, artistas relevantes y la historia los ha dignificado; les ha reconocido su gesto de liberar un camino.
No siempre debemos creer que somos imprescindibles, que constituimos lo que en lenguaje maracucho llaman “la pepa de Billy Queen” y en otras latitudes “la tapa del frasco”, la finalísima gota de agua en un desierto, y que por ello jamás renunciaríamos a algo. Muchas veces es preciso abandonar un presente incierto para facilitar un futuro promisorio. Pero, cuidado, a lo mejor se hace necesario enmendar las acepciones del verbo renunciar que hemos descrito al comienzo de esta duda. Hay momentos en que son otros los que, con su torpeza, con su reducido mundo de creencias, generan en alguien la decisión de abandonar algo. Algunas renuncias son a veces necesarias para que otros no renuncien a lo suyo.
Por ese motivo, mi parienta se enfurece cada vez que lee o escucha que las personas (jóvenes o no) que han renunciado al país para buscar un mejor sistema de vida son “apátridas”, “traidores”,  o, entre otros juicios apresurados y desquiciados, ciudadanos desalmados que dejan su lar nativo por comodidad. No es fácil para nadie renunciar a su nacionalidad, a sus querencias, a las ataduras que por años lo mantuvieron sujeto al espacio en el que nació, creció y soñó, a la seguridad que generan los afectos familiares. Tampoco es sencillo para quienes se quedan, comenzar a vivir otra vida porque se han marchado los hijos, los hermanos, las tías, los sobrinos... Esos que deben quedarse también han sido injustamente obligados a renunciar a algo: a sus lazos familiares, a los amores que cultivaron. Por el contrario, son muchos los que deberían mirarse en un espejo, reconocerse como culpables de la calamidad que nos ha tocado padecer y, esos sí, asumir alguna vez un mínimo gesto de dignidad y renunciar para que los otros, que somos muchísimos más, respiremos mejor; entender que necesitamos volver a la canción de Valdez Herrera y escucharlos alguna vez decir:
…si sólo penas te causo yo
me voy, mi vida, de tu presencia

aunque me duela en el corazón.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (17 de abril de 2016)
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