domingo, julio 10, 2016

GUERRA DE IMBERBES



De niños jugábamos a los combates imaginarios e intentábamos ejercicios de confrontación bélica que solo se justificaban por nuestras ansias de convertirnos en los héroes que no éramos

Mi tía Eloína me ha recordado en estos días que, motivados por las películas de la época y por el ocio del que nos proveía la escuela (porque solo acudíamos a ella medio turno), de niños solíamos jugar a policías y ladrones, a vaqueros e indios o a ejércitos en pie de guerra. Para esta última simulación, nos constituíamos en dos grupos que fungían de batallones prestos para el ataque y la defensa. Cada contingente tenía su respectivo cabecilla, que era quien supuestamente daría  las órdenes para que su “escuadrón” atacara al contrincante. Previo al imaginario alistamiento, se nos presentaba un dilema aparentemente irresoluble. Ante la ausencia de un comandante general que nos orientara, la situación era algo complicada. Una actividad de esa naturaleza implicaba la existencia de grupos oponentes y, ante ese requerimiento, surgía el primer escollo: quiénes serían los buenos de la confrontación y quiénes los malos. Nadie quería autoasignarse este último rol porque todos estábamos muy claros en que, en cualquier contienda, los malos están condenados a perder. No obstante, la mayoría de las veces, la diatriba se resolvía dejando la elección al azar. Cada cabecilla escogía los suyos entre los que consideraba más aptos. Muchos quedaban fuera hasta llegar a la asignación de uniformes.  Una vez hecha esa primera selección, dejábamos que la distribución de roles la dispusiera una moneda: cara, buenos; sello, malos.

Venía después el asunto de las armas que cada facción utilizaría. Las imaginarias piezas letales  más apetecidas eran los chopos y esos adminículos que en diferentes regiones del país son denominados “caucheras”, “chinas” u “hondas”: horquetas cortadas de un árbol con dos tiras de goma y un cuenco de cuero en el que se coloca un proyectil. El chopo era un poco más sofisticado: supuesto fusil de fabricación casera que normalmente dispara pequeñas esferas de plomo. Por tratarse de una actividad lúdica e infantil, nuestras municiones estaban constituidas por pequeñas bolitas hechas con papel húmedo.  En abierto seguimiento de lo que veíamos hacer a los adultos o a otros grupos de chicos de edades más avanzadas, también nos asignábamos los tipos de armas por bandos: chopos para los buenos,  caucheras para los malos. Nada distinto de las guerras de ahora, en las que los más poderosos tienen armamento que deja pasmados a los contrincantes debiluchos que se creen invencibles. Lo demás, escopetas y revólveres de madera, nos parecían  objetos de bisutería. Nadie los deseaba.


Constituidos los ejércitos y definidas las armas, venía el turno de escoger lo que sería el uniforme apropiado. Cada quien debía hacerse de un atuendo perteneciente a un hermano mayor: los buenos, ropa de colores claros; los malos, vestimenta oscura.  Aquí surgía por lo general otra dificultad. Los integrantes más obesos, los barrigones o los flacuchentos tenían problemas de talla porque en lugar de soldados simulaban hallacas mal amarradas, unos por defecto, otros por exceso. A los pasaditos de kilos y panzudos les cerrabas los botones y quedaban como si estuvieran a punto de explotar. Aparte de que, por ser como eran, resultarían facilísimo blanco para el oponente. En consecuencia, los jefes rogaban para que nos les tocara ninguno de tales ejemplares en su tropa. Solución: una vez escogidos los más atléticos —una inmensa minoría porque las lombrices hacían su agosto y su septiembre con nosotros—, a rollizos y mantecosos se les rifaba hasta que cada cual completara el mismo número de integrantes. Por el contrario, con los que no tenían carne ni para una empanada, el problema era cómo hacer para que no simularan un espantapájaros con ropa ajena. El grupo al que habían correspondido los chopos los eludía ante el temor de que no pudieran con el peso del armamento.  La holgura de su indumentaria era tanta que al final se les relegaba como parte de la “reserva”; es decir, obesos sobrantes y flacuchentos palilludos que no calificaran no jugarían a la guerra de milicianos y estarían allí uniformados pero solo como mirones. Verlos era observar caricaturas de soldados.

Ya definidos los oponentes y sus integrantes, venían los llamados ejercicios de apresto. Los mismos estaban constituidos por unas breves prácticas en las que simulábamos escenarios de ataque, defensa ante situaciones sobrevenidas y posibles estrategias y maniobras a utilizar, de acuerdo con el tipo de terreno y categorías de “soldados” que hubiese correspondido a cada sector. La etapa final era la clásica “¡A discreción, marchen!: barrigones en la vanguardia; cabecillas,  avispados y oportunistas en la retaguardia.


Luego de toda la parafernalia que implicaba definir y escoger  reclutas,  uniformes, tipos de armas y estrategias de ataque, defensa y retirada, llegaban los verdaderos mandamases, o sea, los hermanos mayores. Venían dotados de pertrechos que, a nuestro juicio, simulaban armas nucleares: correas que parecían disparar rayos láser contra nuestros escuálidos traseros. Procuraban furiosos su ropa y sus armas mal habidas por nosotros. Acababan con aquella fantasía, descoyuntándonos y mandando a cada quien para su casa a coñiza limpia. Los mayores eran un escuadrón muy superior a los nuestros, mejor entrenado y ya curtido.  La guerra no pasaba de ser una quimera en nuestras mentes infantiles;  no ocurriría nunca; no la conoceríamos después de tamaña faramalla,  luego de tanto esfuerzo por creer nosotros mismos que de verdad tendríamos una confrontación, porque, paliza de por medio, nos mandaban a casa como si fuéramos milicianos de utilería. Como suele ocurrir en muchos casos, la guerra solo tenía lugar en nuestras fabulaciones de imberbes y en nuestros constantes y reprimidos deseos de heroicidad.

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
Imagen aportada por Contrapunto
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