domingo, julio 10, 2016

GENTILICIOS, GENES Y GENTILEZAS



Para ostentar uno o dos gentilicios no basta con que yo me lo crea o que mis adulantes me los celebren. Es necesario que la comunidad me los reconozca

Mi tía Eloína suele decir que yo, su sobrino favorito, llevo en mis genes una especie de doble gentilicio: disfruta ella con que los demás me perciban como “maragocho”. De ese modo, sin complejos y con orgullo, argumenta que comparto los dos lugares en los que, desde temprano, aprendí a sentir fervor por  lo que concierne al país, a su gente, a su geografía, a su cultura, a todo lo explícito e implícito en él.  De lo “mara-“ llevo en la casaca del  alma a Los Puertos de Altagracia, población de la costa oriental del Lago de Maracaibo (zuliano, mirandino, altagraciano, puertero). De lo “-gocho”, cargo con todo lo inherente a las raíces trujillanas de mi madre andina, gocha, trujillana, sanlazareña.
Y es que una de las palabras más hermosas del idioma es “gentilicio”. Dicen los manuales que proviene del latín gentilitius, que a su vez guarda estrecha relación con gens. Esta última se refiere a la estirpe, al linaje que nos vincula con un espacio.  No obstante, este vocablo mágico, esplendoroso, no solo tiene implicaciones geográficas. Representarlo implica sentir que se es de algún sitio y que el mismo va dentro de uno, con uno, a todas partes. Quiérase o no, es difícil no asociar la voz “gentilicio” con “gente”, con “gentileza”. Hay quien también —quizás por influencia del inglés— les dice “demónimos” (demonym), pero esta supuesta equivalencia podría hacernos  pensar fonéticamente en “demonios”. De allí que mi parienta sostenga que hay quienes lo llevan no como gentilhombres, sino como “gentuzas endemoniadas”. Son algunos de los que no saben o no lo merecen; aquellos que con sus acciones ponen en riesgo la reputación del lugar que los vio nacer (o llegar); los que —con mala intención o sin darse cuenta, no importa— se avergüenzan  y denigran de él.  El orgullo de la “gentileza” implica también cierta bonhomía, costumbres, gustos, sentimientos y la gallardía de actuar con dignidad y utilizarla para el bien común.
Hay personas a las que deberíamos poder revocarles los gentilicios de que presuman, sea porque los han mancillado sea porque los llevan sin merecerlos. Y, por el contrario, debería haber mecanismos ajenos a la burocracia que faciliten asignarle a alguien uno determinado. Por ejemplo, existen inmigrantes en nuestro país que merecen ser considerados mucho más venezolanos que otros que, habiendo nacido aquí, dejan muy mal nuestra nacionalidad. Carecen de genuina gens y más bien golpean al país recurrentemente y cada vez lo hacen con mayor saña.  
Hay personas que suponen o creen tener (al menos sentimentalmente) dos o más gentilicios, pero cuya conducta solo demuestra el perjuicio que les hacen. Más allá de ciertas argucias jurídicas para dar visos legales a esa doble posibilidad, alguna vez habremos de poseer un mecanismo contrario mediante el cual podamos deslastrar a una persona de ellos, porque con su conducta pública los ha mancillado. Ni uno ni otro: que se queden en el limbo, que pasen a vivir mentalmente en esa prisión que el antropólogo francés Marc Augé llamó alguna vez el “no lugar”, que se enteren de que, por todas las inadecuadas acciones  que han ejecutado para perjudicar a los demás, pasarán a ser ciudadanos de ninguna parte. Hombres o mujeres con partida de nacimiento pero sin certificado verdadero de oriundez; sujetos y “sujetas” condenados de por vida a un inexistente y etéreo entorno del que, por mucho que presuman ser de aquí, de allá o de acullá, no podrán salir jamás.

En fin, carecer del reconocimiento público de tu comarca (de origen o de adopción) o tener inseguridad acerca del mismo debe ser motivo de una gran tristeza para quien viva en tal condición. No basta con que yo me ufane de pertenecer a algún lugar determinado y alegue que he nacido (vivido) en tal parroquia o que, para evitar dudas supuestamente malsanas, algunos chupamedias aludan a mi partida de nacimiento. Es preciso que el colectivo al que pertenezco, en el que convivo, me perciba como tal. Perder el reconocimiento de tu gentilicio debe ser como vivir sin respirar. Que los otros no me identifiquen como oriundo de una u otra región podría traer consigo una insoportable sensación de no pertenecer a ninguna parte. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (5 de junio de 2016)
Imagen aportada por Contrapunto
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