Sobre la hidratación del cuerpo cobarde y los “cañeros automáticos”, expertos en bebidas espirituosas
En medios oficiales y privados del
país circula con mucha fuerza el vocablo hidratar
más algunos ramalazos semánticos derivados del mismo, aunque a veces inventados
(hidratos, hidratante, hidratadera, hidratista, hidratólogo), hasta llegar
finalmente a un nuevo concepto de hidratación.
Este último es el eufemismo más usual de
este tiempo para referirse al consumo de bebidas espirituosas. Parece que por
alguna disposición gubernamental resulta censurable hablar ahora de brindis,
refrigerios húmedos, vinos de honor o cocteles, expresiones que antaño se
usaron para invitar a los concurrentes a algún evento o reunión a «refrescarse»
en los intermedios o cierres. A ello se alude ahora como “lapso de hidratación”. Puesto que escasea el agua, la gente intenta cubrir su ausencia
con ciertas bebidas alcohólicas, de las más baratas, eso sí, porque las otras
están por el cielo. Los «jugos de uva», la «merengada escocesa», el «zumo de
cebada» y el «ron perigñón» se han vuelto tan inaccesibles como la leche, el
queso y el papel higiénico. Imagina mi tía Eloína que dentro de poco los
insumos “hidratantes” habrán de llevar en el envase una etiqueta adicional: “Advertencia:
se ha determinado que este producto es solo para enchufados”.
Hace poco bromeaba yo sobre esto
con uno de mis más apreciados amigos. La conversación nos llevó al infaltable
tema de los supuestos “conocedores” de lo que beben. Esos señores y señoras
capaces no solo de detectar las virtudes o defectos de la «popular bebida
escocesa» apenas se ponen una gota en sus papilas, sino también de saber si se
trata de una botella «puyada». Yo los admiro y los envidio por sus habilidades
para reconocer ―sin haber visto la etiqueta o el envase― la marca y la edad de
lo que están degustando. Tan sagaces son con la lengua que en teoría hasta se
dan el lujo de distinguir si se trata de un bebedizo nacional (hecho en
Cabudare, por ejemplo, y ahora lo único medio asequible) o importado (de las
montañas del norte del Reino Unido, accesible solamente a cierta burocracia).
En fin, amparados en su condición de neorriquismo, a veces nos resultan
ridículos pero no dejan de divertirnos con las demostraciones de experticia de
que hacen gala. Por lo menos con el primer y segundo trago así parece. Después
del tercero les sirves gasolina de 91 octanos y usualmente se les traba la
lengua de tal modo que en lugar de champán espumante dicen “champú espumoso”.
Nada diferente de los “expertos”
en vinos. Pretenciosos y sabihondísimos neosommeliers
que te hacen sentir cual platelminto al hablarte de cosechas, categorías de
uvas, añadas, mezclas, taninos, cepas y otras menudencias vitivinícolas. No
vacilan. Se ven seguros, exactos y correctos, como profesores de Matemática o
Física. Es graciosísimo observar el modo como hacen girar la copa para luego
“naricear” el líquido; huelen y rehuelen. Finalmente suspiran y dicen “¡aaahhh!”o
emiten un pujidito agringado (¡outch!) si el ejercicio les ha resultado
desagradable.
En esos terrenos cada quien puede
decirte lo que se le ocurra, pero si quieres alejarte de la polémica estéril,
deberás permanecer silencioso e ignorar las verdades, mentiras, mitos y manías
de nuestra local «paligrafía» güisquera
y vinícola. A veces debes hacerte el trujillano y seguir la corriente, porque,
como en el bolero, en este mundo lo mejor es callar, principalmente en el territorio
de los «cañeros automáticos».
Ya me lo confesó alguna vez un
enólogo argentino cuando le preguntaba cómo determinar realmente la calidad de
un vino o un güisqui. «En cuanto al güisqui —bromeó—, yo paso porque no asistí
a esa clase. Pero lo del vino es más sencillo. Cada quien puede escoger el suyo
sin complejos ni falsas premisas. El mejor será siempre el que más te guste,
che, independientemente del precio, el
color, la uva, el año, la botella, el viñedo y otras boludeces». Clarísimo. “Los
presuntuosos —completó su sentencia— se aferran a la vid. Vos, aferrate a la
vidorria”.
De manera que el asunto de la «cañicultura»
no depende del modo como uno aprenda o finja el arte de mover el dedo dentro
del vaso de güisqui o girar la copa de
vino en círculo. Mucho juicio habremos de tener entonces, mucha cordura, mucho
fundamento, frente a las achacosas provocaciones de los supuestos «expertos en
hidratación». Lo dice mi médico imaginario: en situaciones de estrés, de
tensión, de pasión, si tiene la suerte
de conseguirlo y los miles para costearlo, una copa de vino o un breve güisqui
(aunque sea nacional y “menor de edad”) pueden ser tan efectivos como una medicina,
principalmente porque estas últimas tampoco se consiguen. Así las cosas, lo
mejor será dejar de lado los consejos de los lenguaraces, los que desean
impresionarlo con su sapiencia “lengüística”.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (20 de marzo de 2016)
Imagen aportada por Contrapunto
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