domingo, diciembre 11, 2016

ESCRITURA, ESCRILECTORES Y VIRTUALIDAD


Independientemente de la actitud que tengamos ante los textos digitales, hay un acuerdo tácito universal: somos fetichistas ante el libro impreso en papel

Si obviamos momentáneamente este presente en el que la escritura impresa tradicional convive con los textos electrónicos, podríamos tener en cuenta que todavía sobreviven personas adictas a la “manuscritura”; es decir, que ni siquiera utilizaron alguna vez la máquina de escribir. Se comportan como los antiguos amanuenses y, por lo general, precisan de algún copista que lleve sus trazos a un medio diferente. Sus relaciones con las tecnologías de escritura se quedaron en el papel y el lápiz o la pluma. “Son plumistas detenidos en el tiempo”, argumenta mi tía Eloína. Todos tenemos cercano a alguien reacio a inmiscuir sus muy instaurados hábitos de escritura y lectura en los vericuetos de los procesadores de palabras y mucho menos en el ciberespacio. “Yo llegué hasta el fax y ahí me estacioné”, solía decir Manuel Bermúdez, ya fallecido y muy respetado académico y maestro venezolano de generaciones.  Con un calificativo poco feliz, a veces se les tilda como militantes del  “ciberanalfabetismo”. No obstante, están en su pleno derecho de “navegar en aguas firmes”.
A quienes pisan sin temor pero aún con cierta prudencia el minado campo de la palabra virtual o digital, suele catalogárseles de “inmigrantes digitales”. Son (somos) los auténticos representantes de la transición entre aquellos antepasados y las generaciones biónicas o “aviónicas” que nos están sucediendo. Para referirse a quienes parecieran haber nacido con los chips, los teclados, las pantallas y las palabras clave en su composición cromosómica, se acude a la ya consagrada expresión de “nativos digitales”. Otros hablan de usuarios expertos e inexpertos, de consumidores y productores, de visitantes y residentes digitales o de extranjeros y oriundos de la virtualidad. La nómina lexicológica es amplia. Sin embargo, todos los intentos van cargados de un común denominador: aunque sin intención, algunos de los términos de esas duplas léxicas pudieran ser interpretados negativamente. Quiérase o no,  inmigrante, extranjero, consumidor e inexperto son en algunos contextos voces marcadas con rasgos negativos. Cada clasificación busca explicar un fenómeno que está en proceso: la relación entre los escrilectores de la actualidad y el modo como asumen, confrontan, producen y difunden los textos escritos de esta época.

En esa maraña de posiciones divergentes, abogaríamos por una categoría más neutra y equilibrada. A la dicotomía visitantes/residentes (de la Web), pudiéramos añadir un tercer elemento que ubique a quienes voluntariamente se resisten a que hay un nuevo universo digital; un mundo distinto conocido como virtualidad.  Podríamos denominarlos forasteros o reacios. Para el residente, Internet es un espacio natural; difícil le es concebir que no forme parte de la vida. El visitante ha llegado de otro lugar en el que siempre estuvo cómodo. Una vez que se ha desembarcado en los procesadores y en la Red, descubre nuevos recursos que, siempre con la prudencia de quien no es oriundo, va aceptando o rechazando, hasta que se asimila. Los foráneos o reluctantes saben de la existencia de ese otro ambiente, pero, por diversos motivos, han decidido seguir en el paisaje físico que siempre han conocido. Aventurarse ante lo ignoto no es de su interés.

No importa cuál sea nuestra actitud y conducta frente al ciberespacio, nos guste o no, todos somos en este momento conocedores de esos dos lugares (el físico y el virtual) que no están necesariamente contrapuestos ―como algunos creen―; son más bien complementarios. Es difícil no tener que ver con ellos de manera directa o indirecta. Solo varía nuestra mirada y nuestra percepción: asertiva, cautelosa, indiferente, según el caso.  Lo importante es aceptar que ambos existen, más allá de nuestro interés particular.

Lo curioso de esta doble situación es que el libro impreso en papel parece ser el dispositivo analógico que más ha resistido el embate de la virtualidad. En eso la coincidencia es casi de consenso. Manuscriban, tecleen o digitalicen; lean en pergamino, en papel o en electrones; todos somos fanáticos de la palabra escrita. Y ello ocurre porque, de tanto anunciarle la muerte, el libro pareciera un enfermo crónico que a cada momento toma aire y sigue vivo. Subsiste en una situación de supuesta y curiosa terapia intensiva que no es tal. La cultura escrita tradicional lo convirtió en un fetiche o tótem que se sostiene amparado por la magia. Su permanencia, su prosapia y su reinado en el espacio de los escrilectores forasteros no son limitantes para traspasar la frontera, vestirse con los trajes de la virtualidad y complacer también a los visitantes y residentes del ciberespacio. Mutando sin perder su esencia, el libro se ha convertido en habitante bienllegado en ambos territorios.


Reconocerle la supervivencia misteriosa, majestuosa, mágica, magnífica, en su formato clásico no significa desconocer la palabra digital. Según mi parienta, digital es todo: sea por los dedos, sea por los dígitos. A lo mejor ahí radica el misterio.  Digamos que, al menos por ahora, lo virtual y lo físico de la letra conviven y hasta se auxilian. De un supuesto y tácito divorcio inicial que ha intentado separarlos, ambos formatos andan hoy por el camino de la concordia. Han comenzado a transfundirse mutuamente. Con el consenso de nativos, visitantes y reacios, ya no es extraño que un texto digital obtenga pasaporte hacia el mundo físico y se materialice en un manojo de hojas de papel protegido por dos tapas. Ni tampoco es infrecuente lo contrario. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com
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