lunes, agosto 17, 2015

BIBLIOCHOROS Y PRECIOS DE LIBROS



El ancho y nada ajeno mundo de los lectores y admiradores de Gabriel García Márquez fue sorprendido hace algunos meses con la noticia sobre la desaparición de un ejemplar de la primera edición de Cien años de soledad, nada menos que firmada por su autor. Hubo, por supuesto, las alharacas usuales en tales casos y  las críticas a la (in)seguridad de la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO, 2015, en la que era exhibida la obra). Llegamos hasta a suponer las lágrimas del propietario de aquella maravilla, quien gentil y orgullosamente la había prestado para que fuera exhibida durante el evento. Obviamente, no se trata de un libro cualquiera, ni en valor sentimental ni en costo monetario.  Pero, gracias a las pesquisas de la policía y al miedo o pericia  de quien  había cometido el desaguisado,  el ejemplar fue rescatado de una tienda de antigüedades.

Como no soy policía, político ni sacerdote, pienso de buena fe: alguien lo tomó, lo leyó, lo disfrutó y decidió devolverlo.

Según mi aguda tía Eloína este tipo de acontecimientos tiene un doble y paradójico rostro. Primero,  el de las recriminaciones de los bibliófilos subastadores que ven en el asunto un crimen de lesa literatura. El objeto timado debe costar una boloña y parte de la siguiente.  Segundo, el regocijo de los literadictos que suponen que el ladrón apenas deseaba vivir el acto mágico de poder leer al Gabo en su edición original. Mi parienta está del lado de estos últimos:

                —Con lo caros que están, robarse un libro  no es como para meter preso a alguien —me ha repetido más de una vez—, censurable sería si no lo quiere para leerlo.

Nada indica que no fuera el segundo motivo lo que originó aquella osadía de atreverse a tomar de la vitrina un volumen que era mostrado como si del Santo Grial se tratara. Asumiendo el rol de abogado del Diablo, me he imaginado  el regusto y la boca hecha agua de aquel o aquella  que, motivado-a por su amor a la lectura, osó emprender el secuestro y decidió tomar prestada la joya por unas cuantas horas.

Entre quienes por cualquier motivo hemos sido adictos a la lectura, hay muchas historias relacionadas con el hecho de hurtar algún volumen en una librería. En mis tiempos de la UCV, tuve una compañera (hoy dedicada a la música) que no solo se apropiaba de las últimas novedades, sino que (para purgar las culpas, supongo,)  una vez que las había leído,  se daba el lujo de devolverlas a su lugar de origen.  Más de una vez debe haber sorprendido a los dependientes o dueños  con aquel misterio de libros desaparecidos-aparecidos. Hará unos dos años que el escritor español  Javier Marías (uno de nuestros Premios Rómulo Gallegos) defenestraba en un artículo de los bibliotimadores de la red. Decía que con cada ejemplar electrónico  suyo mal habido mediante la vía cibernética le restaban algunos centavos de sus honorarios. En un texto intitulado «Las bandas de la banda ancha» se lamentaba de que lo «esquilmaran a lo bestia». Y esto, obviamente, es harina de un costal distinto, pero habría que verlo con mejores ojos. Robarse un libro para comerciar con él no es lo mismo que hacerlo para tener acceso a sus contenidos. En el caso de los ciberhurtos, más bien pareciera que la gente se apropia de las lecturas con objetivos más nobles que la trapacería de mercadearlos.

Como escritor, me da la impresión de que desde hace tiempo hemos comenzado a deambular por la ruta de tener que acostumbrarnos a que los demás nos lean sin tener que pagarnos por ello. Es un problema, es cierto. Es una deformación mercadotécnica, sin duda. No obstante, a lo mejor  la indetenible contingencia inflacionaria está obligando a ciertos lectores  a regresar a aquellos tiempos en que para acercarnos a la escritura de alguien no teníamos más que disponernos a escucharlo.  En el legendario libro Las mil y una noches, Sherezade no le cobraba al sultán para que oyera  sus cuentos. Lo seducía con historias a fin de evitar que pensara en seguir asesinando a sus damas de compañía. Y «escuchar» en esta época, puede significar, navegar por la Internet hasta atracar en puertos donde leer no implique sacrificar el estómago.  Eso de convertir la creación literaria  en mercancía nació con la modernidad. Y así como los ríos emprenden la búsqueda de sus antiguos cauces —robados por el hombre en pro del progreso—, a lo mejor  las lecciones de algunos  románticos bibliochoros nos están indicando que también la literatura está buscando aquellos ancestros para los cuales  escribir y leer era más un placer que un altísimo precio de venta al público. 

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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (24 de junio de 2015)
Imagen: aportada por Contrapunto, de Google Images
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