miércoles, septiembre 30, 2015

BIFRONTES DE LA FRONTERA


Las zonas fronterizas no constituyen áreas excepcionales ajenas a las legislaciones de los países colindantes

Suele bromear mi tía Eloína manifestando que aquellos que habitan en la geografía de una frontera tienen dos lugares donde pernoctar y también donde caerse muertos. Podrían ser catalogados de bifrontes o bicéfalos. Quizás hasta les valgan dos nacionalidades, los motiven dos maneras de ver el mundo y, si las leyes lo permiten, es posible que los que tienen vocación de bígamos puedan reposar en dos casas “principales”, una allá, la otra acá. Sencillamente, porque también es casi seguro que su familia se reparta entre los dos territorios colindantes. Aunque política y gubernamentalmente no lo sea, la frontera podría parecerles, en consecuencia, un territorio autónomo, distinto y muy particular.  Por sus neuronas deambula la sensación de dos sitios a los cuales aferrarse, dos patios de pertenencia.
 No obstante, una cosa es eso y otra que con tales excusas cultiven la creencia de que como colectivo son dueños y señores del territorio en el que moran y, por lo tanto, pueden arrogarse el derecho de tener su propia dinámica legislativa. En mi infancia solía escuchar que, por ejemplo, los guajiros no se sienten ni venezolanos ni colombianos. Simplemente son guajiros y hasta se comentaba que tienen sus propias leyes. Nunca me quedó muy claro, pero eso era lo que se murmullaba incluso en la escuela.
Esta y muchas otras reflexiones han movido la sesera de mi parienta nomás enterarse de que buena parte de nuestros fronterizos tachirenses han sido sometidos a lo que legal y constitucionalmente se conoce como  estado de excepción. Arguye ella que no le parece nada novedoso debido a que toda zona fronteriza es, de uno u otro modo,  siempre excepcional. “La gente de la frontera es diferente —expresa—  no se siente ni de aquí ni de allá, pero son de ambos lugares.”  Y hasta ahí la he escuchado porque si bien sentí-mentalmente eso es cierto no procede igual para otros asuntos. En el caso que remueve la opinión pública venezolana en estos días, hay que recordar que cuando habitan,  conviven o se pasean  del límite hacia acá los fronterizos (tachirenses, apureños, amazónicos o zulianos) deben regirse por los mismos preceptos que norman al resto de los venezolanos. Y lo mismo vale para Colombia.

Dígase lo que se diga, no hay razones para que, a partir de una supuesta relación mental de independencia para con el resto del territorio, esos espacios se conviertan en pasarelas comerciales que en estos tiempos aciagos, inciertos y desorientados permiten comprar aquí a precio de “bolívar-más –que-devaluado-hoy” y vender del otro lado rigiéndose por la fluctuación que diariamente les ofrece “dolartudéi”. Parece que al menos en eso  somos bastantes los que coincidimos, principalmente quienes estamos hartos de hacer colas en los supermercados, por cierto, más de una vez infructuosas y traumatizantes. Y en esto incluyo a muchos tachirenses que, paradójicamente, a veces deben trasladarse a otras regiones internas o externas a hacer mercado para sobrevivir, incluidas las ciudades colombianas más cercanas al Táchira, como Cúcuta, Bucaramanga, Floridablanca y Girón.
Independientemente de posiciones xenófobas, más allá de chovinismos tontos, habrá que enseñar en los colegios  la diferencia entre frontera y bachaqueo, o entre fronterizo y bachaquero. Todo el que alguna vez haya visitado el Táchira ha escuchado de la existencia de unas relaciones comerciales que, por lo menos en los últimos años, no son las normales entre dos países vecinos. Nos  comentaba alguna vez un taxista del municipio Ayacucho que lo que pasa camuflado por las vías oficiales es una minucia si se compara con lo que fluye por las miles de trochas que desde antaño han venido abriendo los bachacos de este y de aquel lado. Y si tal creencia popular es vox populi, deben considerarlo también aquellos a quienes se ha asignado la misión de ser custodios de la frontera.
De ahí que lo que se pregunta porfiadamente mi parienta es si era necesario llegar a la actual situación de indigencia en que estamos los mortales ciudadanos de a pie (los que vivimos de pírricos sueldos en bolívares), para alborotar un avispero que existe desde los tiempos de Maricastaña. Frenar el contrabando entre Venezuela y sus países vecinos ha lucido como una necesidad desde hace mucho tiempo. Tanto de allá para acá (que lo ha habido) como de aquí para allá, pero, ojo,  independientemente de lo que se contrabandee.

Sin embargo, ya están montados tanto la medida gubernamental como el zipizape mediático.  También es bifronte y bicéfala la opinión acerca de si tal medida procedía o no en este momento: tiene dos caras y dos cabezas. La de aquellos que, sin ser políticos ni funcionarios ni militares,  la aplauden y hasta ruegan que se la aparte de  lo político-electoral y se extienda hasta cada lugar del país donde haya cuevas de bachacos. El otro rostro argumenta acerca de “derechos” y otras aristas otorgados por la tradición. Pero derecho a explotar a la población no debería tener nadie, venga social, política o económicamente de donde venga. Lo que sería lamentable es que el guirigay actual no pase de ser un sarampión que se desvanezca apenas los encuestadores electorales, quienes de alguna manera también bachaquean de vez en cuando con la opinión,  decidan que es tiempo de que la fiesta fronteriza continúe como si nada hubiera pasado. 
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (30 de agosto de 2015)
Foto: aportada por Contrapunto.
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