El muy admirado escritor venezolano Salvador Garmendia
publicó en 1975 un cuento magistral titulado El inquieto anacobero, cuyo único
aparente pecado enjuiciable era contener algunas de esas palabrejas que los
lingüistas pudorosos llaman «voces malsonantes». Español sucio o groserías les
dicen los más pudibundos.
Con base en ese supuesto vocabulario soez utilizado en el cuento, un tal Bloque de Prensa Venezolano incoó
contra el autor una absurda demanda, fundamentada en la supuesta ofensa al pudor y la moral de la época. Historias
similares se han repetido centenares de veces en todo el mundo. No podíamos
quedarnos atrás en Venezuela, donde, además, no era la primera vez que una obra
resultaba censurada por una legión de castos y santos señores de esos que no
orinan por donde la mayoría de la gente lo hace.
En el pequeño y particular mundo de nuestra literatura,
se rumoraba en esos días que, naturalmente, algo más habría de existir detrás
de aquel reclamo. Quizás el ataque subyacente al perezjimenismo que contiene el
relato. Tal vez el haber tocado un tema referido a cierta élite militar de la
dictadura y sus patológicas aficiones burdelescas. Mientras acuden al velorio
de un colega de farras y barras, dos amigos rememoran la época nocturna y
truculenta de los cincuenta del siglo pasado. Aparte de algunas escenas con
prostitutas y putañeros, un General gatillo alegre y la imagen subyacente del excéntrico
cobero y anacobero Daniel Santos, no hay propiamente escatologías en el cuento,
más allá de comodines lingüísticos tan desgastados como «vaina», «coño»,
«cojonuda», «comemierda», «jodiera» y alguna otra. Nada que ameritara santiguarse.
Siempre me quedé con la duda acerca de qué
podría haber detrás de la demanda a un escritor tan buena gente, inofensivo y
grato como Salvador Garmendia. Era obvio que aquello le hiciera al relato mucha
publicidad y ―como suele ocurrir con buena parte de las obras censuradas y bien
escritas― lo convirtiera en lo que el texto es hoy: un clásico de la
cuentística venezolana.
Es virtud de los textos clásicos
reaparecer y seguir conmoviéndonos. Y justo ahora, en estos meses de marzo y
abril de 2015, el cuento de Salvador ha resucitado de nuevo para sus lectores y
admiradores. Hemos vuelto a evocarlo y releerlo a raíz del montaje teatral
denominado precisamente El inquieto anacobero. De la mano y pluma de Federico
Pacanins (quien, entre otras cosas, adaptó el cuento y dirige la obra) y
Magdalena Frómeta (productora general), la imagen de Daniel Doroteo de los
Santos Betancourt —ese era el nombre completo del cantante, rememorado mil
veces en el relato de Garmendia— hemos asistido a una representación de lujo. Impecable.
Según mi tía Eloína, si de verdad
«recordar es vivir», pieza con que concluye la obra teatral, lo único que
quizás choca un poco contra nuestros recuerdos (en la obra, no en el relato) es
escuchar a una fabulosa bolerista de otros tiempos —Mirna Ríos— interpretando
con notorio esfuerzo vocal el bolero «Amémonos», otrora emblema y casi marca de
su excelente repertorio juvenil. Afortunadamente, tratándose de un escenario
botiquinero en el que necesariamente hay que libar y libar, también escuchamos
en la obra la interpretación coral de
otra conocida canción que al final nos sirve para justificar cualquier
involuntario desliz: «Borracho no vale».
*Originalmente publicado en www.contrapunto.com (27 de marzo de 2015)
Fotografía: Salvador Garmendia (Google images)
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1 comentario:
Maravillosos Salvador, Daniel y la magia que nos envuelve..
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