No tengo memoria
de la fecha exacta en que conocí a Carlos Pacheco
(1948-2015). Apenas guardo de ese momento un fortuito cruce de manos en algún
espacio del Instituto Pedagógico de Caracas, a mediados de los años ochenta. En todo caso, quede ese encuentro como el primer
chispazo de una amistad que se afianzaría en la Universidad Simón Bolívar
durante esa misma década.
Lo que sí puedo
asegurar es que la hermandad entre ambos llegó para quedarse. De nuestro inicial
trabajo conjunto en la Universidad Simón Bolívar (Caracas), aparte de la amistad y eterna fraternidad, nació el volumen Del cuento y sus alrededores. Aproximaciones a una teoría del cuento
(1993, 1997). Mucho más adelante, hicimos equipo con Beatriz González S. para
compilar, editar y publicar Nación y
Literatura. Itinerarios de la palabra escrita en Venezuela (2006). Entre esos dos proyectos comunes, y también
después, sucedieron otros varios, pero me limito a mencionar el último. Uno en el que
decidimos juntar nuestros criterios con el de Carlos Sandoval para pasearnos
por el cuento nacional. Resultado: Propuesta
para un canon del cuento venezolano del siglo XX (2014).
No obstante, más
allá de la comunión meramente universitaria, Pacheco fue mi hermano. Nos
adoptamos como tales en el recorrido por pasillos universitarios, por eventos
profesionales, por resquicios familiares ancestrales, por nuestras biografías y pasiones en las que siempre
apareció algún elemento común.
Pero Carlos
Pacheco, mi compañero de aventuras, acaba de marcharse el pasado 27 de marzo,
sin que ni él ni yo, ni nadie de nuestros entornos, lo esperáramos. Por ese
motivo, hoy no queda espacio para ningún otro tema que no sea rendirle homenaje
póstumo. Ofrezco disculpas a los lectores por ocupar con algo tan personal el
precioso tiempo que generosamente dedican a pasearse por mis dudas.
Nos unieron
muchas cosas: la docencia, la trujillanidad, la literatura venezolana, la
lingüística, la crítica e investigación
literaria, la actividad editorial y la vida familiar. Tantas fueron
nuestras coincidencias vitales que, incluso la semana pasada, al transmitir la
noticia sobre su fallecimiento repentino en Bogotá, la prensa nos ha puesto a
nacer el mismo, día 3 junio, aunque no fue así. En honor a la verdad, Carlos vino
al mundo un tres de julio de 1948 en Caracas. Y el día 7 de diciembre de 2009
tuve además la honra de recibirlo como numerario de la Academia Venezolana de
la Lengua. Hace apenas unos meses, también un 3 de julio (de 2014) nos juntamos sus familiares, amigos y colegas
en el paraninfo de la Universidad Simón Bolívar, a propósito del título de
Profesor Emérito que le confiriera el Consejo Directivo de nuestra hoy golpeada
y más que maltratada institución.
Pocos años hace que
me correspondió además formar parte del equipo editor de Alfaguara, en la revisión y producción del
libro La vasta brevedad (2010), una
antología del cuento venezolano del siglo XX, en cuyo proyecto participó
Pacheco con los escritores Antonio López Ortega y Miguel Gomes. Su libro La comarca oral (1992, en proceso de
reedición por una universidad colombiana, según me dijo el año pasado), ha sido
una referencia de primera mano para estudiantes interesados en los vericuetos literarios de
Latinoamérica.
Difícil resumir
en tan escaso espacio una trayectoria harto productiva, vasta y diversa como la
de Carlos Pacheco. Firme en sus convicciones, seguro en sus ideas, caballero de
la vida y de las letras, estudioso, universitario a toda prueba, podrían ser algunos
de los rasgos para definir su personalidad, sus pasos más que fructíferos por
el CELARG, por la Universidad Simón Bolívar, por la Academia Venezolana de la
Lengua, sus disciplinados estudios de postgrado en Liverpool y Londres, sus
pasantías por diversas universidades extranjeras. Y, lo más importante, su don
de gentes y su don de aciertos, la lealtad hacia los amigos.
Obviamente,
también tuvimos diferencias que no pueden pasarse por alto: en el carácter, en
la estatura, en el número de matrimonios e hijos, y en muchas otras cosas que
no viene al caso enumerar. Como diría el filósofo Edgar Morin al aludir al
principio dialógico de la complejidad, ni iguales ni correspondientes,
complementarios. Amigos incondicionales y eternos. Además de haber publicado individualmente o
en equipo más de una veintena de libros, Pacheco fue coautor (con Wilma Álvarez
Esteves) de tres disciplinados y modélicos ciudadanos: Fianna, Milena y Andrés,
testimonios evidentísimos de las buenas enseñanzas familiares que recibieron. Compartió además un importante fragmento de
su vida familiar y académica con la profesora y también entrañable hermana de
ruta Luz Marina Rivas , investigadora
dedicada a escudriñar documentos que la ayuden a demostrar la valía y
dedicación literaria de las escritoras venezolanas. La fotografía retrata justo
el día en que Lucía Fraca y yo apadrinamos esa boda.
No asimilo
todavía que Carlos Pacheco se haya ido tan a destiempo. Prefiero acudir a mis
inclinaciones por la ficción y construir una historia en la que un personaje
llamado Carlos Pacheco se ha ido de viaje a Bogotá y allí será un paseante
eterno, preocupado siempre por Venezuela, abrumado por un autoexilio que, sin
embargo, no logró menguar ni su disciplina de trabajo ni su persistencia,
haciéndose el trujillano (como lo fueron sus ascendientes), con plena
conciencia de que todo proceso histórico es circunstancial y de que siempre
vendrán tiempos mejores.
Fotografía:
[Diciembre
de 2004]
Sentados: Lucía Fraca y Luis Barrera Linares / De
pie: Carlos Pacheco y Luz Marina Rivas Publicado originalmente el 5 de abril de 2015 (www.contrapunto.com/ Opinión
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