domingo, marzo 27, 2016

El bar de la felicidad

Más que económica, se trata de una “guerra e-cológica” porque las colas nos han cambiado hasta el modo de saludar

Mi inefable tía Eloína ha sido siempre aficionada a seguir eso que los sociólogos llaman «el pulso de la intrahistoria». O sea, tomar nota de los cambios (aparentemente imperceptibles, pero reales) que día a día van incidiendo en nuestra cotidianidad y nos van obligando a modificar hábitos, costumbres, actitudes. Historia pequeña, diaria, rutinaria,  en la que los de a pie somos protagonistas. En este tiempo en el que escasea hasta la lluvia, no nos hemos cerciorado pero andamos inmersos en un eufemismo llamado por ella «el bar de la felicidad».
―¿Qué vaina es esa , Eloína? ―le pregunto ―. Y se desternilla de la risa al ripostarme que soy tan caído de la mata que no me he percatado de que los venezolanos de hoy somos muy diferentes a los de hace dos décadas.
―Nos estamos comportando como los borrachos de un bar ―me aclara―, somos felices en el botiquín hasta que pedimos la cuenta.
Por ejemplo, nos sentimos complacidos y sonreímos (para no llorar), al descubrir que hemos agudizado hasta umbrales impredecibles el arte del escaneo a distancia. Como los propios bolsas, nomás vemos a alguien caminando por la calle con unas ídem e instintivamente nos volteamos a hacerle la correspondiente tomografía axial,  a fin de verificar el contenido de lo que les cuelga en las manos. Lo hacemos por dos razones. Primera, determinar qué hay en ellas; segunda, husmear a qué supermercado pertenecen.
La  situación ha traído consecuencias para nuestra cultura culinaria. Ya no se come lo que se desea sino lo que se ha conseguido para el día. Vamos para dos años consumiendo a diario productos vencidos y ya no nos da ni diarrea; afortunadamente, porque tampoco hay para curarlas.  El correo electrónico, los SMS, el  Twitter y  el Whatssap  se han convertido en armamento de una guerra nada económica: los vecinos que viven en condominios, por ejemplo, han creado unas verdaderas redes informativas mediante las cuales el primero de los integrantes de la comunidad que localiza un producto en algún supermercado se dispone a tuitear al resto, a la brevedad mínima y con el menor número posible de caracteres:
  vcnos, harina, lech desc y kfe dnd el portu, krrn krjo» [Vecinos, hay harina, leche descremada y café donde el portu, ¡corran, carajo!].
No menos hemos hecho dentro de las propias familias. Ya nuestros hijos no nos mensajean para pedirnos la bendición o consultarnos cómo anda nuestro colesterol; el saludo filial más común de estos tiempos se limita a informarnos que llegó el desodorante, el papel higiénico o el lavaplatos a la perfumería tal: 
 msk mm! ygaran papl, psta y pñals a ls 2c  dnd l chino pin gon, [¡mosca, mamá!, llegarán papel, pasta y pañales a las doce donde el chino Ping Wong].
Ahora tenemos además varias obligaciones financieras que jamás imaginamos antes: por ejemplo,  los chicos/chicas que hacen de cajeros-as o embolsan las compras del súper ya no están interesados en las propinas que les dábamos antes de que se pusiera de moda el bar de la felicidad; celulares en mano,  han instalado centros de inteligencia tipo SEBIN desde los cuales notifican a sus «suscriptores» acerca de la llegada de algún producto al establecimiento para el cual trabajan. Y por ello, naturalmente, cobran una mensualidad.
Sin decir nada de otras costumbres surgidas a partir de esta nueva realidad. Verbigracia, los «marcacolas»: ese nuevo y a todas luces pernicioso hábito mediante el cual le avisas a la última persona de la fila que has “marcado” tu lugar detrás de ella y que darás una vueltecita por otros lugares a ver qué hay. “Señor, yo voy aquí, ya sabe, me cuida el puesto, voy a la cola del lado y vengo, ¿okey, maestro?”, te dice la inmensa mole afrodescendiente que te ha dado un toquecito en el hombro para anunciarte que ese será su lugar en el momento de recibir los números que, para tener derecho a comprar algo, debes colectar fuera de cada establecimiento.

Los viejos gestores, los intermediarios de las oficinas públicas, los buscapalancas vinculados a organismos públicos y privados siguen existiendo, por supuesto, pero son ya antigüallas frente a la nueva claque profesional generada por el ejercicio del «derecho a la alimentación». Hacerle a alguien la segunda en el abasto se ha convertido en rutina. Y no digamos la segunda; la tercera, la cuarta, la quinta y todas las que hagan falta con tal de proveernos de algún producto de primera necesidad. Pero hay más: aparte de comprar alimentos por estos irregulares y alcabalosos caminos de perversión, ahora necesitas contratar  a algunas personas para que te escolten y protejan mientras llegas a casa, como si portaras los lingotes de oro del BCV que no se sabe dónde están. Es decir, comer ha pasado a costar más que un trasplante de riñón. Sin duda que ahora somos animales de nuevos hábitos. Como dice Eloína, éramos más que felices hasta el momento en que se nos ocurrió pedir la cuenta.
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Publicado originalmente en www.contrapunto.com (7 de febrero de 2016), Se publicó inicialmente en este mismo blog un texto más extenso. Se ha actualizado y modificado para este nueva versión.
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